Con dinero o sin dinero: Enrique Murillo, editor

En catalán existe una expresión difícilmente traducible, «fer tots els papers de l’auca», que tiene el sentido (entre otros) de llevar a cabo las más diversas y heterogéneas tareas. La amplia carrera de Enrique Murillo en el sector editorial español, tanto en grandes grupos como en empresas pequeñas e incluso como impulsor de sus propios proyectos, hace que aplicarle esta expresión resulte bastante adecuado.

Enrique Murillo. Fotografía de Ana Portnoy.

¿Cómo fue tu entrada en el sector editorial español?

John Kennedy Toole (1937-1969),

Yo era entonces alguien que dejó un empleo muy bien remunerado en Londres porque mi ex me había puesto demanda de separación en un tribunal eclesiástico, y lo dejé todo por venir a defenderme a Barcelona. Me tuve que reinventar, una de tantas veces en mi vida, así que me hice traductor. Yo sabía inglés por las muchísimas lecturas y por los cinco años seguidos de vida y trabajo allí, pero jamás he estudiado esa lengua (ni ninguna otra), por eso cada vez veo más clara la idea de que la mía es la vida de un impostor, asunto con el que he chocado a medida que trato de hacer un relato razonado de mis extrañas y estrafalarias andanzas en el sector editorial. Y porque sabía inglés y en algunas editoriales me conocían como traductor, y tenía amigos en otras, comencé a escribir también informes de lectura. Cierto día acerté, pura chiripa. Dije que A Confederacy of Dunces vendería bien en España. Y el editor me pidió que leyera fijo para él en sus oficinas, dos tardes por semana. Primero literatura anglosajona, luego, novela española para el Premio Herralde. Y ahí empezó todo, hacia 1980.

Leyendo algunas de las entrevistas que te han hecho, uno diría que, además de la casualidad, lo que te llevó en su momento al sector editorial fue tu afición desmedida a la lectura crítica, que lo que te interesó siempre fue más la creación literaria y el potencial de cambio de la literatura que el comercio del libro.

Yo llevaba años escribiendo. Primero poesía, luego narración. Y siempre lo hice rechazando cosas, adorando otras. Con criterio más o menos equivocado, tenía alguno. Dicho de otro modo, contaba con una tradición que me había fabricado yo, como dice Eliot que ocurre con todos los que escriben. Y cuando leía para las editoriales podía aplicar, si pensaba que era eso lo que me pedían, mi criterio. De hecho, nadie te decía casi nada. Te daban a leer lo que fuera, y tenías que informar. Punto. O sea, nada de nada. Tampoco es que hubiese una claridad meridiana acerca de qué cosa era o no era lo literario si alguna vez se llegaba a pisar esas aguas pantanosas. De literatura había hablado mucho con escritores de mi generación, desde Azúa y Leopoldo Panero hasta con el joven Marías, o con Tono Masoliver, con Luis Maristany, pero prácticamente nunca con editores hasta que en los años noventa formé mi equipo en Plaza & Janés. Por otro lado, a lo largo de los años, fui entendiendo que la edición está íntimamente vinculada no solo a la calidad sino también a que la empresa pueda mantenerse a flote. Entendí que la mejor editorial, por mucho que publique los mejores libros, si no los vende acabará cerrando, y dejará de ser una editorial ni buena ni mala. Y tuve que graduar mis impulsos asesinos de lector chiflado. Por eso en su versión inicial el máster en edición de la UAB, que diseñé a petición de Gonzalo Pontón Gijón y Fernando Valls, se tituló inicialmente «La edición. Arte y negocio». Por otro lado, desde bastante joven soy una persona muy politizada y cuando creé la editorial Los Libros del Lince lo hice con la intención de hacer política, de intervenir en el debate político español, a través de los libros. Ahora bien, no con ensayo sobre política sino atacando los flancos del sistema en campos colaterales como la Sanidad, la Economía, el cambio climático o el centralismo administrativo hispano. En cuanto a la necesidad de que tu editorial no quiebre, fui lector de Barral Editores y aquello terminó como terminó, con la desaparición total de la empresa. Es una lección que no olvidé.

Enrique Murillo con Miquel Barceló y Enrique Juncosa en 2014..

Cuando no existía una formación reglada, porque en España ni siquiera en las carreras de filología se proporcionaban nociones sobre el sector editorial, la entrada en él solía ser progresiva, a menudo a partir de la corrección de textos, la lectura de originales y la traducción, cuando no incluso de la composición o la impresión. ¿Cómo se formaba un editor a principios de los años ochenta y qué preparación o procedencia formativa tenían tus colegas y pares en los primeros años?

Si esto estuviera grabado en lugar de escrito, las carcajadas se oirían a kilómetros de distancia. En las memorias que estoy escribiendo muy despacio trato de contar con detalle que, como decía, soy en realidad un impostor, que carecía y carezco de formación reglada de todo tipo como editor, como traductor, y como casi todo lo que he hecho en la vida. Lo comenté hace poco con Valeria Bergalli (que estudió en un máster) y ella dijo que antes todos los editores empezaban más o menos como yo le conté. Eras muy lector, parecía divertido ganarte la vida leyendo, luego revisando… Y acababas yéndote a otro sector, o entrando en la edición. En España, la edición de los años setenta empezó porque había una editorial en la familia (Barral, Esther Tusquets) y porque también había, además, dinero. Herralde conoció a José Janés en casa de su familia, y veraneaba con Esther Tusquets, y Luis Goytisolo era compañero de clase de los salesianos de la Bonanova, y heredó una fortuna al morir su padre, un capitán industrial desde los cuarenta, y Beatriz de Moura era cuñada de Esther, y ayudaba en Lumen, y luego se independizaron ella y Oscar Tusquets para fundar Tusquets Editores…

Es célebre la frase de Peter Mayer de que ante un original propuesto, «no» también es una respuesta. ¿Dabas tú esas respuestas?

Claro que sí. Sobre todo cuando fui colaborador externo (falso autónomo) en Anagrama, durante unos diez años. Nadie me dio instrucciones, criterios. Pero como había acertado con Toole y luego acerté con Pombo, se aceptaban mis síes y mis noes. Como cuando dije que a mí Carver no me gustaba, y este autor tardó dos años en ser finalmente publicado por Anagrama. Mis errores son monumentales. Yo era en Anagrama el que leía todo lo que llegaba en lengua española, excepto, por decir algo, cuando Paco Rico recomendaba a Herralde que publicara a Soledad Puértolas. Eso no se me consultó, ya que había un recomendador con muchos más galones que yo. Sí en cambio me dieron a leer Mimoun, el manuscrito de Chirbes que Martín Gaite recomendó a Herralde. Me fascinó, más incluso que al autor, que luego rechazaba aquella gran nouvelle. Decía que sí muy pocas veces, no había sitio para publicar más que un número limitado de títulos anuales. La colección Narrativas Hispánicas no vendía casi nada, hasta que empezó a vender cien mil ejemplares Corazón tan blanco. Y a veces el rechazo era doloroso porque se trataba de alguien que escribía con dignidad. En estos casos no abundantes, solía escribir cartas de rechazo que eran mucho más que eso. Alababa lo que me parecía interesante, y explicaba las razones por las cuales el manuscrito me parecía bueno, pero no del todo… Por otro lado, no contestaba siquiera a los autores de las docenas de manuscritos que no estaban ni siquiera escritos, según mi criterio de lo que es la escritura, todo aquel montón de memorias de la guerra civil que tanta gente enviaba sin mirar de qué editorial se trataba, o libros de psiquiatras que estaban evidentemente majaras, etcétera. Por cierto, que Mayer es un caso que, guardando las distancias, recuerda en un aspecto mi trayectoria, ya que anduvo de acá para allá durante muchos años. Empezó en Avon, publicando puro bestseller de entretenimiento, y luego estuvo en Simon & Schuster, y más tarde en Penguin (que estaba a punto de cerrar, como me pasó a mí cuando fui a Plaza & Janés), y luego en Pantheon, de donde le despidieron (a mí me han despedido más que a nadie, que yo sepa…), y luego fundó The Overlook Press, su aventura en solitario y final.

¿Cómo era y con qué criterios trabajaste en los años ochenta en Anagrama?

Gary Fisketjon.

Yo me propuse, dado que gozaba de un pequeño grado de influencia, que iba a usarlo para que se publicaran aquellas cosas que tenían frescura, desfachatez, descaro, que no sonaban a variaciones sobre los temas y el estilo que caracterizó los años del franquismo y del primer postfranquismo, de los cuales a mí me parecía mejor no salvar nada. En ese momento, en Gran Bretaña los nuevos narradores rompían con la generación anterior (Martin Amis, Ian McEwan…) y en Estados Unidos iba a surgir pronto el grupo de nuevos narradores cuyo editor era, en diversos sellos, Gary Fisketjon (Richard Ford, Brest Easton Ellis). Pues bien, yo leía el manuscrito de alguien cuyo nombre no me decía nada, pero cuya prosa estaba impregnada de elementos que yo adoraba en los relatos de Cortázar, y entonces cogía ese manuscrito de un tal Martínez de Pisón (había enviado los folios mecanografiados en un sobre, con una mera nota, sin tratar de buscar quién le recomendara ni recomendarse a sí mismo), y se lo llevaba al publisher y le decía: «Esto es bueno». Y se publicaba. Era un momento en el que ya había autores que renovaban, como Eduardo Mendoza, Juan Benet, gente más que interesantísima. Pero aparecían otros que andaban perdidos sin que nadie les hiciera caso, como Álvaro Pombo, y de repente mandaban sus manuscritos a Anagrama cuando se supo que convocó un premio de novela y que también publicaría libros escritos en castellano. Así que me encontré en una posición de privilegio. Anagrama no era muy conocida, todavía era un sello que sonaba a izquierdismo y radicalidad, a Bukowski y a periodismo Gonzo… Y de repente, entre los manuscritos del premio, aparece algo que está escrito en el sentido fuerte de la palabra, un manuscrito de Álvaro Pombo, y corrí a decirle al publisher que por fin…

El poemario Protocolos, con el que se estrenó Álvaro Pombo en 1973.

Dejas de colaborar en Anagrama para centrarte en el periodismo cultural e intervienes en la gestación de un suplemento de libros, Babelia, que en su momento tuvo una influencia grande en el despegue de ciertos autores.

Me fui porque me ofrecieron un sueldo enorme por dirigir una revista, luego estuve en otra, siempre manteniendo el nivel salarial. Y de nuevo el azar quiso que me buscaran Rosa Mora y Tomás Delclós, que me conocían como un tío que estaba en Anagrama y a finales de los ochenta colaboraba como externo en la sección de Cultura de El País, dirigida entonces por Lluis Bassets. Trataba de asuntos no relacionados con la editorial en la que era colaborador. Así que cuando Delclós y Sánchez Harguindey lanzaron la idea de un nuevo suplemento cultural que lo abarcara todo, vinieron a buscarme. Con Rosa y Tomás nos reuníamos en mi piso de Madrid, como si fuéramos del PSUC, en la clandestinidad. Luego Joaquín Estefanía, el director, aceptó la propuesta, y me fichó. Primero edité el suplemento ya existente, «Libros», pero desde el principio estuve haciendo los números cero del suplemento nuevo, que yo llamé «Babel». Al principio de entrar en aquella redacción me sentí como un bicho raro. Javier Pradera me llamó a su despacho y confirmó lo que empezaba a notar: «Hola, Murillo. Sé quién eres.» Me sorprendió que me dijera eso, yo babeaba ante la persona que había creado Alianza Editorial, en cuyo libro de bolsillo me formé… Me miró a los ojos con el ceño fruncido: «Ya veo que estás bastante equivocado… ‒dijo‒. Que crees que este diario es un buen sitio para hacer periodismo cultural. Desengáñate. Este periódico detesta la cultura.» Me fui, por esta razón, al cabo de un año. A la dirección del diario le asustó poner como título aquel tan borgiano que yo había usado en los números cero. Lo tenía registrado el Grupo Zeta, que había registrado todo lo registrable… Y les dije que no iba a ser la cabecera, que la cabecera era El País. Que le llamaríamos «Babel» y que ningún problema… Pero pasó por allí Manuel Vicent y dijo que si no se podía poner “Babel”, pues que Babelia, nombrecito que en el taller, donde yo me pasaba horas con Luis Galán, un magnífico maquetista, enseguida pasó a ser «Bobelia». No soporté que me pusieran un jefe que en nombre de «ellos» (yo tenía que entender que eran la Santísima Dualidad, Polanco y Cebrián) pretendía que todo el suplemento constara de piezas cortitas «porque la gente no quiere leer cosas largas», y me acordé de la frase de Pradera y acepté la primera oferta laboral que me hicieron. Pero en los tres meses últimos de 1991, el suplemento que yo llevaba dio un cambio bastante notable respecto al pasado de los suplementos de libros en ese diario y en otros. Mis colaboradores eran mis amigos: Javier Marías, Álvaro Pombo, Félix de Azúa, Fernando Savater, Ramón de España… Intenté fichar a Tono Masoliver, pero no quiso irse de La Vanguardia, y acertó. Me riñeron por dedicar portada a una de aquellas novelas pop de Terenci Moix (Garras de astracán) e incluso por darle la portada a la enorme novela American Psycho. Me fui.

El quinto número de Babelia (noviembre de 1991).

Habiendo vivido en Gran Bretaña, debo decir que los medios periodísticos que se dedican a la cultura en España están todavía en mantillas, y no se pueden comparar con los de países un poco más civilizados y no muy lejanos. Cada mañana me suelo desayunar con el «Book of the Day» del Guardian. Es pasmoso cómo entienden qué es la novela, cómo debe ser una reseña, qué razonados son los elogios y también cuánto sopesan la crítica negativa. Nada de esas críticas ad hominen o de mero amiguismo que se leen aquí. No parece que los críticos entiendan mucho de narración.

Cuando llegas a Plaza & Janés ya hace mucho tiempo que Mario Lacruz ha reordenado en colecciones los mastodónticos catálogos de Germán Plaza y José Janés. ¿Era completamente distinto el funcionamiento de Plaza & Janés en Bertelsmann del que conocías en Anagrama? Y en cuanto al objetivo, ¿era combatir «la peste amarilla» con la que José Manuel Lara se refería a Panorama de Narrativas?

Enrique Murillo fotogrfiado por Willy Uribe.

