Javier Dieta Pérez, censor de libros

En numerosos estudios sobre la censura de libros en la España franquista aparece reiteradamente el nombre de uno de los lectores al que Fernando Larraz ha calificado como «el exponente más tenebroso de la censura», Javier Dieta, cuya intervención fue decisiva en un muy buen número de libros importantes y sobre el que sin embargo sabemos muy poco, tanto acerca de su pasado como de su destino tras su paso por censura.

Funcionario de la administración civil, Dieta empezó a colaborar en la censura a principios de 1954, y, a la vista de sus numerosos informes sobre novelas españolas, el mencionado Larraz lo caracteriza del siguiente modo «Trata de compensar en ocasiones su escasa altura intelectual con voces latinas innecesarias como “ad cautelan” o “verbatim”, que contrastan con el abuso de coloquialismos impropios que dan muestra de la soltura y confianza con las que se movía por el Servicio [Nacional de Propaganda]»

En marzo de 1954 le toca informar sobre la novela de Juan Goytisolo (1931-2017) Juego de manos, a la que no pone reparos porque según su lectura «El aire general de la novela es no obstante de desaprobación [de los actos del grupo protagonista]. Casi ellos mismos tienen conciencia de que son víctimas de una mala educación familiar, así al contar sus vidas, y mucho de ambiente».

En enero de 1956 firmaba el informe de El Jarama, de Rafael Sánchez Ferlosio (1927-2019), presentada por la editorial Destino, que es evidente que no le gustó pero acertó al identificar su realismo: «Algo así como si se hubiese tomado en cinta magnetofónica aquellas conversaciones, todos los gritos, canciones, toda clase de ruidos, etc., etc. Ahí debe de estar el valor de la novela», si bien añade que «Abundan los tacos, que no considero suprimibles, aunque me parecen de muy mal gusto».

Italo Calvino y Jorge Luis Borges.

La editorial barcelonesa Edhasa presentó a censura el compendio de ensayos Discusión, de Jorge Luis Borges (1899-1986), al que en un informe de finales de 1956 Dieta puso bastantes reparos, sobre todo porque «lo malo es que [el autor] se mete en teología y mete la pata de lleno», según escribe, así es que elimina un par de textos, mientras que los autorizados tampoco salen indemnes al embate del lápiz rojo. Por razones que están por dilucidar, el caso es que Edhasa nunca llegó a publicar ese libro (que era una versión revisada del que en 1932 publicara en Buenos Aires Manuel Gleizer Editor).

César Arconada.

En abril de 1957 considera también autorizable otra novela de Juan Goytisolo, El circo, a la que califica de «novela de ambiente», y Central eléctrica, de Jesús López Pacheco (1930-1997), que acababa de quedar finalista en el Premio Nadal (ese año lo ganó el sacerdote José Luis Martín Descalzo con La frontera de Dios). Mientras según el profesor Pablo Gil Casado ‒que la vincula muy estrechamente con La turbina de César Arconada (1898-1964)‒ «Central eléctrica contiene una fuerte crítica de las injusticias, testimonialmente expuestas, a que se ve sujeta la clase obrera y campesina», Dieta empieza su informe calificándola de «Novela con “quid” social».

Otro caso bien estudiado ‒por Lucía Montejo Gurruchaga en Discurso de autora: género y censura en la narrativa española de posguerra‒ es el de Una mujer llega al pueblo, con la que Mercedes Salisachs (1916-2014) ganó el Premio Ciudad de Barcelona (y con la que Dieta se cebó a gusto). Lo interesante en este caso hay constancia de que la autora se puso en contacto con el censor, y solo pueden hacerse suposiciones acerca de cómo supo la autora quién había informado sobre su novela. El caso es que acaso fuera este contacto el que propició que en un segundo informe Dieta se mostrara menos duro y, con todos tijerazos, al final la novela pudo publicarse (en Planeta).

En el sentido de las agujas del reloj: Josep M. Castellet, José María Valverde. Joan Petit, Barral y Víctor Seix.

Estos son tus hermanos, de Daniel Sueiro (1931-1986), la presentó a censura Seix Barral en junio de 1961, y Javier Dieta fue uno de los cinco lectores que, a instancias de los sucesivos recursos de Sueiro, informaron sobre ella (casi todos denegando su autorización pese a las enmiendas y supresiones introducidas por el autor). En un interesante artículo seminal sobre las relaciones entre el editor barcelonés Carlos Barral (1928-1989) y la censura, Cristina Suárez Toledano ya reprodujo una delirante expresión de Dieta en ese informe muy ilustrativa de su carácter: «¡Insisto en la negativa con mi sangre!». También de 1961 son las mutilaciones en El río que nos lleva, de José Luis Sampedro (1917-2013), y que ya Larraz denunció que se mantuvieron incluso en la edición supuestamente crítica publicada en la colección Letras Hispánicas de Cátedra, y la propuesta, aceptada, de denegación de permiso para publicar Fata Morgana, de Gonzalo Suárez.

Dos años después, en 1963, le pegaba solo tres tijerazos a Fiestas, de Juan Goytisolo, que desde 1958 ya circulaba por América gracias a la edición de Emecé.

El informe de Dieta acerca de Crónica de un regreso, de Andrés Sorel (Andrés Martínez Sánchez, 1937-2019) presentada a censura en marzo de 1964 por Seix & Barral, tiene también su miga, pues incluye otra exclamación antológica, referida a Sorel: «¡Lástima la ideología del autor!», a quien califica además como «tonto útil». Por si fuera poco, añade nuevas tachaduras a las que ya exigían dos informes previos, de modo que tras algunas vicisitudes más la obra fue prohibida y no se publicó hasta 1981 (en Ediciones Libertarias).

La novela del poeta y gestor cultural Ernesto Contreras Taboada (1933-1993) La tierra prometida también la presentó Seix & Barral en 1964, y aunque Dieta propuso eliminar cuatro páginas enteras, finalmente no fue autorizada su publicación en España y apareció años más tarde (en 1967) en la editorial uruguaya de Benito Milla (1918-1987) Alfa. Lo curioso en este caso es que circula una edición previa en portugués con el título A terra nostra, ‒cuya traducción firma un sospechosamente prolífico y políglota Sousa Victorino‒, y publicada en abril de 1963 en la colección Miniatura de la lisboeta Livros do Brasil.

En 1966 propuso autorizar una versión severamente expurgada del Homenaje a Cataluña de Georges Orwell (1903-1950), que no se tuvo en cuenta y que no se publicaría hasta 1970.

Por supuesto, también cayó en sus manos algún libro del multicensurado Paco Candel (1925-2007), y en concreto la segunda edición de Donde la ciudad cambia su nombre (1962), más expurgada de expresiones vulgares que la primera, con lo que, dada la naturaleza de los protagonistas, le resta veracidad y realismo. También mutiló a fondo Han matado un hombre, han roto un paisaje, en la que considera que «la violencia formal es asombrosa».

Los ejemplos son solo ilustrativos, y se podrían añadir a ellos los de Ya no humano, del novelista japonés Osamu Dazai (1909-1948) presentado por Seix Barral en 1960; El desprecio de Alberto Moravia (1907-1990), del que a Juan Oteyza se le había denegado autorización para importar un centenar de ejemplares de la edición de Losada, en 1968 (la publicó Plaza & Janés), o incluso el poemario Arde patria de Blas de Otero (1916-1979), presentado en 1962 por Ramón Julià López para publicarlo en la colección Poesía Contemporánea Española de RM (y en muchos de cuyos versos detecta Dieta «bilis política»), que finalmente apareció mutiladísimo en RM con el título Que trata de España y en la parisina Ruedo Ibérico en versión íntegra.

 Y aun así, no es mucho lo que se sabe de Javier Dieta. En el Boletín Oficial del Estado de 14 de junio de 1955 su nombre aparece como uno de los que no pueden presentarse a unas oposiciones para ingresar en el Cuerpo de Secretarios de la Magistratura de Trabajo hasta que presente los certificados de buena conducta y penales, pero solo un año más tarde, concretamente en el BOE del 21 de junio de 1956, el Cuerpo de Técnicos Especiales de Información y Turismo le otorga, también por oposición, plaza como técnico especial de tercera clase en el (con un sueldo de 21.000 pesetas, en catorce pagas). Además, firmando como Javier Dietta, la Secretaría General Técnica de la Presidencia del Gobierno le publicó como volumen 13 de la colección Estudios Administrativos Las Secretarias Generales Técnicas (1961) y la Secretaría General Técnica del Ministerio de Información y Turismo Los organismos colegiados del Ministerio de Información y Turismo: composición y funciones (1964), donde se le describe como «jefe de la Sección Informativa de la Secretaría General Técnica» y poco más. Tampoco parece que sobre su actividad tras la desaparición de la censura se haya divulgado ninguna información.

Fuentes:

Francisco Álamo Felices, «La censura», en La novela social española. Conformación ideológica, teoría y crítica, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Almería, 1996, pp. 79-107, reproducido en Represura, 6 de marzo de 2019.

Ana Gargatagli, «Borges traducido a leyes inhumanas. La censura franquista en América», 1611: Revista de historia de la traducción, núm. 10 (2016).

Pablo Gil Casado, La novela social española (1942-1968), Barcelona, Seix Barrall, 1968.

Fernando Larraz y Cristina Suárez Toledano, «Realismo social y censura en la novela española (1954-1962)», Creneida, núm. 5 (2017), pp. 66-95.

Fernando Larraz, Letricidio español. Censura y novela durante el franquismo, Gijón, Trea, 2013.

Lucía Montejo Gurruchaga, Discurso de autora: género y censura en la narrativa española de posguerra, Universidad Nacional de Educación a Distancia, 2010.

Cristina Suárez Toledano, «“La insolidaridad localista y rencorosa”. Novelas de regresos imposibles a la España fracturada en el catálogo invisible del editor Carlos Barral», Diablotexto 13 (junio de 2013), pp. 15-31.

«Persona non grata», de Jorge Edwards (1931-2023), festín ecdótico.

Cuando se publicó la primera edición de Persona non grata, su autor, Jorge Edwards (1931- 2023), hacía ya veinte años que, siendo aún un veinteañero estudiante de Derecho, se había estrenado como escritor con la recopilación de cuentos El patio («El regalo», «Una nueva experiencia», «El señor», «La virgen de cera», «Los pescados», «La salida», «La señora Rosa» y «La desgracia»), de la que aparecieron solo quinientos ejemplares bajo los auspicios del editor español exiliado en Chile Carmelo Soria (1921-1976), con fecha de junio de 1952 y enriquecida con una viñeta del también exiliado Emilio Piera en la portada. Además de muy buena acogida por parte de la crítica, uno de estos textos fue incluido en la influyente recopilación preparada por Enrique Lafourcade (1927-2019) Antología del nuevo cuento chileno (Zig-Zag, 1954) ‒«Los pescados», al que añadió el entonces inédito «La herida»‒ y  volvió a incluir a Edwards en Cuentos de la generación del 50 (Editorial del Nuevo Extremo, 1959) ‒«A la deriva», cuento que aparecería luego en Gente de la ciudad‒.

De la edición de Gente de la ciudad, que incluye los cuentos «El funcionario», «El cielo de los domingos», «Rosaura», «A la deriva», «El fin del verano», «Fatiga», «Apunte»  y «El último día», y se plantea como un homenaje al Dublineses de Joyce, se ocupó la Editorial Universitaria, que lo publicó en 1961 y poco después le valió a su autor el Premio Municipal de Literatura de Santiago, en la categoría de cuento.

Sin embargo, tras un posgrado en diplomacia en la Universidad de Princeton, en 1962 Edwards es nombrado secretario de la embajada de Chile en París, donde permanecería hasta 1967 y donde escribiría la novela El peso de la noche (1965), ganadora de los premios Atenea y Pedro de Oña, y los cuentos reunidos en La máscara («Después de la procesión», «La experiencia», «Griselda», «Adiós Luisa», «Los domingos en el hospicio», «Los zulúes», «Noticias de Europa» y «El orden de las familias»), publicados ambos, a instancias de Mario Vargas Llosa, por la barcelonesa Seix Barral.

Jorge Edwards en los años cincuenta.

Carlos Barral, tras comentar el empleo de la urgencia como argucia para imponer determinadas obras al jurado del Premio Biblioteca Breve de novela, cuenta en sus memorias cómo fue el caso de El peso de la noche, que por entonces tenía el título provisional de La selva gris:

Era una operación, esta del previo compromiso con un novelista que inspirase confianza, llena de peligro y que no siempre salía bien. […] Otras veces se corrió el riesgo y efectivamente salió mal, como en el caso de El peso de la noche, de Jorge Edwards, que yo había ido a buscar a París guiado por Vargas Llosa en septiembre de 1963, el año del premio a Vicente Leñero [por Los albañiles]. Pero el libro no estaba maduro y necesitaba más reposo. Seguramente se malogró con aquellas prisas. Lo publiqué un año más tarde, sin premio, y fue coronado después con dos galardones chilenos de cierta resonancia en el confín austral.

Ya de regreso en Chile, en 1969 se publicaba en la colección diseñada por Mauricio Amster Cormorán, de la Editorial Universitaria, una selección de sus relatos preparada y prologada por Enrique Linh (1929-1988) y titulada Temas y variaciones. Antología de relatos, con la que por segunda vez obtuvo Edwards el Premio Municipal de Literatura de Santiago.

