Con dinero o sin dinero: Enrique Murillo, editor

En catalán existe una expresión difícilmente traducible, «fer tots els papers de l’auca», que tiene el sentido (entre otros) de llevar a cabo las más diversas y heterogéneas tareas. La amplia carrera de Enrique Murillo en el sector editorial español, tanto en grandes grupos como en empresas pequeñas e incluso como impulsor de sus propios proyectos, hace que aplicarle esta expresión resulte bastante adecuado.

Enrique Murillo. Fotografía de Ana Portnoy.

¿Cómo fue tu entrada en el sector editorial español?

John Kennedy Toole (1937-1969),

Yo era entonces alguien que dejó un empleo muy bien remunerado en Londres porque mi ex me había puesto demanda de separación en un tribunal eclesiástico, y lo dejé todo por venir a defenderme a Barcelona. Me tuve que reinventar, una de tantas veces en mi vida, así que me hice traductor. Yo sabía inglés por las muchísimas lecturas y por los cinco años seguidos de vida y trabajo allí, pero jamás he estudiado esa lengua (ni ninguna otra), por eso cada vez veo más clara la idea de que la mía es la vida de un impostor, asunto con el que he chocado a medida que trato de hacer un relato razonado de mis extrañas y estrafalarias andanzas en el sector editorial. Y porque sabía inglés y en algunas editoriales me conocían como traductor, y tenía amigos en otras, comencé a escribir también informes de lectura. Cierto día acerté, pura chiripa. Dije que A Confederacy of Dunces vendería bien en España. Y el editor me pidió que leyera fijo para él en sus oficinas, dos tardes por semana. Primero literatura anglosajona, luego, novela española para el Premio Herralde. Y ahí empezó todo, hacia 1980.

Leyendo algunas de las entrevistas que te han hecho, uno diría que, además de la casualidad, lo que te llevó en su momento al sector editorial fue tu afición desmedida a la lectura crítica, que lo que te interesó siempre fue más la creación literaria y el potencial de cambio de la literatura que el comercio del libro.

Yo llevaba años escribiendo. Primero poesía, luego narración. Y siempre lo hice rechazando cosas, adorando otras. Con criterio más o menos equivocado, tenía alguno. Dicho de otro modo, contaba con una tradición que me había fabricado yo, como dice Eliot que ocurre con todos los que escriben. Y cuando leía para las editoriales podía aplicar, si pensaba que era eso lo que me pedían, mi criterio. De hecho, nadie te decía casi nada. Te daban a leer lo que fuera, y tenías que informar. Punto. O sea, nada de nada. Tampoco es que hubiese una claridad meridiana acerca de qué cosa era o no era lo literario si alguna vez se llegaba a pisar esas aguas pantanosas. De literatura había hablado mucho con escritores de mi generación, desde Azúa y Leopoldo Panero hasta con el joven Marías, o con Tono Masoliver, con Luis Maristany, pero prácticamente nunca con editores hasta que en los años noventa formé mi equipo en Plaza & Janés. Por otro lado, a lo largo de los años, fui entendiendo que la edición está íntimamente vinculada no solo a la calidad sino también a que la empresa pueda mantenerse a flote. Entendí que la mejor editorial, por mucho que publique los mejores libros, si no los vende acabará cerrando, y dejará de ser una editorial ni buena ni mala. Y tuve que graduar mis impulsos asesinos de lector chiflado. Por eso en su versión inicial el máster en edición de la UAB, que diseñé a petición de Gonzalo Pontón Gijón y Fernando Valls, se tituló inicialmente «La edición. Arte y negocio». Por otro lado, desde bastante joven soy una persona muy politizada y cuando creé la editorial Los Libros del Lince lo hice con la intención de hacer política, de intervenir en el debate político español, a través de los libros. Ahora bien, no con ensayo sobre política sino atacando los flancos del sistema en campos colaterales como la Sanidad, la Economía, el cambio climático o el centralismo administrativo hispano. En cuanto a la necesidad de que tu editorial no quiebre, fui lector de Barral Editores y aquello terminó como terminó, con la desaparición total de la empresa. Es una lección que no olvidé.

Enrique Murillo con Miquel Barceló y Enrique Juncosa en 2014..

Cuando no existía una formación reglada, porque en España ni siquiera en las carreras de filología se proporcionaban nociones sobre el sector editorial, la entrada en él solía ser progresiva, a menudo a partir de la corrección de textos, la lectura de originales y la traducción, cuando no incluso de la composición o la impresión. ¿Cómo se formaba un editor a principios de los años ochenta y qué preparación o procedencia formativa tenían tus colegas y pares en los primeros años?

Si esto estuviera grabado en lugar de escrito, las carcajadas se oirían a kilómetros de distancia. En las memorias que estoy escribiendo muy despacio trato de contar con detalle que, como decía, soy en realidad un impostor, que carecía y carezco de formación reglada de todo tipo como editor, como traductor, y como casi todo lo que he hecho en la vida. Lo comenté hace poco con Valeria Bergalli (que estudió en un máster) y ella dijo que antes todos los editores empezaban más o menos como yo le conté. Eras muy lector, parecía divertido ganarte la vida leyendo, luego revisando… Y acababas yéndote a otro sector, o entrando en la edición. En España, la edición de los años setenta empezó porque había una editorial en la familia (Barral, Esther Tusquets) y porque también había, además, dinero. Herralde conoció a José Janés en casa de su familia, y veraneaba con Esther Tusquets, y Luis Goytisolo era compañero de clase de los salesianos de la Bonanova, y heredó una fortuna al morir su padre, un capitán industrial desde los cuarenta, y Beatriz de Moura era cuñada de Esther, y ayudaba en Lumen, y luego se independizaron ella y Oscar Tusquets para fundar Tusquets Editores…

Es célebre la frase de Peter Mayer de que ante un original propuesto, «no» también es una respuesta. ¿Dabas tú esas respuestas?

Claro que sí. Sobre todo cuando fui colaborador externo (falso autónomo) en Anagrama, durante unos diez años. Nadie me dio instrucciones, criterios. Pero como había acertado con Toole y luego acerté con Pombo, se aceptaban mis síes y mis noes. Como cuando dije que a mí Carver no me gustaba, y este autor tardó dos años en ser finalmente publicado por Anagrama. Mis errores son monumentales. Yo era en Anagrama el que leía todo lo que llegaba en lengua española, excepto, por decir algo, cuando Paco Rico recomendaba a Herralde que publicara a Soledad Puértolas. Eso no se me consultó, ya que había un recomendador con muchos más galones que yo. Sí en cambio me dieron a leer Mimoun, el manuscrito de Chirbes que Martín Gaite recomendó a Herralde. Me fascinó, más incluso que al autor, que luego rechazaba aquella gran nouvelle. Decía que sí muy pocas veces, no había sitio para publicar más que un número limitado de títulos anuales. La colección Narrativas Hispánicas no vendía casi nada, hasta que empezó a vender cien mil ejemplares Corazón tan blanco. Y a veces el rechazo era doloroso porque se trataba de alguien que escribía con dignidad. En estos casos no abundantes, solía escribir cartas de rechazo que eran mucho más que eso. Alababa lo que me parecía interesante, y explicaba las razones por las cuales el manuscrito me parecía bueno, pero no del todo… Por otro lado, no contestaba siquiera a los autores de las docenas de manuscritos que no estaban ni siquiera escritos, según mi criterio de lo que es la escritura, todo aquel montón de memorias de la guerra civil que tanta gente enviaba sin mirar de qué editorial se trataba, o libros de psiquiatras que estaban evidentemente majaras, etcétera. Por cierto, que Mayer es un caso que, guardando las distancias, recuerda en un aspecto mi trayectoria, ya que anduvo de acá para allá durante muchos años. Empezó en Avon, publicando puro bestseller de entretenimiento, y luego estuvo en Simon & Schuster, y más tarde en Penguin (que estaba a punto de cerrar, como me pasó a mí cuando fui a Plaza & Janés), y luego en Pantheon, de donde le despidieron (a mí me han despedido más que a nadie, que yo sepa…), y luego fundó The Overlook Press, su aventura en solitario y final.

¿Cómo era y con qué criterios trabajaste en los años ochenta en Anagrama?

Gary Fisketjon.

Yo me propuse, dado que gozaba de un pequeño grado de influencia, que iba a usarlo para que se publicaran aquellas cosas que tenían frescura, desfachatez, descaro, que no sonaban a variaciones sobre los temas y el estilo que caracterizó los años del franquismo y del primer postfranquismo, de los cuales a mí me parecía mejor no salvar nada. En ese momento, en Gran Bretaña los nuevos narradores rompían con la generación anterior (Martin Amis, Ian McEwan…) y en Estados Unidos iba a surgir pronto el grupo de nuevos narradores cuyo editor era, en diversos sellos, Gary Fisketjon (Richard Ford, Brest Easton Ellis). Pues bien, yo leía el manuscrito de alguien cuyo nombre no me decía nada, pero cuya prosa estaba impregnada de elementos que yo adoraba en los relatos de Cortázar, y entonces cogía ese manuscrito de un tal Martínez de Pisón (había enviado los folios mecanografiados en un sobre, con una mera nota, sin tratar de buscar quién le recomendara ni recomendarse a sí mismo), y se lo llevaba al publisher y le decía: «Esto es bueno». Y se publicaba. Era un momento en el que ya había autores que renovaban, como Eduardo Mendoza, Juan Benet, gente más que interesantísima. Pero aparecían otros que andaban perdidos sin que nadie les hiciera caso, como Álvaro Pombo, y de repente mandaban sus manuscritos a Anagrama cuando se supo que convocó un premio de novela y que también publicaría libros escritos en castellano. Así que me encontré en una posición de privilegio. Anagrama no era muy conocida, todavía era un sello que sonaba a izquierdismo y radicalidad, a Bukowski y a periodismo Gonzo… Y de repente, entre los manuscritos del premio, aparece algo que está escrito en el sentido fuerte de la palabra, un manuscrito de Álvaro Pombo, y corrí a decirle al publisher que por fin…

El poemario Protocolos, con el que se estrenó Álvaro Pombo en 1973.

Dejas de colaborar en Anagrama para centrarte en el periodismo cultural e intervienes en la gestación de un suplemento de libros, Babelia, que en su momento tuvo una influencia grande en el despegue de ciertos autores.