Fui elegido para ser director editorial de Plaza & Janés porque la empresa era un Titanic. El nuevo gerente, un joven alemán cultísimo y amante de la lectura, que solo había dirigido una pequeña empresita de revistas técnicas, me dijo que sabía que en España solo ganaban dinero Anagrama y Tusquets, y que me había ido a buscar a Madrid porque le llegó un curriculum mío que yo no había escrito, pero que alguien le había pasado, en donde se decía que yo había trabajado en Anagrama. Y que quería que Plaza & Janés ganara dinero y que para eso necesitaba que yo le montara una colección literaria. Meses más tarde tuvo que cambiar el encargo cuando vio los números reales y supo que eran pavorosamente peores que lo que Bertelsmann sabía. De Mario Lacruz lo que quedaba era sobre todo Isabel Allende. Todo lo demás había sido arrasado por el director de ventas, que solo creía en la colección llamada Éxitos (novela de entretenimiento, eso que se llaman bestsellers), y que era una de las causas de la ruina porque pagaban anticipos exageradísimos para las ventas a menudo muy bajas. Mario había pasado a ser el publisher en Seix Barral, con Gimferrer de ideólogo literario. Lo de la mancha amarilla preocupaba a José Manuel Lara padre. En Plaza les preocupaban las bestiales pérdidas. Estábamos en quiebra. Lara llamó «mancha amarilla» a esos lomos de Panorama de Narrativas que vio un día en El Corte Inglés llenando anaqueles y ocupando sitio que él quería para Planeta. Porque Planeta tampoco ganaba casi nada con librerías. Ganaba entonces con la enciclopedia Larousse. Y, por cierto, no tenían ni idea de lo que compraban en idiomas extranjeros. Pagaban mucho por algún que otro libro y luego no sabían qué hacer con él. Grisham en sus manos fue un fracaso. Es lo que me encontré cuando acabé siendo fichado por Planeta por Ymelda Navajo. Les monté el área internacional con una red de muy buenos scouts

En Plaza & Janés resulta retrospectivamente curioso que publicaras a Imré Kertézs, si es cierto que te lo dio a conocer Mihály Dés (1950-2017), porque enlazaba con la enorme atención que prestaba Josep Janés a la literatura húngara gracias a las sugerencias de Oliver Brachfeld (1908-1967). ¿Cómo fue ese caso, ya entonces el trato se hacía a través de International Editors? ¿Cómo valoras que luego Jaume Vallcorba lo perdiera como autor de la casa (justo cuando le conceden el Nobel), fue un exceso de confianza por su parte?

Alexander Dobler.

Creé y dirigí con la ayuda de Carlos Pujol Lagarriga la colección Ave Fénix Serie Mayor. Ave Fénix era el nombre de la colección de bolsillo de Plaza. «Serie Mayor» lo tomé de la colección que llevó brevemente Carlos Barral en Argos-Vergara. La inauguré, porque quería hacer un ademán simbólico, con El embrujo de Shanghai. Marsé era todo lo que podía salvarse de la novela del antifranquismo. Y enseguida publiqué dos o tres novelas de Ray Loriga, la primera de Salman Rushdie tras la fetua, también a Ondaatje, LeCarré, a Cormac McCarthy… Y a Guillermo Martínez, Félix Romeo, Adelaida García Morales… Es cierto que Mihály mencionó a Kertézs, pero la decisión la tomé por otra cosa. Fue mi scout en Alemania, Alexander Dobler, quien me consiguió una traducción al inglés de Sin destino, que era bastante mala, por cierto. Pero esa historia del holocausto narrada por un adolescente que odia a su papá y que acaba de darle un beso a una chica, me deslumbró y contraté baratísimo al editor alemán, Rowohlt que tenía los derechos de traducción. En Plaza & Janés hubo también que montar un equipo editorial, aquello era un desierto. Me ayudaban, además de Carlos, personas como Lilian Neuman, Roberto Fernández Sastre, Jonio González Cofreces, David Trías… ¡los editores salvajes! Nadie tenía ninguna formación, solo atrevimiento e ideas. Pero todo ese gran esfuerzo chocaba con un enemigo interno, el mismo y cateto director de ventas que antes mencionaba. Perdió los derechos de Kertész sin soltar una lágrima. Vallcorba siempre me recordaba que era yo quien había lanzado en castellano la obra de Kertézs. Era una excepción en el sector editorial español. Se trataba de un hombre muy culto, y en eso sobresalió siempre de entre todos los colegas. También era muy rico, pero eso no le había impedido estudiar alemán y leer de verdad, con criterio personal. A su modo, es el único caso español comparable con el de Roberto Calasso, que hace esa cosa tan extraña de lanzar una editorial basada en un criterio literario estricto y muy excluyente.

En los años noventa se oyeron a menudo quejas de los editores pequeños acerca de que ellos levantaban la liebre ante nuevos narradores interesantes y las grandes empresas se cobraban la pieza. ¿Siempre ha sido así?

Es lógico que la edición, que también es un negocio, provoque estos saltos de editorial en editorial por culpa del dinero. Pero a veces los pequeños eran muy tacañones y la gente se iba por motivos económicos y de otra naturaleza. Eso es complejo pero es conocido. Y tuvo sus causas específicas en cada caso. Sobre todo se producen movimientos tectónicos en los noventa cuando Javier Marías se marchó de Anagrama y luego se fueron Martínez de Pisón, y hasta Enrique Vila-Matas, los buques insignia de la casa. En Tusquets se produjo solo la sonada salida, algo posterior, de Javier Cercas. No es fácil dar una respuesta concisa a este asunto. Es cierto, por ejemplo, que tras vender algunos cientos de miles de ejemplares de La hoguera de las vanidades, Anagrama perdió a un autor que llevaba publicando hacía años porque hubo una oferta elevadísima de Ediciones B, para la colección Tiempos Modernos, de su siguiente novela, que no vendió mucho. Ocurre también con los superventas aliterarios, como Dan Brown, cuya primera novela tras El código Da Vinci no estaba ni en su cabeza ni mucho menos empezada siquiera a escribir, cuando Planeta lanzó una oferta a través de Mònica Martín, tan elevada que Joaquín Sabater, publisher de Urano, se retiró de la subasta. Cuando yo estaba en Alfaguara, hubo una subasta en la que Anagrama no participó por razones desconocidas y que llegó como a cuarenta mil euros, por la nueva novela de Jeffrey Eugenides Middlesex (brillantísima, por cierto). Cuando estábamos enzarzados Claudio López desde Penguin o como se llamara entonces, quizá RandomHouse-Mondadori, y yo desde Alfaguara y quizás alguien más por los derechos que subastaba la agencia americana, de repente Anagrama dijo que no había sido avisada, y entró tarde y mal, ofreció una burrada y se llevó el libro, creo recordar que por 70.000 euros. O sea, que pasa a menudo y por todos lados si hay alguien que tiene dinero y quiere como sea llevarse un libro que se está subastando. Lo bueno es que incluso a día de hoy, en tiempos en los que quien puede pagar los algoritmos, contrata todo lo que se va a poner de moda, queda muchísimo espacio para los editores pequeños. No deberíamos hablar de edición «independiente», que queda muy bien pero no significa mucho. Hay edición con dinero y sin dinero. ¡Eso sí que es significativo! Y también podríamos hablar de la edición de los que leen y la edición de aquellos que encargan informes de lectura. ¡¡¡Eso sí que es un Rubicón!!! En los grandes grupos eligen a gente de márketing, con mayor frecuencia cada vez, para hacer de editores. Y los que son editores de verdad no tienen tiempo de leer.

Carta de presentación de Middlesex escrita por el editor Jonathan Galassi e impresa en la edición de pruebas destinadas a prensa y editores.

También parece que por entonces cualquiera podía hallar un nicho con el que obtener fama y visibilidad como editor, y empieza a generalizarse los editores más formados o con mayor experiencia en publicidad, gestión de empresas o marketing que en ciencias humanas, lo que no tiene por qué ser malo pero tampoco necesariamente bueno en cuanto a la calidad literaria de los textos disponibles para el lector. ¿Tienes esa percepción?

Victor y Joan Seix.

Siempre ha sido así en España. Y en muchos otros países. Cuando hay un editor que sabe leer y sabe de negocios, puede compatibilizar ambas funciones. Ser publisher y ser editor. Pero no es frecuente. Hay que distinguir entre empresarios de la edición y editores, porque no es lo mismo. Sin Víctor Seix, Carlos Barral estuvo perdido. Sin Mario Lacruz, Pere Gimferrer hubiera estado perdido. Sin un buen gerente, Mario Muchnik acabó como acabó, siendo como era un notabilísimo editor y un buen escritor. Por otro lado, si yo termino mis estudios en una escuela de negocios española o internacional, y tengo aspiraciones de fama y gloria, no me dedicaré a dirigir una saneada fábrica de tornillos, una empresa del sector energético o una empresa de yogures. Porque entonces, ¿qué esperanza tienes de salir en los medios, de hacerte una foto con un escritor famoso, alguien de fama no manchada por el dinero, pura espuma cultural? También han llegado al sector expertos de todo tipo en especialidades, sobre todo el márketing. Conozco a algunos que aunque sepan mucho márketing, técnicas de promoción por redes sociales y todo lo demás, lo que no saben es vender, que es otra cosa. A mí vender me ha gustado mucho. Mi padre, que fue vendedor de pañería de Sabadell, me enseñó su oficio sin darse cuenta.

¿Las dinámicas de trabajo eran radicalmente distintas en Plaza & Janés y en Planeta, el peso de los departamentos comerciales en las tomas de decisiones era creciente en ambos casos? Porque se ha hablado mucho de la cercanía de Lara con sus comerciales y hasta qué punto los escuchaba…

En mi época y durante al menos otros ocho o diez años, en Plaza & Janés controlaba todo aquel jefe de ventas que llegó a consejero delegado, y a punto estuvo de cargarse otra vez la editorial. Pero debajo de él ya estaba Nuria Cabutí, la actual consejera delegada, que era una persona racional, inteligente y que sabía gerencia como egresada del IESE, creo recordar. Y lo que ella controlaba, seguro que iba bien. Porque como en el caso de Víctor Seix, sí es cierto que en empresas de cierta dimensión es imprescindible un gerente. Y en tamaños menores, al menos un editor con mentalidad de publisher, de hombre del dinero y la organización. O te hundes. Así que en mis tiempos fueron dinámicas muy diferentes. Planeta no estuvo nunca en bancarrota, aunque el dinero entrara no por librerías sino por otras divisiones de la empresa. Tras salir como director editorial de Plaza & Janés porque me echó aquel director comercial, me juré a mismo que jamás volvería a ocupar una plaza con toda esa responsabilidad. Salvamos Plaza & Janés a base de dedicarme a contratar o incluso a fabricar bestsellers de no ficción, sobre todo, y a contratar libros que vendían bien y no costaban fortunas… Y a dedicarme luego a llevar yo la prensa, con Trías y otros… Pero eso me había matado. Antes de ser despedido, presenté mi dimisión como director editorial y seguí como editor at large con mis autores. Al nuevo alemán que llegó de China para dirigir la empresa sin saber qué era un libro, le comieron el coco en un periquete, y eso facilitó las cosas al tipo que me odiaba. En Planeta no me preocupé más que de ir diciéndole a mi jefa, Ymelda Navajo, que rechazaba el puesto de director editorial… Una y otra vez a lo largo de varios años. Yo me reía, ella me bajaba el sueldo, y tan amigos y más risas por mi parte. Me llevé muy bien con ella. Pero allí no tuve nunca una visión global de lo que pasaba. Me cargaban los «marrones». Si Terenci se enfadaba con el pobre Basilio Baltasar, como con todos los editores anteriores, Ymelda me decía que me encargara yo, y como éramos amigos todo iba la mar de bien. Incluso me tocó llevar el premio Planeta… De todo.

Fuentes adicionales:

Nuria Azancot, «Enrique Murillo», El Cultural, 20 de septiembre de 1011, p. 24.

«Cazarabet conversa con Enrique Murillo, de Los Libros del Lince», web de Cazarabet, sin datos.

Manel Manchón, «Las querencias del editor Enrique Murillo», Crónica Global, 11 de agosto de 2011.

José Serralvo, «Enrique Murillo (entrevista)», JotDown, mayo de 2014.

Una mirada cubista al libro: Roger Chartier

NOTA: Esta reseña fue publicada originalmente en catalán como «Las revoluciones de la cultura escrita, de Roger Chartier» en el Blog de l’Escola de Llibreria de la Facultat d’Informació i Mitjans Audiovisuals de la Universitat de Barcelona en enero de 2019.

Roger Chartier.

Roger Chartier es hoy, sin ningún género de duda, uno de los estudiosos más sagaces, productivos e influyentes con que cuentan las disciplinas vinculadas de algún modo al libro, ya sea la historia de la edición, la sociología del libro o la historia de la lectura. Y una de las virtudes del breve volumen Las revoluciones de la cultura escrita que Gedisa reeditó en 2018 con un nuevo prólogo («La cultura escrita en el mundo digital») es la posibilidad de conocer los rasgos fundamentales del pensamiento de Chartier de un modo rápido y eficaz, si bien hay que tener en cuenta que se trata de su mirada en un momento determinado, porque una de las principales virtudes de este sabio borgeano es que a lo largo de su trayectoria ha sabido adaptar su manera de enfocar los diversos aspectos que inciden en el libro y la lectura a la evolución permanente, y en los últimos años muy veloz, de su objeto de estudio.

Con el subtítulo «Diálogo», el grueso del libro lo ocupa una extensa y muy bien estructurada entrevista de Jean Lebrun, historiador y sobre todo periodista muy bregado en el género desde que en los años setenta se fogueó en la mítica Combat y autor además de entrevistas a una retahíla de historiadores importantes en la cultura occidental (René Rémond, Alain Corbin, Jacques Le Goff…), publicadas en diversos volúmenes de la editorial Textuel, así como de una biografía sobre Chanel que, con el título Notre Chanel, ganó el Premio Concourt en 2014. En la mencionada entrevista Lebrun ciñe los estribos imprescindibles para que Chartier exponga sus reflexiones sobre algunas de las cuestiones mayores, a cada una de las cuales se dedica un apartado: «¿La revolución de las revoluciones?», «El autor, entre el castigo y la protección», «El texto, entre autor y editor», «El lector, entre restricciones y libertad», «La lectura, entre la escasez y el exceso», «La biblioteca, entre la concentración y la dispersión» y el que se ha traducido como «Lo numérico como sueño de lo universal» pero también se hubiera podido traducir como «Lo digital».

Es evidente que, a la luz de estas características, a un libro como Las revoluciones de la cultura escrita se le podría reprochar no haber profundizado más en los temas que plantea y no ordenarse alrededor de un tema que lo aglutine. Ciertamente, pero también es evidente desde el principio que en este caso no estamos ante una monografía y también que no hay en este librito nada de la «paja» que a menudo rellena los libros de entrevistas de este tipo ni ningún género de digresiones que lo aparten del tema anunciado en el título. Lebrun formula las preguntas pertinentes y Chartier desarrolla, con la concisión, precisión y claridad que lo caracterizan, sus argumentos; ni más ni menos.

Chartier, uno de los abanderados en la reivindicación de un estudio transversal, interdisciplinario y de mirada abierta sobre el mundo del libro, sorprenderá sin duda a quien no conozca su obra previa por la profundidad y alcance de sus conocimientos sobre muy diversos factores que intervienen en la comunicación escrita. Sorprenderá la densidad de sus reflexiones sobre aspectos que quizás a primera vista pueden parecer secundarios, que incluso en una primera lectura podrían llegar a interpretarse como digresiones respecto de la pregunta planteada, pero que en realidad no tardan en revelarse como ejemplos históricos que le sirven no sólo para interpretar el presente, sino incluso para atreverse, siempre con prudencia, a hacer proyecciones sobre el futuro posible. Y, pasados los años desde sus primeras proyecciones a futuro (la primera edición en francés de este libro es de 1997) son asombrosos tanto su prudencia al hacerlas como el acierto cuando se atreve a hacerlas.