Así pues, cuando en diciembre de 1973 Seix Barral publica la primera edición de la inclasificable Persona non grata ‒que, como es bien sabido, nace de la experiencia del autor como diplomático en La Habana, después de que Salvador Allende lo pusiera al frente de la embajada chilena en Cuba‒, la carrera literaria de Jorge Edwards no era singularmente nutrida pero sí había obtenido un reconocimiento crítico amplio y muy notable. Por otra parte, la infame llegada al poder de Pinochet en Chile había puesto un abrupto punto y final definitivo a su carrera diplomática. Así lo contaba el autor en el epílogo a una edición de Persona non grata de 2006:

Se produjo el golpe de Estado del once de septiembre de 1973, y yo, que ya gozaba de los primeros días de permiso en el pueblo catalán de Calafell, retuve mi manuscrito y le agregué las páginas de aquel «Epílogo parisino» acerca del golpe militar de mi país. En octubre de ese mismo año fui expulsado del servicio diplomático chileno por la junta militar; me encontré, en la práctica, como exiliado en España y, por primera vez en mi vida, escritor a tiempo completo.

De esa primera edición de 1973 en Seix & Barral, a la que precedía un breve prólogo en el que se cuenta el origen del libro y la coyuntura política en Chile, se hizo ese mismo año una primera reimpresión y una segunda al año siguiente, pero en 1975 ya aparecía una segunda edición en Grijalbo, si bien las diferencias tanto estructurales como textuales entre una y otra son nimios. En el Chile pinochetista, el libro no obtuvo el llamado «permiso de circulación» ‒no lo conseguiría hasta 1978‒ y el único modo en que circuló fue de manera clandestina, pero aun así fue comentado en la prensa y en Valparaíso se imprimió incluso una edición pirata y expurgada del capítulo «Sobre las olas» (que recrea la visita oficial del buque escuela chileno La Esmeralda a Cuba).

Desde su misma creación el libro estuvo indeleblemente marcado por el contexto político e incluso por el posicionamiento ante el mismo de los intelectuales latinoamericanos, y particularmente de los escritores y críticos que habían asentado su posición en el campo literario como consecuencia del llamado boom. En este sentido, es elocuente el ya mencionado «Epílogo parisino». Por ello mismo, no sorprende en exceso que en esa edición no se cuente apenas nada de Lezama Lima (1910-1976), por ejemplo, uno de los autores a los que Edwards más frecuentó en Cuba y que sólo se explica porque en esos momentos el escritor cubano seguía residiendo en la isla y eso podría perjudicarle (aún más).

En 1982, la misma editorial publica una segunda edición que se presenta como «versión completa» y a la que precede un interesante y muy citado nuevo prólogo en el que Edwards cuenta, por ejemplo, que recibió una propuesta de traducir el libro al polaco, siempre y cuando aceptara que se mutilaran de él lo que eufemísticamente llama «pasajes subjetivos»; además esta edición restituye muchos pasajes que el propio Edwards había autocensurado del manuscrito original. Así, aparecen por primera vez en esta edición alusiones no solo al ya fallecido Lezama Lima, sino también al poeta Heberto Padilla (1932-2000), que en 1980 se había establecido en Nueva York. Esa fue la edición que dio pie a un conflicto con el gobierno chileno cuando, en contra de la propia legislación pinochetista para estos casos, en la aduana del aeropuerto de Santiago se retuvo una partida de dos mil ejemplares sin intervención previa del Ministerio del Interior. Además del daño moral al escritor, eso se tradujo en unos gastos de almacenaje inesperados que llevaron a Seix Barral a plantearse incluso reembarcar los libros, pero se optó por dar batalla y tanto Edwards (en calidad además de fundador del Comité de Defensa de la Libertad de Expresión) como la editorial (en la persona de Jorge Ovalle Quiroz) presentaron recurso de protección ante la Corte Suprema de Apelaciones.

Además de una reimpresión en Seix Barral al año siguiente, ese mismo texto fue publicado también por Plaza & Janés en 1985, pero casi una década más tarde, en 1991, la también barcelonesa Tusquets Editores publica en su colección Andanzas una nueva edición con variantes muy significativas. En este caso se mantiene el prólogo de 1982 pero se le antepone otro adicional, y aun en el año 2000, cuando se publica en la colección Tiempo de Memoria, esos dos prólogos pasan a convertirse en apéndices y se le antepone otro prólogo explicativo y actualizador («Prólogo para generaciones nuevas»).

El siguiente cambio notable se da en la edición de la madrileña Alfaguara en el año 2006, cuando se eliminan los paratextos anteriores y, además de actualizar algunos pasajes, se le añade un nuevo epílogo, «La doble censura», en el que se cuenta, por ejemplo, el asombro que produjo en su agente (Carmen Balcells) que cierto editor alemán ‒no especifica cuál‒ le advirtiera preventivamente de que no deseaba recibir un ejemplar de lectura para evaluar su posible traducción porque había tomado ya la decisión de no hacerlo, y cómo la firmeza y constancia de la negativa de diversos editores alemanes explica que no se publicara en ese país hasta treinta años después de su primera edición. En este sentido cabe señalar que por ejemplo en Venezuela Persona non grata no se publicó (por la caraqueña Editorial El Estilete) hasta el año 2017.

Unos años antes, en 2013, había aparecido en la colección Debolsillo una nueva edición que eliminaba el prólogo de 2006 y el epílogo parisino y anteponía en cambio un nuevo texto preliminar, y en 2015 aparecería con el prólogo «Cuarenta y tantos años». Añádase que a medida que habían ido falleciendo algunos de los personajes mencionados y cuya mención explícita podía ser problemática para ellos se han ido aclarando en las sucesivas ediciones y se han actualizado muchos detalles, lo que hace de Persona non grata un festín ecdótico.

Polémica y desafortunada edición francesa, en Plon, a la que se añadió una coletilla al título que molestó profundamente al autor porque restringía el tema de la novela a la situación en Cuba.

Fuentes:

Juan Carlos Chirinos, «El rey siempre va desnudo», The Objective, 15 de marzo de 2023.

Jorge Edwards, Persona non grata, edición de Ángel Esteban y Yannelis Aparicio, Madrid, Cátedra (Letras Hispánicas), 2015.

Gerardo Fernández Fe, «Edwards, micrófonos, camarones principescos», Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 787 (enero de 2016), pp. 52-69.

Memoria chilena.

s.f., «A la justicia el caso Persona non grata», El Mercurio, 18de diciembre de 1982.

Con dinero o sin dinero: Enrique Murillo, editor

En catalán existe una expresión difícilmente traducible, «fer tots els papers de l’auca», que tiene el sentido (entre otros) de llevar a cabo las más diversas y heterogéneas tareas. La amplia carrera de Enrique Murillo en el sector editorial español, tanto en grandes grupos como en empresas pequeñas e incluso como impulsor de sus propios proyectos, hace que aplicarle esta expresión resulte bastante adecuado.

Enrique Murillo. Fotografía de Ana Portnoy.

¿Cómo fue tu entrada en el sector editorial español?

John Kennedy Toole (1937-1969),

Yo era entonces alguien que dejó un empleo muy bien remunerado en Londres porque mi ex me había puesto demanda de separación en un tribunal eclesiástico, y lo dejé todo por venir a defenderme a Barcelona. Me tuve que reinventar, una de tantas veces en mi vida, así que me hice traductor. Yo sabía inglés por las muchísimas lecturas y por los cinco años seguidos de vida y trabajo allí, pero jamás he estudiado esa lengua (ni ninguna otra), por eso cada vez veo más clara la idea de que la mía es la vida de un impostor, asunto con el que he chocado a medida que trato de hacer un relato razonado de mis extrañas y estrafalarias andanzas en el sector editorial. Y porque sabía inglés y en algunas editoriales me conocían como traductor, y tenía amigos en otras, comencé a escribir también informes de lectura. Cierto día acerté, pura chiripa. Dije que A Confederacy of Dunces vendería bien en España. Y el editor me pidió que leyera fijo para él en sus oficinas, dos tardes por semana. Primero literatura anglosajona, luego, novela española para el Premio Herralde. Y ahí empezó todo, hacia 1980.

Leyendo algunas de las entrevistas que te han hecho, uno diría que, además de la casualidad, lo que te llevó en su momento al sector editorial fue tu afición desmedida a la lectura crítica, que lo que te interesó siempre fue más la creación literaria y el potencial de cambio de la literatura que el comercio del libro.

Yo llevaba años escribiendo. Primero poesía, luego narración. Y siempre lo hice rechazando cosas, adorando otras. Con criterio más o menos equivocado, tenía alguno. Dicho de otro modo, contaba con una tradición que me había fabricado yo, como dice Eliot que ocurre con todos los que escriben. Y cuando leía para las editoriales podía aplicar, si pensaba que era eso lo que me pedían, mi criterio. De hecho, nadie te decía casi nada. Te daban a leer lo que fuera, y tenías que informar. Punto. O sea, nada de nada. Tampoco es que hubiese una claridad meridiana acerca de qué cosa era o no era lo literario si alguna vez se llegaba a pisar esas aguas pantanosas. De literatura había hablado mucho con escritores de mi generación, desde Azúa y Leopoldo Panero hasta con el joven Marías, o con Tono Masoliver, con Luis Maristany, pero prácticamente nunca con editores hasta que en los años noventa formé mi equipo en Plaza & Janés. Por otro lado, a lo largo de los años, fui entendiendo que la edición está íntimamente vinculada no solo a la calidad sino también a que la empresa pueda mantenerse a flote. Entendí que la mejor editorial, por mucho que publique los mejores libros, si no los vende acabará cerrando, y dejará de ser una editorial ni buena ni mala. Y tuve que graduar mis impulsos asesinos de lector chiflado. Por eso en su versión inicial el máster en edición de la UAB, que diseñé a petición de Gonzalo Pontón Gijón y Fernando Valls, se tituló inicialmente «La edición. Arte y negocio». Por otro lado, desde bastante joven soy una persona muy politizada y cuando creé la editorial Los Libros del Lince lo hice con la intención de hacer política, de intervenir en el debate político español, a través de los libros. Ahora bien, no con ensayo sobre política sino atacando los flancos del sistema en campos colaterales como la Sanidad, la Economía, el cambio climático o el centralismo administrativo hispano. En cuanto a la necesidad de que tu editorial no quiebre, fui lector de Barral Editores y aquello terminó como terminó, con la desaparición total de la empresa. Es una lección que no olvidé.

Enrique Murillo con Miquel Barceló y Enrique Juncosa en 2014..

Cuando no existía una formación reglada, porque en España ni siquiera en las carreras de filología se proporcionaban nociones sobre el sector editorial, la entrada en él solía ser progresiva, a menudo a partir de la corrección de textos, la lectura de originales y la traducción, cuando no incluso de la composición o la impresión. ¿Cómo se formaba un editor a principios de los años ochenta y qué preparación o procedencia formativa tenían tus colegas y pares en los primeros años?

Si esto estuviera grabado en lugar de escrito, las carcajadas se oirían a kilómetros de distancia. En las memorias que estoy escribiendo muy despacio trato de contar con detalle que, como decía, soy en realidad un impostor, que carecía y carezco de formación reglada de todo tipo como editor, como traductor, y como casi todo lo que he hecho en la vida. Lo comenté hace poco con Valeria Bergalli (que estudió en un máster) y ella dijo que antes todos los editores empezaban más o menos como yo le conté. Eras muy lector, parecía divertido ganarte la vida leyendo, luego revisando… Y acababas yéndote a otro sector, o entrando en la edición. En España, la edición de los años setenta empezó porque había una editorial en la familia (Barral, Esther Tusquets) y porque también había, además, dinero. Herralde conoció a José Janés en casa de su familia, y veraneaba con Esther Tusquets, y Luis Goytisolo era compañero de clase de los salesianos de la Bonanova, y heredó una fortuna al morir su padre, un capitán industrial desde los cuarenta, y Beatriz de Moura era cuñada de Esther, y ayudaba en Lumen, y luego se independizaron ella y Oscar Tusquets para fundar Tusquets Editores…

Es célebre la frase de Peter Mayer de que ante un original propuesto, «no» también es una respuesta. ¿Dabas tú esas respuestas?

Claro que sí. Sobre todo cuando fui colaborador externo (falso autónomo) en Anagrama, durante unos diez años. Nadie me dio instrucciones, criterios. Pero como había acertado con Toole y luego acerté con Pombo, se aceptaban mis síes y mis noes. Como cuando dije que a mí Carver no me gustaba, y este autor tardó dos años en ser finalmente publicado por Anagrama. Mis errores son monumentales. Yo era en Anagrama el que leía todo lo que llegaba en lengua española, excepto, por decir algo, cuando Paco Rico recomendaba a Herralde que publicara a Soledad Puértolas. Eso no se me consultó, ya que había un recomendador con muchos más galones que yo. Sí en cambio me dieron a leer Mimoun, el manuscrito de Chirbes que Martín Gaite recomendó a Herralde. Me fascinó, más incluso que al autor, que luego rechazaba aquella gran nouvelle. Decía que sí muy pocas veces, no había sitio para publicar más que un número limitado de títulos anuales. La colección Narrativas Hispánicas no vendía casi nada, hasta que empezó a vender cien mil ejemplares Corazón tan blanco. Y a veces el rechazo era doloroso porque se trataba de alguien que escribía con dignidad. En estos casos no abundantes, solía escribir cartas de rechazo que eran mucho más que eso. Alababa lo que me parecía interesante, y explicaba las razones por las cuales el manuscrito me parecía bueno, pero no del todo… Por otro lado, no contestaba siquiera a los autores de las docenas de manuscritos que no estaban ni siquiera escritos, según mi criterio de lo que es la escritura, todo aquel montón de memorias de la guerra civil que tanta gente enviaba sin mirar de qué editorial se trataba, o libros de psiquiatras que estaban evidentemente majaras, etcétera. Por cierto, que Mayer es un caso que, guardando las distancias, recuerda en un aspecto mi trayectoria, ya que anduvo de acá para allá durante muchos años. Empezó en Avon, publicando puro bestseller de entretenimiento, y luego estuvo en Simon & Schuster, y más tarde en Penguin (que estaba a punto de cerrar, como me pasó a mí cuando fui a Plaza & Janés), y luego en Pantheon, de donde le despidieron (a mí me han despedido más que a nadie, que yo sepa…), y luego fundó The Overlook Press, su aventura en solitario y final.