Me fui porque me ofrecieron un sueldo enorme por dirigir una revista, luego estuve en otra, siempre manteniendo el nivel salarial. Y de nuevo el azar quiso que me buscaran Rosa Mora y Tomás Delclós, que me conocían como un tío que estaba en Anagrama y a finales de los ochenta colaboraba como externo en la sección de Cultura de El País, dirigida entonces por Lluis Bassets. Trataba de asuntos no relacionados con la editorial en la que era colaborador. Así que cuando Delclós y Sánchez Harguindey lanzaron la idea de un nuevo suplemento cultural que lo abarcara todo, vinieron a buscarme. Con Rosa y Tomás nos reuníamos en mi piso de Madrid, como si fuéramos del PSUC, en la clandestinidad. Luego Joaquín Estefanía, el director, aceptó la propuesta, y me fichó. Primero edité el suplemento ya existente, «Libros», pero desde el principio estuve haciendo los números cero del suplemento nuevo, que yo llamé «Babel». Al principio de entrar en aquella redacción me sentí como un bicho raro. Javier Pradera me llamó a su despacho y confirmó lo que empezaba a notar: «Hola, Murillo. Sé quién eres.» Me sorprendió que me dijera eso, yo babeaba ante la persona que había creado Alianza Editorial, en cuyo libro de bolsillo me formé… Me miró a los ojos con el ceño fruncido: «Ya veo que estás bastante equivocado… ‒dijo‒. Que crees que este diario es un buen sitio para hacer periodismo cultural. Desengáñate. Este periódico detesta la cultura.» Me fui, por esta razón, al cabo de un año. A la dirección del diario le asustó poner como título aquel tan borgiano que yo había usado en los números cero. Lo tenía registrado el Grupo Zeta, que había registrado todo lo registrable… Y les dije que no iba a ser la cabecera, que la cabecera era El País. Que le llamaríamos «Babel» y que ningún problema… Pero pasó por allí Manuel Vicent y dijo que si no se podía poner “Babel”, pues que Babelia, nombrecito que en el taller, donde yo me pasaba horas con Luis Galán, un magnífico maquetista, enseguida pasó a ser «Bobelia». No soporté que me pusieran un jefe que en nombre de «ellos» (yo tenía que entender que eran la Santísima Dualidad, Polanco y Cebrián) pretendía que todo el suplemento constara de piezas cortitas «porque la gente no quiere leer cosas largas», y me acordé de la frase de Pradera y acepté la primera oferta laboral que me hicieron. Pero en los tres meses últimos de 1991, el suplemento que yo llevaba dio un cambio bastante notable respecto al pasado de los suplementos de libros en ese diario y en otros. Mis colaboradores eran mis amigos: Javier Marías, Álvaro Pombo, Félix de Azúa, Fernando Savater, Ramón de España… Intenté fichar a Tono Masoliver, pero no quiso irse de La Vanguardia, y acertó. Me riñeron por dedicar portada a una de aquellas novelas pop de Terenci Moix (Garras de astracán) e incluso por darle la portada a la enorme novela American Psycho. Me fui.

El quinto número de Babelia (noviembre de 1991).

Habiendo vivido en Gran Bretaña, debo decir que los medios periodísticos que se dedican a la cultura en España están todavía en mantillas, y no se pueden comparar con los de países un poco más civilizados y no muy lejanos. Cada mañana me suelo desayunar con el «Book of the Day» del Guardian. Es pasmoso cómo entienden qué es la novela, cómo debe ser una reseña, qué razonados son los elogios y también cuánto sopesan la crítica negativa. Nada de esas críticas ad hominen o de mero amiguismo que se leen aquí. No parece que los críticos entiendan mucho de narración.

Cuando llegas a Plaza & Janés ya hace mucho tiempo que Mario Lacruz ha reordenado en colecciones los mastodónticos catálogos de Germán Plaza y José Janés. ¿Era completamente distinto el funcionamiento de Plaza & Janés en Bertelsmann del que conocías en Anagrama? Y en cuanto al objetivo, ¿era combatir «la peste amarilla» con la que José Manuel Lara se refería a Panorama de Narrativas?

Enrique Murillo fotogrfiado por Willy Uribe.

Fui elegido para ser director editorial de Plaza & Janés porque la empresa era un Titanic. El nuevo gerente, un joven alemán cultísimo y amante de la lectura, que solo había dirigido una pequeña empresita de revistas técnicas, me dijo que sabía que en España solo ganaban dinero Anagrama y Tusquets, y que me había ido a buscar a Madrid porque le llegó un curriculum mío que yo no había escrito, pero que alguien le había pasado, en donde se decía que yo había trabajado en Anagrama. Y que quería que Plaza & Janés ganara dinero y que para eso necesitaba que yo le montara una colección literaria. Meses más tarde tuvo que cambiar el encargo cuando vio los números reales y supo que eran pavorosamente peores que lo que Bertelsmann sabía. De Mario Lacruz lo que quedaba era sobre todo Isabel Allende. Todo lo demás había sido arrasado por el director de ventas, que solo creía en la colección llamada Éxitos (novela de entretenimiento, eso que se llaman bestsellers), y que era una de las causas de la ruina porque pagaban anticipos exageradísimos para las ventas a menudo muy bajas. Mario había pasado a ser el publisher en Seix Barral, con Gimferrer de ideólogo literario. Lo de la mancha amarilla preocupaba a José Manuel Lara padre. En Plaza les preocupaban las bestiales pérdidas. Estábamos en quiebra. Lara llamó «mancha amarilla» a esos lomos de Panorama de Narrativas que vio un día en El Corte Inglés llenando anaqueles y ocupando sitio que él quería para Planeta. Porque Planeta tampoco ganaba casi nada con librerías. Ganaba entonces con la enciclopedia Larousse. Y, por cierto, no tenían ni idea de lo que compraban en idiomas extranjeros. Pagaban mucho por algún que otro libro y luego no sabían qué hacer con él. Grisham en sus manos fue un fracaso. Es lo que me encontré cuando acabé siendo fichado por Planeta por Ymelda Navajo. Les monté el área internacional con una red de muy buenos scouts

En Plaza & Janés resulta retrospectivamente curioso que publicaras a Imré Kertézs, si es cierto que te lo dio a conocer Mihály Dés (1950-2017), porque enlazaba con la enorme atención que prestaba Josep Janés a la literatura húngara gracias a las sugerencias de Oliver Brachfeld (1908-1967). ¿Cómo fue ese caso, ya entonces el trato se hacía a través de International Editors? ¿Cómo valoras que luego Jaume Vallcorba lo perdiera como autor de la casa (justo cuando le conceden el Nobel), fue un exceso de confianza por su parte?

Alexander Dobler.

Creé y dirigí con la ayuda de Carlos Pujol Lagarriga la colección Ave Fénix Serie Mayor. Ave Fénix era el nombre de la colección de bolsillo de Plaza. «Serie Mayor» lo tomé de la colección que llevó brevemente Carlos Barral en Argos-Vergara. La inauguré, porque quería hacer un ademán simbólico, con El embrujo de Shanghai. Marsé era todo lo que podía salvarse de la novela del antifranquismo. Y enseguida publiqué dos o tres novelas de Ray Loriga, la primera de Salman Rushdie tras la fetua, también a Ondaatje, LeCarré, a Cormac McCarthy… Y a Guillermo Martínez, Félix Romeo, Adelaida García Morales… Es cierto que Mihály mencionó a Kertézs, pero la decisión la tomé por otra cosa. Fue mi scout en Alemania, Alexander Dobler, quien me consiguió una traducción al inglés de Sin destino, que era bastante mala, por cierto. Pero esa historia del holocausto narrada por un adolescente que odia a su papá y que acaba de darle un beso a una chica, me deslumbró y contraté baratísimo al editor alemán, Rowohlt que tenía los derechos de traducción. En Plaza & Janés hubo también que montar un equipo editorial, aquello era un desierto. Me ayudaban, además de Carlos, personas como Lilian Neuman, Roberto Fernández Sastre, Jonio González Cofreces, David Trías… ¡los editores salvajes! Nadie tenía ninguna formación, solo atrevimiento e ideas. Pero todo ese gran esfuerzo chocaba con un enemigo interno, el mismo y cateto director de ventas que antes mencionaba. Perdió los derechos de Kertész sin soltar una lágrima. Vallcorba siempre me recordaba que era yo quien había lanzado en castellano la obra de Kertézs. Era una excepción en el sector editorial español. Se trataba de un hombre muy culto, y en eso sobresalió siempre de entre todos los colegas. También era muy rico, pero eso no le había impedido estudiar alemán y leer de verdad, con criterio personal. A su modo, es el único caso español comparable con el de Roberto Calasso, que hace esa cosa tan extraña de lanzar una editorial basada en un criterio literario estricto y muy excluyente.

En los años noventa se oyeron a menudo quejas de los editores pequeños acerca de que ellos levantaban la liebre ante nuevos narradores interesantes y las grandes empresas se cobraban la pieza. ¿Siempre ha sido así?

Es lógico que la edición, que también es un negocio, provoque estos saltos de editorial en editorial por culpa del dinero. Pero a veces los pequeños eran muy tacañones y la gente se iba por motivos económicos y de otra naturaleza. Eso es complejo pero es conocido. Y tuvo sus causas específicas en cada caso. Sobre todo se producen movimientos tectónicos en los noventa cuando Javier Marías se marchó de Anagrama y luego se fueron Martínez de Pisón, y hasta Enrique Vila-Matas, los buques insignia de la casa. En Tusquets se produjo solo la sonada salida, algo posterior, de Javier Cercas. No es fácil dar una respuesta concisa a este asunto. Es cierto, por ejemplo, que tras vender algunos cientos de miles de ejemplares de La hoguera de las vanidades, Anagrama perdió a un autor que llevaba publicando hacía años porque hubo una oferta elevadísima de Ediciones B, para la colección Tiempos Modernos, de su siguiente novela, que no vendió mucho. Ocurre también con los superventas aliterarios, como Dan Brown, cuya primera novela tras El código Da Vinci no estaba ni en su cabeza ni mucho menos empezada siquiera a escribir, cuando Planeta lanzó una oferta a través de Mònica Martín, tan elevada que Joaquín Sabater, publisher de Urano, se retiró de la subasta. Cuando yo estaba en Alfaguara, hubo una subasta en la que Anagrama no participó por razones desconocidas y que llegó como a cuarenta mil euros, por la nueva novela de Jeffrey Eugenides Middlesex (brillantísima, por cierto). Cuando estábamos enzarzados Claudio López desde Penguin o como se llamara entonces, quizá RandomHouse-Mondadori, y yo desde Alfaguara y quizás alguien más por los derechos que subastaba la agencia americana, de repente Anagrama dijo que no había sido avisada, y entró tarde y mal, ofreció una burrada y se llevó el libro, creo recordar que por 70.000 euros. O sea, que pasa a menudo y por todos lados si hay alguien que tiene dinero y quiere como sea llevarse un libro que se está subastando. Lo bueno es que incluso a día de hoy, en tiempos en los que quien puede pagar los algoritmos, contrata todo lo que se va a poner de moda, queda muchísimo espacio para los editores pequeños. No deberíamos hablar de edición «independiente», que queda muy bien pero no significa mucho. Hay edición con dinero y sin dinero. ¡Eso sí que es significativo! Y también podríamos hablar de la edición de los que leen y la edición de aquellos que encargan informes de lectura. ¡¡¡Eso sí que es un Rubicón!!! En los grandes grupos eligen a gente de márketing, con mayor frecuencia cada vez, para hacer de editores. Y los que son editores de verdad no tienen tiempo de leer.