A título de ejemplo, uno de los temas a los cuales Chartier saca mucho partido, entre el amplio abanico de cuestiones que aborda, es mediante qué procedimientos y estrategias un título o una obra adquiere una determinada connotación a ojos de los lectores, lo cual le permite ver qué aspectos contribuyen a crear la histórica distinción entre alta cultura y cultura popular. Aquí, como en otras ocasiones, toma como punto de partida un caso del siglo XVII que ha analizado con detalle, la conocida como Biblioteca Azul, que también había estudiado, por ejemplo, uno de los padres de la historia de las mentalidades, Robert Mandrou, quien veía en esta colección de precios bajos y textos de una cierta heterogeneidad (si bien a menudo en versiones abreviadas) una prueba de la separación entre cultura popular y alta cultura.

Lo que hace Chartier no es tanto rebatir esta visión aunque, en el fondo, también—  sino sobre todo plantearse otro tipo de preguntas, porque en realidad no considera relevante la posible dicotomía o incluso la pugna entre la literatura popular y la literatura culta, para la cual Mandrou identifica en la Biblioteca Azul una demostración de la preeminencia de la primera; y esto a su vez le permitía cuestionar la idea tradicionalmente aceptada de un flujo en el cual las grandes ideas de todo tipo llegaban a divulgarse mediante su paso de la alta cultura (preeminentemente creativa, tanto ideológica como estéticamente) a la popular. En cambio, por el mismo hecho de analizar también en este caso a los lectores, Chartier puede ir más allá del planteamiento de Mandrou, porque concluye que el público lector de la Biblioteca Azul no sólo no se circunscribía a las clases populares, sino que pertenecía mayoritariamente a la burguesía. Chartier se fija en dos aspectos de los procesos comunicativos que le permiten rebatir y contradecir las conclusiones de Mandrou: los textos (a menudo versiones de alta literatura) y los lectores (muy mayoritariamente clases medias, burguesía).

Valga este caso como ejemplo de lo que muy probablemente sea una de las mayores virtudes de la obra y el pensamiento de Chartier, haber introducido una mirada triple: hacia los emisores (autores, pero también y sobre todo editores y distribuidores), hacia los textos (como ha venido haciéndose tradicionalmente a lo largo de la historia) y hacia los lectores (más complejos y difíciles de analizar, pese a los esfuerzos de la sociología, la estadística y los historiadores de la lectura. En buena medida, esto explica a su vez la insistencia en reivindicar la conservación de las ediciones en su materialidad responsabilidad que, obviamente, recaería en los bibliotecarios— incluso cuando todos los textos se pongan a disposición de los investigadores mediante la digitalización. La materialidad, el cómo se construye el texto en el proceso editorial (formato, diseño de la caja, tipo de encuadernación, paratextos, etc.), son elementos altamente significativos para una adecuada interpretación de la vida que han tenido los textos, y de la consideración social de la que han gozado, de los cuales la digitalización no puede dar cuenta más que de un modo aproximado e insatisfactorio. En consecuencia, la digitalización nunca debería suplir por completo la conservación de ejemplares (cosa que, desgraciadamente, no siempre ha sido así, por ejemplo en el caso de los periódicos y de las publicaciones efímeras).

Roger Chartier.

No obstante, esta visión cercana en ciertos aspectos a la estética de la recepción desarrollada a partir de los estudios de Hans-Robert Jauss (1921-1997) es una buena muestra de hasta qué punto Chartier ha aportado a la historia del libro una mirada que va mucho más allá de los análisis basados en la descripción y la cuantificación. Y lo mismo podría decirse de su particular manera de analizar los otros elementos que intervienen en la comunicación libresca.

Este volumen es, pues, una excelente manera de entrar en el meollo del pensamiento de Chartier, acaso el más clarividente y de mayor influencia actualmente en el mundo del libro.

Roger Chartier, Las revoluciones de la cultura escrita. Diálogos e intervenciones, Barcelona, Gedisa, 2018 (2ª ed., con un nuevo prólogo).

El acto de editar como acto de escritura/lectura. Entrevista a Gustavo Guerrero

Gustavo Guerrero (Caracas, 1957), profesor universitario, crítico literario y ensayista, escritor y consejero literario para el ámbito de la lengua española en Gallimard, desde hace ya varios años ha asistido desde una posición privilegiada a los procesos de internacionalización de la literatura española y latinoamericana, en los que París ha desempeñado un papel fundamental.

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Gustavo Guerrero y el editor François Wahl (1925-2014).

Llegas a París, habiéndote graduado en Derecho en la Universidad Andrés Bello, ¿qué te lleva a París?

En realidad, el viaje a París supuso una ruptura. Durante mis últimos años en Caracas vivía una doble vida: de día era un joven abogado especializado en derecho financiero (trabajaba en la colocación de bonos de la deuda pública en los mercados extranjeros) y de noche escribía reseñas y notas bibliográficas para el suplemento literario del periódico El Universal (por entonces uno de los más importantes de Venezuela) y también para otras publicaciones nacionales y extranjeras (entre ellas, la famosa Vuelta de Octavio Paz). Llegó un momento en que se hizo imposible seguir sirviendo a estas dos coronas.

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Gérard Genette (París, 1930).

La Fundación para la Cultura y las Artes de Caracas me ofreció una salida al otorgarme una beca de estudios en teoría y crítica literaria sobre la base de un dosier formado por mis artículos. Así salí de Venezuela y del mundo del derecho; así llegué a París y al departamento de teoría literaria de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Pero el derecho y las finanzas no desaparecieron del todo. Han sido, por el contrario, dos herramientas esenciales para ejercer cabalmente el oficio de editor.

Cuando entras en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales, Gerard Genette (n. 1930), que dirigió tanto tu licenciatura como tu doctorado, era ya una estrella de los estudios literarios, pero en 1982, justo cuando tú te diplomas, publica un ensayo tan influyente como el Palimpsestos. ¿Qué puedes contar del Genette profesor y de su influencia sobre tu modo de afrontar la literatura? Porque creo que proponía, sobre todo en Figuras III, un método de análisis de textos literarios muy útil y productivo.

Palimpsestos fue primero un seminario de dos o tres años en la Escuela, y luego una lectura capital. ¿Qué decía Genette en ese libro? Afirmaba que el sentido de una obra literaria no dependía de la sola estructura de su texto (algo que en aquel entonces aún parecía bastante herético) sino que variaba en función del entorno de ese texto y, en particular, de la manera como el objeto libro, a través de sus cubiertas, ilustraciones, cuartas de forro, solapas, etc., trataba de inducir o incluso de imponer una cierta interpretación. Para mí fue el descubrimiento de que el acto editorial podía ser un acto de escritura/lectura que implicaba la imposición de un sentido y secretaba (o trataba de secretar) un horizonte de recepción determinado. Editar era algo más que hacer libros; era conferir un sentido, formular una propuesta de lectura.

¿Cuáles eran tus experiencias editoriales cuando llegas a Gallimard?

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Logo de Éditions du Seuil, obra de Robert Lapoujade, que reproduce su sede entre 1945 y 2010: rue Jacob, 27.

Es una historia un poco larga. Antes de entrar a Gallimard, estuve trabajando durante tres años en Editions du Seuil. Allí me inicié en el oficio, junto a Severo Sarduy y a François Wahl. Todo partió de Genette, que también formaba parte del equipo de le Seuil (por entonces dirigía la colección Poétique). Recuerdo que el tema de mi tesina en la Escuela fue el concepto de neobarroco en la obra de Sarduy. Gracias al apoyo de Andrés Sánchez Robayna, ese trabajito universitario, algo retocado, se editó en Barcelona con el título rimbombante de La estrategia neobarroca (1988). Pero antes de que se publicara, Genette se lo envió al propio Sarduy y éste se lo dio a leer a François Wahl, que era como el gran mandarín de toda el área de humanidades y ciencias sociales en la editorial. Ambos me propusieron que leyera y redactara informes para las colecciones de literatura extranjera.

Fueron unos años inolvidables. Se trabajaba muy a gusto, dentro de un clima de efervescencia, camaradería e informalidad. Todavía soplaban los vientos libertarios del mayo francés por los corredores de la casita de la rue Jacob. Cada libro se leía y se discutía con rigor, con apasionamiento, como si todos participaran en una misma aventura literaria, cultural y política. Redactar un informe era como realizar un ejercicio de crítica en el que se daba por sentado que la responsabilidad de un editor no se limitaba a garantizar un nivel de ventas. Había también una responsabilidad intelectual de saber por qué se hacía lo que se hacía, cómo y para quién. En la rue Jacob aprendí así a redactar informes, cuartas de forro y solapas, comunicados de prensa y hasta documentos comerciales; pero sobre todo a Seuil le debo una idea de lo que significa editar.

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Un ejemplo de La Croix du Sud de Caillois: Sécheresse, de Graciliano Ramos.

Tu entrada como director del ámbito de la lengua española en Gallimard se produce en 1996 para sustituir a Severo Sarduy (1937-1993). Por la fecha en que se produce esa llegada de Sarduy, probablemente por problemas de salud ya no tendría ocasión de desarrollar grandes proyectos, pero aun así crea la Nouvelle Croix du Sud (1991-1995), que venía a revitalizar la Croix du Sud (1952-1970) iniciada por Roger Callois (1913-1978) a su regreso de Argentina.

A fines de los ochenta, Sarduy estaba ya muy enfermo y le era muy difícil llevar adelante el proyecto. Su idea era sin embargo original: la Nueva Cruz del Sur debía ser como una meta-colección que releyera críticamente, a veinte años de intervalo, la colección de Caillois. Por un lado, Sarduy pretendía poner en tela de juicio el aspecto pedagógico del latinoamericanismo de Caillois (habría que recordar que la colección de Caillois publicaba a la vez ensayos culturales sobre América Latina y novelas que debían ilustrar las realidades del continente); por otro, Sarduy aspiraba a ampliar y a actualizar la percepción que se podía tener de la literatura latinoamericana en Francia en aquel momento, editando autores anteriores o posteriores al boom, como Macedonio Fernández y César Aira, como Leopoldo Marechal y Luis Rafael Sánchez.

En 1990, cuando Sarduy deja le Seuil por Gallimard, me pide que ocupe el lugar de lector principal en su nuevo equipo. Así llego a Gallimard. Mi papel fue, en un comienzo, el del lector que debía ir buscando a los nuevos autores, pero la enfermedad de Sarduy hizo que la gestión del proyecto fuera cada vez más difícil dentro del equipo y que la nueva colección no consiguiera afirmarse como una propuesta viable. Cuando en 1993 muere Sarduy, aún quedan algunos títulos por publicar y hay que ocuparse de ellos. Mi intención era editar esos títulos pendientes y luego marcharme a los Estados Unidos, a seguir una carrera universitaria allí. Ese fue el plan hasta que, en 1996, Antoine Gallimard me encargó la gestión editorial de toda el área iberoamericana en la colección Du Monde Entier.

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Un ejemplo de la Nouvelle Croix du Sud.

Con antecedentes tan ilustres en el cargo, como Valéry Larbaud, Héctor Bianciotti, Caillois o Sarduy, su legado en Gallimard debía de resultar de entrada un poco intimidatorio o imponía un nivel de exigencia bastante alto en cuanto a la literatura americana en español, ¿no? ¿Qué sesgo nuevo pretendías darle o cuál era tu intención respecto de las letras en lengua española en Gallimard?

Digamos que las cosas se fueron haciendo gradualmente, lo que les quitó peso y presión. Además, no eran ya los mismos tiempos ni los mismos públicos, ni tampoco la misma editorial. El fracaso de la Nueva Cruz del Sur me sirvió para entender que ya no se podía seguir defendiendo el principio de una colección latinoamericana al margen de las colecciones generales de literaturas extranjeras, como Du Monde Entier. Había que partir del fondo excepcional de autores iberoamericanos que teníamos (y tenemos) en esa colección y pensar una política destinada a preservarlo, renovarlo y ampliarlo. Preservarlo significaba entonces (y significa ahora) conservar dentro de la casa a los autores principales del catálogo: Borges, Cortázar, Onetti, Cabrera Infante, Paz, Fuentes, Vargas Llosa… Había que seguir publicando sus obras y garantizarles una presencia continua. Esa fue mi primera línea de trabajo.

Luego, estaba (y está) la segunda: la renovación del fondo a través de nuevas traducciones de algunos clásicos, como Rulfo, por ejemplo, o Josep Pla. Se trataba (se trata) de transformar en ventaja lo que es un problema para el editor de literatura extranjera: el envejecimiento acelerado de las traducciones.

En fin, la tercera línea de mi trabajo editorial fue (y es) la ampliación del fondo con la incorporación de dos tipos de autores: los ya altamente consagrados y canónicos, como Ricardo Piglia, Javier Marías o Sergio Pitol, y las figuras más recientes que son objeto de un cierto consenso crítico, como Yuri Herrera, Hernán Ronsino, Rodrigo Blanco Calderón y Samantha Schweblin, para citar solo a los más recientes.

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Roger Caillois y Silvina Ocampo (1903-1993).

¿La reivindicación que a menudo se hace de España como puente entre la creación latinoamericana y los mercados europeos, que en relación a lo que conocemos como el boom quizá sea menos controvertido, hasta qué punto se corresponde, históricamente, con la realidad o es una exageración? ¿Cómo ha sido, históricamente, la relación entre los escritores en español y los lectores franceses?

La relación con el público francés es una vieja y buena relación, que se ha ido renovando a través de los años. Los autores de lengua española se traducen, se editan y son muy leídos dentro de un cierto sector del mercado que no se puede comparar con el de los autores anglos, claro, pero que está lejos de ser insignificante.

Sobre el papel de España como puente hacia los mercados europeos y la verdadera historia del boom, habría que matizar mucho e investigar más. Creo que se ha exagerado demasiado. El boom fue un fenómeno complejo y global en el que no hubo un solo actor sino varios. Y el protagonismo entre distintas plazas (Buenos Aires, México, La Habana, Barcelona, Paris) fue compartido. Hoy la situación también se hace cada vez más compleja y global, pues ya España no tiene el monopolio de la venta de los derechos de traducción de autores latinoamericanos, ni París es ya la única vitrina de la literatura mundial. Tanto el capital simbólico como el capital económico están más dispersos y la producción de valor, a nivel global, se ha fragmentado y atomizado. Es más difícil llegar a consensos críticos. Mira, si no, las interminables y dispares listas con que la prensa internacional nos castiga cada fin de año en París, Barcelona, Buenos Aires, Nueva York, México o Madrid.