¿Cómo era y con qué criterios trabajaste en los años ochenta en Anagrama?

Gary Fisketjon.

Yo me propuse, dado que gozaba de un pequeño grado de influencia, que iba a usarlo para que se publicaran aquellas cosas que tenían frescura, desfachatez, descaro, que no sonaban a variaciones sobre los temas y el estilo que caracterizó los años del franquismo y del primer postfranquismo, de los cuales a mí me parecía mejor no salvar nada. En ese momento, en Gran Bretaña los nuevos narradores rompían con la generación anterior (Martin Amis, Ian McEwan…) y en Estados Unidos iba a surgir pronto el grupo de nuevos narradores cuyo editor era, en diversos sellos, Gary Fisketjon (Richard Ford, Brest Easton Ellis). Pues bien, yo leía el manuscrito de alguien cuyo nombre no me decía nada, pero cuya prosa estaba impregnada de elementos que yo adoraba en los relatos de Cortázar, y entonces cogía ese manuscrito de un tal Martínez de Pisón (había enviado los folios mecanografiados en un sobre, con una mera nota, sin tratar de buscar quién le recomendara ni recomendarse a sí mismo), y se lo llevaba al publisher y le decía: «Esto es bueno». Y se publicaba. Era un momento en el que ya había autores que renovaban, como Eduardo Mendoza, Juan Benet, gente más que interesantísima. Pero aparecían otros que andaban perdidos sin que nadie les hiciera caso, como Álvaro Pombo, y de repente mandaban sus manuscritos a Anagrama cuando se supo que convocó un premio de novela y que también publicaría libros escritos en castellano. Así que me encontré en una posición de privilegio. Anagrama no era muy conocida, todavía era un sello que sonaba a izquierdismo y radicalidad, a Bukowski y a periodismo Gonzo… Y de repente, entre los manuscritos del premio, aparece algo que está escrito en el sentido fuerte de la palabra, un manuscrito de Álvaro Pombo, y corrí a decirle al publisher que por fin…

El poemario Protocolos, con el que se estrenó Álvaro Pombo en 1973.

Dejas de colaborar en Anagrama para centrarte en el periodismo cultural e intervienes en la gestación de un suplemento de libros, Babelia, que en su momento tuvo una influencia grande en el despegue de ciertos autores.

Me fui porque me ofrecieron un sueldo enorme por dirigir una revista, luego estuve en otra, siempre manteniendo el nivel salarial. Y de nuevo el azar quiso que me buscaran Rosa Mora y Tomás Delclós, que me conocían como un tío que estaba en Anagrama y a finales de los ochenta colaboraba como externo en la sección de Cultura de El País, dirigida entonces por Lluis Bassets. Trataba de asuntos no relacionados con la editorial en la que era colaborador. Así que cuando Delclós y Sánchez Harguindey lanzaron la idea de un nuevo suplemento cultural que lo abarcara todo, vinieron a buscarme. Con Rosa y Tomás nos reuníamos en mi piso de Madrid, como si fuéramos del PSUC, en la clandestinidad. Luego Joaquín Estefanía, el director, aceptó la propuesta, y me fichó. Primero edité el suplemento ya existente, «Libros», pero desde el principio estuve haciendo los números cero del suplemento nuevo, que yo llamé «Babel». Al principio de entrar en aquella redacción me sentí como un bicho raro. Javier Pradera me llamó a su despacho y confirmó lo que empezaba a notar: «Hola, Murillo. Sé quién eres.» Me sorprendió que me dijera eso, yo babeaba ante la persona que había creado Alianza Editorial, en cuyo libro de bolsillo me formé… Me miró a los ojos con el ceño fruncido: «Ya veo que estás bastante equivocado… ‒dijo‒. Que crees que este diario es un buen sitio para hacer periodismo cultural. Desengáñate. Este periódico detesta la cultura.» Me fui, por esta razón, al cabo de un año. A la dirección del diario le asustó poner como título aquel tan borgiano que yo había usado en los números cero. Lo tenía registrado el Grupo Zeta, que había registrado todo lo registrable… Y les dije que no iba a ser la cabecera, que la cabecera era El País. Que le llamaríamos «Babel» y que ningún problema… Pero pasó por allí Manuel Vicent y dijo que si no se podía poner “Babel”, pues que Babelia, nombrecito que en el taller, donde yo me pasaba horas con Luis Galán, un magnífico maquetista, enseguida pasó a ser «Bobelia». No soporté que me pusieran un jefe que en nombre de «ellos» (yo tenía que entender que eran la Santísima Dualidad, Polanco y Cebrián) pretendía que todo el suplemento constara de piezas cortitas «porque la gente no quiere leer cosas largas», y me acordé de la frase de Pradera y acepté la primera oferta laboral que me hicieron. Pero en los tres meses últimos de 1991, el suplemento que yo llevaba dio un cambio bastante notable respecto al pasado de los suplementos de libros en ese diario y en otros. Mis colaboradores eran mis amigos: Javier Marías, Álvaro Pombo, Félix de Azúa, Fernando Savater, Ramón de España… Intenté fichar a Tono Masoliver, pero no quiso irse de La Vanguardia, y acertó. Me riñeron por dedicar portada a una de aquellas novelas pop de Terenci Moix (Garras de astracán) e incluso por darle la portada a la enorme novela American Psycho. Me fui.

El quinto número de Babelia (noviembre de 1991).

Habiendo vivido en Gran Bretaña, debo decir que los medios periodísticos que se dedican a la cultura en España están todavía en mantillas, y no se pueden comparar con los de países un poco más civilizados y no muy lejanos. Cada mañana me suelo desayunar con el «Book of the Day» del Guardian. Es pasmoso cómo entienden qué es la novela, cómo debe ser una reseña, qué razonados son los elogios y también cuánto sopesan la crítica negativa. Nada de esas críticas ad hominen o de mero amiguismo que se leen aquí. No parece que los críticos entiendan mucho de narración.

Cuando llegas a Plaza & Janés ya hace mucho tiempo que Mario Lacruz ha reordenado en colecciones los mastodónticos catálogos de Germán Plaza y José Janés. ¿Era completamente distinto el funcionamiento de Plaza & Janés en Bertelsmann del que conocías en Anagrama? Y en cuanto al objetivo, ¿era combatir «la peste amarilla» con la que José Manuel Lara se refería a Panorama de Narrativas?

Enrique Murillo fotogrfiado por Willy Uribe.

Fui elegido para ser director editorial de Plaza & Janés porque la empresa era un Titanic. El nuevo gerente, un joven alemán cultísimo y amante de la lectura, que solo había dirigido una pequeña empresita de revistas técnicas, me dijo que sabía que en España solo ganaban dinero Anagrama y Tusquets, y que me había ido a buscar a Madrid porque le llegó un curriculum mío que yo no había escrito, pero que alguien le había pasado, en donde se decía que yo había trabajado en Anagrama. Y que quería que Plaza & Janés ganara dinero y que para eso necesitaba que yo le montara una colección literaria. Meses más tarde tuvo que cambiar el encargo cuando vio los números reales y supo que eran pavorosamente peores que lo que Bertelsmann sabía. De Mario Lacruz lo que quedaba era sobre todo Isabel Allende. Todo lo demás había sido arrasado por el director de ventas, que solo creía en la colección llamada Éxitos (novela de entretenimiento, eso que se llaman bestsellers), y que era una de las causas de la ruina porque pagaban anticipos exageradísimos para las ventas a menudo muy bajas. Mario había pasado a ser el publisher en Seix Barral, con Gimferrer de ideólogo literario. Lo de la mancha amarilla preocupaba a José Manuel Lara padre. En Plaza les preocupaban las bestiales pérdidas. Estábamos en quiebra. Lara llamó «mancha amarilla» a esos lomos de Panorama de Narrativas que vio un día en El Corte Inglés llenando anaqueles y ocupando sitio que él quería para Planeta. Porque Planeta tampoco ganaba casi nada con librerías. Ganaba entonces con la enciclopedia Larousse. Y, por cierto, no tenían ni idea de lo que compraban en idiomas extranjeros. Pagaban mucho por algún que otro libro y luego no sabían qué hacer con él. Grisham en sus manos fue un fracaso. Es lo que me encontré cuando acabé siendo fichado por Planeta por Ymelda Navajo. Les monté el área internacional con una red de muy buenos scouts

En Plaza & Janés resulta retrospectivamente curioso que publicaras a Imré Kertézs, si es cierto que te lo dio a conocer Mihály Dés (1950-2017), porque enlazaba con la enorme atención que prestaba Josep Janés a la literatura húngara gracias a las sugerencias de Oliver Brachfeld (1908-1967). ¿Cómo fue ese caso, ya entonces el trato se hacía a través de International Editors? ¿Cómo valoras que luego Jaume Vallcorba lo perdiera como autor de la casa (justo cuando le conceden el Nobel), fue un exceso de confianza por su parte?

Alexander Dobler.

Creé y dirigí con la ayuda de Carlos Pujol Lagarriga la colección Ave Fénix Serie Mayor. Ave Fénix era el nombre de la colección de bolsillo de Plaza. «Serie Mayor» lo tomé de la colección que llevó brevemente Carlos Barral en Argos-Vergara. La inauguré, porque quería hacer un ademán simbólico, con El embrujo de Shanghai. Marsé era todo lo que podía salvarse de la novela del antifranquismo. Y enseguida publiqué dos o tres novelas de Ray Loriga, la primera de Salman Rushdie tras la fetua, también a Ondaatje, LeCarré, a Cormac McCarthy… Y a Guillermo Martínez, Félix Romeo, Adelaida García Morales… Es cierto que Mihály mencionó a Kertézs, pero la decisión la tomé por otra cosa. Fue mi scout en Alemania, Alexander Dobler, quien me consiguió una traducción al inglés de Sin destino, que era bastante mala, por cierto. Pero esa historia del holocausto narrada por un adolescente que odia a su papá y que acaba de darle un beso a una chica, me deslumbró y contraté baratísimo al editor alemán, Rowohlt que tenía los derechos de traducción. En Plaza & Janés hubo también que montar un equipo editorial, aquello era un desierto. Me ayudaban, además de Carlos, personas como Lilian Neuman, Roberto Fernández Sastre, Jonio González Cofreces, David Trías… ¡los editores salvajes! Nadie tenía ninguna formación, solo atrevimiento e ideas. Pero todo ese gran esfuerzo chocaba con un enemigo interno, el mismo y cateto director de ventas que antes mencionaba. Perdió los derechos de Kertész sin soltar una lágrima. Vallcorba siempre me recordaba que era yo quien había lanzado en castellano la obra de Kertézs. Era una excepción en el sector editorial español. Se trataba de un hombre muy culto, y en eso sobresalió siempre de entre todos los colegas. También era muy rico, pero eso no le había impedido estudiar alemán y leer de verdad, con criterio personal. A su modo, es el único caso español comparable con el de Roberto Calasso, que hace esa cosa tan extraña de lanzar una editorial basada en un criterio literario estricto y muy excluyente.

En los años noventa se oyeron a menudo quejas de los editores pequeños acerca de que ellos levantaban la liebre ante nuevos narradores interesantes y las grandes empresas se cobraban la pieza. ¿Siempre ha sido así?

Es lógico que la edición, que también es un negocio, provoque estos saltos de editorial en editorial por culpa del dinero. Pero a veces los pequeños eran muy tacañones y la gente se iba por motivos económicos y de otra naturaleza. Eso es complejo pero es conocido. Y tuvo sus causas específicas en cada caso. Sobre todo se producen movimientos tectónicos en los noventa cuando Javier Marías se marchó de Anagrama y luego se fueron Martínez de Pisón, y hasta Enrique Vila-Matas, los buques insignia de la casa. En Tusquets se produjo solo la sonada salida, algo posterior, de Javier Cercas. No es fácil dar una respuesta concisa a este asunto. Es cierto, por ejemplo, que tras vender algunos cientos de miles de ejemplares de La hoguera de las vanidades, Anagrama perdió a un autor que llevaba publicando hacía años porque hubo una oferta elevadísima de Ediciones B, para la colección Tiempos Modernos, de su siguiente novela, que no vendió mucho. Ocurre también con los superventas aliterarios, como Dan Brown, cuya primera novela tras El código Da Vinci no estaba ni en su cabeza ni mucho menos empezada siquiera a escribir, cuando Planeta lanzó una oferta a través de Mònica Martín, tan elevada que Joaquín Sabater, publisher de Urano, se retiró de la subasta. Cuando yo estaba en Alfaguara, hubo una subasta en la que Anagrama no participó por razones desconocidas y que llegó como a cuarenta mil euros, por la nueva novela de Jeffrey Eugenides Middlesex (brillantísima, por cierto). Cuando estábamos enzarzados Claudio López desde Penguin o como se llamara entonces, quizá RandomHouse-Mondadori, y yo desde Alfaguara y quizás alguien más por los derechos que subastaba la agencia americana, de repente Anagrama dijo que no había sido avisada, y entró tarde y mal, ofreció una burrada y se llevó el libro, creo recordar que por 70.000 euros. O sea, que pasa a menudo y por todos lados si hay alguien que tiene dinero y quiere como sea llevarse un libro que se está subastando. Lo bueno es que incluso a día de hoy, en tiempos en los que quien puede pagar los algoritmos, contrata todo lo que se va a poner de moda, queda muchísimo espacio para los editores pequeños. No deberíamos hablar de edición «independiente», que queda muy bien pero no significa mucho. Hay edición con dinero y sin dinero. ¡Eso sí que es significativo! Y también podríamos hablar de la edición de los que leen y la edición de aquellos que encargan informes de lectura. ¡¡¡Eso sí que es un Rubicón!!! En los grandes grupos eligen a gente de márketing, con mayor frecuencia cada vez, para hacer de editores. Y los que son editores de verdad no tienen tiempo de leer.