Carta de presentación de Middlesex escrita por el editor Jonathan Galassi e impresa en la edición de pruebas destinadas a prensa y editores.

También parece que por entonces cualquiera podía hallar un nicho con el que obtener fama y visibilidad como editor, y empieza a generalizarse los editores más formados o con mayor experiencia en publicidad, gestión de empresas o marketing que en ciencias humanas, lo que no tiene por qué ser malo pero tampoco necesariamente bueno en cuanto a la calidad literaria de los textos disponibles para el lector. ¿Tienes esa percepción?

Victor y Joan Seix.

Siempre ha sido así en España. Y en muchos otros países. Cuando hay un editor que sabe leer y sabe de negocios, puede compatibilizar ambas funciones. Ser publisher y ser editor. Pero no es frecuente. Hay que distinguir entre empresarios de la edición y editores, porque no es lo mismo. Sin Víctor Seix, Carlos Barral estuvo perdido. Sin Mario Lacruz, Pere Gimferrer hubiera estado perdido. Sin un buen gerente, Mario Muchnik acabó como acabó, siendo como era un notabilísimo editor y un buen escritor. Por otro lado, si yo termino mis estudios en una escuela de negocios española o internacional, y tengo aspiraciones de fama y gloria, no me dedicaré a dirigir una saneada fábrica de tornillos, una empresa del sector energético o una empresa de yogures. Porque entonces, ¿qué esperanza tienes de salir en los medios, de hacerte una foto con un escritor famoso, alguien de fama no manchada por el dinero, pura espuma cultural? También han llegado al sector expertos de todo tipo en especialidades, sobre todo el márketing. Conozco a algunos que aunque sepan mucho márketing, técnicas de promoción por redes sociales y todo lo demás, lo que no saben es vender, que es otra cosa. A mí vender me ha gustado mucho. Mi padre, que fue vendedor de pañería de Sabadell, me enseñó su oficio sin darse cuenta.

¿Las dinámicas de trabajo eran radicalmente distintas en Plaza & Janés y en Planeta, el peso de los departamentos comerciales en las tomas de decisiones era creciente en ambos casos? Porque se ha hablado mucho de la cercanía de Lara con sus comerciales y hasta qué punto los escuchaba…

En mi época y durante al menos otros ocho o diez años, en Plaza & Janés controlaba todo aquel jefe de ventas que llegó a consejero delegado, y a punto estuvo de cargarse otra vez la editorial. Pero debajo de él ya estaba Nuria Cabutí, la actual consejera delegada, que era una persona racional, inteligente y que sabía gerencia como egresada del IESE, creo recordar. Y lo que ella controlaba, seguro que iba bien. Porque como en el caso de Víctor Seix, sí es cierto que en empresas de cierta dimensión es imprescindible un gerente. Y en tamaños menores, al menos un editor con mentalidad de publisher, de hombre del dinero y la organización. O te hundes. Así que en mis tiempos fueron dinámicas muy diferentes. Planeta no estuvo nunca en bancarrota, aunque el dinero entrara no por librerías sino por otras divisiones de la empresa. Tras salir como director editorial de Plaza & Janés porque me echó aquel director comercial, me juré a mismo que jamás volvería a ocupar una plaza con toda esa responsabilidad. Salvamos Plaza & Janés a base de dedicarme a contratar o incluso a fabricar bestsellers de no ficción, sobre todo, y a contratar libros que vendían bien y no costaban fortunas… Y a dedicarme luego a llevar yo la prensa, con Trías y otros… Pero eso me había matado. Antes de ser despedido, presenté mi dimisión como director editorial y seguí como editor at large con mis autores. Al nuevo alemán que llegó de China para dirigir la empresa sin saber qué era un libro, le comieron el coco en un periquete, y eso facilitó las cosas al tipo que me odiaba. En Planeta no me preocupé más que de ir diciéndole a mi jefa, Ymelda Navajo, que rechazaba el puesto de director editorial… Una y otra vez a lo largo de varios años. Yo me reía, ella me bajaba el sueldo, y tan amigos y más risas por mi parte. Me llevé muy bien con ella. Pero allí no tuve nunca una visión global de lo que pasaba. Me cargaban los «marrones». Si Terenci se enfadaba con el pobre Basilio Baltasar, como con todos los editores anteriores, Ymelda me decía que me encargara yo, y como éramos amigos todo iba la mar de bien. Incluso me tocó llevar el premio Planeta… De todo.

Fuentes adicionales:

Nuria Azancot, «Enrique Murillo», El Cultural, 20 de septiembre de 1011, p. 24.

«Cazarabet conversa con Enrique Murillo, de Los Libros del Lince», web de Cazarabet, sin datos.

Manel Manchón, «Las querencias del editor Enrique Murillo», Crónica Global, 11 de agosto de 2011.

José Serralvo, «Enrique Murillo (entrevista)», JotDown, mayo de 2014.

Un caso de plagio en el Premio Planeta que no es el de Cela (ni el de Carlos Rojas)

De los muchos y diversos tipos de escándalos que han rodeado el Premio Planeta (miembros del jurado díscolos, premiados que tenían la obra ya contratada por otra editorial, sospechas de apaños, etc.), tal vez el más abundante a lo largo de la historia de este galardón sea el de los plagios. Las acusaciones de María del Carmen Formoso (1940-2020) a Camilo José Cela (1916-2002) —por La Cruz de san Andrés— y el de Dolores Rivas Cherif (1904-1993) a Carlos Rojas (1928-2020) —por Azaña—  quizá sean los más sonados, pero menos conocido es el que en 1983 rodeó la novela de José Luis Olaizola (n. 1927) La guerra del general Escobar.

De hecho, el premio de 1983 es sobre todo recordado, gracias sobre todo al libro de memorias de Mario Muchnik Lo peor no son los autores, como el que debía ganar Juan Benet (1927-1993), que en 1980 ya había sido finalista con El aire de un crimen, pero el caso es que el jurado de esa convocatoria proclamó finalista a Fernando Quiñones (que ya había sido finalista en 1979) por La canción del pirata y ganadora a la novela en que Olaizola recreaba parcialmente la vida del general Antonio Escobar Huerta (1879-1940), quien durante la guerra civil había estado al mando de un contingente formado por milicianos de la columna Tierra y Libertad y guardias civiles de la comandancia de Barcelona y al término de la guerra fue fusilado en el castillo de Montjuïc.

No había pasado ni una semana de la concesión pública del premio cuando saltó a las páginas de la prensa la denuncia que contra el autor de la novela había interpuesto Pedro Massip Uriós, ayudante de campo de Escobar durante la guerra en el frente de Extremadura y por entonces casado con una sobrina del general. Según contó por entonces Massip, en 1969 y por encargo de Alfredo Escobar (de Suevia Films), había empezado a trabajar en un guion cinematográfico basado en la biografía del general que no llegó a buen puerto, pero que había recuperado años después para proponérsela a RTVE y lo dio entonces a leer a Olaizola para que revisara el texto y acabara de darle forma cinematográfica (en 1981 había estrenado Olaizola Palmira, con guion y dirección de él mismo).

El 19 de octubre La Vanguardia recogía la primera reacción ante esta denuncia del propietario de Planeta, José Manuel Lara (1914-2003), del siguiente modo:

… en su calidad de portavoz de la editorial que otorga el galardón, mostró su sorpresa y comentó a este periódico que «por aquello de la morbosidad, no me desagrada que hablen, aunque sea mal, del premio». Declaró que la editorial «ni entra ni sale» en las responsabilidades en las que haya podido incurrir el autor y fue tajante al afirmar que era «una frivolidad tremenda que alguien acuse de plagio a otra persona sin haber leído previamente lo que ésta ha escrito».

José Manuel Lara Hernández, «leyendo».

De todos modos, la primera edición no se hizo esperar, está fechada en ese mismo 1983, y según declaró entonces Lara (1914-2003): «Nosotros hemos hablado con Olaizola y no niega que visitó a Massip y que se llevó una copia del guion. En el epílogo de la obra le agradece la ayuda prestada para reconstruir la vida del general». Vale la pena añadir que en el artículo de La Vanguardia citado (posterior a la entrega del premio, atemnción a la cronología), el autor declaraba: «comprenderá que anteayer redactara en Barcelona un epílogo a mi novela en el que expreso mi agradecimiento a todos cuantos me han hecho posible con su ayuda la reconstrucción de la biografía novelada del general Escobar». Tampoco ante la prensa Olaizola negó haber leído el guion, que en declaraciones a El País describió como «un tocho que distorsionaba la imagen que ya me había formado, un guion que es infumable, incluso para un lector técnico», pero planteó la cuestión como una coincidencia y aseguró haber accedido al texto de Massip cuando ya llevaba muy avanzado su propio proyecto novelístico sobre Escobar.

José Luis Olaizola.

Lo interesante en este caso es que la acusación era por «plagio ideológico» o no textual —es decir, la apropiación de una idea ajena, no por un burdo copia y pega como pudo ser por ejemplo el caso de Ana Rosa Quintana—, y probablemente fuese el primer caso en España en que se aceptaba a trámite una acusación de estas características (y valdrá la pena anotar que llevó el caso de Massip el famoso y luego mediático abogado Javier Nart, que con el tiempo acabaría por publicar libros en sellos del grupo Planeta). Resulta curioso que el auto de procesamiento, dictado por el Juzgado de Instrucción número 6 de Barcelona, se sustentara en el informe de un catedrático de Literatura de la Universitat de Valencia, Miquel Company, y en el de un editor que por entonces, justa o injustamente, aún arrostraba con el sambenito de haber dejado pasar la oportunidad de publicar Cien años de soledad, el senador socialista Carlos Barral (1928-1989), quien no tenía precisamente fama de buen lector de novelas.

En mayo de 1984 prestaba declaración en el juzgado Olaizola, y a la salida anunció su intención de presentar una querella porque «se ha aprovechado del eco del Planeta para hacer una película con el guion que plagia la estructura de mi novela», y ciertamente por entonces (en septiembre de 1984) se había estrenado Memorias del general Escobar, una película dirigida por José Luis Madrid a partir de un guion de Massip e interpretada por Antonio Ferrandis, Fernando Guillén, Luis Prendes, Jesús Puente, etc. De hecho, J. L. Madrid le había propuesto el proyecto inicialmente a Olaizola, y sólo cuando este se negó (porque ya estaba en negociaciones con el director Antonio Mercero para llevar a la pantalla su novela) le compró el guion a Massip.