Foto de archivo. El escritor durante una reunión de amigos. Horizontal

De izquierda a derecha: Castellet, García Márquez, Barral, Vargas Llosa, Félix de Azúa, Salvador Clotas, Cortázar y García Hortelano.

En el caso del boom, se asume a menudo que el espacio clave es Barcelona, y la agencia de Carmen Balcells en particular, para su internacionalización. Pero parece lógico pensar que sin traducciones podría haber quedado circunscrito al ámbito hispanohablante, y no fue el caso. ¿Qué pesa más en esa internacionalización, el hecho de que autores como Cortázar residan en París o la existencia de una larga tradición de relaciones entre Latinoamérica y Francia, quizá peor conocida? ¿Qué papel atribuyes en ello a Carmen Balcells?

Carmen Balcells transformó la venta de derechos de traducción en un negocio global. Su modelo fue el del marchant d’art que se implicaba en la vida y la obra de los artistas que representaba y los acompañaba en su aventura creativa. En este sentido, era una mujer notabilísima, que respetaba a sus autores, los conocía y conocía la literatura cuyos derechos de traducción negociaba. Ahora bien, sin el contexto internacional que trajo consigo la Revolución Cubana, sin la potencia y la experiencia del polo editorial de Buenos Aires (ahí estaban Sudamericana, Losada y tantas otras casas), sin las traducciones de la colección de Roger Caillois (que circulaban por toda Europa y llegaban a los Estados Unidos), sin Carlos Barral y sus premios, y en fin… sin tantos otros factores, como el genio de Cortázar, García Márquez y Vargas Llosa, sin todo esto no habría habido ningún boom. Así que no exageremos tanto, por mucho que queramos a Carmen y que nos guste Barcelona.

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De izquierda a derecha: Castellet, José M. Valverde, Joan Petit, Barral y Víctor Seix.

Lo que sí habría que subrayar es que Carmen, como la mayoría de las agentes españolas, era ante todo una gran lectora de sus autores, los conocía y conocía perfectamente sus obras, y cuando hablaba con un editor extranjero, sabía de qué le estaba hablando y sabían también con quién estaba hablando. Por encima de todo, era una mujer que conocía y amaba la literatura que se escribe en español en las dos orillas de la lengua. No siempre es el caso hoy, ya que la venta de derechos está a veces en manos de agentes que no leen el español ni saben nada de sus literaturas ni se interesan de veras en nuestros escritores; o solo saben hablar de su potencial comercial.

Posteriormente, enterrado ya Franco, París volvió a ser un núcleo de difusión importante en relación a la promoción de escritores españoles como Muñoz Molina (n. 1956), Julio Llamazares (n. 1955), Juan José Millás (n. 1952), Javier Marías (n. 1952), Luis Landero (n. 1948), etc., ¿no?

Rafael Conte (1935-2009).

Es cierto. Allá por los ochenta, cuando trabajaba en le Seuil, la promoción de la nueva ola española fue una de nuestras prioridades. Rafael Conte, amigo de la casa, hizo mucho por ellos. También José Miguel Ullán. Recuerdo el lanzamiento de las novelas de Eduardo Mendoza, o de los libros de la cuentista Cristina Fernández Cubas en París. Fue un gran momento de la narrativa española en Francia. Y creo que tuvo repercusiones en toda Europa, ciertamente.

 

En el caso de la literatura catalana, lo habitual es ampliar los lectores mediante la traducción primero al español, pero no fue ese el caso de Joan Sales y su Incerta glòria, cuya primera traducción fue la de Bernard Lesfargues al francés como Gloire incertaine en 1962 (la española, de Carlos Pujol, tuvo que esperar hasta 1969), pero que gracias a que apareció en una editorial como Gallimard luego fue contratada enseguida en otros países. Hay una vocación explícita, parece, de actuar desde Gallimard como puente entre culturas a través de las traducciones, ¿no es así?

Pascale Casanova habla en su libro La République Mondiale des Lettres (1998) del «efecto París», para referirse al impacto simbólico que supone, a un nivel internacional, la traducción al francés de un autor extranjero. No sé si todavía París tiene esa potestad, pero tradicionalmente las traducciones que publica Gallimard sí han tenido ese efecto canónico, un suplemento evaluativo reconocido por premios internacionales como el Nobel. La correspondencia de Caillois con muchos editores extranjeros constituye un registro de este modo de circulación de las traducciones francesas y de la atención que se les prestaba, que aún se les presta, a nivel internacional.

En la misma colección donde Gallimard sitúa, por ejemplo, las obras de Sándor Márai, Pasternak, Faulkner o Kundera, Du Monde Entier, puede encontrarse el Cahier gris de Josep Pla, Frémisante mémoire de Jesús Moncada, La place du Diamant, de Mercè Rodoreda. Y el tándem Ramón Chao-Serge Mestre ha traducido directamente del gallego varias obras de Manuel Rivas en diversas colecciones de Gallimard, que al parecer han sido en general bien acogidas. ¿Estas obras en otras lenguas peninsulares, llegan a Gallimard a través de traducciones previas al español, o hay una mirada puesta en el canon y las novedades de las literaturas gallega y catalana?

salesgallimard1962Sí se les ha dado una atención especial a las lenguas de la Península. Manuel Rivas se traduce en Gallimard directamente del gallego, como Moncada y Pla del catalán. Desde 1996 he tratado de tener siempre en mi equipo lectores de las diversas lenguas peninsulares y también de portugués, por supuesto. Rivas y Pla, entre otros, han sido acogidos con bastante éxito. De hecho, una de las aventuras editoriales más felices de estos últimos años fue la traducción integral del Quadern Gris, que solo se conocía en francés en una versión fragmentaria y muy reducida. Pla faltaba en el catálogo de Gallimard y traerlo fue como cumplir con una deuda pendiente para con un autor tan excepcional y tan francófilo. Sueño con traducir un día sus libros de vagabundeos gastronómicos.

Hay una impresión bastante generalizada de que en Francia hay un mayor reconocimiento hacia la labor del traductor, ¿responde eso a la realidad y, en tal caso, a qué lo atribuyes? Podría sorprender que en las traducciones francesas suele indicarse en los créditos si la traducción es del español de Chile, de Argentina, de Colombia o de México, ¿cómo encaja eso con la pretendida unidad de la lengua española?

Los traductores franceses han sostenido durante muchos años un largo combate para que se reconozcan sus derechos. Hoy se les tiende a considerar cada vez más como re-escritores y por ende como co-creadores de la obra que traducen. De ahí que su nombre aparezca sistemáticamente junto al del autor en las portadillas y los créditos. Me parece más que justo. Necesario.

También era justo y necesario hacerle un lugar a las variaciones del español y a los diversos españoles americanos. Siempre se indica en la portada, cuando se traduce del español, si procede de México, Cuba, Chile, etc. La lingüística reconoce la importancia de estas modalidades más allá o más acá de la unidad de la lengua, que es sobre todo un asunto político, no literario ni editorial ni científico.

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De izquierda a derecha: Josephine Fellier, Julia Kristeva, Roland Barthes, François Wahl y Severo Sarduy en los tiempos de Tel Quel.

En tanto que editor, no estrictamente como lector, ¿qué editor o editores te parece que por su modo de enfocar el trabajo, su talante o su obra te han servido de modelos o has aprendido de ellos?

Son muchos y es difícil no ser desagradecido e injusto. Ya te hablé de Sarduy y de Wahl. A ambos les debo una cierta fidelidad a las estéticas y al pensamiento de vanguardia. También los Gallimard han sido un modelo por la manera como reparten el peso entre el valor literario y las expectativas económicas: «encuentre usted buenos libros y el servicio comercial encontrará la forma de venderlos», me dijo Antoine Gallimard en nuestra primera entrevista.

Tendría que citar asimismo a Jorge Herralde por razones semejantes: en medio del huracán neoliberal, entre los noventa y dos mil, la literatura siguió siendo un valor en el catálogo de Anagrama y hoy se puede leer en él una propuesta de escritura/lectura arriesgada, influyente y sólida. No debería olvidar tampoco a los dos Manolos de Pre-Textos, Borrás y Ramírez, que desde Valencia nos siguen dando lo mejor de la poesía y el pensamiento contemporáneo contra viento y marea. Se me ocurren tantos otros nombres de colegas y amigos tan notables y tan diferentes, como Pilar Reyes y Jaume Vallcorba, como Joan Tarrida y Juan Casamayor; de todos ellos he aprendido algo en distintos momentos de estos años.

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De izquierda a derecha: Gustavo Guerrero, Lali Gubern y Jorge Herralde en la Feria de Frankfurt 2012.

Entre las generaciones más recientes, habría que citar a editores latinoamericanos como Leonora Djament de Eterna Cadencia, Eduardo Rabasa de Sexto Piso o Matías Rivas de la Diego Portales, que asocian la publicación de ensayos de humanidades, teoría y ciencias sociales, con literatura de la más alta exigencia. De hecho, algunas de las voces claves entre las nuevas generaciones de narradores y ensayistas han salido de esos catálogos. Acaso el factor común que los une es una apuesta por la innovación en pos de otro equilibrio entre las dos caras del oficio editorial – la comercial y la intelectual – después de unos años en que parecía que el afán de rentabilidad y los grandes conglomerados lo iban a devorar todo.

Algunos críticos literarios y profesores muy vinculados al sector editorial evitan ejercer la crítica literaria cuando esta puede entrar en conflicto con autores representados, editados o incluso con amigos, y de ahí que sólo reseñen obras de autores que, en ese plano y también en el académico, les quedan lejos. Tú, en cambio, tanto en la Nouvelle Revue Française como en Cuadernos Hispanoamericanos o Letras Libres siempre te has ocupado de las novedades de la literatura hispanoamericana, que ha sido también tu campo preferente tanto en la universidad como en el sector editorial. ¿Cómo se lleva esa cuádruple vertiente de escritor, editor, profesor y crítico literario? ¿No se producen ciertas tensiones en el momento de enjuiciar la obra de autores próximos en alguno de esos sentidos?

Tienes toda la razón. Claro que se produce una cierta tensión cuando se ocupan tantos lugares a la vez en el campo literario y hasta puede haber cierto conflicto de intereses. Esto me ha llevado a reducir drásticamente la publicación de reseñas y artículos de crítica en los últimos años, muy a mi pesar porque llegué a la edición a través de la crítica literaria y porque esa vocación primera sigue siendo con la que más me identifico y la que me ha dado más satisfacciones.

Además, el tener que leer continuamente todo lo que se está publicando dentro de área hispánica suele darte una visión bastante privilegiada de lo que se está escribiendo en un momento dado. Si no he descartado del todo seguir haciendo crítica, es porque, como te decía, veo al acto de editar como una continuación o prolongación del gesto crítico por otras vías: es una propuesta de escritura/lectura que, como la de una reseña o un artículo, puede ser más o menos acertada y recibir una acogida favorable o desfavorable. Por eso a veces me permito escribir sobre los autores que edito, en revistas españolas o latinoamericanas y aun ocurre que los incluya en algún curso o seminario universitario. Es otra manera de publicar y de compartir una propuesta de escritura/lectura. También me permito escribir sobre autores a los que no edito por una razón u otra, pero cuyas obras me interesan o entusiasman.

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De izquierda a derecha: Elizardo Martinez (Ediciones El Callejón), Gustavo Guerrero, Leonora Djament (Eterna Cadencia), Juan Casamayor (Paginas de Espuma), Antonio José Ponte (El Diario de Cuba) y Eduardo Rabasa (Sexto Piso), en marzo de 2016

Fuentes adicionales:

Catherine Fel, «Entretien avec Gustavo Guerrero, responsable du domain hispanophone chez Gallimard», Bureau International de L´Édition Française, marzo de 2009.

Gustavo Guerrero «Vivimos una tendencia a la novelización», entrevista en vídeo en Casa América, 7 de octubre de 2011.

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Libro con el que Gustavo Guerrero obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo 2008.

Gustavo Guerrero, «La mediación editorial, la traducción y la difusión de las literaturas latinoamericanas en Francia: el proyecto Medet-Lat France. 1950-2000», conferencia en el Seminario Internacional Redes públicas, relaciones editoriales. Hacia una historia cultural de la edición iberoamericana, 22 de noviembre de 2016.

María Pizarro Prada, «4 preguntas a Gustavo Guerrero», en el blog de Iberoamericana/Vervuert, 5 de noviembre de 2012.

Susana Reinoso, «Gallimard y los lectores», publicado en Ñ, y en Función Lenguaje (sin indicación de fecha).

Web sobre la historia de Gallimard, de la colección Du Monde Entier y web de Éditions du Seuil.

 

Vigencia de un infatigable de la edición española (Entrevista a Max Lacruz)

Mario Lacruz (1929-200).

Mario Lacruz (1929-200).

Han transcurrido ya  quince años desde la muerte del editor y novelista barcelonés Mario Lacruz (Barcelona 1929-2000), y hace más de una década que su hijo Max Lacruz creaba en Madrid la Editorial Funambulista, que se ha caracterizado por equilibrar la recuperación de grandes autores olvidados (con algunas colecciones específicas) con la apuesta por nuevos valores. Por las mismas fechas en que se llevó a cabo esta entrevista, cumplían años editoriales como Páginas de Espuma (16), Minúscula (15) Periférica (9), Nórdica (9) o Impedimenta (8), entre otras, que protagonizaron una eclosión –hasta cierto punto inesperada– de nuevas editoriales que han conseguido a lo largo de ese tiempo construir catálogos culturalmente coherentes e interesantes. Actualmente, sin abandonar su residencia habitual en Luxemburgo, Max Lacruz sigue al frente de Funambulista, un catálogo que en este momento ronda ya los doscientos títulos.

Es inevitable empezar evocando la figura de tu padre, Mario Lacruz, a quien en general quienes lo conocieron como editor y siguen en activo describen como uno de los últimos editores que consideraban la suya una profesión de caballeros. Me refiero a su talante británico, a su exquisitez en las formas en la relación con otros editores y con autores, que tal vez contrastaba con el estilo más informal o desenfadado de Carlos Barral o de los jóvenes editores que empezaron a surgir a finales de los años sesenta. ¿Tienes esa misma percepción de que con él acaba una etapa en el ambiente editorial barcelonés?

Esta noche la libertad, en la colección El Arca de Papel.

Sí, con él acaba una época, porque además ya era él un poco de otra época en muchas cosas, si bien fue rabiosamente moderno también, y así lo demostró siendo el editor que más marketing novedoso hizo en su época, con anuncios en la radio, la tele y en banderolas tiradas por avionetas (¡!) (Esta noche la Libertad, de Lapierre y Collins), discos de acompañamiento (Papillon, de Charrière, con canciones de Los Tres Sudamericanos;  por cierto escribió  todas las letras de las canciones y las firmó M.L., la discográfica quería fichar a ese letrista…), muebles ad hoc para los libros (Colección Pulga), campañas como Las 4 Estaciones en Argos-Vergara, etc.