Carta de presentación de Middlesex escrita por el editor Jonathan Galassi e impresa en la edición de pruebas destinadas a prensa y editores.

También parece que por entonces cualquiera podía hallar un nicho con el que obtener fama y visibilidad como editor, y empieza a generalizarse los editores más formados o con mayor experiencia en publicidad, gestión de empresas o marketing que en ciencias humanas, lo que no tiene por qué ser malo pero tampoco necesariamente bueno en cuanto a la calidad literaria de los textos disponibles para el lector. ¿Tienes esa percepción?

Victor y Joan Seix.

Siempre ha sido así en España. Y en muchos otros países. Cuando hay un editor que sabe leer y sabe de negocios, puede compatibilizar ambas funciones. Ser publisher y ser editor. Pero no es frecuente. Hay que distinguir entre empresarios de la edición y editores, porque no es lo mismo. Sin Víctor Seix, Carlos Barral estuvo perdido. Sin Mario Lacruz, Pere Gimferrer hubiera estado perdido. Sin un buen gerente, Mario Muchnik acabó como acabó, siendo como era un notabilísimo editor y un buen escritor. Por otro lado, si yo termino mis estudios en una escuela de negocios española o internacional, y tengo aspiraciones de fama y gloria, no me dedicaré a dirigir una saneada fábrica de tornillos, una empresa del sector energético o una empresa de yogures. Porque entonces, ¿qué esperanza tienes de salir en los medios, de hacerte una foto con un escritor famoso, alguien de fama no manchada por el dinero, pura espuma cultural? También han llegado al sector expertos de todo tipo en especialidades, sobre todo el márketing. Conozco a algunos que aunque sepan mucho márketing, técnicas de promoción por redes sociales y todo lo demás, lo que no saben es vender, que es otra cosa. A mí vender me ha gustado mucho. Mi padre, que fue vendedor de pañería de Sabadell, me enseñó su oficio sin darse cuenta.

¿Las dinámicas de trabajo eran radicalmente distintas en Plaza & Janés y en Planeta, el peso de los departamentos comerciales en las tomas de decisiones era creciente en ambos casos? Porque se ha hablado mucho de la cercanía de Lara con sus comerciales y hasta qué punto los escuchaba…

En mi época y durante al menos otros ocho o diez años, en Plaza & Janés controlaba todo aquel jefe de ventas que llegó a consejero delegado, y a punto estuvo de cargarse otra vez la editorial. Pero debajo de él ya estaba Nuria Cabutí, la actual consejera delegada, que era una persona racional, inteligente y que sabía gerencia como egresada del IESE, creo recordar. Y lo que ella controlaba, seguro que iba bien. Porque como en el caso de Víctor Seix, sí es cierto que en empresas de cierta dimensión es imprescindible un gerente. Y en tamaños menores, al menos un editor con mentalidad de publisher, de hombre del dinero y la organización. O te hundes. Así que en mis tiempos fueron dinámicas muy diferentes. Planeta no estuvo nunca en bancarrota, aunque el dinero entrara no por librerías sino por otras divisiones de la empresa. Tras salir como director editorial de Plaza & Janés porque me echó aquel director comercial, me juré a mismo que jamás volvería a ocupar una plaza con toda esa responsabilidad. Salvamos Plaza & Janés a base de dedicarme a contratar o incluso a fabricar bestsellers de no ficción, sobre todo, y a contratar libros que vendían bien y no costaban fortunas… Y a dedicarme luego a llevar yo la prensa, con Trías y otros… Pero eso me había matado. Antes de ser despedido, presenté mi dimisión como director editorial y seguí como editor at large con mis autores. Al nuevo alemán que llegó de China para dirigir la empresa sin saber qué era un libro, le comieron el coco en un periquete, y eso facilitó las cosas al tipo que me odiaba. En Planeta no me preocupé más que de ir diciéndole a mi jefa, Ymelda Navajo, que rechazaba el puesto de director editorial… Una y otra vez a lo largo de varios años. Yo me reía, ella me bajaba el sueldo, y tan amigos y más risas por mi parte. Me llevé muy bien con ella. Pero allí no tuve nunca una visión global de lo que pasaba. Me cargaban los «marrones». Si Terenci se enfadaba con el pobre Basilio Baltasar, como con todos los editores anteriores, Ymelda me decía que me encargara yo, y como éramos amigos todo iba la mar de bien. Incluso me tocó llevar el premio Planeta… De todo.

Fuentes adicionales:

Nuria Azancot, «Enrique Murillo», El Cultural, 20 de septiembre de 1011, p. 24.

«Cazarabet conversa con Enrique Murillo, de Los Libros del Lince», web de Cazarabet, sin datos.

Manel Manchón, «Las querencias del editor Enrique Murillo», Crónica Global, 11 de agosto de 2011.

José Serralvo, «Enrique Murillo (entrevista)», JotDown, mayo de 2014.

La novela que ganó el Planeta y se publicó en Plaza & Janés

En el número correspondiente al 18 de octubre de 1962, el célebre y reputado periodista Manuel del Arco (1909-1971) dedicaba su famosa sección de La Vanguardia «Mano a mano» a entrevistar al editor Germán Plaza (1903-1977), hombre poco dado a atender a los medios de comunicación; pero en este caso había un buen motivo para que atendiera a la prensa.

Unos pocos días antes el mismo periódico había mostrado en portada a la escritora valenciana Concha Alós (1926-2011) con el siguiente pie: «Anteanoche, en el hotel Ritz, se celebró la concesión del XI Premio Planeta, resultando galardonada la escritora Concha Alós, con su novela El sol y las bestias». Sin embargo, quien pasaría a la historia como el ganador del premio mejor dotado de la literatura en lengua española en 1962 sería el escritor radicado en Tánger Ángel Vázquez Molina (1929-1980) con Se enciende y se apaga una luz, que sería su primera novela publicada.

Uno de los relatos más jugosas de ese delirante asunto que acabó vinculándolo con Plaza lo firmó en el periódico madrileño Pueblo Enrique Rubio (1920-2005) en una crónica cuyo arranque no tiene desperdicio y pone ya las cartas sobre la mesa: «Brillante jornada la de este XI Planeta. Y un final pleno de emoción, porque, tras la alegría de recibir un premio dotado con 200.000 pesetas, la vencedora recibía una amenaza de ir al Juzgado, y nada menos que de boca del premio Nacional de Literatura Tomás Salvador.» Recuérdese que por aquel entonces Salvador era editor en Plaza & Janés.

Lo cierto es que, salvo engaño por uso de seudónimo, la convocatoria de ese año del Premio Planeta no consiguió atraer a grandes novelistas, y entre los ciento setenta y nueve que pasaron la primera criba se encontraban nombres como Carmen García Bellver (1915-1994), con La sangre inútil (que en 1966 publicaría en Alicante la Caja de Ahorros del Sureste, lo que luego sería la Caja de Ahorros del Mediterráneo o CAM), Luisa María Alberca (1920-2006), que en 1949 ya había sido finalista del Premio Nadal y que ese año presentó al Planeta Del cauce hacia el torrente, o Miguel Signes (1915-1994), que tras haber sido detenido al final de la guerra en el puerto de Alicante, se había quedado en la península y era un habitual del Planeta desde por lo menos 1956 (en 1962 probó suerte con Rama silvestre). Como es de suponer, en los días pevios la prensa iba muy despistada acerca de quién podría obtener ese año el premio porque no había favoritos claros, y al parecer tampoco se produjeron filtraciones de los miembros del jurado. «José Manuel Lara, el más grueso editor de la región —escribe Enrique Rubio en su crónica—, no soltaba prenda; Carmen Laforet… nada.»

Según contó entonces Concha Alós, aunque escribía desde los catorce años solo había escrito otras dos novelas, pero ya había sido finalista del Premio Sésamo con El agosto, y en 1958 había sido finalista del Premio Ciudad de Mallorca, mientras que por el premio Lealtad (a El cerro del telégrafo) se embolsó siete mil quinientas pesetas.

La salida airada e intempestiva de Tomás Salvador al conocerse el fallo de 1962 ya había tenido un anuncio esa misma mañana, en que el por entonces conocido escritor, que había ganado el Planeta dos años antes con El atentado, había mostrado su disconformidad con los modos de proceder de Lara con respecto al premio, lo que se encuadra en los tradicionales piques y rivalidades entre Plaza & Janés y Planeta: «se está desorbitando un poco y menosprecia a los escritores al decir públicamente que lo que importa es la venta y no la calidad del libro». «Pero eso lo decía por la mañana —prosigue la crónica de Rubio—, y por la noche, cuando se enteró del premio que acababa de otorgarse, anunciaba muy serio, muy enfadado: “¡Llevaré al Juzgado a Concha Alós! Su libro lo tengo yo contratado en [la colección] Selecciones y no podía presentarlo al Planeta…”».

Lógicamente, empezaron de inmediato las carreras de los periodistas, que ni tiempo de frotarse las manos debían de tener, cosa que a José Manuel Lara debió de complacerle sobremanera: «El editor, más feliz que nadie, tranquilo y sonriente, como de costumbre, disfrutó anoche con este barullo. Y su opinión no puede ser más pacificadora: “No pasará nada. Plaza & Janés y yo somos muy amigos»». Según declaró esa misma noche Tomás Salvador a Juan Segura Palomares (cronista de La Prensa): «No me extrañaría que el señor Lara, propietario de editorial Planeta, lo hubiera hecho a conciencia para obtener una publicidad escandalosa y gratis», y el mismo periodista recoge también las declaraciones de Lara: «La gente quería escándalo. Ya está satisfecha. Ha habido escándalo». Sea como fuere, ciertamente, no pasó gran cosa. Pero podría haber pasado si, como colige Sergio Vila-Sanjuán, Concha Alós fue declarada ganadora gracias a las gestiones de quien por entonces era su pareja, Baltasar Porcel (1937-2009), quien además trabajaba entonces en Planeta.

Concha Alós, José Manuel Lara y Sebastià Juan Arbó, ambos miembros del jurado (que completaban Joaquín de Entrambasaguas, Carmen Laforet, Ignacio Agustí, Ricardo Fernández de la Reguera, José María Gironella y, como secretario, Manuel Lombardero).

Esa misma primavera, Concha Alós había presentado la novela Los enanos a Plaza & Janés para la colección Selecciones de Lengua Española, que ofrecía mensualmente cincuenta mil pesetas a una novela y según el memorándum de acuerdo «El Autor tendrá presente que mientras no renuncie expresamente, y con la antelación necesaria para evitar simultaneidad de gestiones, el presente contrato concede al Editor un año de opción sobre su obra, durante el cual debe abstenerse de cualquier otra gestión que dificulte el acuerdo». Evidentemente, presentar esa novela a un premio, aunque fuera con otro título, estaba contraviniendo el acuerdo al que había llegado con Plaza & Janés, aunque ella alegara entonces que el propio Salvador le había confesado que posiblemente no le publicaran la novela (según algunas versiones, «por sus tendencias socialistas»; sin embargo, cuando pasó censura, según escribe Fernando Larraz, «ningún resquicio de socialismo debió de ver el censor en esta historia de miserias urbanas»). Lo que tardó un poco más en saberse es que Concha Alós ya había presentado previamente esa misma novela al Nadal y al Biblioteca Breve sin éxito: si algo no le faltaba a Concha Alós era tesón.

A raíz del tremendo follón de 1962 se llegó incluso a hablar en la prensa de la posibilidad de que tanto Plaza & Janés como Planeta publicaran esa novela, cada una de ellas con el título con que había llegado a sus manos, lo cual era un auténtico disparate y que no sin cierta gracia Germán Plaza describió como un muy peculiar caso de «plagio».

La editorial Planeta anuló su fallo, el premio pasó a manos de Ángel Vázquez Molina, y Plaza & Janés, con una propaganda que no podía ni imaginarse, anunciaba ya en octubre la inminente publicación de Los enanos, y según declaró la autora con la promesa de, además de las cincuenta mil pesetas del Selecciones, cincuenta mil más en el momento de la publicación de la obra, y un tercer pago de cien mil pesetas, con lo que se hubiera igualado el montante total de lo ofrecido por Planeta.

Los enanos en la famosa y popularísima colección Reno.