El 6 de diciembre de 1984, Ferran Sales publicaba en El País un artículo en el que recogía fragmentariamente algunos de los pasajes del auto de procesamiento dictado por el juez Luis María Villarino, que indica que Olaizola «basó y sustentó ideológica y técnicamente» su obra en la de Massip. Y añade que se apropió:

Las ideas, estructuras, datos sustanciales, escenas, elementos y guion de la obra de Pedro Masip, incluso describiendo pasajes del mismo en idéntica similitud conceptual y sustancial […] se limitó a cambiar la redacción de esta novela y presentar el libro como obra propia.

Al galardonado novelista se le pedía un depósito de cinco millones, al tiempo que se instruía una segunda pieza judicial acerca de los beneficios generados por la venta de la novela tanto para el autor como para la editorial (además de haber aparecido en Club Planeta y Círculo de Lectores, en 1984 había aparecido la tercera edición), y como consecuencia de la misma en enero de 1985 se dictó un auto instando a la editorial a retirar de la venta la obra de Olaizola. Al parecer esto no importaba en exceso a la editorial, pues según Fernando Lara las ventas —acaso porque ya se había publicado el Premio Planeta de 1984, La crónica sentimental en rojo, de González Ledesma— por entonces se habían estancado en unas 200.000 copias.

En su informe de descargo, se adujo la autoridad de escritores (Luis Romero), historiadores (Ramón Salas Larrazábal), críticos literarios (Manuel Cerezales) y catedráticos de Literatura (Ricardo Gullón, José Luis Varela y Domingo Yndurain), después de cuyo estudio el juez levantó la prohibición de seguir vendiendo la novela, pero se fijó una fianza de cincuenta millones a la editorial, que enseguida anunció su intención de recurrir.

No parece que el caso tuviera más repercusión en la prensa (¿tal vez se llegó acaso a un acuerdo extrajudicial?). Pero en 1990 La guerra del general Escobar llegó a la decimosexta edición en la Colección Autores Españoles e Hispanoamericanos (al margen de todas las otras ediciones mencionadas).

A este podría añadirse aún, además de los casos referidos al principio, por lo menos la denuncia de Manuel Villar Raso a Cristóbal Zaragoza (premiado en 1981 por Y Dios en la última playa) y algunos rumores intensos y persistentes que quedaron en nada (como el que rodeó a Maruja Torres cuando ganó en el año 2000 por Mientras vivimos). ¿Qué sería un Premio Planeta sin polémica, sea esta fundamentada o alentada por la propia editorial?

Fuentes:

Rafael Abella, José Manuel Lara, el editor, Almuzara, 2021.

Inés Ballester, «Pedro Massip, satisfecho por la retirada del libro de Olaizola», El País, 20 de enero de 1985.

Jordi Bordas y E. Martín de Pozuelo, «El juez fija una fianza de 50 millones a Planeta», La Vanguardia, 27 de febrero de 1985.

A. C., «El último ganador del Premio Planeta, acusado de plagio, prestó declaración», La Vanguardia, 31 de mayo de 1984.

R. M. C. «Acusan de plagio al último Premio Planeta», La Vanguardia, 19 de octubre de 1983.

José Martí Gómez, Los Lara. Aproximación a una familia y a su tiempo, Barcelona. Galaxia Gutenberg, 2019.

Fernando González Ariza, Literatura y sociedad. El Premio Planeta, tesis presentada en la Facultad de Filología de la Universidad Complutense de Madrid, 2004.

Ferran Sales, «Procesado José Luis Olaizola, penúltimo ganador del Planeta, por presunto plagio», El País, 6 de diciembre de 1984.

Núria Vidal, «Barcelona acoge hoy la presentación las Memorias del general Escobar», La Vanguardia, 21 de septiembre de 1984.

José Manuel Lara, un personaje en busca de biógrafo

NOTA: Esta reseña fue publicada originalmente en catalán con el título «José Manuel Lara, el editor, de Rafael Abella» en el Blog de l’Escola de Llibreria de la Facultat d’Informació i Mitjans Audiovisuals de la Universitat de Barcelona el 17 de septiembre de 2021.

Durante los últimos años de su vida, el empresario editorial José Manuel Lara Hernández (1914-2003) mantuvo periódicas entrevistas con uno de sus mejores amigos y autor de la Editorial Planeta, el historiador Rafael Abella (1917-2008), a partir de las cuales este último construyó el presente libro que, como explica el autor en el prólogo (fechado el año 2004), «se nutre de sus propias confesiones o afirmaciones, en su mayor parte». Más de quince años después, la cordobesa editorial Almuzara ha enriquecido ese texto que había quedado inédito con un prefacio de su hijo, el escritor especialista en tauromaquia Carlos Abella, y una protocolaria «Nota de los Editores» que, un poco sorprendentemente, firman el exministro de Aznar y creador del Grupo Almuzara Manuel Pimentel (autor además de un Manual del editor), el director editorial Antonio Cuesta, la editora Ángeles López y la responsable de producción Ana Cabello. Tal vez no llamaría tanto la atención esta profusión de firmas si no fuera por los graves y reiterados defectos de edición que, como veremos, presenta el texto.

No hay ningún género de dudas, como subrayan con entusiasta énfasis los textos mencionados, que Lara Hernández fue todo un personaje y una de las piezas clave en el sector editorial de la segunda mitad del siglo XX, pero aun así no parece que haya tenido mucha suerte con las biografías que, hasta ahora, se le han dedicado. O quizá, mejor dicho, los lectores interesados son los que no han tenido mucha suerte, porque, como bien recuerda Rafael Abella en el mencionado prólogo «en demasiadas ocasiones se han aliado o mezclado la historia y la leyenda hasta el punto de no saberse con exactitud dónde acaba la una y empieza la otra». Poco podía  hacer por resolver esta cuestión el autor tomando como fuente principal las declaraciones del propio Lara, porque cuando va más allá de las palabras textuales del biografiado recurre a menudo o bien a una hemeroteca ya profusamente expurgada con los mismos objetivos o bien al entorno empresarial y familiar más afecto al editor, pero no por ejemplo a otros colegas de profesión, escritores, agentes literarios o traductores. La proximidad del autor a su biografiado resulta definitivamente excesiva y le dificulta mucho tomar distancia y hacer un juicio o una valoración mínimamente crítica, por lo cual se pierde una vez más la oportunidad de hacer un análisis serio y ecuánime de la trayectoria y la importancia que tuvo Lara en la configuración del sector editorial español. Dice mucho la frase inicial de la Nota de los Editores al presentar el texto como «la biografía autorizada»; así pues, ninguna sorpresa. Con estas premisas, resulta menos sorprendente el pasaje en el que se explica que «en cuanto a sus méritos el [Premio] Planeta se otorga a obras inéditas de cuyo valor los asistentes al premio no tienen la menor referencia y como, además, la mayoría se presenta con seudónimo, escaso margen queda para las especulaciones y las apuestas por un autor y por otro».

Por tanto, lo que nos ofrece Abella es un recorrido por la vida del gran editor que se detiene sobre todo precisamente en aquellos aspectos más conocidos y comentados y en aquellos que permiten a Lara poner de manifiesto sus rasgos más característicos (la simpatía, la pillería, la astucia, el peculiar «gracejo» andaluz…). Después de un repaso cronológico a la trayectoria vital de Lara, a partir de un determinado momento, cuando Planeta se ha convertido ya en la mayor empresa editorial en lengua española, Abella se centra sucesivamente en otros aspectos de la personalidad del empresario. Así, por ejemplo, dedica un capítulo a su vinculación con el fútbol y muy particularmente con el R.C.D. Espanyol, y a partir de ese momento, muy en sintonía con lo que hace también José Martí Gómez en Los Lara: aproximación a una familia y a su tiempo (Galaxia Gutenberg, 2019), focaliza mucho su atención en todos y cada uno de los premios Planeta, consignando los miembros del jurado, el talante de ganadores y finalistas, las anécdotas de las cuales se hizo eco la prensa en su momento (y que esta misma prensa se ocupa de evocar antes de cada nueva edición del premio), los invitados más destacados al acto de entrega de los galardones, los hechos más significativos de las giras promocionales posteriores… En cambio, no recrea la anécdota que se produjo cuando, a preguntas de un periodista acerca de por qué Soledad Puértolas había sido invitada a la entrega del premio de 1989 (que ganó con la novela Queda la noche), Lara pronunció la célebre réplica: «¿Usted cree que los niños vienen de París?».

El escritor Pío Baroja (1872-1956) y José Manuel Lara.

Es significativo que dos de los capítulos se titulen Anecdotario (I i II) o que otro lo ocupen exclusivamente los retratos que de Lara nos han dejado algunos escritores y periodistas (Rosa Montero, Ana María Moix, Màrius Carol, etc.), porque el libro no pretende tanto aportar una nueva mirada al personaje sino reunir el grueso de los datos y los hechos con los cuales José Manuel Lara Hernández se sentía identificado y de los que, en no pocas ocasiones, se mostró orgulloso; esos datos y rasgos que, en definitiva, le sirvieron para construir su personaje. Aun así, también hay algunas afirmaciones o explicaciones un poco sorprendentes, como por ejemplo cuando Lara narra su entrada en Barcelona con las tropas del general Yagüe al final de la guerra civil española y relata la siguiente escena con el barrio Chino por escenario: «Yagüe con su vozarrón característico nos dio la orden de que acabáramos con aquellos sujetos. Hicimos una limpieza de la manzana y eliminamos a todos los que no tuvieran clara su manera de pensar. Y así se hizo y cesaron los tiroteos. Yagüe podía ser muy duro, pero también era muy humano con sus hombres.»

En cualquier caso, Abella no es ningún caso engañoso y su propósito y método ya queda claro desde el primer momento, de tal modo que el lector no puede esperar otra cosa que una biografía poco menos que hagiográfica, pero su texto ha tenido la mala fortuna de ser editado con muy poco rigor y con una dejadez que en algunos casos puede resultar exasperante, en particular al lector catalanohablante. Por ejemplo, aparece sistemáticamente mal escrito el título de la novela de Joan Sales (Incerta gloria per Incerta glòria), lo mismo sucede con la de Mercè Rodoreda El carrer de les Camèlies (p. 136), Millenari de Catalunya per Mil·lenari de Catalunya (p. 267), Macanet por Maçanet (o a lo sumo Masssanet) (p. 102), etc. Más importante o grave parece transcribir mal el título de la novela de Bartolomé Soler Karú-Kinká y poco después en el mismo pasaje no cursivar el título de otra novela suya, Marcos Villarí, porque no queda del todo claro si se refiere a otro libro o a una persona con este nombre: «publicó en 1946 Karukinka de Bartolomé Soler, que se había dado a conocer con Marcos Villarí y obtenido un claro éxito con La vida encadenada» (p. 87). Entre muchos otros, un pasaje como mínimo confuso sin duda como consecuencia de un error de edición es el que se crea al reproducir unas palabras del escritor Antonio Muñoz Molina: «Muchas veces la mejor manera de preparar algo nuevo es pararse y no hacer otra cosa que pensar. Y menor todavía, si te dedicas a vivir» (p. 32).