Pero es cierto que era un editor a la antigua en su trato con otros editores y con los autores y agentes; su condición de novelista no era ajena a esto. Sabía muy bien lo que era la materia prima de los libros. Siempre se consideró un escritor metido a editor: no tenía vocación de editor, y al final el editor se comió al autor…

En cuanto al ambiente barcelonés, lo frecuentó, claro, inevitablemente, pero con su distanciamiento habitual; no era persona de grupos y la vida social y cultural del momento no le interesaba especialmente, si bien había estado muy metido en el mundo del teatro (fue director del grupo de teatro Teatro Club con Marsillach, Soldevila, Senillosa, donde montaron a O’Neill, Ionesco…), del cine ( guionista de varias películas aparte de las dos suyas, El inocente y Gaudí), de las tertulias en los años cincuenta (Turia, o las que compartía  en las casas  de Amèrica Cazes de Coma o Esther de Andreis, ¡previo permiso de la policía!, con Gironella, los Carandell, Matute, Borràs etc), pero a partir ya de mediados de los sesenta se fue desentendiendo y se centró más en su trabajo de editor, por mor de sus cinco hijos, toda una familia numerosa a la que sacar adelante. Y porque seguía escribiendo, a ratos… pues publicó su último libro, El ayudante del verdugo, en 1971.

Un verano memorable, en la colección Pulga.

Uno de los hitos de su trayectoria es la afortunada y un tanto azarosa creación de los libros Pulga (que tanto éxito tendrían), que pone de manifiesto un conocimiento bastante profundo de la profesión, más allá del buen gusto literario y la percepción de la comercialidad de las obras. ¿Quieres comentar ese caso y ese aspecto de la faceta de Mario Lacruz?

Fue una idea muy buena haciendo de necesidad virtud (la escasez del papel), una colección de minibolsillo, en la que cupo de todo, literatura y ensayo. Y lo del mueblecito para guardar los libros me parece enternecedor, ¡un mundo en miniatura! Creo que es uno de los hitos editoriales a nivel mundial. Y se ha imitado luego muchas veces, pero sin tanto éxito, más como gadget que otra cosa… Lo más increíble es que los libritos aquellos se podían leer, el cuerpo de letra era aceptable. No eran un gadget. Un prodigio. Hay quien los colecciona, y se ven en los rastros y en Internet… “El saber no ocupa lugar, era el lema, realmente encarnado en el formato.

Anuncio de la estantería para la Enciclopedia Pulga.

Su personalidad como novelista hace menos sorprendente tal vez su capacidad para detectar valores literarios, pero ciertamente la cantidad de autores extranjeros que introdujo o en España, o que recuperó, en particular en Plaza & Janés, resulta asombrosa.

El conocer la materia prima fue fundamental. Pocos editores son escritores, y menos buenos escritores. Mi padre fue un buen escritor, al que la crítica no le ha dado el encaje que merecía, por ese distanciamiento que mencioné antes, por ese ir por libre y a contracorriente muchas veces, eso Constantino Bértolo o Vázquez Montalbán lo han contado mejor que yo.

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Mario Lacruz.

También sabía lenguas, eso en aquella época era poco frecuente. Podía leer en varias, y estaba pendiente de lo que ocurría fuera, seguía la prensa extranjera, a los agentes y editores extranjeros. Y no era algo forzado, pues se sentía muy europeo y… muy poco español (y catalán), para qué decir lo contrario… La literatura española le interesaba poco, su mundo literario era europeo, el británico, el de la Mitteleuropa, el mundo judío de entreguerras… Sus propias novelas así lo acreditan, fueron a contracorriente de lo que se hacía en ese momento.

En su momento, y creo que con razón, me señalaste la tremenda desproporción entre la importancia que tuvo Mario Lacruz en la continuidad de los catálogos de Josep Janés y la ausencia de comentario sobre ello en la biografía A dos tintas. A la muerte en 1959 de Janés, y al integrarse las colecciones por él creadas a Plaza & Janés, sin duda Lacruz  tuvo que enfrentarse a una tarea titánica para fusionar dos catálogos tan ricos y potentes, ¿no?

Germán Plaza (1903-1977).

En efecto, pues ésa fue su principal tarea durante dos décadas. Empezó muy pronto a trabajar en el mundillo, primero revisando, traduciendo, para  Editorial Germán Plaza.  Pero la fusión de G.P. con José Janés Editor es Mario Lacruz. Fue el director general de P&J desde el principio, pero fue sobre todo su hacedor. Lo digo con toda rotundidad. La gente que lo vivió lo sabe. El viejo Plaza le daba un sobresueldo a modo de participación en beneficios a espaldas de sus hijos. Cuando lo fichó Argos-Vergara (Banco de Madrid) lo llamaban “el Cruyff” de las ediciones: el cheque que se le tendía era en blanco.

Estuvo a punto de encabezar el desembarco del grupo Rizzoli en el mercado en lengua española, pero él no lo vio claro, y Rizzoli decidió no hacerlo, sin mi padre no se atrevieron…

En Argos-Vergara (1975-1981) revolucionó el mercado de nuevo: baste con señalar unos pocos hitos: Los topos (Torbado), Ada o el ardor (Nabokov),  El factor humano (Greene), El topo de Le Carré , Alguien voló sobre el mido del cuco o El mundo según Garp… publicó las novelizaciones de La guerra de las galaxias, también, con todo el marketing que supuso, o libros políticos como El caso Moro, El crimen de Cuenca, Cisne, espía de Franco o Espejo de Sombras de Soledad Blanc, que dio pie a la película El Desencanto

Luego fichó por Planeta para resucitar Seix Barral a cambio de un paquete de acciones. Y Seix Barral tuvo unos años en los que copaba las listas de libros más vendidos. (El perfume, En brazos de la mujer madura , Donde el corazón te lleve, El libro del desasosiego, La ciudad de los prodigios, Te trataré como a  una reina, El invierno en Lisboa, Luna de lobos,  En brazos de la mujer madura, los  Marsé, Saramago,Vargas, Cabrera, Cela, Juan Goytisolo, Umbral  pero también la nueva hornada de los ya citados por sus títulos: Muñoz Molina, Llamazares, Rosa Montero..… Con él Javier Marías [El siglo, 1983])  y Roberto Bolaño [La literatura nazi en América, 1996]  publican  obras en Seix que empiezan a darles proyección, nadie lo menciona nunca, o debuta Pedro Zarraluki en Argos-Vergara…En Seix publica también a Nina Berberova, Dacia Maraini, Donna Leon, Luciano de Crescenzo, Rushdie… y sus Versos Satánicos ¡de infausta memoria! Su olfato y su capacidad para hacer prosperar títulos y  editoriales era inmenso. Decía que el editor es como el jugador de casino: con suerte y con el tiempo se hace amigo del crupier. Él se hizo amigo muy pronto y nunca le abandonó la suerte.

Volviendo a P&J: convirtió esa fusión de dos sellos tan dispares, y hasta opuestos, en el principal grupo editorial en lengua española en el mundo, por eso lo compró Bertelsmann por la cantidad astronómica que pagó en su momento, es decir la segunda etapa de mi padre en Plaza&Janés, años 1981-1983. En los veintipico años en P&J no sólo recuperó todo lo recuperable del sello de Janés, sino que dio continuidad a todo tipo de colecciones, de premios Nobel, de Pulitzers, de humor, creó varias de bolsillo, enciclopedias, diccionarios, best-sellers, libros infantiles, juveniles. Salvo el libro de texto escolar y el universitario, tocó todos los palos, y los tocó muy bien.

Enrique Badosa.

La lista de libros de P&J que marcaron una época es asombrosa, desde los Lapierre, los de Collins, el Papillon, El varón domado [de Esther Vilar], El mono desnudo [de Desmond Morris], Archipiélago Gulag, Juan Salvador Gaviota o El informe Hite, los libros de historia de Montanelli  o la colección esotérica Otros Mundos, pasando por todos los libros de García Márquez, a quien publicó durante muchos años, o la colección de poesía en español y en bilingüe (en esto tiene mucho arte y parte Enrique Badosa, un editor y escritor muy afín a mi padre y con rasgos parecidos en muchos aspectos y al que nombró director del departamento de lengua española, cargo que ocupó dos décadas)… Sólo hay que recordar nombres como Gironella, Candel, Tomás Salvador, Díaz-Plaja, Salisachs, Porcel, en la primera etapa o los de Marsé, Isabel Allende, Torrente Ballester, Terenci Moix, Fernández-Santos, en la segunda…

La novelística española no se entiende sin la colección Novelistas del Día de los años sesenta y setenta…, pero es que al mismo tiempo publicaba en la colección Internacional de P&J a Evelyn Waugh, a Sciascia, a Nabokov, Graham Greene…  Y también a Wodehouse, Pitigrilli, Chesterton, Daninos, Guareschi… En la segunda etapa están los Burgess, Updike, Malamud, Bashevis Singer…

Banco, en la colección Manantial, cuyo nombre evoca el Manantial que no Cesa, de Janés.

Has mencionado a Vargas Llosa, Cabrera Infante y García Márquez, ¿cómo valoras, al mirar atrás, la importancia de Mario Lacruz en el asentamiento y la difusión de lo que para entendernos llamamos los autores del boom hispanoamericano?

Es el editor “oculto” del boom: aparte de los ya mencionados, es el editor de Asturias, Rulfo, Donoso, Roa Bastos, Abel Posse, Scorza, Laínez y del segundo boom con Isabel Allende, Baily, Mastreta…, pero luego en Seix, publica a todo Vargas Llosa (le publicó más de quince libros), Paz, Fuentes. No hay autor del boom que no publicara, incluso a Borges y Cortázar los publicó tangencialmente en algunos de sus sellos, P&J, Argos Vergara o Seix…

Es inevitable suponer que en tu decisión de dedicarte a la edición pesó de algún modo la experiencia de tu padre, pero supongo que habría también otros modelos, otros editores que te influirían de algún modo.

Sólo me influyó en eso mi padre, fue una especie de homenaje póstumo, para llenar un vacío que yo sentía. La idea era publicar los inéditos que dejó y algún descubrimiento; luego la cosa fue derivando hacia hacer un sello con más títulos. Y en esos estamos, dentro de nuestras modestas posibilidades e intentado no perder demasiado dinero.

Editorial Funambulista nació en unos momentos (octubre de 2004) en que estaban apareciendo otros pequeños sellos que con el tiempo se han ganado un prestigio y que han logrado tener continuidad, como las Páginas de Espuma de Juan Casamayor, la Minúscula de Valeria Bergalli o los Libros del Asteroide de Luis Solano. ¿Cómo recuerdas ese momento inicial y qué opinión te merecen esas trayectorias?

Lo recuerdo como un proyecto ilusionante, pero sin tener conciencia de que otros hacían lo mismo, quizá por mi modo de ser o porque yo vivía y sigo viviendo en el extranjero. Está bien que haya habido esos sellos, han ampliado la oferta, creo que se edita mucho y bien en España, contrariamente a lo que algunos dicen,  hay muchos autores que en otras épocas no estaban visibles, muchos rescates, muchos autores nuevos…

La crisis es de público, de ventas, no de oferta ni de producción. El problema, como dijo Wilde de uno de sus estrenos, es que la obra está muy bien, pero el público…  es un desastre. Es decir: se edita mucho y muy bien, pero se compra poco. Leer no sé si se lee siquiera, porque creo que este es un parámetro que costaría mucho aquilatar.  Me da la sensación de que España sigue siendo un país donde se lee poco, pero igual me equivoco. Yo lo achaco al sistema educativo, que no fomenta la lectura, la lectura hay que promoverla en la escuela, pero para eso hay que tener profesores vocacionales, bien considerados, bien pagados  y motivados. De todo esto hay bien poco.

¿Cómo ves, desde la distancia, el panorama o el contexto editorial en el que nació Funambulista? Algunas iniciativas independientes, como Pre-Textos o Lengua de Trapo, estaban logrando plantar cara con éxito a las grandes empresas y a las editoriales más veteranas, ¿generó eso una sensación de que había espacio para nuevas experiencias e iniciativas?

Lo he mencionado ya: yo no tengo conciencia de ello. Constato que hubo nuevos sellos, y que algunos han sobrevivido. Pero antes  también hubo sellos independientes de este tipo, como Trieste de Trapiello y sus socios. Es decir, tampoco creo que hayamos inventado nada. Y los grandes grupos también han tenido sus pequeños “sello-semillero” literarios y de calidad, como Caballo de Troya o, en su momento, en los ochenta, Versal, del Grupo Anaya… Con la posibilidad de tiradas más cortas y más baratas el acceso al mercado se allanó hace unos años, eso es todo.

Ahora se verá si el salto a lo digital supone un cambio en la relación entre los sellos y el público y qué papel tendrán los sellos grandes con capital importante detrás y los sellos pequeños o medianos.  Es toda una incógnita. Pero el futuro será digital. Cuando leí que el jefe máximo de Penguin Random House [Markus Dohle] vaticinaba que el papel tenía por delante un siglo de vida, me dio la risa. Eso se llama querer levantar la moral de la tropa… El papel subsiste porque la industria teme perder un modelo de negocio que todavía es rentable. Cuando pierda el miedo y vea que lo otro puede ser rentable, se habrá acabado el papel. No veo qué ventaja tiene el papel. Lo del tacto me parece pueril. El libro electrónico se puede subrayar, enlazar, cruzar, permite búsquedas, y los dispositivos lectores son cada vez mejores y las baterías duran más, por no hablar de las ofertas de miles de títulos online tipo “Kindle unlimited” u otros por abonos de 8 o 10 euros al mes…

Hay toda una serie de autores literariamente importantes que en España fueron muy populares en los años cuarenta y cincuenta que parece que en algún momento quedaron arrinconados, como Lajos Zilahy, Selma Lagerlöf o Ferenc Karinthy, y que Funambulista se ha ocupado de reivindicar y recuperar. ¿Cuál es el sentido que das a esta línea de recuperaciones?

El sentido de que el patrimonio hay que revisitarlo. Los clásicos contemporáneos acaban siendo más clásicos que contemporáneos, y por eso hay que volver siempre a ellos. Me gustan los autores que publicaron entre los años veinte y cincuenta del siglo XX, creo que son los cuarenta años dorados de la novelística mundial…

En cuanto a la novela realista decimonónica, a la que también has prestado atención en Funambulista (Zola, Stendhal, Eça de Queirós), ¿cuál crees que es su papel en nuestros días, en qué reside su vigencia?

Un poco lo mismo que decía para los autores anteriores. Son clásicos, y en este caso que mencionas, son los padres de la novela moderna. El siglo XIX es básico para entender el XX y el XXI. Es una perogrullada, lo sé, pero a veces conviene no perder de vista cosas elementales.

La prueba de fuego de todo editor suele ser la selección de obras inéditas en su propia lengua. ¿Qué tal ha sido la experiencia en ese terreno? ¿Han sido una ayuda las agencias literarias en la búsqueda de nuevos autores?