Las aguas debieron de volver a su cauce, porque también fue Plaza & Janés quien, entre otras obras, publicó su siguiente novela, Los cien pájaros (1963), y más tarde La madama (1969) —que Fernando Larraz constató que tras su paso por censura «quedó completamente desfigurada y así sigue, porque la reedición de 1981, la última de esta novela, mantuvo todas las tachaduras y modificaciones»—, Os habla Electra (1975) o Rey de gatos (1969, reeditada por Barral en 1972), entre otras.

También Plaza & Janés intentó sacar partido al escándalo.

Aun así, y quién sabe si como parte de un acuerdo verbal o no, en 1964, entre las doscientas cincuenta y cuatro novelas presentadas al Planeta, volvía a encontrarse una de Concha Alós (presentada con seudónimo, cabe decir), titulada Las hogueras, que en la última votación se impuso por un solo voto a El adúltero y dios, del profesor Víctor Chamorro (1939-2022), de quien quizá la obra más conocida sea La hora del barquero, con la que obtuvo el Premio Gijón en 2002 y de la que hay edición en la editorial Acantilado.

Se convertía así Concha Alós en el único caso en que alguien era votado y proclamado en dos ocasiones como ganador del Premio Planeta, aunque eso no ayudara mucho al prestigio de la autora, si bien es cierto que en el primer cuarto del siglo XXI y encuadrado en el esfuerzo por reformular el canon atendiendo a la obra de las escritoras, varias de sus novelas han sido reeditadas y han despertado cierto interés. Con todo, como escribió el crítico literario Fernando Valls en su blog, Concha Alós «debería haber formado parte de la llamada generación del medio siglo, al menos de sus miembros más jóvenes, como Juan Marsé o Luis Goytisolo. Y, sin embargo, nunca fue encuadrada junto a ellos, quizá porque publicó siempre en editoriales comerciales como Planeta o Plaza & Janés». Si bien es cierto que su narrativa no se caracterizó precisamente por su experimentalismo u originalidad, tampoco es un detalle menor y da que pensar el hecho de que Barral reeditara una de sus libros (Rey de gatos. Narraciones antropófagas).

Fuentes:

Manuel del Arco, «Mano a mano. Concha Alós», La Vanguardia, 16 de octubre de 1962, p. 23.

Manuel del Arco, «Mano a mano. Germán Plaza», La Vanguardia, 18 de octubre de 1962, p. 25.

Fernando Larraz, Letricidio español. Censura y novela durante el franquismo, Gijón, Trea, 2014.

Juan Ramón Masoliver, «Mesa de redacción», La Vanguardia, 15 de octubre de 1962, p. 15.

s. f., «Concha Alós, conforme con la anulación del fallo del Planeta», La Vanguardia, 21 de octubre de 1962, p. 28.

s.f., «Premio Planeta 1962: Concha Alós, con El sol y las bestias», La Vanguardia, 24 de octubre de 1962, p. 15.

Fernando Valls, «Concha Alós, entre gatos», La nave de los locos, 8 de agosto de 2011.

Sergio Vila-Sanjuán, El jove Porcel. Una ascensió literària a la Barcelona dels anys seixanta, Barcelona, Edicions 62 (Biografies i Memòries 99), 2021.

Al margen del muy diferente estilo de las ilustraciones de sobrecubierta, es llamativo el distinto tamaño de la letra del nombre del autora y su caracterización como «autora de Los enanos».

Cuando la novela histórica española llamó a la puerta

En el año 1996 la novela histórica en España se había convertido en un género que no sólo proporcionaba grandes ventas a las editoriales sino que además empezaba a captar poderosamente el interés del mundo académico, y una prueba de ello es la publicación de algunos libros que tomaban la novela histórica como tema de estudio, de los que son buen ejemplo las actas del V Seminario Internacional del Instituto de Semiótica Literaria y Teatral de la UNED (celebrado en la UIMP en Cuenca entre el 3 y el 6 de julio de 1995) y que se publicó con el título La novela histórica a finales del siglo XX e incluía estudios de Carlos García Gual, Maryse Bertrand de Muñoz, Joan Oleza, María del Carmen Bobes Naves, José Antonio Pérez Bowie, José María Pozuelo Yvancos…

Las traducciones de títulos como el Yo, Claudio (1978) de Robert Graves, Las memorias de Adriano (1982) de Marguerite Yourcenar o El nombre de la rosa (1982) de Umberto Eco habían mantenido un interés intermitente por parte del grueso de lectores españoles, más allá de los círculos de aficionados incondicionales al género, pero el profesor Fernando Gómez Redondo situaba en los años finales de la década de los ochenta una eclosión del interés de editoriales muy diversas por este tipo de novela. Tal como escribió en 1990 en «Edad Media y narrativa contemporánea. La eclosión de lo medieval en la literatura»:

Ediciones Orbis […] en 1988 inundó los quioscos con sus semanales entregas de Biblioteca de Novela Histórica, con la pretensión de simultanear obras clásicas (W. Scott, E. Gil y Carrasco, J. Fenimore Cooper) con títulos que acababan de alcanzar sonoros éxitos (R. Graves, M. Yourcenar, G. Vidal). También nuevas editoriales se subirán al carro de la fantasía histórica en esta desenfrenada búsqueda de lectores: Almarabú, Lumen, Muchnik y Montesinos, por ejemplo, han competido por sacar títulos que, en otros momentos, hubiera sido temerario publicar.

Sin embargo, mediada la década de los noventa se produjo un cierto cambio consistente, ya no en el cultivo ocasional por parte de autores españoles más o menos consagrados —José Luis Sampedro con El caballo desnudo (1970), Antonio Gala con El manuscrito carmesí (1990) y La pasión turca (1993) o Arturo Pérez Reverte con La sombra del águila (1993)— o en la aparición de éxitos puntuales —el Premio Planeta a Juan Eslava Galán por En busca del unicornio en 1987, por ejemplo—, sino en la irrupción de una avalancha de primeras novelas de escritores españoles, muchos de los cuales tuvieron un momento de gran éxito, que llevó incluso a que en la prensa se hablara de un cierto «boom». Originalmente se trató de novelas escritas a menudo por historiadores y muy fieles tanto a los hechos como (quizá más importante) a las mentalidades de la época en que situaban la acción, pero eso duró bastante poco tiempo.

Es posible que la espita que consiguiera abrir el grifo fuera la novela del historiador zaragozano José Luis Corral Lafuente El Salón Dorado (1996), publicada en la colección Narrativas Históricas de Edhasa en mayo de 1996 y que vino a demostrar que los editores podían ahorrarse los costos de traducción para publicar buenas novelas en este ámbito. En Pasando página, un compendio periodístico de los hitos de la edición española a partir de 1975, Sergio Vila-Sanjuán da cuenta de la publicación de esta novela del siguiente modo:

Desde finales de los setenta, la colección Narrativas Históricas, creada por Francisco Porrúa, representaba el pulmón de la editorial. Su línea la continuarían otros directores literarios como María Antonia de Miquel o Jordi Nadal, hasta alcanzar los doscientos títulos. […] Pero no había españoles. Algo que preocupó a Daniel Fernández, quien se había hecho cargo de la dirección general de Edhasa en 1996. […]  El tema, no hay que decirlo, le gustaba. Y si los manuscritos no llegaban, Fernández los encargaría. […] Con ese nombre [El Salón Dorado] encontró Fernández encima de su mesa una novela que había encontrado su antecesor, Jorge Durán.

Tal vez en este pasaje haya una confusión de nombres, pero en cualquier caso es evidente que algo falla. El antecesor de Fernández en Edhasa como director general fue Jordi Nadal, mientras que Jorge Durán fue coordinador editorial tanto con Nadal como, durante apenas un año aproximadamente, con Fernández. Aunque siempre resulta bastante absurdo asignar un «descubridor» a cualquier libro, si se toma como referencia el firmante del contrato (un criterio tan válido como cualquier otro), en el caso del de El Salón Dorado, fechado en febrero de 1996, puede zanjarse el tema diciendo que lleva la firma de Jordi Nadal.

Mucho más confusas, equívocas o ambiguas (por decirlo suavemente) fueron en 2005 unas declaraciones del por entonces director general de Edhasa al periodista de El País Jacinto Antón:

Corral envió su manuscrito por correo y decidimos publicarlo simplemente porque nos pareció una buena novela, no porque pensáramos entonces crear una colección específica de novela histórica española. No hubo voluntad de ir a por un autor español.

En realidad, puede decirse que esa búsqueda de novelas históricas de calidad escritas en español ya hacía tiempo que estaba activa en Edhasa cuando llegó Fernández, y de ahí la contratación de títulos como El ojo del faraón (1993), del polaco Boris de Rachewiltz (1926-1997) y el catalán Valentí Gómez i Oliver (n. 1947); El señor de los últimos días. Visiones del año mil (1994), del mexicano Homero Aridjis; La máquina solar (1996), la novela que el argentino Miguel Betanzos dedicó a Galileo, o El maestro de justicia (1997), de César Vidal: en ninguno de los casos se trató de novelas de encargo, ni de Nadal y mucho menos (por razones cronológicas evidentes) de Fernández, pero tampoco tuvieron un gran éxito ni la presencia de sus autores tuvo continuidad en el catálogo (salvo en el caso de César Vidal, con quien Fernández reincidió con Hawai 1898, en 1998).

Los derechos de El Salón Dorado, que tuvo ventas muy por encima de las expectativas, se habían cedido además enseguida a la histórica editorial alemana especializada en literatura de género Bastei Lübe, un trato en el que, dado que el autor no dispuso nunca de agente, Edhasa actuó como intermediario y la traducción apareció ya en 1997.

A partir de ese momento Edhasa se convirtió en la editorial de las novelas históricas de José Luis Corral: El amuleto de bronce (1998), El invierno de la Corona (1999), y así hasta once títulos, aunque el éxito de otro debut de características similares no volvería a repetirse hasta la publicación en el año 2000 de Al-Gazal, el viajero de los dos orientes, de Jesús Maeso de la Torre (a la que seguirían en la misma colección La Piedra del Destino (2001), El Papa Luna (2002), Tartessos (2003) y El Auriga de Hispania (2004), antes de su paso a Grijalbo.

Por esas mismas fechas, en 1997, se daba a conocer también con ventas muy notables en Salamandra Ángeles de Irisarri, con El viaje de la reina, sobre Toda Aznar de Toledo, reina de Navarra El cambio de siglo, sin embargo, estuvo marcado en cuanto a ventas por el éxito de Matilde Asensi, cuya primera novela, El salón de ambar (1999), ya fue muy llamativa, pero se convirtió en superventas con las novelas históricas Iacobus (2000) y El último catón (2001), ambas publicadas originalmente por Plaza & Janés (y luego reeditadas por Planeta), la segunda de las cuales alcanzaría en 2006 la cuadragésima edición y declaraba haber vendido 460.000 ejemplares. Por su parte, Ediciones B publicaba en 2000 la primera novela de Jesús Sánchez Adalid (La luz del Oriente), Maeva publicaba en 2001 la primera en español de la escritora vasca Toti Martínez de Lezea (Señor de la guerra), etc.

Mientras tanto, una editorial de trayectoria tumultuosa como Martínez Roca había sufrido una acusada remodelación desde la entrada en ella en 1990 de Finakey (empresa que tanto se dedicaba a la promoción y construcción de edificios como a la explotación de guarderías infantiles), y había apostado también con mucho ahínco por la novela histórica de autor español. En julio de 1990 entró también como accionista de Martínez Roca el grupo Planeta (que al cabo de dos años se hacía con el control y la absorbía), y en 1995 publicaría la primera novela histórica del entonces alcalde de Cabra y diputado provincial de Córdoba por el Partido Andalucista José Calvo Poyato, El rey hechizado, si bien a partir de entonces iniciaría un recorrido por diversas editoriales (Belacqua, El Aleph, Grijalbo, Ediciones B…). En 2001 empezaría Martínez Roca a otorgar el Premio Internacional de Novela Histórica Alfonso X el Sabio, que le sirvió para captar a autores exitosos del género (entre los primeros galardonados se encuentran Eduardo Gil Bera, Almudena de Arteaga, Jorge Molist, Ángeles de Irisarri o el ya mencionado César Vidal), aunque también el Premio Fernando Lara premió en más de una ocasión a cultivadores del género, como es el caso de Antonio Gómez Rufo (en 2005 por El secreto del rey cautivo), que se había dado a conocer en la colección La Sonrisa Vertical de Tusquets con El último goliardo (1984), o Sánchez Adalid (en 2007 por El alma de la ciudad). En esos años proliferaron los premios, ya fuera promocionados por editoriales o por instituciones públicas o privadas, específicamente dedicados a este género, que se convirtieron en estímulo y cantera (Premio Adriano de la editorial Apóstrofe, el Premio Alfonso VIII de la Diputación Provincial de Cuenca, el Ciudad de Úbeda de Pàmies, el Premio Hispania de Ediciones Áltera…).

Un punto culminante en este proceso, por las dimensiones del éxito, tal vez sea La catedral del mar, de Ildefonso Falcones, publicada en 2006 por Grijalbo (que antes de cumplirse un año declaraba haber vendido ya el primer millón de ejemplares), y con la que en el sector editorial barcelonés sucedía algo parecido a los testimonios sobre el Mayo del 68 parisino: Al igual que casi todo el mundo decía haber estado en la capital francesa la primavera de ese año mítico, son legión los profesores de escritura creativa y los editores de mesa que aseguran haber participado en algún punto del lento y laborioso proceso de escritura, reescritura y corrección de esa novela (que duró, por lo menos, cuatro años y fue rechazada, en diversos estados de elaboración, por hasta siete editoriales cuando aún se titulaba Bastaix). Aunque quizá eso sea solo una leyenda urbana… 

Fuentes:

Jacinto Antón, «Entrevista a Daniel Fernández», Babelia, 30 de julio de 2005.