José Manuel Lara Hernández, en compañía del editor Rafael Borrás Betriu.

Para rematarlo, el texto original no fue objeto de un marcaje adecuado, lo cual hace que al maquetarlo se hayan amalgamado los textos correspondientes a citas extensas con pasajes que ya no forman parte de la cita, lo cual contribuye a la impresión general de edición negligente, desidiosa y muy poco esmerada, cuando no provoca además confusiones o malas interpretaciones (pp. 88, 165, 323, etc.).

Rafael Abella (1917-2008)

Como dato para acabar de caracterizar este libro, añádase que la bibliografía con la que concluye es de veras mínima, no llega a la decena de títulos (y algunos además de fiabilidad tan dudosa como el Tiempo de editores de Xavier Moret o las Memorias de César González Ruano), pero más se echa de menos, sobre todo en un libro de estas características, un índice onomástico. La encuadernación con solapas y con la cubierta plastificada no casa ni con la pobre calidad del papel ni, mucho menos, con la calidad de la edición de un texto que, en cambio, por sí mismo, es honesto con su planteamiento.

Rafael Abella, José Manuel Lara, el editor, Córdoba, Almuzara, 2021.

Cuando la novela histórica española llamó a la puerta

En el año 1996 la novela histórica en España se había convertido en un género que no sólo proporcionaba grandes ventas a las editoriales sino que además empezaba a captar poderosamente el interés del mundo académico, y una prueba de ello es la publicación de algunos libros que tomaban la novela histórica como tema de estudio, de los que son buen ejemplo las actas del V Seminario Internacional del Instituto de Semiótica Literaria y Teatral de la UNED (celebrado en la UIMP en Cuenca entre el 3 y el 6 de julio de 1995) y que se publicó con el título La novela histórica a finales del siglo XX e incluía estudios de Carlos García Gual, Maryse Bertrand de Muñoz, Joan Oleza, María del Carmen Bobes Naves, José Antonio Pérez Bowie, José María Pozuelo Yvancos…

Las traducciones de títulos como el Yo, Claudio (1978) de Robert Graves, Las memorias de Adriano (1982) de Marguerite Yourcenar o El nombre de la rosa (1982) de Umberto Eco habían mantenido un interés intermitente por parte del grueso de lectores españoles, más allá de los círculos de aficionados incondicionales al género, pero el profesor Fernando Gómez Redondo situaba en los años finales de la década de los ochenta una eclosión del interés de editoriales muy diversas por este tipo de novela. Tal como escribió en 1990 en «Edad Media y narrativa contemporánea. La eclosión de lo medieval en la literatura»:

Ediciones Orbis […] en 1988 inundó los quioscos con sus semanales entregas de Biblioteca de Novela Histórica, con la pretensión de simultanear obras clásicas (W. Scott, E. Gil y Carrasco, J. Fenimore Cooper) con títulos que acababan de alcanzar sonoros éxitos (R. Graves, M. Yourcenar, G. Vidal). También nuevas editoriales se subirán al carro de la fantasía histórica en esta desenfrenada búsqueda de lectores: Almarabú, Lumen, Muchnik y Montesinos, por ejemplo, han competido por sacar títulos que, en otros momentos, hubiera sido temerario publicar.

Sin embargo, mediada la década de los noventa se produjo un cierto cambio consistente, ya no en el cultivo ocasional por parte de autores españoles más o menos consagrados —José Luis Sampedro con El caballo desnudo (1970), Antonio Gala con El manuscrito carmesí (1990) y La pasión turca (1993) o Arturo Pérez Reverte con La sombra del águila (1993)— o en la aparición de éxitos puntuales —el Premio Planeta a Juan Eslava Galán por En busca del unicornio en 1987, por ejemplo—, sino en la irrupción de una avalancha de primeras novelas de escritores españoles, muchos de los cuales tuvieron un momento de gran éxito, que llevó incluso a que en la prensa se hablara de un cierto «boom». Originalmente se trató de novelas escritas a menudo por historiadores y muy fieles tanto a los hechos como (quizá más importante) a las mentalidades de la época en que situaban la acción, pero eso duró bastante poco tiempo.

Es posible que la espita que consiguiera abrir el grifo fuera la novela del historiador zaragozano José Luis Corral Lafuente El Salón Dorado (1996), publicada en la colección Narrativas Históricas de Edhasa en mayo de 1996 y que vino a demostrar que los editores podían ahorrarse los costos de traducción para publicar buenas novelas en este ámbito. En Pasando página, un compendio periodístico de los hitos de la edición española a partir de 1975, Sergio Vila-Sanjuán da cuenta de la publicación de esta novela del siguiente modo:

Desde finales de los setenta, la colección Narrativas Históricas, creada por Francisco Porrúa, representaba el pulmón de la editorial. Su línea la continuarían otros directores literarios como María Antonia de Miquel o Jordi Nadal, hasta alcanzar los doscientos títulos. […] Pero no había españoles. Algo que preocupó a Daniel Fernández, quien se había hecho cargo de la dirección general de Edhasa en 1996. […]  El tema, no hay que decirlo, le gustaba. Y si los manuscritos no llegaban, Fernández los encargaría. […] Con ese nombre [El Salón Dorado] encontró Fernández encima de su mesa una novela que había encontrado su antecesor, Jorge Durán.

Tal vez en este pasaje haya una confusión de nombres, pero en cualquier caso es evidente que algo falla. El antecesor de Fernández en Edhasa como director general fue Jordi Nadal, mientras que Jorge Durán fue coordinador editorial tanto con Nadal como, durante apenas un año aproximadamente, con Fernández. Aunque siempre resulta bastante absurdo asignar un «descubridor» a cualquier libro, si se toma como referencia el firmante del contrato (un criterio tan válido como cualquier otro), en el caso del de El Salón Dorado, fechado en febrero de 1996, puede zanjarse el tema diciendo que lleva la firma de Jordi Nadal.

Mucho más confusas, equívocas o ambiguas (por decirlo suavemente) fueron en 2005 unas declaraciones del por entonces director general de Edhasa al periodista de El País Jacinto Antón:

Corral envió su manuscrito por correo y decidimos publicarlo simplemente porque nos pareció una buena novela, no porque pensáramos entonces crear una colección específica de novela histórica española. No hubo voluntad de ir a por un autor español.

En realidad, puede decirse que esa búsqueda de novelas históricas de calidad escritas en español ya hacía tiempo que estaba activa en Edhasa cuando llegó Fernández, y de ahí la contratación de títulos como El ojo del faraón (1993), del polaco Boris de Rachewiltz (1926-1997) y el catalán Valentí Gómez i Oliver (n. 1947); El señor de los últimos días. Visiones del año mil (1994), del mexicano Homero Aridjis; La máquina solar (1996), la novela que el argentino Miguel Betanzos dedicó a Galileo, o El maestro de justicia (1997), de César Vidal: en ninguno de los casos se trató de novelas de encargo, ni de Nadal y mucho menos (por razones cronológicas evidentes) de Fernández, pero tampoco tuvieron un gran éxito ni la presencia de sus autores tuvo continuidad en el catálogo (salvo en el caso de César Vidal, con quien Fernández reincidió con Hawai 1898, en 1998).

Los derechos de El Salón Dorado, que tuvo ventas muy por encima de las expectativas, se habían cedido además enseguida a la histórica editorial alemana especializada en literatura de género Bastei Lübe, un trato en el que, dado que el autor no dispuso nunca de agente, Edhasa actuó como intermediario y la traducción apareció ya en 1997.

A partir de ese momento Edhasa se convirtió en la editorial de las novelas históricas de José Luis Corral: El amuleto de bronce (1998), El invierno de la Corona (1999), y así hasta once títulos, aunque el éxito de otro debut de características similares no volvería a repetirse hasta la publicación en el año 2000 de Al-Gazal, el viajero de los dos orientes, de Jesús Maeso de la Torre (a la que seguirían en la misma colección La Piedra del Destino (2001), El Papa Luna (2002), Tartessos (2003) y El Auriga de Hispania (2004), antes de su paso a Grijalbo.

Por esas mismas fechas, en 1997, se daba a conocer también con ventas muy notables en Salamandra Ángeles de Irisarri, con El viaje de la reina, sobre Toda Aznar de Toledo, reina de Navarra El cambio de siglo, sin embargo, estuvo marcado en cuanto a ventas por el éxito de Matilde Asensi, cuya primera novela, El salón de ambar (1999), ya fue muy llamativa, pero se convirtió en superventas con las novelas históricas Iacobus (2000) y El último catón (2001), ambas publicadas originalmente por Plaza & Janés (y luego reeditadas por Planeta), la segunda de las cuales alcanzaría en 2006 la cuadragésima edición y declaraba haber vendido 460.000 ejemplares. Por su parte, Ediciones B publicaba en 2000 la primera novela de Jesús Sánchez Adalid (La luz del Oriente), Maeva publicaba en 2001 la primera en español de la escritora vasca Toti Martínez de Lezea (Señor de la guerra), etc.

Mientras tanto, una editorial de trayectoria tumultuosa como Martínez Roca había sufrido una acusada remodelación desde la entrada en ella en 1990 de Finakey (empresa que tanto se dedicaba a la promoción y construcción de edificios como a la explotación de guarderías infantiles), y había apostado también con mucho ahínco por la novela histórica de autor español. En julio de 1990 entró también como accionista de Martínez Roca el grupo Planeta (que al cabo de dos años se hacía con el control y la absorbía), y en 1995 publicaría la primera novela histórica del entonces alcalde de Cabra y diputado provincial de Córdoba por el Partido Andalucista José Calvo Poyato, El rey hechizado, si bien a partir de entonces iniciaría un recorrido por diversas editoriales (Belacqua, El Aleph, Grijalbo, Ediciones B…). En 2001 empezaría Martínez Roca a otorgar el Premio Internacional de Novela Histórica Alfonso X el Sabio, que le sirvió para captar a autores exitosos del género (entre los primeros galardonados se encuentran Eduardo Gil Bera, Almudena de Arteaga, Jorge Molist, Ángeles de Irisarri o el ya mencionado César Vidal), aunque también el Premio Fernando Lara premió en más de una ocasión a cultivadores del género, como es el caso de Antonio Gómez Rufo (en 2005 por El secreto del rey cautivo), que se había dado a conocer en la colección La Sonrisa Vertical de Tusquets con El último goliardo (1984), o Sánchez Adalid (en 2007 por El alma de la ciudad). En esos años proliferaron los premios, ya fuera promocionados por editoriales o por instituciones públicas o privadas, específicamente dedicados a este género, que se convirtieron en estímulo y cantera (Premio Adriano de la editorial Apóstrofe, el Premio Alfonso VIII de la Diputación Provincial de Cuenca, el Ciudad de Úbeda de Pàmies, el Premio Hispania de Ediciones Áltera…).