Utilizo muy poco las agencias para manuscritos en español, porque tengo sobreabundancia de textos que me llegan espontáneamente, imagino que como a todos los editores. Me impuse una cuota de primeras o cuasi primeras novelas, y dar una rampa de lanzamiento a nuevos autores. Lo he cumplido. Pero es complicado que el mercado acompañe, parece como que los nuevos autores sólo interesan muy de vez en cuando o en el caso de que los lancen sellos grandes. Pero una vez más, el futuro es digital: cualquiera puede colgar tu texto en Internet en blogs o plataformas. Como en la música. ¿Cabe mayor bibliodiversidad que ésta?

Lo que está claro es que un editor de verdad es el que descubre talentos nuevos; publicar a autores consagrados o libros que han triunfado en otras lenguas es relativamente sencillo. La mayoría de los editores no están por la labor.

En cuanto a la edición en catalán, siendo como es un ámbito lingüístico que, a diferencia del español, no es previsible que crezca, ¿a qué respondió la decisión de abrir una colección, Lletraferits, en esta lengua? En los últimos años están surgiendo muchos pequeños sellos independientes en catalán. ¿Adviertes el riesgo de una saturación de oferta, o crees que habrá un crecimiento de lectores en catalán, quizás fuera de Cataluña, que posibilite la supervivencia de esas iniciativas editoriales?

Mi colección en catalán es muy modesta, un capricho casi, una cosa irrelevante, suponiendo que la otra parte del catálogo tenga algo de valor.. No sé el potencial futuro del libro en catalán, pero lenguas igual o  más minoritarias que el catalán tienen una industria editorial sana… (islandés, sueco, danés, noruego). Imagino que hay mucha oferta y riesgo de saturación, pero también es cierto que hay muchos títulos extranjeros que no se traducen al catalán y que podrían traducirse. No sé qué ocurrirá en el futuro, igual la gente se pone a leer en inglés los libros escritos originalmente en inglés, que son aún el grueso de las traducciones, como en Suecia o Países Bajos…

En cuanto a la producción en lengua catalana, es lógico que crezca a medida que el uso del idioma crece. Es la parte buena de la inmersión. La parte mala es usar la lengua como vector de ideologización… Hace treinta años era impensable que hubiera tanta novela escrita originalmente en catalán, por ejemplo. Ahora bien, ¿hay un público para tanto título en catalán? Creo que muchos lectores bilingües catalanes optan por leer en castellano, y me parece que es totalmente respetable… ¿Era menos catalán Francisco Casavella por escribir en castellano, por ejemplo…?

A veces se achaca a los escritores españoles permanecer anclados en una visión un poco romántica de la creación, en el sentido de pensar que lo que escribe “el genio” es intocable, cosa que dificulta mucho la labor del editor de textos. ¿Cuál ha sido tu experiencia en ese sentido? ¿Cuáles son a grandes rasgos tus principios a la hora de trabajar con los autores?

Dos son los patrones que se dan: el autor que se niega a que le digan nada sobre su texto, de tan seguro que está de que es una obra maestra; y el que acepta, ya sea por modestia o por inteligencia, y muchas veces de buena gana,  todo comentario o propuesta de mejora de sus textos.

Yo soy de los editores que se implican en el texto, así que con los primeros no puedo trabajar; con los segundos, sí. Dejo para  mis memorias el relato de algunos casos, porque revelan mucho del ser humano. De lo bueno y de lo malo. De todos modos, el autor, una vez aceptado el diálogo con el editor, y el principio de que todo texto puede mejorar, ha de tener la última palabra pues, en definitiva, es quien firma. El trabajo de editor es un trabajo en la sombra. Como dice Steiner de los profesores, los editores somos meros intermediarios, hemos de aceptar siempre el perfil bajo: lo importante son los textos, siempre los textos, incluso por encima de los autores…

Max Lacruz.

Max Lacruz.

Lecturas adicionales:

Web de Funambulista.

Página sobre Mario Lacruz.

José F. Beaumond, «Entrevista a Mario Lacruz: Se puede ofrecer literatura de calidad a bajo precios», El País,  abril de 1979.

Constantino Bértolo hablando sobre Mario Lacruz en una entrevista en El Ojo Crítico, 1 de abril de 2014.

Max Lacruz, «El armario sagrado de Mario Lacruz (1929-2000)«, Literaturas.com.

Xavier Moret, «Un gran homenaje al editor Mario Lacruz reúne al mundo de las letras en Barcelona«, El País, 10 de octubre de 2000.

Lourdes Morgades, «Escritores y editores destacan la gran modernidad de la obra de Mario Lacruz«, El País, 31 de marzo de 2005.

Píramo, «40. Mario Lacruz«, en Cesó todo y déjeme, 11 de abril de 2010.

Merche Rodríguez entrevista a Max Lacruz en Magazine Digital.

Novelas que aún leemos censuradas (Entrevista a Fernando Larraz)

Fernando Larraz (Zaragoza, 1975) es licenciado en Filosofía (1998) y Filología Hispánica (2003) por la Universidad de Salamanca y doctor en Filología por la Universidad Autónoma de Madrid (2008). Ha desarrollado su actividad docente e investigadora en las universidades de Tübingen (Alemania), Birmingham (Reino Unido) y Autónoma de Barcelona. En la actualidad es miembro del Gexel (Grupo de Estudio del Exilio Literario de 1939) y profesor de Literatura Española en la Universidad de Alcalá. Pertenece a una generación de investigadores que han encontrado una puerta ya entreabierta por quienes aún tuvieron experiencia directa del franquismo para profundizar en la investigación de la censura de libros y de la literatura creada por los escritores e intelectuales exiliados en 1939. Con unas cuantas obras publicadas ya sobre la materia (véase ficha bibliográfica al pie), ha concluido una exhaustiva investigación acerca de la censura de novelas en la segunda mitad del siglo xx que ha publicado Ediciones Trea (Premio a la Mejor Labor Editorial Cultural 2014) con el título Letricidio español.Censura y novela durante el franquismo.

Viendo que tus campos de estudio preferentes o sobre lo que más has publicado son la historia de la literatura del exilio por un lado y la industria editorial y la censura por otro, da la impresión de que lo que te interesa sobre todo sea dar a conocer aquello que el franquismo extirpó de la tradición literaria española.

Fernando Larraz.

En efecto, ambas líneas de investigación parten de la constatación de un hecho: ningún acontecimiento político ha tenido tan hondos efectos sobre la producción cultural en España como la guerra civil y la subsiguiente implantación de un régimen de vocación totalitaria. Casi todas las historias literarias, programas académicos, manuales, etcétera inician un nuevo tomo, capítulo, asignatura o tema a partir de 1939, año crucial en la historia política de España, pero absolutamente insignificante desde el punto de vista literario. Este periodo histórico se inicia por una intervención a fondo y directa de un nuevo poder político con vocación de implantar discursos unívocos en todas las esferas públicas. Y sin embargo, la implicación de esta imposición no siempre es suficientemente tenida en cuenta por los historiadores de la literatura española. Por eso me he dedicado a estudiar los que en mi opinión son los dos hechos más decisivos en la historia de la cultura y de la literatura española del franquismo (más que la publicación de Hijos de la ira, o de La familia de Pascual Duarte) y que tienen una raíz política: el exilio de los más y los mejores escritores españoles a la altura de 1939 y la vigilancia, censura, represión… sobre quienes intentaron reanudar la escritura literaria dentro de España.

¿Cómo llegas al tema de la censura de obras literarias y con qué expectativas, con qué hipótesis de trabajo?

Mi primer contacto con la censura tuvo lugar cuando estudiaba, para mi tesis doctoral, la recepción de la obra narrativa del exilio republicano de 1939. Mis pesquisas me llevaron al Archivo General de la Administración de Alcalá de Henares (AGA) y a los archivos de la censura editorial. Descubrí entonces un material riquísimo, que consiste no sólo en los informes de los censores sino también en correspondencia entre censores y jerarcas franquistas con algunos escritores y en la existencia de mecanoscritos originales con correcciones del autor e indicaciones del censor. Constaté que era absolutamente necesario contar la historia de la literatura durante el franquismo desde métodos y presupuestos distintos, teniendo en cuenta que sus condiciones de producción estaban marcadas por una excepcionalidad que no ha tenido, probablemente, ningún otro periodo. Porque es cierto que la comunicación literaria se ha producido siempre con mediaciones más o menos influyentes, incluidas censuras y proscripciones, pero en contextos muy diferentes. Ver la narrativa española a partir de 1939 como una literatura posible, vigilada y limitada en temas, léxico, personajes, enfoques… creo que ofrece interpretaciones muy diferentes de sus movimientos, periodos e hitos.

Informe de Paralelo 40, de José Luis Castillo Puche.

Informe de Paralelo 40, de José Luis Castillo Puche.

¿Cómo fue el proceso de investigación, y en particular el trabajo de campo en los archivos?

La recopilación de fuentes fue más o menos sistemática. Dado que entonces no residía en Alcalá ni en Madrid, mi trabajo consistió en transcribir los contenidos expedientes. Para ello hice unas fichas que contenían los datos fundamentales de los expedientes (fechas de presentación, de resolución y de depósito, informe, resolución, tachaduras, nombre del censor o censores, documentación adicional, etcétera) y que se han publicado en la revista digital Represura. Seleccioné aproximadamente un millar de obras cuyos expedientes examiné con cierto cuidado. El AGA tiene dos inconvenientes principalmente para mi trabajo: los largos plazos para obtener reproducciones y la restricción de horarios.

Página de La Colmena, de Cela, presentada a Censura por la editorial Zodíaco, con pasajes censurados.

Tu libro es en buena medida un trabajo de historia literaria, pero también un ensayo de tesis. ¿Evolucionó, sufrió correcciones importantes o se corrigió esa tesis a lo largo de la investigación?

El trabajo partía de una hipótesis: que el condicionante más decisivo sobre la narrativa española entre 1939 y 1975 era el hecho de que estuviera censurada. A partir de esta hipótesis inicial ―que creo que queda confirmada― vienen los matices, excepciones, explicaciones, cuantificaciones… Es decir, tratar de ver en qué medida afectó sobre la escritura de  los autores, cómo evolucionó según los intereses políticos de cada etapa y las reacciones de los actores culturales, con qué criterios se aplicó la censura, qué margen de discrecionalidad existía su ejecución, y si había criterios más o menos estables, etcétera. Esta parte fue, sin duda la más interesante y la que me permitió llegar a conclusiones inesperadas, como por ejemplo, que la autocensura puede llegar a ser más poderosa incluso que la censura –y que, además, es posible en algunos casos constatarla objetivamente– o que las reacciones contra la censura mediante la escritura a menudo fueron inanes. Junto a ello, me han fascinado los proyectos literarios convertidos en ruinas al margen de la historia: aquellos libros que no se publicaron, o que tuvieron que recurrir a pequeñas editoriales americanas o francesas, sin ninguna repercusión en el campo literario español…

Das bastantes ejemplos de obras que siguen reimprimiéndose con las mutilaciones o correcciones impuestas por la censura franquista, lo que me parece bastante escandaloso y podría interpretarse como un fracaso, en este aspecto, de la transición, que por otro lado tampoco conllevó ni la recuperación de las obras publicadas fuera de España por los exiliados ni la aparición de un aluvión de obras valiosas que no se publicaron antes debido a la censura.

Elena Soriano (1917-1996).

En efecto, creo percibir un contagio del “pacto de olvido” en el campo de la literatura, que con los años ha ido evolucionando a una especie de “pacto de pereza”. A veces no es achacable a los editores, sino que los mismos autores han renunciado a restaurar sus obras mutiladas o cambiadas, como si haberse sometido en su día a las decisiones del censor supusiera una marca de desprestigio que no quieren reconocer. Otras veces ―no siempre, evidentemente― han sido los responsables de  ediciones críticas quienes no se han tomado siquiera la molestia ―no sé si por ignorancia o por pereza― de acudir al expediente de censura, donde habrían podido encontrarse las versiones presentadas por el escritor ante el editor y así, con la posibilidad de “restaurar” textos ajados por la represión. Por eso creo que, aunque en teoría cualquier persona con un nivel cultural medio sabe que existió la censura sobre cualquier producto de comunicación pública, muchas veces ni siquiera los especialistas sacan las consecuencias de este hecho. Y la primera consecuencia es que dado que cualquier libro publicado durante el franquismo pasó la supervisión del censor, es probable que la edición publicada no responda a la que presentó el escritor ante el editor. Hay casos especialmente sangrantes, que he intentado recoger en el libro: el de los exiliados, que habían publicado primeras ediciones libres en México o Argentina y que, al ser reeditados en España en los años noventa, por ejemplo, se escoge la edición mutilada de Madrid o Barcelona y no la íntegra de México D. F. o Buenos Aires. O el de autores clásicos como Benet, Aldecoa o Marsé que han sido y son reeditados con supresiones (las tachaduras). Distinto caso es el de los autores descubiertos años después por no haber sido autorizadas sus obras en su momento, como por ejemplo una autora tan notable en mi opinión como Elena Soriano. En cierto modo su caso me recuerda al de los escritores exiliados, quienes por mucho que se estudie su obra, están destinados a los márgenes y los apéndices de las historias literarias por la inflexibilidad metodológica y la esclerotización de generaciones, movimientos y otros lugares comunes en los que caen los historiadores.

Sello de la Inspección de Libros de la Subsecretaría de Educación Popular.

¿Los editores tienen a su disposición un repertorio completo de novelas en español censuradas, de modo que ya no hay excusa para reimprimirlas mutiladas sin más?

En principio, creo que toda acción de la censura es negativa a pesar de que sorprendentemente haya habido algunas declaraciones de autores y críticos en sentido contrario, con el consabido argumento de que las limitaciones agudizan el ingenio del escritor. Por ello, toda alusión a un muslo, vocabulario soez, o burla eclesial deberían reaparecer, pues su elisión no hace sino restar, por ejemplo, verosimilitud al lenguaje, que es uno de los atributos del credo realista social. ¿Por qué los jóvenes de El Jarama pueden decir “puta” y el gitano de Con el viento solano no puede decir “mierda” o “coño”? ¿Los filólogos que han examinado una y otra novela han tenido en cuenta este dato a la hora de valorar el realismo lingüístico de uno y otro autor? Son ejemplos quizá nimios, pero representativos de que la arbitrariedad de los censores nos ha llevado a una visión distorsionada de la literatura. Y los editores contemporáneos tienen la obligación de reparar en la medida de lo posible todas estas disfuncionalidades. No obstante, los límites entre censura y autocensura no siempre son claros y aquí veo una única posible excusa para seguir reimprimiendo esas novelas censuradas. Existen casos de autores que reescribieron varias veces las novelas según las indicaciones de censores y responsables de censura. En estos casos la censura no fue un mero ejercicio de poda, sino que se convirtió en intercambio de pareceres con el escritor, quien reescribió pasajes, cambió argumentos (y finales)… hasta el punto de que  uno nunca sabe dónde acaba la voluntad del censor y empieza la del escritor. Estos casos (no abundantes pero sí significativos) resultan problemáticos porque además afectan a la imagen del escritor como responsable último de su obra.