Juan Gómez Jurado, «El boom de la novela histórica en español», Abc, 27 de febrero de 2018.

Jesús Maeso de la Torre.

Fernando Gómez Redondo, «Edad Media y narrativa contemporánea. La eclosión de lo medieval en la literatura», Atlántida, núm. 3 (1990), pp. 28-42.

Antonio Huertas Morales, La Edad Media contemporánea. Estdio de la novela española de tema medieval (1990-2012), tesis doctoral presentada en la Facultat de Filologia, Traducció i Comunicació de la Universitat de València en 2012.

Jesús Maeso de la Torre, «El porqué del boom de la novela histórica», Todo Literatura. República Ibérica de las Letras, 13 de enero de 2017.

Sergio Vila-Sanjuán, Pasando página. Autores y editores en la España democrática, Barcelona, Destino, 2003.

La intermintente presencia de un premio Nobel en la edición en español

Frans Emil Sllianpää.

Al margen de las siempre muy comentadas ausencias (Borges, Graham Greene, Rafael Alberti…), en la impresionante nómina de premiados con el Nobel de Literatura conviven escritores que forman parte poco discutida del canon occidental (Kipling, Tagore, Thomas Mann, Sinclair Lewis, Pirandello, Neruda, Hesse, Faulkner…) con otros apenas recordados y mucho menos leídos (Rudolf Eucken, Wladislaw Reymont, Halldór Naxsess, Shmuel Yosef Agnón, Eyvind Johnson, Harry Martinson, etc.). Frans Emil Sllanpää (1888-1964), que lo recibió entre el de la cosmopolita narradora estadounidense Pearl S. Buck (1892-1973) y el del polifacético escritor danés Johannes Wilhem Jensen (1873-1950) pertenece sin duda a esta segunda categoría, y de hecho su elección tuvo un punto de casualidad, otro de oportunidad y un tercero de conveniencia política. Y hasta el momento de escribir estas líneas, es el único finlandés galardonado con el Nobel de Literatura.

Si bien Sillanpää se dio a conocer en su país ya 1916 con La vida y el sol, ‒en la que es lugar común identificar elementos claramente deudores de otros dos premiados con el Nobel, Maeterlinck y Hamsun‒, la primera traducción al español de su obra que se publicó en forma de libro sea muy probablemente Santa miseria, aparecida en la colección de Prosistas Extranjeros Contemporáneos de la editorial Cénit en 1930, en traducción no firmada (pero atribuida a Manuel G. Santana) y con una ilustración de cubierta de quien por entonces era el director gráfico y artístico de Cénit, Ramón Puyol (1907-1981).

Es muy probable que en la inclusión de una novela de 1919 en una colección dirigida sobre todo al lector popular e ideologizado como la de Cénit tuviera mucho que ver el tema de la obra, que describe con pesimismo y amargura las tremendas masacres de civiles durante la breve pero intensa guerra que en 1918 había enfrentado a los bolcheviques («los rojos») con los conservadores monárquicos («momárquicos») ‒que Sillanpää parece atribuir sobre todo a las desigualdades sociales‒ y que se resolvió con la retirada militar de Rusia de suelo finlandés y el paso de este país a estar bajo la hegemonía alemana. Aun así, otra consecuencia del conflicto fue la disgregación de la izquierda finlandesa en tres sectores: los socialdemócratas moderados, los socialistas de izquierda y los comunistas prosoviéticos.

Contra la abundancia de autores que tras su derrota se encarnizaron con el comportamiento de los rojos durante la guerra (Ilmari Kianto, Eino Leino, Joel Lehtonen, Veikko Koskenniemi), a la novela de Sillanpää la singulariza la visión ecuánime, comprensiva y de simpatía hacia éstos, lo que le ganó temporalmente el favor de los socialistas, sin que ello le restara apoyo entre la crítica literaria más conservadora. Sin embargo, a principios de los años treinta esto estaba a punto de cambiar, señalando la crítica marxista como inadmisible que el protagonista fuera un campesino rojo holgazán y miserable. Así pues, Santa miseria llegó a España en un momento clave, que explicaría tal vez, añadido al silencio que como escritor mantuvo Sillanpää, que su obra no volviera a recuperarse hasta una década después.

En este intervalo, en 1939, fue cuando se le concedió a Sillanpää el Premio Nobel de Literatura, en una convocatoria en la que los principales candidatos al galardón eran el dramaturgo belga de expresión neerlandesa Stijn Streuvels (1861-1969), el filósofo e historiador neerlandés Johan Huizinga (1842-1945), que acababa de publicar el impresionante Homo Ludens (1938), y el escritor alemán Hermann Hesse (1877-1962), que ya había sonado como ganador el año anterior. En ese momento, premiar a un autor nacido y residente durante muchos años en el Imperio alemán, por mucho que por entonces viviera en la neutral Suiza, planteaba sin duda una situación incómoda tanto para el jurado como, sobre todo, a la diplomacia sueca, cosa que propició, gracias en buena medida al papel de la entonces octogenaria escritora sueca y miembro del jurado Selma Lagerlöf (1858-1940), que el galrdón se lo llevara Sillanpää.

Hasta enero de 1942, pues, no vuelve a publicarse una obra de Sillanpää, en ese caso en Buenos Aires y en la colección de Grandes Novelas de Nuestra Época que Guillermo de Torre (1900-1971) dirigía para la editorial Losada. El título elegido fue Silvya, publicada originalmente en Finlandia en 1931 y publicada en Argentina en una edición en rústica y en traducción firmada por Luis Echávarri (luego célebre por sus traducciones de Henry Miller y del teatro de Ionesco, entre otras). Tal vez este detallado estudio psicológico de una muy modesta y joven campesina sea la obra más conocida y traducida de Sillanpää.

Tres años después aparecía en Barcelona en la colección Nórdica de la editorial del falangista Luis de Caralt (1916-1994), con el título Silja: un breve destino de mujer (1945), encuadernada en tapa dura y con el texto traducido por Fabricio Valserra.

Del mismo año son las ediciones de La vida y el sol, traducida por Carolina D’Antin Sutherland, y La vida ignorada, en versión de y G. y L. Gossé, publicadas ambas en la colección Alborada de la editorial barcelonesa Selecciones Literarias y Científicas. No aparece fecha de impresión en otra edición en tapa dura de la primera de estas traducciones, con el título de su protagonista, Kyyli Korkee, en una empresa identificada solo como Editorial Libros y Revistas e impresa en Gráficas Espejo; podría ser de entre 1947 y 1956.

Sí está clara y legalmente fechada, en enero de 1956, la edición en Aguilar de un volumen titulado Novelas esogidas que contiene las ya mencionadas Siljia, La vida y el sol y La vida ignorada, a las que se añaden traducciones de A ras del suelo, El camino del hombre, Noches de estío y Bellezas y miseras de la vida, que según augura con entusiasta ilusión el escritor y sindicalista Cástulo Carrasco (1910-1985) en el prólogo, «coadyuvarán a que el nutrido grupo de admiradores que el escritor finés tiene en todo el mundo se vea engrosado en unos cuantos miles de lectores españoles e hispanoamericanos». Además de emplear las ya previamente publicadas, las nuevas traducciones las firman F. Caballero y M. Chamorro, pero no consta que se editaran sueltas y no se reimprimió este volumen hasta 1962.

La dedicación de Josep Janés (1913-1959) a la literatura escandinava y nórdica en general venía ya de lejos, y ya en los Quaderns Literaris (1934-1938), además de al danés Hans Christian Andersen (1805-1895), había publicado al noruego Bjørnsterne Bjørnson (1832-1910) y al finlandés Zacharias Topelius (1918-1898), y a mediados de los cincuenta Janés señalaba al también finlandés Mika Waltari (1908-1979) como uno de los dos escritores de mayor éxito de cuantos había publicado (el otro era el francés Maxence van der Meersch); además, dio a conocer la novela del también finlandés Aleksis Kivi (1834-1972) Los siete hermanos (1951), años más tarde retraducida y publicada en español en Alfaguara (en 1988) y al gallego en Rinoceronte (en 2014). Poco después del fallecimiento del editor barcelonés y del paso de su fondo a manos de Germán Plaza, se publicó el séptimo volumen de su colección Premios Nobel de Literatura (en 1960), en el que la presencia de obras de Juan Ramón Jiménez y Hermann Hesse probablemente hiciera sombra a las que se incluyeron en el mismo tomo del alemán Theodor Mommsen (1817-1903), el italiano Giosuè Carducci (1835-1907) y Sillanpää, de quien se incluían las novelas ya mencionadas Silja y La vida y el sol.

En un ejemplo de reciclaje editorial, ese mismo año se publicaba bajo el sello G.P. (Germán Plaza) un volumen en rústica que contenía La avenida de los sauces, de Lewis Sinlcair; Puck, de Kipling, y La vida y el sol, que se reimprimió en diversas ocasiones, y otro volumen con ¡Desciende, Moisés!, de Faulkner, En el campo, de Ivan Bunin, y Silja, de Sillanpää, que también se reimprimió por lo menos en una ocasión.

Luego hubo que esperar hasta los años ochenta para que algunas de sus obras fueran reimpresas o recuperadas, en ocasiones (novedad) en nuevas traducciones directas del finés.

El Hipocampo de Plaza & Janés

Entre 1959 y 1968, la editorial barcelonesa Plaza & Janés mantuvo activa una curiosa colección en la que casi todo resultaba bastante singular y que, pese a publicar en ella a escritores estadounidenses tan insignes como Nabokov, Salinger, Saroyan o Tennesee Williams, hoy parece bastante olvidada: El Hipocampo. Fue sin duda una de las primeras en crearse tras la fusión del fondo de Janés Editor con la editorial de quien fuera su buen amigo Germán Plaza (1903-1977).

La colección se estrenó el mismo año de la muerte de Josep Janés (1913-1959) con uno de los autores más característicos de su sello, el entonces aún celebérrimo Lajos Zilahy (1891-1974), de quien se recuperó la novela En el profundo bosque. Janés la había incorporado a su propio catálogo por primera vez como apertura del tercer volumen de novelas de este autor en la colección de Clásicos del Siglo XX, en traducción de Oliver Brachfeld (1908-1967), si bien en los créditos de la edición de El Hipocampo aparece como traducida por J. Romero de Tejada (desconozco si se trata de una nueva traducción, pero lo dudo).

La acompañaba en el lanzamiento de la colección el novelista e ingeniero aeronáutico Nevil Shute (1899-1960) con la novela Pastoral, una historia romántica en la que el escenario es una base aérea y que publicó originalmente Heinemann durante la segunda guerra mundial (en 1944) y que aparecía entonces por primera vez en España. Y muy poco después aparecía Carne mortal (febrero de 1961), de John Lodwick (1916-1959), el escritor inglés de aventuras bélicas que murió en el mismo accidente automovilístico que Josep Janés.

El grueso de la colección se concentró en los primeros años de la década de 1960, y junto a los grandes nombres de la literatura en lengua inglesa ya mencionados se publicó también a autores muy prestigiosos y de grandes ventas en esos años que en muchos casos procedían de los catálogos de Janés: los franceses Maxene van der Meersch (1907-1951) –La máscara de carne (1960) y La huella de dios (1961)–, una buena tanda de obras de Colette (Sionie Gabrielle Colette,1873-1854) –Gigi (y otros relatos) (1962), La ingenua libertina (1963) , La gata (1963), Dúo (1963), La casa de Claudine (1964), Claudine en la escuela (1964), La vagabunda (1965), Claudine se va (1965) y El retiro sentimental (1966)–, Françoise Sagan (1935-2004) –Las maravillosas nubes (1961), La capitulación (1966) y El guardián del corazón (1969)–, así como, más ocasionalmente, escritores italianos (de Italo Svevo con Senilidad a Mario Cartasegna con Un río por frontera, ambos en 1965, o Lisa Morpurgo con La señora está de viaje, en 1968), alemanes (Irmard Keurn con La muchacha de seda artificial, en 1965) o incluso alguna autora serbia (Grozdana Olujić con Una excursión por el cielo, en 1964) y el por entomces famosísimo escritor finlandés Mika Waltari (con Vacaciones en Carnac y Una muchacha llamada Osmi, en 1960), de quien seguía esperándose otro éxito comercial ligeramente parecido al de Sinuhé el egipcio.

Abundan entre las obras publicadas en El Hipocampo las pertenecientes o emparentadas de cerca o de lejos con la novela negra y de espionaje, como es el caso de La evasión (1961), del novelista y guionista cinematográfico corso José Giovanni (Joseph Damiani, 1923-2004) o El gran negocio de Girija (1960), del narrador y asimismo guionista británico Eric Ambler (1909-1998). De hecho, como en general en los catálogos de Plaza & Janés de aquellos años, es muy frecuente advertir también vínculos entre las obras publicadas en El Hipocampo y el mundo de la gran pantalla, así como una buena cantidad de guionistas o autores adaptados. En 1960, por ejemplo, se publicó Siete ladrones, de Max Catto (1907-1992), que ese mismo año se había estrenado en versión cinematográfica dirigida por Henry Hathaway (con Edward G. Robinson y Joan Collins como protagonistas), y al año siguiente se le publicó al mismo autor Tres muchachas de París; sin embargo, Catto debía su mayor fama a Trapecio (The killing Frost), novela de la que Carol Reed había dirigido una película protagonizada por Burt Lancaster, Tony Curtis, Gina Lollobrigida y Katy Jurado, y sus novelas dieron a pie a muchas otras versiones cinematográficas (El diablo a las cuatro, con Spencer Tracy y Frank Sinatra; El aventurero de Kenya, con Robert Mitchum y Carrol Baker; La guerra de Murphy, con Peter O´Toole y Philippe Noiret…).