Un punto culminante en este proceso, por las dimensiones del éxito, tal vez sea La catedral del mar, de Ildefonso Falcones, publicada en 2006 por Grijalbo (que antes de cumplirse un año declaraba haber vendido ya el primer millón de ejemplares), y con la que en el sector editorial barcelonés sucedía algo parecido a los testimonios sobre el Mayo del 68 parisino: Al igual que casi todo el mundo decía haber estado en la capital francesa la primavera de ese año mítico, son legión los profesores de escritura creativa y los editores de mesa que aseguran haber participado en algún punto del lento y laborioso proceso de escritura, reescritura y corrección de esa novela (que duró, por lo menos, cuatro años y fue rechazada, en diversos estados de elaboración, por hasta siete editoriales cuando aún se titulaba Bastaix). Aunque quizá eso sea solo una leyenda urbana… 

Fuentes:

Jacinto Antón, «Entrevista a Daniel Fernández», Babelia, 30 de julio de 2005.

Juan Gómez Jurado, «El boom de la novela histórica en español», Abc, 27 de febrero de 2018.

Jesús Maeso de la Torre.

Fernando Gómez Redondo, «Edad Media y narrativa contemporánea. La eclosión de lo medieval en la literatura», Atlántida, núm. 3 (1990), pp. 28-42.

Antonio Huertas Morales, La Edad Media contemporánea. Estdio de la novela española de tema medieval (1990-2012), tesis doctoral presentada en la Facultat de Filologia, Traducció i Comunicació de la Universitat de València en 2012.

Jesús Maeso de la Torre, «El porqué del boom de la novela histórica», Todo Literatura. República Ibérica de las Letras, 13 de enero de 2017.

Sergio Vila-Sanjuán, Pasando página. Autores y editores en la España democrática, Barcelona, Destino, 2003.

La Colección Penélope y los antecedentes de la editorial Planeta

En el año 1949 aparecía en la por entonces recién creada Editorial Planeta una novela de Margaret Simpson titulada Demasiado tarde…, que se anunciaba como primer número de una flamante Colección Penélope. La traducción de este libro se atribuía a Matias Tieck, que no parece que firmara ninguna otra traducción, se imprimió en las barcelonesas Gráficas Londres y se encuadernó en tapa dura con una sobrecubierta ilustrada (con no mucho acierto en cuanto a la legibilidad del nombre de la autora). Unos cuantos años más tarde, en 1956, ese mismo libro aparecería en otra colección de Planeta, Goliat, y aún se reeditaría en la misma editorial en 1967. También la segunda novela de Margaret Simpson en Penélope se publicó ese año 1949, Ana Isabel, en este caso traducida por Victor Scholz, que fue un prolífico traductor de novela romántica decimonónica que el año anterior había visto salir en Ediciones Reguera su versión de El Nabab, de Alphonse Daudet, y que más tarde traduciría a Thomas Mann, Lewis Sinclair y Boris Pasternak, entre otros, lo que le acreditaría (si traducía de las lenguas originales) como un sorprendente políglota.

Ese mismo año 1949 se añadirían a la Colección Penélope nuevos títulos ‒ninguno de ellos muy a menudo recordados a día de hoy‒, todos ellos impresos en la mencionadas Gráficas Londres. Es el caso por ejemplo de Esta es mi cosecha, una novela firmada por un también incógnito Lee Atkins, y en este caso traducida por Mary Rowe (conocida en esos años como traductora de Tres soldados, de John Dos Passos, para José Janés, más que por algunas novelas propias que había publicado en las editoriales Betis, Molino y Clíper).

De Mildred Masterson Mac Neily (1910-1997), que al año siguiente publicaría en inglés su única novela relativamente famosa (Each Bright River), aparecería también en 1949 en Penélope la novela La última esperanza, traducida de nuevo por Victor Scholz. Asimismo, entra en el catálogo de Penélope Locura de reina, de la también novelista estadounidense Elswyth Thane (1900-1984), quien en los años inmediatamente posteriores vería traducidas al español El gran anhelo (Mateu, 1950, en traducción de Ballester Escalas, recordado por su traducción de Alicia en el País de las Maravillas, también en Mateu) y La moza Tudor (Planeta, 1956, en versión de Herta M. E.). Quizá venga a cuento recordar que en alguna ocasión José Manuial Lara Hernández declaró que quien le había sugerido que se dedicara a la edición de libros, si quería ganar dinero, fue precisamente Francisco Fernández Mateu.

A estos títulos hay que añadir aún Caballero sin espada, de Lewis R. Foster (1898-1974) y traducida por Fernando Arce Solares, en cuya sobrecubierta aparece una imagen claramente inspirada en el cartel cinematográfico de la película que a partir de esta narración había dirigido diez años antes (en 1939) Frank Capra, con James Stewart y Jean Arthur como protagonistas. El hábito de aprovechar las imágenes cinematográficas se hizo enseguida muy habitual cuando se daba la ocasión, no sólo en Planeta, sino también en muchas otras editoriales barcelonesas del momento.

Pero sobresale en este primer año de la Colección Penélope de Planeta la única novela escrita originalmente en español, Nina, de la poeta y narradora Susana March (1915-1990). La muy precoz escritora barcelonesa (en 1932 ya publicaba poemas en el periódico La Noticia y La dona catalana y en 1938 apareció su poemario Rutas con pie de la Imprenta y Librería Aviñó) llevaba ya casi una década casada con el también escritor y pionero del tremendismo literario Ricardo Fernández de la Reguera (1912-2000), que años más tarde entraría a formar parte del jurado del Premio Planeta, pero seguía publicando novela rosa para, según sus propias declaraciones retrospectivas, «equilibrar [su] presupuesto económico de joven recién casada en los duros tiempos de posguerra española». Sin embargo, el gran éxito de Susana March en el campo de la narrativa se produciría bastantess años después con Algo muere cada día, publicada a principios de 1955 en Planeta y traducida al francés, el alemán y el ruso, y considerada en su momento por José Luis Cano como un ejemplo de la preeminencia de la mujer en la corriente del tremendismo (con Los Abel, de Ana María Matute, y Juan Risco, de María Cajal). Con todo, Susana March no llegó nunca a ocupar un puesto destacado en la historia de la novela española, si bien Círculo de Lectores recuperó esta novela en 1969.

La colección Penélope no tuvo continuidad más allá de 1949, acaso porque existían otras editoriales que estaban publicando con mejor gusto y más visión comercial novelas específicamente destinadas a las lectoras, pero lo que tal vez sea menos conocido es que esta colección sí tenía un antecedente, cuya creación en ningún caso cabe atribuir a José Manuel Lara, y que la numeración de los títulos en su continuidad en Planeta puede llevar a confusión.

En 1942 había aparecido una traducción de Climas, de André Maurois (1885-1967), en una Colección Penélope encuadrada en la Editorial Tartessos de Félix Ros (1912-1974), y de hecho se especificaba que era este periodista, poeta y traductor falangista el director de la colección. Al parecer, cuando compró Tartessos la intención de Lara parecía, pues, dar continuidad a la labor que en ella se venia haciendo, pero no se explica muy bien por qué no lo hizo de inmediato y tardó tanto tiempo en recuperar el nombre de esta colección. En el caso de Climas, se trataba de un libro relativamente lujoso, encuadernado en tapa dura y con sobrecubierta, con las guardas ilustradas, con el canto superior tintado y con algunas ilustraciones a plumilla en el interior. La traducción era la del prolífico grafómano Juan Ruiz de Larios y las ilustraciones obra de José Picó Mitjans (1904-1991), quien antes de la guerra ya se había hecho un nombre como dibujante en revistas «galantes» o tímidamente sicalípticas de los años veinte (como Cosquillas o Varieté). Nada que ver con lo que serían los libros de Penélope en manos de Lara. 

En la misma colección Penélope de Tartessos aparece también en 1942 la traducción de Alberto Gracián de Clara, entre los lobos, del cineasta, periodista y escritor italiano Arnaldo Fratelli (1888-1965), quien en 1939 había obtenido con ella un ex aequo en el Premio Viareggio. En este caso las ilustraciones de la edición son obra de Joan Fors, por entonces un habitual de las ilustraciones para libros pero que entró hasta el fondo de la memoria de los españoles por haber creado la imagen publicitaria de los productos de limpieza Netol. Al año siguiente aparecieron dibujos suyos en la edición de publicada por la editorial Olimpo de la obra de José María García Rodríguez La Gracia en la locura (enamorados, locos y bufones), que se imprimió en la Clarasó y para la que diseñó y realizó también la ilustración de sobrecubierta. En la misma colección de la editorial Olimpo, la Biblioteca Pretérito, aparecería al año siguiente, también con ilustración de sobrecubierta de Fors, Elisabeth Vigée Le Brun. Pintora de reinas, de Laura de Noves.

No es frecuente evocar los inicios de Lara previos a la creación de Planeta, pero en ellos, como ejemplifica el caso de la colección Penélope creada por Félix Ros, se encuentran muchos hilos de los que después tirará. Es también el caso de su intención de triunfar económicamente con la publicación de autores españoles, que más allá del libro mencionado de Susana March, se había manifestado también con el sabadellense Bartolomé Soler (1894-1975).

Pese al tremendo éxito que Soler había tenido en Hispanoamericana de Ediciones en 1945 con La vida encadenada, de la extensa novela que le publicó Lara en 1946, Karú Kinká (ambientada en la Patagonia), vendió al parecer unos quinientos ejemplares. Aun así, a Bartolomé Soler lo había publicado por primera vez José Manuel Lara en la colección Nuevos Horizontes, perteneciente a la efímera Editorial LARA, con sede en el número 72 de la calle Bruch, donde, además de Lara, trabajaba el profesor republicano Francisco Ortega como corrector y Angelita Palacios como secretaria (además de un chico de los recados no identificado). Esa misma novela de Soler volvió a publicarla Lara en Planeta en 1954. Y en LARA se publicó también al periodista de Terrassa (lo que puede tener su gracia para los vallesanos, que conocen bien la tradicional rivalidad entre las dos capitales de comarca, Sabadell y Terrassa) Luis Gozaga Manegat (1888-1971). Manegat había sido en su ciudad natal director de la revista infantil Alegria, nacida en 1925 en los círculos primorriveristas con el expreso propósito de combatir a la celebérrima En Patufet y cuyo mayor mérito es quizás haber albergado ilustraciones del pintor uruguayo Rafael Barradas (1890-1929) y algunas de las escasas ilustraciones que se le conocen al filólogo y editor Francesc de Borja Moll (1903-1991). En LARA, Manegat (que había sido director de la revista Mundo Católico y en 1940 había publicado en la Librería Araluce Muy falangista) publicó, en fecha imprecisa pero antes de la venta de esta editorial a José Janés, Luna roja en Marrakex [sic], que en 1947 aparecería en traducción al francés gracias a la librería y editorial creada en Ginebra por Jean-Henri Jehebe (1866-1931).