¿En qué medida el canon literario de la novela española, el repertorio de lo que en general consideramos las grandes obras novelísticas del siglo xx, está mediatizado por la censura?

Francisco Ayala (1906-2009).

La muestra más palmaria de esto creo que es la obra del exilio republicano de 1939. Aunque existe una considerable obra crítica sobre algunos de sus más significativos autores (Aub, Sender, Ayala) su inserción en el relato histórico de la literatura española del siglo XX sigue siendo problemático por la irresistible tendencia a codificarla en generaciones, grupos y movimientos homogéneos en los que no encuentran acomodo. El canon no es solo una cuestión de calidad sino también de oportunidad y de recepción y la censura es un elemento básico en la recepción de las obras literarias. Pero no sólo se ven afectadas determinadas obras de notable calidad por la censura, sino también por un horizonte de expectativas anómalo tanto del público como de la crítica, impregnada ―a veces consciente y a veces inconscientemente― de una serie de valores y métodos asentados en el pensamiento falangista (el concepto de “generación”, por ejemplo, el omnipresente nacionalismo…). Hay que tener en cuenta que la censura ha influido mucho en la configuración del canon literario pero a veces de forma aleatoria. Hay autores que tuvieron inicialmente problemas con la censura, pero a quienes la intervención estatal ―así como su sagacidad para pelear en el campo literario― o la aleatoriedad (la suerte) de derivada de la arbitrariedad censorial les colocó en el vértice del sistema cultural.

Página de la edición mexicana de La cale de Valverde, de Max Aub, censurada.

Página de la edición mexicana de La cale de Valverde, de Max Aub, censurada.

¿Qué postura suelen adoptar los autores ante la posibilidad de revisar y restituir pasajes en su día censurados de novelas veces escritas hace varias décadas?

Muchas veces, estas actitudes resultan sorprendentes: en mi trabajo no acierto a responderme por qué autores que sobrevivieron al franquismo y por tanto tuvieron la oportunidad de restaurar los daños ocasionados a sus textos por la censura no lo hicieron. Se me ocurren dos posibles explicaciones: cierta vergüenza por haberse sometido al imperio del censor, o bien el historicismo inherente a los años de la transición, que obligaba a no mirar atrás para no dejarse atrapar por las ruinas del franquismo. Lo cierto es que la actitud de la mayoría de escritores ante la censura es decepcionante, pues prima la sumisión ante el poder, a veces vergonzosa. Claro que los tiempos eran difíciles, pero los más grandes tenían abiertas las editoriales americanas.

Informe de denegación a Júcar para importar ejemplares de El libertino y la revolución, de Jorge Gaitán Durán.

¿Qué te parece que debieran hacer ante esta cuestión los derechohabientes, ya sean herederos, agentes literarios o editoriales, si crees que tienen alguna responsabilidad?

Cada caso presenta singularidades, pero en general, se me ocurren dos cosas: una, defender el legado del que han sido depositarios y, por tanto, tratar de que se transmita en sus mejores condiciones: íntegro y libre de los daños que le pudiera haber ocasionado la censura; y dos, contrarrestar la banalidad con la que a menudo se ha tratado a la censura como una injerencia menor. En este sentido, no hay más que leer, por ejemplo, las excusas autoexculpatorias con las que despacha el tema uno de los máximos responsables políticos de la represión cultural franquista en los años sesenta, Carlos Robles Piquer –hoy liberal, demócrata y, por supuesto, monárquico– en sus recientes memorias.

Carlos Robles Piquer.

¿Hasta qué punto sigue siendo la censura un campo digno de estudio? ¿Qué proporción de lo que hay crees que ha salido a flote?

Sigue siendo un territorio imprescindible para representarnos la cultura española del siglo XX y, sobre todo, para que los historiadores y críticos dispongan de información suficiente para plantearse algunas cuestiones que todavía no han sido tenidas en cuenta. El esfuerzo debería ir por dos caminos: aportar un mayor caudal de información sobre métodos, procesos, funcionamiento… de la censura e inventar nuevas maneras de narrar la historia literaria española del siglo XX, teniendo en cuenta las aportaciones reales de sus productos en relación con la maquinaria burocrática de un estado diseñada para unificar los discursos literarios. Creo que el resultado sería un canon, una periodización y una conceptualización muy diferentes de las que hoy aprendemos en manuales e historias literarias.

Es fama que Paco Candel fue una de las mayores víctimas de la censura.

Es fama que Paco Candel fue una de las mayores víctimas de la censura.

En este momento, ¿en qué proyectos o líneas de investigación estás trabajando, qué temas te interesan actualmente y de cara a un futuro próximo?

Me interesa trascender  los temas concretos de la censura y el exilio para estudiar las actitudes y conclusiones que historiadores de la cultura han podido sacar del hecho histórico del franquismo. Y, en concreto, me interesa examinar lo que llamaré el “complejo de Cándido”, cierta actitud intelectual refractaria de la crítica a nuestro pasado y abandonada al optimismo histórico perceptible en la historiografía cultural y en una buena parte de nuestra novelística reciente. Esto ha dado lugar a mistificaciones abundantes y a forzar los discursos para formar explicaciones ad hoc. Pero me interesa también el trabajo de archivo y de bibliotecas y por ello sigo trabajando en una futura monografía acerca de las editoriales de los exiliados republicanos.

Nihil obstat en una Gramática de Luis Vives, de 1947.

Fernando Larraz. Selección de obra publicada hasta octubre de 2014.

«La Segunda República y los editores», Cuadernos Republicanos, Madrid, 58 (primavera-verano 2005), pp. 57-78.

«El mestizaje editorial: Las editoriales de los exiliados republicanos en América», en Ricardo de la Fuente Ballesteros y Jesús Pérez-Magallón, eds., La cultura hispánica en sus cruces trans-atlánticos, Valladolid, Universitas Castellae (Colección Cultura Iberoamericana), 2006, pp. 149-170.

El monopolio de la palabra. El exilio intelectual en la España franquista, Madrid, Biblioteca Nueva, 2009, 336 pp.

«La recepción de los narradores del exilio en las revistas culturales del tardofranquismo», Laberintos: Revista de Estudios sobre los Exilios Culturales Españoles, Valencia, 10-11 (2008-2009), pp. 18-42.

«Política y cultura. Biblioteca Contemporánea y Colección Austral, dos modelos de difusión cultural», Orbis Tertius: Revista de Teoría y Crítica Literaria, 15 (2009).

«La recepción de la literatura del exilio republicano en la revista Cuadernos Hispanoamericanos (1948-1975)»,Bulletin Hispanique, Burdeos, 112, 2 (2010), pp. 717-741.

«»Rama apartada, sucursal efímera»: la dialéctica interior/exilio en la historiografía literaria española del siglo xx», en Miguel Cabañas Bravo, Dolores Fernández Martínez, Noemí de Haro García, Idoia Murga Castro, coords., Analogías en el arte, la literatura y el pensamiento del exilio español de 1939, Madrid, CSIC, 2010, pp. 189-200.

«Memoria poética en el campo de Argelès. La función testimonial de Crónica del Alba», en Bernard Sicot, coord., La littèrature espagnole et les camps français d’internement (de 1939 à nos jours), Paris, Université Paris Ouest Nanterre, 2010, pp. 305-314.

Una historia transatlántica del libro. Relaciones editoriales entre España y América Latina (1936-1950). Gijón, Trea, 2010, 200 pp.

«Los exiliados y las colecciones editoriales en Argentina (1938-1954)», en Andrea Pagni, coord., El exilio republicano español en México y Argentina: historia cultural, instituciones literarias, medios, Madrid, Iberoamericana, 2011, pp. 129-144.

Guillermo Schavelzon. Casi cincuenta años de edición en lengua española

Guillermo Schavelzon, fotografiado por Daniel Mordzinski.

Guillermo Schavelzon, fotografiado por Daniel Mordzinski.

Pocas presentaciones necesita Guillermo Schavelzon, testigo privilegiado de los últimos años de la edición en lengua española y de su evolución, en la que ha desempeñado además un papel muy destacado y ha vivido desde primera fila algunos acontecimientos importantes, tanto en Argentina como en México y España.

Si no me equivoco, entraste en contacto con el mundo editorial –después de pasar por la escuela de Cine de la Universidad de La Plata– a través de la editorial de Jorge Álvarez, que en su momento suponía una novedad respecto a lo que venía haciéndose en Argentina, ¿no? Conocerás su libro de memorias (publicado por Libros del Zorzal), pero la imagen que en la distancia transmite ese proyecto de Jorge Álvarez es la de una empresa dominada un poco por el azar, sin un plan a largo plazo, que sin embargo acertó a descubrir algunos autores importantes (Copi, Rodolfo Walsh, Piglia, Manuel Puig o Juan José Saer) y que surgió en el momento oportuno pero cuando el llamado boom de la narrativa hispanoamericana ya estaba gestándose.

Jorge Álvarez

Así es. Jorge Álvarez fue un hombre muy audaz con una gran intuición, percibió que algo tenía que cambiar en un país con muchos escritores y lectores, donde sólo estaban las editoriales tradicionales (Losada, Emecé, Sudamericana) que hacían una edición que estaba quedando anticuada. En esos años comienza a publicarse el primer magazine semanal estilo Newsweek, llamado Primera Plana. Lo fundó un periodista mítico y genial, Jacobo Timerman, y el jefe de redacción era un periodista y joven escritor también genial, Tomás Eloy Martínez. Primera Plana marcaba todas las tendencias culturales, y por primera vez en el sigo xx dio portada a escritores: así fue lanzado Cien años de soledad, de García Márquez, y Paradiso, de Lezama Lima, dos autores apenas conocidos que se convirtieron en lo que hoy son. Es cierto que no había un proyecto coherente ni podía haberlo, los años setenta eran convulsos y así fue la editorial. Álvarez supo rodearse de gente de muchísima capacidad creativa, entre ellos Rogelio García Lupo, el primer periodista de investigación en Argentina, que comenzó a acercar ideas, Alberto Ciria, un cientista político que terminó de catedrático en Canadá, Pirí Lugones, una relaciones públicas y asesora literaria de primer nivel, Chiquita Constenla, otra intuitiva que inventaba éxitos, Ricardo Piglia, un joven escritor de veinte años que había llegado a Buenos Aires buscando trabajo, y algunos otros.  La editorial era ante todo una librería, centro de reunión de la izquierda progresista y una elite de la derecha más culta, debido a que estaba en la zona de los Tribunales de Buenos Aires. También fue el primero en publicar libros de humor ilustrado, Mafalda, el Manual del Gorila (en referencia a los antiperonistas furibundos) de Carlos del Peral, y narradores que andaban perdidos porque sus propuestas no parecían comerciales: Manuel Puig, Germán Rozenmacher (cuya muerte prematura cortó su prometedora carrera), Juan José Saer, Rodolfo Walsh y muchos otros.

Las memorias de Jorge Álvarez, de reciente publicación, son caóticas como era él, muy acotadas; yo mismo podría agregarle otro tanto con mis propios recuerdos, que él olvida. Este es un tema de discusión permanente que tengo con autores de la agencia, a quienes digo que no se puede dejar las memorias para después de los 80, cuando la memoria flaquea demasiado.

Realmente, ¿la editorial suponía un proyecto rompedor con el panorama editorial argentino de esos años? Jorge Álvarez ha dicho en alguna ocasión que trabajaba más “a la americana” en lugar de hacerlo “a la europea” como hacían Emecé, Sudamericana o Losada, pero eso no queda muy bien explicado y parece aludir a los fundadores de esas editoriales (Mariano Medina del Río y Álvaro de las Casa, Antonio López Llausàs y Gonzalo Losada, respectivamente). ¿En qué sentido se distinguía del modo de hacer “europeo”?

No me parece. Los estadounidenses son muy planificadores, Jorge Álvarez era puro impulso, una editorial que crecía sin orden, sin presupuestos, sin posibilidades ni planificación financiera, pagando mal a los proveedores y casi nunca a los autores, siempre al borde de la quiebra, como finalmente terminó.

Jorge Álvarez

En ese contexto, uno de los recuerdos importantes de tus inicios me parece el referido al encuentro en enero de 1966, en México, con Gabriel García Márquez, que contaste en 2001 en Lateral con motivo de la publicación de “La odisea literaria de un manuscrito”. ¿Puedes resumir ese encuentro, u otros que para ti fueran indicativos del llamado boom?

Jorge Álvarez fue el primer editor de Vargas Llosa (Los Jefes) y casi de García Márquez (Los funerales de la mamá grande, que no se llegó a publicar). Me tocó a mí, en un viaje a Lima y México, contactarlos y contratarlos, pero el verdadero mérito fue de Ángel Rama, el crítico literario del semanario uruguayo Marcha, que nos dio los datos: “vean a estos chicos, están haciendo cosas interesantes”. Me sorprende qué olvidado está Rama, a quien se debe una parte fundamental del boom, y las editoriales Arca (Montevideo) y la Biblioteca Ayacucho (Caracas).

Siempre de izquierda a derecha: Sentados: Pablo Neruda y Mario Vargas Llosa; de pie: el músico Jorge Aravena Llanca, Roger Caillois y Ángel Rama.

¿Cómo se gesta Galerna, que creo que inicialmente era sólo una librería en la calle Tucumán y que hoy reúne editorial, distribuidora y librerías? ¿Puedes trazar un poco su historia e importancia y definir el papel de Ángel Rama en esos inicios?

Los jefes en la edición de Jorge Álvarez.

Mi convivencia con Jorge Álvarez, aunque yo apenas tenía veinte años, era muy difícil, al final insoportable. Una vez viajó a España por dos meses, en los que yo organicé con mi ignorancia la editorial, contraté un asesor que nos enseñó a hacer un presupuesto, planificamos, descubrimos que ganábamos dinero pero nunca sabíamos dónde estaba; tuve el apoyo del equipo interno de base: Juan José (Chungo) Lecuona (encargado de la librería, es decir de generar la caja diaria), Jorge M. López (encargado de la exportación, que era mucha), Yaco Capeluto (“el contador”, quien llevaba la administración). El regreso de Álvarez era esperado porque tenía que traer cientos de miles de pesetas que había ido a cobrar a España. Llegó, pero el dinero ¡se lo había gastado todo! Vino con maletas repletas de regalos, cortes de tejido para la madre (su gran debilidad) y cosas para todos nosotros. Pero ni una peseta. En dos semanas desbarató lo organizado, era algo más fuerte que él. Yo para entonces tenía un porcentaje de la sociedad y decidí irme: Jorge me compró esa parte con una enorme cantidad de letras, con las que decidí abrir Galerna. Comencé con una editorial,  luego fue una pequeña librería, y cuando crecí me asocié con un “hombre de números”, Julio Martín Alonso, que había sido director de la sede local de Planeta. Vino el golpe militar de 1976, fui amenazado, me pusieron una bomba, tuve que exiliarme en dos días y me marché a México.