Estos vínculos o versiones cinematográficas eran a menudo empleados en los paratextos y en el material promocional como reclamo publicitario, y obviamente solía usarse como título del libro el que tuviera la versión cinematográfica española aun a riesgo de ser infiel al de la novela original, pero en cambio en las cubiertas no se incorporaban imágenes originales de las películas sino que, a veces inspirándose en ellas, las ilustraciones se encargaban a uno de los colaboradores habituales de Janés, Joan Palet (1911-1996).

Sin embargo, otro reflejo de esos vínculos con el cine es la mayoritaria presencia en la colección de géneros narrativos que en aquel entonces gozaban de éxito en los cines, como es el caso de las novelas de aventuras. Valga como ejemplo ya del mismo 1960 la novela de aventuras bélicas Sendero de furia (The Mountain Road), del periodista e historiador Theodore H. White (1915-1986). A partir de ella, el escritor inglés Alfred Hayes (1911-1985), conocido sobre todo por el poema «Joe Hill» por haberlo musicado tanto Pete Seeger como Joan Baez y Bruce Springsteen, desarrolló un guión que Daniel Mann convirtió en una película que protagonizó James Stewart.

Caso un poco diferente es el de la novela del escritor francés Henry Castillou (1921-1994) La fiebre llega a El Pao (1960), de la que el año anterior se había estrenado la versión cinematográfica dirigida por Luis Buñuel y protagonizada por Gérard Philipe y María Félix, pues se halla más bien a medio camino entre el drama y la sátira (sin perder el peculiar toque buñuelesco).

En cualquier caso, en este contexto de novelas picantes, policíacas, de misterio o de aventuras hay unos cuantos títulos que resultan particularmente llamativos. Ya también en 1960 aparece Es cosa de reírse, de William Saroyan (1908-1981), en traducción de Antonio Ribera, y unos años más tarde se le publica al mismo autor (uno de los más apreciados y publicados por Janés en sus últimos años de vida) Un día en el atardecer del mundo (1967).

Al año siguiente aparece en El Hipocampo la traducción de Antonio Samons de Risa en la oscuridad, de Vladimir Nabokov (1899-1977), que fue la que se leyó durante muchos años (se publicó también en la muy popular colección Reno, también de Plaza & Janés) hasta que ya al filo del siglo XXI Anagrama publicó la llevada a cabo por Javier Calzada.

En 1962 se publica el volumen de relatos de J.D. Salinger (1919-2010) Franny y Zoey, en la traducción de Jesús Pardo (1927-2020). Sin embargo, en la siguiente edición de este título, en la colección Libro Amigo de Bruguera (1979), se encargó una nueva traducción a Pilar Giralt Gorina y, en 1987, al incluirse en El Libro de Bolsillo de Alianza, una tercera a Maribel de Juan. La presencia de Salinger es llamativa sobre todo por su conocido desdén hacia el cine (más allá de que en 1949 Mark Robson dirigiera una adaptación del cuento de Salinger «El tío Wiggly en Connecticut»; o tal vez precisamente por eso), pero también es notable que, en contra de las exigencias contractuales luego proverbiales del siempre excéntrico Salinger, esas ediciones aún presenten ilustraciones de cubierta, pero en cambio, probablemente atendiendo a las exigencias del autor, el título de la obra ya aparezca en ellas en cuerpo mayor que el del autor, como solía exigir por contrato).

De 1964 es la publicación en El Hipocampo de la única novela del dramaturgo estadounidense Tennessee Williams, La primavera romana de la señora Stone, en traducción de Martín Ezcurdia, de la que en 1961 se había estrenado la versión cinematográfica, dirigida por José Quintero y protagonizada por Vivien Leigh y un por entonces veinteañero Warren Beatty.

Quizá atender al nombre de la colección proporcione algunas claves para interpretar correctamente el propósito y la naturaleza de esta colección (en apariencia desigual y heterogénea), porque durante mucho tiempo se consideró que, en tanto que componente del sistema límbico, el hipocampo tenía un papel principal en la generación de emociones, si bien también se le atribuyeron funciones importantes en la detección de estímulos novedosos. Por si fuera poco, a raíz de un estudio sobre el hipocampo liderado por el ingeniero biomédico Lam Woo (del Departamento de Ingeniería Eléctrica y Electrónica de la Universidad de Hong Kong), se empezó a describirlo como «el corazón del cerebro». Tal vez el nombre elegido para la colección fue un rotundo acierto.

La prodigiosa memoria de Fabrizio del Dongo

Rafael Borràs Betriu, La batalla de Waterloo, Ediciones B, Barcelona, 2003, 546 páginas. (Reseña publicada originalmente en Quimera, núm. 243 [2004])

El 18 de junio de 1816, al cumplirse un año de la batalla de Waterloo, y según consigna el conde de Las Cases en el Mémorial de Sainte Hélène, Napoleón Bonaparte hacía la siguiente reflexión sobre tan decisivo acontecimiento: «Singular derrota, que, pese a ser la mayor catástrofe, no menoscabó la gloria del vencido, ni aumentó la del vencedor. El recuerdo de uno [Napoleón] sobrevivirá a su destrucción; la memoria del otro [Wellington] quedará quizá sepultada por su triunfo».

Cuando Rafael Borràs Betriu (Barcelona, 1935) titula la primera entrega de sus memorias La batalla de Waterloo, evocando la magistral apertura de La cartuja de Parma, se está definiendo como un observador que, inmerso en el combate, no alcanza a ver ni comprender la magnitud ni mucho menos las consecuencias de la batalla. La contienda de la que nos habla el autor es la lucha por la Cultura («las verdaderas conquistas son las que se obtienen sobre la ignorancia», dejó escrito el célebre corso), una batalla que en el mundo editorial se libra a diario y en la que durante décadas uno de los principales rivales, pero no el único, fue la censura.

José Manuel Lara Hernández y Rafael Borràs Betriu.

La brillante y laureada carrera de Rafael Borràs Betriu (de la Casa del Libro a Ediciones B, pasando sucesivamente por Luis de Caralt, Plaza, Ariel, Alfaguara, Planeta y Plaza & Janés, entre otras empresas) le ha mantenido siempre en primera línea de fuego, y a lo largo de su trayectoria ha sido tanto protagonista e instigador como testigo de hechos de armas notables en el acontecer de la industria editorial española. Sin embargo –y además de a la célebre revista La Jirafa (1956-1959) –, su gloria irá siempre unida a su condición de creador e impulsor de dos colecciones míticas: Espejo de España (en Planeta, 1973-1995) y su sucesora Así fue. La Historia Rescatada (Plaza & Janés, 1995-1998). A tenor del heterogéneo catálogo de estas dos colecciones, no sería de extrañar que

Victor Alba.

Borràs Betriu suscribiera la rotunda declaración que hiciera Peter Mayer (capitán general de Penguin Books durante muchos años), referente a la conveniencia de apoyar ciertos libros necesarios: «a veces publico libros que me desagradan, me irritan, incluso me repugnan, pero son obras escritas por gente inteligente que deben ser difundidas» (La Vanguardia, 8/VII/2000), si bien el autor de estas memorias señala ya en el prólogo que el principio rector de su labor editorial procede de Marañón («Ser liberal consiste en estar dispuesto a admitir que el otro puede tener razón»). Es precisamente la pasión por la historia contemporánea y el talante republicano y liberal lo que transmiten con una rara pureza e intensidad las páginas de este libro, cuyos dos subtítulos («Memoria de un editor» y «Una reflexión políticamente incorrecta con el mundo de la letra impresa como trasfondo») son verdaderamente acertados y esclarecedores. Nos encontramos ante un mosaico de impresiones, escenas y anécdotas que, sin atenderse rigurosamente al orden cronológico, en su conjunto nos ofrecen una amplia imagen de la vida cultural y política española entre el final de la década de los cuarenta y las postrimerías del franquismo. Abundan las anécdotas jugosas o significativas tratadas con una acerada ironía –antológicas algunas sobre la falta de método de la censura–, y a menudo dan pie a reflexiones o divagaciones acerca de la evolución histórica y política del país en las que Borràs Betriu opina con absoluta libertad y sin cortapisas sobre acontecimientos y sobre todo sobre protagonistas importantes de la dictadura primorriverista, los años republicanos, la guerra civil y la postguerra: Ricardo de la Cierva, Victor Alba, Antonio Maura, Jorge Semprún, Manuel de Pedrolo, Camilo José Cela, José Maria de Areilza, Alfonso XIII, Juan de Borbón, Ramón Serrano Súñer, José Bergamín, Manuel Azaña, Serrano Suñer, Rafael Sánchez Mazas…

Sin embargo, y sin entrar en el valor cultural de las filias del autor (Mercedes Salisachs, Dionisio Ridruejo o Carlos Rojas entre los más evidentes) sorprenden, cuanto menos, algunos de los juicios vertidos sobre el mundo editorial, como por ejemplo la insistente reivindicación de la labor de Luis de Caralt. Cierto es que Caralt publicó a Bernanos, Faulkner, Steinbeck, Hesse, Greene, Kerouac o Nabokov, pero no lo es menos que, en general, se trata de traducciones abominables se mire como se mire y en ediciones muy poco cuidadas, lo que más bien resultó ser un flaco favor a la Cultura, y por ende sitúa a Caralt unos cuantos pasos por detrás de Manuel Aguilar, Josep Janés, José Vergés o Mario Lacruz. O Rafael Borràs Betriu, a quien en más de una reseña a este libro se ha caracterizado como «El Napoleón de la edición española» (P. Montero y R. Conte, por ejemplo).  Vive alors l´Empereur, y quedamos a la espera de la prometida segunda entrega, que debe cubrir su etapa como mariscal de campo de Planeta. [Efectivamente, en los años posteriores a la publicación original de este primer volumen le siguieron La guerra de los Planetas. Memorias de un editor II, Ediciones B, 2005, y La razón frente al azar. Memorias de un editor III, Flor del Viento, 2010]

Renovación del humorismo en la edición de posguerra

«Una originalísima creación editorial que reunirá las más interesantes novelas de humor y de optimismo, seleccionadas entre la obra de los máximos escritores de nuestro tiempo.» Así se presentaba a los lectores en 1942 la colección Al Monigote de Papel, encuadrada por José Janés (1913-1959) en la editorial Aretusa, y lo cierto es que los autores que publicó ese año no desmerecen esa ambición: Chesterton (El Club de los negocios raros), P.G. Wodehouse (Luna de verano), Ramón Gómez de la Serna (El Gran Hotel), Pierre Mac Orlan (El canto de la tripulación), a los que seguirían al año siguiente Henri Lavedan (la traducción de Gabriel Miró de Su Majestad), el reciente vencedor del Premio Rühmann Rolf Lennar (El acompañante inofensivo), Mark Twain (Un yanqui en la corte de Rey Arturo), Max Beerbohm (Zuleika Dobson) y Achile Campanille (Si la luna me trae fortuna)…

José Janés.

Quizá no tenga mucho sentido preguntarse si esta fue la colección con que en España arrancó en la posguerra el resurgir de la literatura humorística –que, efectivamente, lo fue–, pues lo cierto es que contaba con muy notables antecedentes, como Los Humoristas de Espasa ya desde 1929 o en los años veinte la colección de Biblioteca Nueva dedicada a humoristas españoles contemporáneos. Y también es cierto que ya en la inmediata posguerra Janés había prestado atención al género, por ejemplo en la serie Humoristas de la colección Constelación de las Ediciones de la Gacela, en la que había publicado, entre otras obras, Nuestra diosa comedia, Massimo Bontempelli (1878-1960), a quien antes de la guerra ya publicaba en catalán, o El monóculo, de Aldous Huxley (1894-1963). Y, por su parte, tendría enseguida importantes imitadores y continuadores, en particular la colección de los años cincuenta El Club de la Sonrisa, en Taurus.

No es verdad que sea la muerte, de Giovanni Mosca (1948).

Lo cierto es que la influencia de la colección fue enorme, y en el siglo XXI han dejado testimonio de la importancia que tuvo en su formación desde un editor como Jorge Herralde hasta un cómico y humorista como Paco Mir (El Tricicle).