La intención de Lara de publicar a autores españoles venía de lejos, pues, y había cosechado sonados fracasos. En cualquier caso, quizá una mirada más profunda a esos años iniciales de Lara en el campo de la edición, además de subrayar sus vínculos con los periodistas y los políticos más rancios de su tiempo (por mucho que empleara a izquierdosos), ponga de manifiesto y permita reseguir su aprendizaje en el ámbito de los negocios, porque al parecer en el del criterio literario y estético su inanidad era innata.

Carlos Pujol, maestro de editores

NOTA: Esta reseña fue publicada originalmente en catalán con el título «Escribir a contracorriente» en el Blog de l’Escola de Llibreria de la Facultat d’Informació i Mitjans Audiovisuals de la Universitat de Barcelona en julio de 2020.

Entre los editores barceloneses importantes en el siglo XX, hay una cierta desproporción entre el conocimiento que el común de los lectores tienen de los que llevaron a cabo el grueso de su labor en editoriales pequeñas y a partir sobre todo de los años sesenta (Castellet, Barral, Beatriz de Moura, Herralde) y los que desarrollaron la mayor parte de su carrera en empresas de cierta entidad o incluso en grandes corporaciones, como es el caso de Josep Janés, Germán Plaza, Enrique Badosa, Mario Lacruz… o Carlos Pujol Jaumandreu (1936-2012), auténtico pilar durante varias décadas de la editorial Planeta.

Carlos Pujol Jaumandreu.

Tal vez esto responda a una cuestión de glamur o al hecho de no haber estado nunca en el centro del faranduleo que impregnan el negocio editorial, pero es evidente que, por un lado, la importancia de la labor de Carlos Pujol no es en absoluto desdeñable y, además, que el impacto de algunos de sus trabajos, como por ejemplo la colección de Clásicos Universales Planeta, tuvieron una incidencia enorme en unas cuantas generaciones de lectores. Por no mencionar siquiera las cuatro décadas en que fue jurado del Premio Planeta, con la retahíla de episodios que esto le permitió vivir desde primera fila, y que en coherencia con su modo de ser nunca hizo públicos…

Por si esto no bastara, Carlos Pujol fue un prolífico traductor tanto de prosa como de poesía y tanto del inglés como del francés, el italiano o el catalán (Shakespeare, Defoe, Henry James, Stevenson, Orwell, Hemingway, Ronsard, Voltaire, Racine, Dumas, Balzac, Stendhal, Barthes, Guido Gozzano, Joan Sales…) y un creador literario que cultivó todos los géneros habidos y por haber (ensayos, novelas, reportajes culturales, relatos, poemas, aforismos, crítica literaria…).

Este es solo uno de los motivos por los que vale la pena adentrarse en el libro Escribir a contracorriente, en el cual la profesora Teresa Vallès-Botey compila y estructura materiales en apariencia diversos y heterogéneos (conferencias, cartas, entrevistas), pero con un objetivo que queda claro ya en el subtítulo: «Fuentes para el estudio del pensamiento literario de Carlos Pujol». Y ya adelanto que la promesa se cumple y que el caudal es, en términos cualitativos, muy abundante.

En un primer y breve texto inicial, el también profesor Domingo Ródenas consigue compendiar en apenes cuatro páginas los rasgos más significativos de la trayectoria radicalmente literaria de Carlos Pujol, subrayando el carácter libre y desvinculado de modas, movimientos generacionales y cualquier cosa que sonara a gregarismo. Y, después de la preceptiva «Nota a esta edición», en la que se nos informa de la procedencia de los textos y del propósito general del libro, Vallès-Botey dedica unas páginas a lo que describe como «exponer y articular su pensamiento sobre qué es la literatura y cuál es su función», caracterización que se queda corta, porque también presenta afinadas apreciaciones sobre qué era para Pujol el estilo y qué consideración tenía de conceptos como “tradición”, “estilo” o “canon literario”, y donde ciertamente selecciona sus ideas principales sobre la literatura en un sentido muy amplio.

El cuerpo de Escribir a contracorriente propiamente dicho arranca con un texto ejemplar en cuanto a la presentación del pensamiento literario de Pujol, la conferencia que dio en Huesca en el año 2003 y que, evocando muy acertadamente a Rilke, tituló «Carta a unos jóvenes poetas» (y que hasta ahora era prácticamente inédita, más allá del opúsculo que se imprimió para distribuir entre los asistentes a la conferencia). Se trata de un texto muy fiel a su contenido, lleno de sentido que conocen bien los lectores habituales de Pujol, y en el que tampoco faltan su característico humor e ironía, como tampoco la profundidad de pensamiento que se advierte sobre todo en la relectura.

Aun así, quizás lo más inusual y extraordinario de todo el libro llega a continuación: la posibilidad de asistir desde primera fila y en directo a cómo Carlos Pujol llevó a cabo el editing de La audiencia va de caza, las memorias noveladas del juez Miguel Ángel del Arco. Son casi un centenar de cartas y notas inéditas de extensión diversa escritas entre agosto de 2007 y enero de 2012 en las cuales, a medida que va leyendo capítulos, el editor va haciendo observaciones, recomendaciones y sugerencias al juez y que constituyen un tipo de documento al cual no es muy habitual tener acceso, pero que resulta muy ilustrativo.

A través de estos comentarios, en algunas ocasiones muy generales pero en otras de detalle y en todos los casos muy adecuadamente justificados, esta parte del libro se convierte en poco menos que un manual práctico para editores que no solo indica en qué elementos vale la pena fijarse (efecto y conveniencia de las descripciones, caracterización de personajes, composición de las escenas, uso de los diálogos, disposición de las unidades narrativas, estructuración general de un texto de extensión considerable….), sino también de cómo propiciar que un autor reconsidere las decisiones que ha tomado y que pueden perjudicar a su obra, y qué tipo de tono y de argumentos son los más efectivos para lograr este objetivo. En este sentido, aun habiéndose manifestado en alguna ocasión como poco inclinado a la docencia, en estas páginas Pujol se revela plenamente como el gran maestro de editores que fue.

La tercera sección de Escribir a contracorriente, la única que no se puede considerar en sentido muy estricto inédita, reúne un buen número de entrevitas a Pujol que hasta ahora dormían dispersas en publicaciones periódicas diversas y que, leídas consecutivamente, pese a algunas reiteraciones, permiten ver cómo Pujol concebía su propia obra, la práctica de la creación literaria y el sentido de la carrera literaria (término este último que probablemente él censuraría que aplique al conjunto de su trayectoria). Los buenos conocedores de la obra de Carlos Pujol acaso completarán o afinarán su interpretación sobre algunas de sus novelas o poemarios, y tal vez quien no la conozca sienta la curiosidad o la tentación de acercarse a una obra exigente con sí misma pero muy accesible al lector, en quien siempre deposita su confianza y lo invita a participar (de ahí, por ejemplo, que en su narrativa sean frecuentes los finales más o menos abiertos).

El volumen concluye y se redondea con una muy completa cronología profesional y literaria de Pujol, que usa además con ingenio la tinta de color para resaltar la diversidad de géneros que cultivó y que está salpicada de breves comentarios extraídos de cartas y documentos personales en los que el propio editor-escritor-traductor explica o comenta algunos episodios de su vida.

Es evidente que estamos ante un libro que cualquier lector de Pujol querrá leer, pero que tiene también otros muchos alicientes para quienes deseen conocer el proceso de edición de un texto y que, además, fiel al pensamiento estético del propio Pujol, es original y emocionante sin necesidad de énfasis, trucos ni fuegos artificiales.

Vallès-Botey, Teresa (ed.). Escribir a contracorriente: fuentes para el estudio del pensamiento literario de Carlos Pujol, Granada, Comares, 2019.

La prodigiosa memoria de Fabrizio del Dongo

Rafael Borràs Betriu, La batalla de Waterloo, Ediciones B, Barcelona, 2003, 546 páginas. (Reseña publicada originalmente en Quimera, núm. 243 [2004])

El 18 de junio de 1816, al cumplirse un año de la batalla de Waterloo, y según consigna el conde de Las Cases en el Mémorial de Sainte Hélène, Napoleón Bonaparte hacía la siguiente reflexión sobre tan decisivo acontecimiento: «Singular derrota, que, pese a ser la mayor catástrofe, no menoscabó la gloria del vencido, ni aumentó la del vencedor. El recuerdo de uno [Napoleón] sobrevivirá a su destrucción; la memoria del otro [Wellington] quedará quizá sepultada por su triunfo».

Cuando Rafael Borràs Betriu (Barcelona, 1935) titula la primera entrega de sus memorias La batalla de Waterloo, evocando la magistral apertura de La cartuja de Parma, se está definiendo como un observador que, inmerso en el combate, no alcanza a ver ni comprender la magnitud ni mucho menos las consecuencias de la batalla. La contienda de la que nos habla el autor es la lucha por la Cultura («las verdaderas conquistas son las que se obtienen sobre la ignorancia», dejó escrito el célebre corso), una batalla que en el mundo editorial se libra a diario y en la que durante décadas uno de los principales rivales, pero no el único, fue la censura.

José Manuel Lara Hernández y Rafael Borràs Betriu.

La brillante y laureada carrera de Rafael Borràs Betriu (de la Casa del Libro a Ediciones B, pasando sucesivamente por Luis de Caralt, Plaza, Ariel, Alfaguara, Planeta y Plaza & Janés, entre otras empresas) le ha mantenido siempre en primera línea de fuego, y a lo largo de su trayectoria ha sido tanto protagonista e instigador como testigo de hechos de armas notables en el acontecer de la industria editorial española. Sin embargo –y además de a la célebre revista La Jirafa (1956-1959) –, su gloria irá siempre unida a su condición de creador e impulsor de dos colecciones míticas: Espejo de España (en Planeta, 1973-1995) y su sucesora Así fue. La Historia Rescatada (Plaza & Janés, 1995-1998). A tenor del heterogéneo catálogo de estas dos colecciones, no sería de extrañar que

Victor Alba.