Alberto Manguel

Otro encuentro importante o cuanto menos curioso me parece el que tuviste con Alberto Manguel, que se produce en la época en que éste acudía a casa de Borges a leerle, ¿no es así? El hecho de que hoy seas su agente literario hace suponer que hay una cierta sintonía y que quizá compartís una visión acerca de la industria editorial o del mundo del libro.

Manguel llegó siendo un chico de dieciocho, lleno de ideas, amigo cercano de Enrique Lynch, cuya madre Marta era una escritora muy exitosa. Propuso cosas, y publicamos muchos libros, Alberto era inmensamente culto y políglota. Al poco tiempo Alberto entendió que eso no era para él, ¡y qué razón tuvo! Ya no volvió nunca a la Argentina, por eso es lo que es hoy.  Llevamos más de cuarenta años de amistad y trabajo conjunto.

La revista Los libros. Un mes de publicaciones en Argentina y el mundo (1969-1976), de la que fuiste colaborador y en la que apareció también Ricardo Piglia, parece un poco en consonancia con la estética de Jorge Álvarez y con el auge del estructuralismo francés. El hecho de que la Biblioetca Nacional hiciera una edición facsimilar en cuatro tomos es indicativa de su importancia e interés. ¿Te parece significativa de un momento cultural en Argentina, o por lo menos en Buenos Aires?

Los Libros fue una idea que trajo un intelectual argentino de los más serios que regresaba de vivir muchos años en París, el semiólogo Héctor (Toto) Schmucler. Traía lo mejor del estructuralismo, lleno de ideas. Diseñamos la revista, de la que yo fui el editor, Toto el único creador y director. Luego se incorporó Ricardo Piglia, Beatriz Sarlo…, fue cambiando con las polémicas de la izquierda argentina que miraba siempre a la francesa. El momento en toda la Argentina era excepcional, no sólo en Buenos Aires. En Córdoba José María (Pancho) Aricó publicaba los Cuadernos de Pasado y Presente, una revista modélica de línea marxista gramsciana, y luego una editorial. Pancho, que también se exilió en México, fue la parte oculta de Siglo XXI México, la editorial más importante de los años setenta y ochenta, fundada por Arnaldo Orfila Reynal, cuando fue despedido por cuestiones políticas de la dirección del Fondo de Cultura Económica. Orfila es otro personaje que no hay que olvidar: argentino emigrado a México a raíz de la Reforma Universitaria en 1921, fue “fichado” por el fundador del Fondo, Daniel Cossío Villegas, que reunió para hacer la editorial y el centro de estudios El Colegio de México a todo el exilio republicano español.  Fue también el fundador de EUDEBA (Editorial Universitaria de Buenos Aires), todo un período muy excepcional.

De izquierda a derecha Homero Aridjis, Fernando del Paso, Arnaldo Orfila Reynal y Alí Chumacero.

El vínculo entre Los libros, inicialmente dirigida por Héctor Schmucler, y Galerna se deshace hacia 1971, momento que coincide con el cambio se subtítulo a “Para una crítica política de la cultura”. ¿Había una coincidencia más allá de la relación comercial, ya sea de amistades, estética, ideológica o de propósitos e inquietudes culturales?

Toto Schmucler

La discusión y el enfrentamiento ideológico de esos años lo marcaba todo, y Galerna no podía cubrir el déficit económico que siempre tuvo Los Libros. Los desacuerdos entre Toto Schmucler, Beatriz Sarlo, Ricardo Piglia y otros no los conozco como para contarlos con el respeto que merecería.

Has vivido contextos sociales y políticos muy diversos, en Argentina, en México y en España, pero ¿podrías contar un poco el caso de Los vengadores de la Patagonia trágica (o La Patagonia rebelde) de Osvaldo Bayer y sus consecuencias? En España la publicó en 2009 Txalaparta, pero me parece un texto y una historia muy poco divulgados, y que cuando se dio a conocer en Argentina tuvo una enorme repercusión. Y que además te afectó de un modo personal.

Edición del primer tomo en Galerna.

Un día aparece un historiador y periodista con el manuscrito de Los vengadores, era Osvaldo Bayer. Lo publiqué y fue un éxito excepcional. Dos directores de cine bastante comerciales aunque inquietos la llevaron al cine. La venta explotaba, los cines tenían colas interminables. En 1976 Bayer tuvo que escapar a Alemania, llegó al aeropuerto escondido en el maletero del coche oficial del embajador de Alemania, en un momento en que los militares detenían el tránsito para revisar los coches y la gente desaparecía sin dejar rastros. Yo me fui una semana después. Alcanzamos a publicar tres de las cuatro partes que constituían la obra de Bayer, el cuarto tomo salió en Alemania, publicado en castellano por Klaus Dieter Vervuert.

En México, donde pasarías más de diez años, ¿fue como director editorial de Nueva Imagen tu primer trabajo? Cuando el boom se internacionaliza, tú ya habías estado en contacto profundo con el mundo editorial de dos de sus capitales principales, Buenos Aires y México. ¿Qué contexto editorial te encuentras cuando llegas a México y a qué transformaciones asistes en ese ámbito editorial?

Sealtiel Alatriste

Nueva Imagen fue mi primer proyecto, con un socio mexicano que aceptó el desafío, Sealtiel Alatriste. México para mí representó la internacionalización de mi mirada editorial, viajaba mucho y aprendía más. Curiosamente, nuestros mayores éxitos fueron Mafalda y la obra de Mario Benedetti y de Julio Cortázar.

¿Era perceptible aún entonces la impronta de los intelectuales exiliados a raíz de la guerra civil española? Me refiero por ejemplo a casos como Joaquín Mortiz, Era o incluso el Fondo de Cultura Económica.

Los exiliados españoles, más los chilenos y al final los argentinos eran una presencia importante en México. Toda la industria editorial se modernizó con la llegada de los republicanos a la edición y a la enseñanza. Joaquín Mortíz era una editorial excepcional, y el socio local de Seix Barral cuando la censura todavía era durísima en España.  ERA fue otro caso, fundada por tres exiliados: Neus Espresate, Vicente Rojo y José Azorín. Las tres iniciales de ERA. Neus era la editora, el pintor Vicente Rojo el diseñador (fue la editorial más moderna de América), y Azorín el industrial, habían montado la Imprenta Madero, la más moderna de México, la que hizo escuela. Sesenta años después ERA todavía vive de ese período de gloria. Joaquín Díez Canedo, fundador de Mortiz, había trabajado en el Fondo de Cultura hasta que éste se transformó en una empresa propiedad del Estado, es decir de duración “sexenal”, como los gobiernos. Pese a ser una empresa del Estado mexicano, hoy es la única multinacional del libro totalmente latinoamericana y plenamente activa, con sucursales en todo América y España.

Neus Espresate y Vicente Rojo en las oficinas de ERA.

Pareces ser muy sensible al asociacionismo, al trabajo colaborativo, y quizás en ese ámbito el caso más llamativo o conocido sea el de Cepromex, el Centro de Promoción del Libro Méxicano (organismo de la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana). ¿De qué necesidades surge ese proyecto y qué balance puede hacerse de su trabajo?

Había una gran necesidad de exportar los libros que se hacían en México, así que propuse a la Cámara del libro crear un “organismo” (figura extraña) que se dedicara a eso. Lo dotaron de un presupuesto generoso y me nombraron director. Así fue que iba a todas las ferias del mundo promoviendo los libros mexicanos, y el personal de las embajadas locales se sorprendía al ver a un argentino al frente de eso, pero todos daban su apoyo. Es curioso, dicen que México es un país muy nacionalista…, no me imagino algo así en Catalunya, por ejemplo.

Tu llegada a España coincide más o menos con la “movida madrileña”, de la que surgirán figuras como Pedro Almodóvar, y es el momento en que, a través sobre todo de editoriales como Anagrama Tusquets, Seix Barral o la propia Alfaguara, se están asentando una serie de nuevos novelistas españoles que empiezan a ser leídos en todo el mundo (Muñoz Molina, Julio Llamazares, Juan José Millás, Javier Marías…). ¿Advertiste una cierta convivencia armónica entre las grandes editoriales y las llamadas independientes? Aunque lo conocieras desde la distancia, ¿qué te sorprendió de la edición española?

Yo tenía mucha relación con España, viajaba varias veces al año. Anagrama, Tusquets y otras ya eran editoriales muy establecidas, pero todo se lo debo a quien fue mi maestro (y de muchos otros jóvenes editores latinoamericanos), Javier Pradera, que en ese momento dirigía Alianza. Teniendo a Pradera de guía todo era fácil. ¡Cómo lo echo de menos!

Javier Pradera (1934-2011)

Desde tu puesto en Alfaguara supongo que conocerías más a fondo el panorama de agencias literarias en España, un tipo de empresa que en varias ocasiones has explicado ya por qué no existe en Argentina o México.

Carmen Balcells, desde el primer momento, me trató con cariño y respeto. Fue la primera en entender que para que los grandes autores circularan en Latinoamérica, había que publicarlos allí. Y eso hizo.

¿Qué te lleva a regresar a Argentina y, en el ámbito editorial, qué cambios percibes a tu llegada? Después de estar en un gran grupo en España (Alfaguara), pasas a otro gran grupo en Argentina (Planeta) ¿Hay modos de hacer o de funcionar propios de los grandes grupos? Cómo valoras el proceso de concentración al que asististe.

Los grandes grupos permiten grandes posibilidades, pero a los espíritus rebeldes les cuesta adaptarse a la disciplina corporativa. Yo tenía un jefe –que nunca leyó un libro– que se molestaba de que mi colega y amigo Alberto Díaz (también discípulo de Pradera) y yo fuéramos a trabajar sin corbata.

Ricardo Piglia

¿Tienes ganas de decir algo más acerca del Premio Planeta Argentina concedido en 1997 a Ricardo Piglia por Plata quemada? Has repetido por activa y por pasiva que nada tuvo que ver en tu salida de Planeta, y también Piglia ha dado todo tipo de expliciaciones, pero el hecho de que hayas tenido que hacerlo ya es indicativo del ruido que hizo en su momento esa polémica. ¿Te apetece dar, una vez más, tu versión o contar si te afectó en algún aspecto?

No me importa repetirlo, el escándalo ocasionado por ese premio fue consecuencia de un “ajuste de cuentas” que unos pocos intelectuales resentidos hicieron con Piglia. Tampoco me importa que me crean o no. Yo había anunciado a mi jefe local, al jefe internacional (hoy director general del Barça) y al propio José Manuel Lara, en una comida en La Dama de Barcelona, que me iría a finales de año, y eso hice. Nadie quiso creerme, pensaban que había fichado por otra empresa, o que era una estrategia para ganar más (ya ganaba muchísimo), pero luego todos lo vieron: me hice agente literario, no volví a hacer presupuestos, no tuve que usar más corbata. Por eso conservo la magnífica relación que tengo con todos en el grupo Planeta. Nunca hubo engaño, siempre me trataron muy bien, nada tuvo que ver con el premio a Piglia, aunque debo reconocer que sirvió para fortalecer mi relación personal y profesional con Ricardo. Los que montaron el escándalo ya desaparecieron del mundo del libro.

Posteriormente, una vez instalado como agente literario importante y con una cartera de autores de primer orden, participaste en 2006 en la creación de ADAL (Asociación de Agencias Literarias). ¿Puedes hablar un poco de ese proyecto?

Me parecía absurdo que cuando el 75% de la contratación de libros pasa por las agencias literarias, y estando el 90% en Barcelona y el 10% en Madrid, no existiera un foro en que compartiéramos nuestras cosas. El resto fue fácil, las primeras entusiastas fueron Mercedes Casanovas, Antonia Kerrigan y Silvia Bastos. Sigo sin entender por qué la agencia Balcells es la única que no pertenece a Adal. Carmen debería ser la presidenta de honor.

A las puertas del centenario de Julio Cortázar, es casi obligado preguntar por tu relación con él. Has escrito en más de una ocasión sobre él, y recuerdo bien haber leído en el periódico mexicano Unomasuno una entrevista que le hiciste en la que hablasteis muy en profundidad de diversos temas, y en particular me interesó mucho la extensa parte dedicada al exilio. ¿Cuál fue tu trato con Cortázar?

Lo conocí en París por Carlos Gabetta, comencé a publicarlo en México, donde tuvo un éxito inimaginable. Lo demás se debe a su ternura, capacidad de afecto y humildad.  Tuvimos mucha relación, muchos veranos compartidos.

Julio Cortázar y Gabriel García Márquez

Algún día se publicarán las cartas, que en esa época se escribían y se enviaba por correo postal y por eso se conservan. Tengo muchísima correspondencia (mía, de él, algunas de él a su madre),  que curiosamente no aparece en los volúmenes de epistolarios publicados.

 

(entrevista realizada en Barcelona en noviembre de 2013)

Fuentes:

WEB DE LA AGENCIA.

 Silvina Friera, “Un lugar no apto para autores sensibles”, Pagina 12, 17 d octubre de 2009.

Martín Gómez, “Entrevista a Guillermo Schavelzon. Con un ojo puesto en los negocios y el otro en la literatura”, El Ojo Fisgon, 27 de febrero de 2007.

Ariel Idez y Juan J., «Jorge Álvarez, el eslabón perdido”, Clarín, 2 de diciembre de 2012.

Felicidad López, “Entrevista a Guillermo Schavelzon: Agente Literario”, ElLibrepensador.com, 2009.

Alberto Manguel, Conversaciones con un amigo, introducción de Paul Rouquet y traducción de Pedro B. Rey, Madrid, La Compañía 16, 2011.

Ángel Rama, “El boom en perspectiva”, Signos Literarios, núm. 1 (enero-junio 2005), pp. 161-208.

Guillermo Schavelzon, “Cuando Gabriel García Márquez no podía pagar el alquiler”, Lateral, diciembre de 2001, p. 7.

Guillermo Schavelzon,  “La función del agente literario”, Ponencia presentada al Encuentro Iberoamericano de Mujeres Narradoras,Lima, agosto 1999.

Guillermo Schavelzon, “La nacionalidad de Julio Cortázar”, Unomásuno, 3 de agosto de 1981.

Guillermo Schavelzon, “Entrevista digital de los lectores de El País”, 31 de mayo de 2011.

Guillermo Schavelzon, “Decálogo del agente literario”, El Malpensante, núm. 125 (noviembre de 2011). También en Trama & Texturas, 19 (diciembre de 2012).

Guillermo Schavelzon, “Bienvenida la crisis”, Trama & Texturas, núm. 19 (mayo de 2009).

Guillermo Schavelzon, “Cómo hacer para ser publicado”, La Balandra digital, n. 4. Versión en vídeo.

Guillermo Schavelzon, “Julio Cortázar: el exilio (entrevista)”, Unosmásuno.

Patricia Somoza y Elena Vinelli, “Historia oral de los libros”, Página/12, 8 de abril de 2012.

Carlos Ulanovski, Héctor Yánover, Guillermo Schavelzon. “Los que viven de los libros”, La Nación, 19 de marzo de 2000.

Jaime Arturo Vargas Luna, “Entrevista a Guillermo Schavelzon”, El hablador, núm.14.