Mark Twain y Wodehouse se convirtieron en los primeros años en los grandes atractivos de la colección y en los autores más representados, pero hizo algunas incorporaciones muy interesantes que dejaron un poso en el humorismo español, como es sobre todo el caso de los autores cercanos al semanario milanés Bertoldo (1936-1943), publicado originalmente por Rizzoli y en los años cincuenta retomado por otras editoriales. Dirigida al alimón por Giovanni Mosca (1908-1983) y Vittorio Metz (1904-1984) y con Giovanni Guareschi (1908-1968) como redactor jefe, Bertoldo reunió a autores veinteañeros como Carletto Manzoni (1909-1975), Mario Brancacci (1910-1991), el polifacético Leo Longanesi (1905-1957) y al un poco más veterano Achille Campanille (1899-1977), entre otros, que renovaron y airearon por completo el lenguaje humorístico italiano, tanto gráfica como literariamente. Janés puso en circulación ya en 1943 a Campanille (Si la luna me trae fortuna, Jovencitos, no exageremos) y reincidiría en 1958 (¿Qué huevo frito es el amor?), y al año siguiente a Guareschi (El destino se llama Clotilde), pero mediada la década, al tiempo que el éxito de Wodehouse se mantenía, triunfaron otros autores, como sobre todo Joan Butler, de quien aparecieron una enorme cantidad de títulos ya desde 1945 (La obra de las camisas, Medias vacaciones, Fastidiando al alimón, Donde menos se piensa salta un heredero, Un asesinato a medias…). Del irlandés Joan Butler (Robert William Alexander, 1905-1979), cuyo estilo se vincula a menudo con el de Wodehouse y el de Thorne Smith (1892-1934), sólo se había dado a conocer hasta entonces en España El solitario (1940) como número 184 de la colección La Novela Aventura (1933-1944), publicada en Hymsa (Hogar y Moda, S. A.) y donde convivía con títulos de Agatha Christie, George Simenon o la por entonces popular serie del detective Sexton Blake (creado originalmente por Harry Blith, oculto tras el seudónimo Hal Meredeth).

En cuanto a la literatura española, a partir de mediada la década Al Monigote de Papel se convirtió en el trampolín editorial de buena parte de los humoristas aglutinados alrededor de la muy celebre revista La Codorniz, como es el caso de Edgar Neville (1899-1967), de quien aparece La familia Mínguez (1945) Don Clorato de Potasa (1947) y Torito Bravo (1955), Álvaro de Laiglesia (1922-1981), con Un náufrago en la sopa (1947), El baúl de los cadáveres (1948) y La gallina de los huevos de plomo (1951) o Miguel Mihura (1905-1977), con Mis memorias (1948), a los que siguió publicando obras hasta que progresivamente se pasaron a la órbita de Planeta, pero no por ello dejó de publicar Janés a algunos grafómanos jóvenes como Pedro Voltes (Adorable loca, 1950) y sobre todo al injustamente olvidado Noel Clarasó (1899-1945), de quien asombrosamente sigue inédita la novela con que ganó el Premi Creixells en 1938 (Francis de Cer), y que en Al Monigote de Papel publicó la Crónica de varios males crónicos (1945), la novela en clave sobre el mundillo cultural barcelonés La señora Panduro sirve pan blando (1946), Enrique Segundo, el Indeciso (1946), Blas, tú no eres mi amigo (1946), La batalla de las Termo Pilas (1946), La gran aventura de un hombre pequeño (1947), Tres eran los yernos de Helena (1948), Blas, cuidado con la mujer del prójimo (1948)…

Enric Cluselles.

Los ejemplares de Al Monigote de papel, se publicaron encuadernados en rústica con solapas y con ilustraciones en la cubierta de Enric Cluselles (1914-2014), quien según Guillamon creó en ellas «una galería de personajes de la posguerra: hombres pagados de sí mismos, tipos que van tras las mujeres como si pretendieran cazarlas, familias mal y bien avenidas, maridos y mujeres (generalmente, las mujeres grandotas y los hombres raquíticos).» Y enmarcaba estas ilustraciones de humorismo costumbrista una cenefa de curiosa historia editorial y que dice mucho sobre las ideas gráficas del tándem Cluselles-Janés.

Incluso en este aspecto gráfico, fueron del mayor interés también las ambiciosas antologías de humoristas de otros ámbitos, encuadernadas en tapa dura y con sobrecubierta, entre la que tal vez la más conocida sea la Antología de humoristas húngaros contemporáneos (1945) preparada por Andrés Révész y J. García Mercadal (a partir de una previa aparecida en Espasa Calpe preparada por Révész), pero a la que habían precedido otras  dedicadas a italianos (1943) e ingleses (1945), seleccionados y traducidos respectivamente por Simón Santainés y Andrés Guilman,  G. B. Ricci y José Janés. En estos casos, cada una de las portadillas que precedía a la obra de cada autor iba ilustrada con un dibujo de Cluselles alusivo al texto, que se reproducían todos, coloreados y en abigarrada distribución, en la sobrecubierta.

Muerto Janés, ya en los años ochenta Plaza & Janés, en quien había recaído la responsabilidad de asumir y reorganizar el impresionante fondo de Janés, recuperó el nombre de esta colección y la reabrió con ¡Vamos al Oeste!, de Smith H. Allen (1907-1976), Dieciocho agujeros y Un par de solteros, de Wodehouse, Mi familia al derecho y al revés y varios otros libros del humorista israelí Efraim Kishón (1924-2005), la recuperación de diversas obras de Joan Butler (El tiro por la culata y Armando la gorda, entre ellas), etcétera; una nueva etapa que se cerró abruptamente y sin previo aviso en 1984.

Fuentes:

Julià Guillamon, Enric Cluselles. Ninots i llibres (catálogo), Barcelona, Biblioteques de Barcelona, 2015.

Jorge Herralde, «Josep Janés en su centenario: A dos tintas», Claves de Razón Práctica, n. 233 (marzo-abril 2014), pp. 158-165.

Jacqueline Hurtley, «La obra editorial de José Janés: 1940-1959», Anuario de Filología (Universitat de Barcelona), n. 11-12 (1985-1986), pp. 293-329.

Jacqueline Hurtley, Josep Janés. El combat per la cultura, Barcelona, Curial (Biblioteca de Cultura catalana 60), 1986.

Josep Mengual, A dos tintas. Josep Janés, poeta y editor, Barcelona, Debate, 2013.

Miqui Otero, «Jorge Herralde, “Los que desdeñan lo divertido necesitan medicación”», entrevista, El Confidencial, 16 de junio de 2014.

Rafa Rodríguez Gimeno, «La risa según Paco Mir» (entrevista), Verlanga, s/f.

Sergio Vila-Sanjuán, «Jeeves y Wooster, la vida es una comedia», Zenda, 1 agosto 2016.

Ruido, nueces, rapsodas del siglo XXI y un fiasco histórico

Acaso no sea fechable el primer intento de maridar la palabra escrita con la audición de sonidos, pero pensando principalmente en los invidentes el –probablemente mal llamado– «audiolibro» cuenta ya con una historia bastante longeva y con algunos casos de éxito notable en contextos sociales como el estadounidense o el alemán. En realidad, el «libro leído», la grabación de una lectura en voz alta, en particular en el caso de las historias de ficción y la poesía, puede interpretarse como un regreso a los orígenes, a los tiempos de los rapsodas, o de los juglares y los trovadores. Por ese mismo camino interpretativo, podríamos emplear el término “representalibro” para definir o caracterizar la puesta en escena de un texto teatral (suponiendo que previamente hubiera sido publicado en forma de libro, claro está), “radiolibro” para referirnos a las lecturas por varios actores de la adaptación radiofónica de una novela tras su publicación en forma de volumen, o de “kinetolibro” para aludir a la grabación y proyección cinematográfica de un texto basado en un libro.

Edison

Thomas Edison en 1878 con el fonógrafo cilíndrico.

La idea de la grabación de lecturas tiene una historia realmente larga y curiosa, con antecedentes ya en el siglo XIX, con la invención del fonógrafo y lo que el propio Thomas Edison (1847-1931) bautizó como los «phonographic books», entre cuyos primeros ejemplos se cuentan los recitados de las canciones tradicional «Mary had a litle lamb» y «Hey Diddle, Diddle», junto con poemas de Tennyson.

AlfredLordTennyson

Alfred Lord Tennyson (1809-1892).

Sin embargo, ese proceso germinal empieza a concretarse en los primeros años de la década de 1920, cuando el ingeniero de la General Electric Charles A. Hoxie (1867-1941) desarrolló el palophone (¿palófano?), un sistema de grabación multipistas de sonido óptico (sobre película en blanco y negro Kodak) que permitía captar las ondas sonoras generadas por un cristal, y que hizo posible legar a la posteridad algunos de los discursos del presidente de Estados Unidos Calvin Coolidge (1872-1933), a quien cupo asimismo el honor de protagonizar el primer discurso grabado en cinta cinematográfica. De ahí surgiría el Photohone que comercializó la RCA a finales de esa misma década, y que tuvo su mayor empleo en la industria cinematográfica para obtener buen sonido sincronizado con las imágenes.

Paralelamente, la American Foundation Fort he Blind puso en marcha un ambicioso programa llamado Talking Books Program de grabaciones breves («The Raven», de Edgar Allan Poe, sonetos de Shakespeare o textos de cariz más patriótico, como fragmentos de la Declaración de Independencia, o fragmentos de la Biblia), para el cual contó con el apoyo del Congreso desde 1934, lo que se materializó en la exención de las leyes de copyright y en el envío por correo postal gratuito.

RecopilatorioSin embargo, mucho antes de que hicieran su aparición en el ámbito musical, los elepés entraron en escena y se emplearon para la grabación de lecturas en voz alta de textos escritos, lo que no tardó en provocar la reacción de la industria editorial. Curiosamente, entre 1934 y hasta después de la Segunda Guerra Mundial la audición de esos productos, destinados a la población invidente, estaban prohibidos por ley a quienes no padecían graves problemas de visión, y sólo a partir de 1948, gracias a los correspondientes acuerdos de cesión de derechos se legalizó su venta a todo tipo de públicos. Fue entonces, no por casualidad, que se generalizó la grabación también de elepés musicales. Entre los hitos de esos primeros años se cuenta la historia de Caedmon Records, fundada por las dos amigas veinteañeras Barbara Holdridge y Marianne Rooney, recién salidas del instituto, a partir de la genial idea de grabar un recital en Nueva York de un poeta de voz tan personal como Dylan Thomas (1914-1953) –de quien vale la pena oír sus peculiares y cantarinas lecturas en la BBC– y comercializarlo en forma de elepé, lo que supuso el despegue de una empresa muy exitosa. No tardaron en seguir sus pasos otras iniciativas, y muchos poetas vieron abiertas nuevas posibilidades para la difusión de sus obras mediante el vinilo.

CD-Dylan-Thomas-BBCEn España, una de las iniciativas más estrepitosamente fracasadas pero fascinantes en este ámbito fue el Sonobox (publicitado como «el libro que habla») cuyos derechos obtuvo casi en exclusiva Plaza & Janés en la Feria de Frankfurt de 1983, con el propósito sobre todo de añadir a libros de historia algunos documentos sonoros en forma de pequeños discos intercalados entre las páginas, que podían reproducirse con un aparato del tamaño de un transistor que necesitaba cuatro pilas.

Lógicamente, los productos que se comercializaron con el sistema Sonobox se orientaban predominantemente hacia las enciclopedias y las obras de historia, y el objetivo era comercializarlos mediante venta directa, pero uno de sus más impactantes lanzamientos iniciales, por la proximidad de fechas, fue Decennium. Nuestro siglo. Texto, imágenes y sonido (1985-1990), en cinco volúmenes lujosamente encuadernados en símil piel con nervios tejuelos y dorados, y que cubrían las décadas 1940 a 1980, que se comercializaron también en combinación con otros seis títulos para conformar una enciclopedia en diez volúmenes, con un atlas internacional como adenda. Otro título de características similares fue la España. Nuestro Siglo, cuyo texto introductorio a cuatro volúmenes en encuadernación muy similar a la mencionada firmaba Pedro Laín Entralgo (1908-2001), y que también se vendía conjuntamente con la anterior. De características muy similares era la Enciclopedia Plaza & Janés, formada por una enciclopedia alfabética (8 volúmenes) y dos diccionarios.

SOno+Lector

Cuatro ejemplares y el lector Sonobox.

Sin embargo, y en lo que parece una paráfrasis de The Buggles, la generalización de internet y la posterior de los podcasts estaba a la vuelta de la esquina, así que el sistema Sonobox cayo pronto en el olvido; y por si fuera poco, ya antes los quioscos se inundaron de obras, por fascículos o en volumen, que incorporaban todo tipo de sistemas de añadidos sonoros a las obras impresas (casetes primero, cedés luego), por lo que todo hace suponer que el fracaso de lo que incluso los medios más o menos especializados anunciaban como un producto revolucionario acabó desapareciendo discretamente debido al estrepitoso fracaso comercial. Aun así, es posible encontrar todavía hoy tanto lectores como ejemplares de las obras mencionadas, que, salvo error, son todas las que se pusieron a la venta.

Con todo, dice mucho de Plaza & Janés, una vez ya fallecido su fundador, Germán Plaza (1903-1977), que tuviera la audacia de atreverse a explorar un camino comercialmente tan incierto pero pedagógicamente fructífero, pues permitía, por ejemplo, oír al hilo de la lectura como sonaba un fusil de la guerra civil española, lo que a su vez explica por qué a los francotiradores urbanos de esa contienda se les llamaba «pacos». En el aspecto tecnológico, la historia demostró que era un camino sin salida.

SonoboxObert

Libro abierto en el que pueden apreciarse los discos sonobox tras cada una de las entradas enciclopédicas.

Fuentes:

AA.VV., «Caedmon: Recreating the Moment of Inspiration», National Public Radio.

LL. M.:, «Ayer, el libro de bolsillo; mañana, “el libro que habla”», La Vanguardia, 17 de marzo de 1984, p. 27.

Matt Novak, «The first audiobooks were invented for blind Americans in the 1930s», Factually, 30 de agosto de 1914.

Scheherezade Surià, «El vendedor de enciclopedias», En la Luna de Babel, 20 de abril de 2012.

«Sonobox es el nuevo sistetma», El País, 5 de septiembre de 1983.