Borràs Betriu suscribiera la rotunda declaración que hiciera Peter Mayer (capitán general de Penguin Books durante muchos años), referente a la conveniencia de apoyar ciertos libros necesarios: «a veces publico libros que me desagradan, me irritan, incluso me repugnan, pero son obras escritas por gente inteligente que deben ser difundidas» (La Vanguardia, 8/VII/2000), si bien el autor de estas memorias señala ya en el prólogo que el principio rector de su labor editorial procede de Marañón («Ser liberal consiste en estar dispuesto a admitir que el otro puede tener razón»). Es precisamente la pasión por la historia contemporánea y el talante republicano y liberal lo que transmiten con una rara pureza e intensidad las páginas de este libro, cuyos dos subtítulos («Memoria de un editor» y «Una reflexión políticamente incorrecta con el mundo de la letra impresa como trasfondo») son verdaderamente acertados y esclarecedores. Nos encontramos ante un mosaico de impresiones, escenas y anécdotas que, sin atenderse rigurosamente al orden cronológico, en su conjunto nos ofrecen una amplia imagen de la vida cultural y política española entre el final de la década de los cuarenta y las postrimerías del franquismo. Abundan las anécdotas jugosas o significativas tratadas con una acerada ironía –antológicas algunas sobre la falta de método de la censura–, y a menudo dan pie a reflexiones o divagaciones acerca de la evolución histórica y política del país en las que Borràs Betriu opina con absoluta libertad y sin cortapisas sobre acontecimientos y sobre todo sobre protagonistas importantes de la dictadura primorriverista, los años republicanos, la guerra civil y la postguerra: Ricardo de la Cierva, Victor Alba, Antonio Maura, Jorge Semprún, Manuel de Pedrolo, Camilo José Cela, José Maria de Areilza, Alfonso XIII, Juan de Borbón, Ramón Serrano Súñer, José Bergamín, Manuel Azaña, Serrano Suñer, Rafael Sánchez Mazas…

Sin embargo, y sin entrar en el valor cultural de las filias del autor (Mercedes Salisachs, Dionisio Ridruejo o Carlos Rojas entre los más evidentes) sorprenden, cuanto menos, algunos de los juicios vertidos sobre el mundo editorial, como por ejemplo la insistente reivindicación de la labor de Luis de Caralt. Cierto es que Caralt publicó a Bernanos, Faulkner, Steinbeck, Hesse, Greene, Kerouac o Nabokov, pero no lo es menos que, en general, se trata de traducciones abominables se mire como se mire y en ediciones muy poco cuidadas, lo que más bien resultó ser un flaco favor a la Cultura, y por ende sitúa a Caralt unos cuantos pasos por detrás de Manuel Aguilar, Josep Janés, José Vergés o Mario Lacruz. O Rafael Borràs Betriu, a quien en más de una reseña a este libro se ha caracterizado como «El Napoleón de la edición española» (P. Montero y R. Conte, por ejemplo).  Vive alors l´Empereur, y quedamos a la espera de la prometida segunda entrega, que debe cubrir su etapa como mariscal de campo de Planeta. [Efectivamente, en los años posteriores a la publicación original de este primer volumen le siguieron La guerra de los Planetas. Memorias de un editor II, Ediciones B, 2005, y La razón frente al azar. Memorias de un editor III, Flor del Viento, 2010]

Marcel Plans, ¿un comunista de matute en Planeta?

En los años setenta, el escritor y editor Carlos Pujol (1936-2012) forjó en Planeta un equipo de editores de notable relieve en el que figuraron Maite Arbó (hija del insigne escritor Sebastià Juan Arbó), Laureano Bonet, antes de convertirse en director literario de Kairós, Xavier Vilaró (nada que ver con el mando de la Guardia Urbana homónimo), Jordi Estrada y Marcel Plans, que, al igual que Bonet (que había pasado unos años en universidades extranjeras), se incorporó después de una buena temporada fuera del país, si bien en su caso por razones muy distintas.

Marcel Plans en los años ochenta.

Marcel Plans Macià (1933-2017), nacido en Gironella, se matriculó en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Barcelona, donde coincidió con un grupo de jóvenes notables que formaban el núcleo a partir del cual crecería el Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC) y que tendrían un peso considerable en la universidad y en el sector editorial catalán. Así describió ese grupo, y algunas de las actividades que llevaban a cabo en los años cincuenta, el maestro e historiador Josep Termes (1936-2011), en entrevista con Josep M. Muñoz:

Era todo este grupo, de gente de clase humilde y de línea obrerista [Joaquim Vilar, Feliu Formosa, Joaquín Marco, Marcel Plans]. Y luego estaba el grupo de las mujeres, con Juliana Joaniquet y Maria Rosa Borràs, que eran más castellanoparlantes, de clase relativamente alta y mucho más españolistas y doctrinarias, en la línea de Manuel Sacristán. Este grupo somos los que nos movemos en aquellos años de finales de los cincuenta: hicimos la jornada de Reconciliación Nacional [en mayo de 1958] que había sido convocada por el PCE. Recuerdo que fuimos a casa de Marcel Plans, cinco o seis de este grupo, y con un ciclostil (que por entonces aún no llamábamos «vietnamita»), después de picar los clichés a máquina, hicimos sin exagerar miles de octavillas, de esas pequeñitas; las redactamos, las imprimimos, las recortamos y las estuvimos tirando durante toda la jornada de Reconciliación Nacional.

A decir de Josep Torrell, en buena medida esa era la principal actividad encomendada a la militancia del PSUC:

Ser del PSUC en aquellos años consistía en hacer proselitismo entre los compañeros de universidad o bien mecanografiar con papel carbón algunos artículos de Mundo Obrero para repartirlos luego por algunos buzones. Pellissa facilitó la incorporación de nuevos estudiantes comunistas, como Feliu Formosa, Jordi Solé Tura, Joaquim Vilar, Marcel Plans, Joaquín Marco, Álvaro del Rosal, Josep Mª Gil Matamala, Ricardo Bofill y Jacinto Esteva.

Y por testimonios diversos pueden añadirse a estos nombres de jóvenes universitarios de la barcelonesa facultad de letras, sobre todo, los de Sergi Beser, Salvador Giner, Pere Ramírez Molas, Jaume Lorés, Ricard Salvat o Josep Fontana, así como los de algunos estudiantes de Derecho, como Luis Goytisolo o Joaquim Jordà.

Sergi Beser (1934-2010).

Sin embargo, las cosas no tardaron en complicarse para muchos de estos jóvenes, y en particular para Marcel Plans. Si en junio de 1959 ya habían sido detenidos en Sabadell unos noventa militantes del PSUC como consecuencia de la huelga general pacífica de veinticuatro horas de ese año, en febrero de 1960 se produjo la detención de varios dirigentes y militantes del PSUC de Barcelona y, como consecuencia de ello, Plans se ocultó durante unos días en la taberna que regentaban los padres de Josep Termes hasta que pudo salir del país.

Al igual que Joaquim Vidal Canalda y que Pellissa (que se matriculó en Economía Política en Leipzig), Plans fue a parar a la República Democrática Alemana (RDA), y allí, pese a solicitar ampliar sus estudios de Filosofía, se matriculó en la Escuela de Estudios Cinematográficos de Babelsberg, a las afueras de Berlín. De hecho, hay un curioso rastro de su interés por el séptimo arte y de su paso por esta institución en una interesante carta publicada en el número 17 de la revista Cinema Universitario (correspondiente al tercer trimestre de 1962), en la que Plans cuestiona unas afirmaciones generales que Román Gubern había hecho sobre el realismo social en el número 15 de esa misma revista y desarrolla su propia idea acerca de esta estética y su crisis. También fue en  Berlín donde se reunió con él su novia, Esther Berenguer, muy buena amiga de Anna Sallés (que a su vez acabaría casándose con Manuel Vázquez Montalbán) y donde nació su primera hija.

Por aquellos años, además, Plans veía publicado un cuento suyo en el número 24 de la revista El Pont, después de haber estado mucho tiempo retenido por censura, junto a poemas de Núria Sales, Francesc Valverdú y Joaquim Vilar, cuentos de Joan Roig e Isidre Molas y ensayos de Josep Maria Pandolfi y Jordi Solé Tura, en lo que constituía un homenaje a los jóvenes estudiantes que participaron en el pulso que desde la universidad se había mantenido con las autoridades franquistas en 1957.

Teresa Pàmies(1919-2012).

Sin embargo, hacia 1963 Plans se trasladó a Bucarest para dedicarse a nuevas tareas. Teresa Pàmies ha dejado constancia de la llegada de los jóvenes destinados a revitalizar las emisiones de la clandestina Radio España Independiente, popularmente conocida como «la Pirenaica», en la que Plans se ocultaba bajo el nombre de Pere Sabaté:

Los catalanes que estuvieron en Bucarest cuando yo estaba allí fueron, además de Rosa y Vilaseca, la Reis Bertral, a quien conocía de Francia de la dirección de Mujeres Antifascistas, en la cual yo me ocupaba del periódico, que vino con su madre ya viejecita y que se marchó pronto a Bulgaria. El doctor Josep Bonifaci, que vino a ejercer de médico, y su mujer Elvira, amigos nuestros. Más tarde Jordi Solé Tura y su esposa, Marcel Plans, Esther –su compañera– y sus hijos. Durante unas vacaciones coincidimos con Soledat Real, que hacía poco que había salido de prisión y que era amiga de Federico de la JSU, y que yo había conocido en la prisión de Las Ventas si no me hubiera fugado. […]

Las emisiones en catalán en la REI se hacían los lunes y jueves, y el viernes se hacían en euskera: Antena Euzkadi. Los miércoles o sábados se hacían emisiones para Galicia, no siempre en gallego.

Plans, que había sido uno de los primeros en rechazar que lo recogiera uno de los típicos coches negros con cortinas en las ventanas de la Nomenklatura para llevarlo hasta la sede de la radio (un discreto edificio anexo al Museo de Historia del Partido Comunista Rumano), en 1964 sustituyó a Solé Tura en la dirección de la Pirenaica. Estando en Bucarest, donde mantuvo mucha relación con el mencionado Josep Bonifaci y su esposa Elvira, asistió a la publicación de algunos textos suyos en publicaciones españolas, por lo menos en alguno de los primeros números de la revista gerundense Presencia, fundada en abril de 1965, en la que figuraba como director Manuel Bonmatí y en el equipo de redacción Carmen Alcalde, Maria Aurèlia Capmany, José María Rodríguez Méndez y Ricard Salvat, entre otros.

Maria Aurèlia Capmany (1918-1991).

Aun así, aprovechó las Navidades de 1970 para regresar a España con su pareja y sus hijas, y fue entonces cuando debió de introducirse en el sector editorial, pero muy probablemente con labores no firmadas o tareas que dejan poco rastro. Hay indicios para pensar que incluso firmó traducciones del alemán con seudónimo. Así, la primera presencia localizada es ya de 1974, cuando aparece como jefe de redacción de una colección de libros bellamente encuadernados con material didáctico sobre temas como la televisión, el cine o los cómics, y que iban acompañados de breves narraciones en viñetas ilustradas. Valga como ejemplo el séptimo número, Los misterios de la selva, con un dibujo firmado por Aldoma Puig, texto de Víctor Mora e ilustraciones de Antoni Bosch Penalva. Dirigía esta colección, Enciclopedia Juvenil Pala, Luis Gasca, quien contó con la colaboración de Miguel Arrieta (coordinación editorial), Antonio Martín (coordinación gráfica), José Santamaría (producción), E. Asensio, J. Colomer, M.G. Chacón y P. Olivé (diseño y realización) y Jesús Moreno (corrección). Pala era una editorial dirigida por Mª Ángeles Bosch originalmente creada por Planeta para que se ocupara de la edición y venta de la enciclopedia Larousse en español y que luego se dedicó a la edición de cómics. Es sabido que, del mismo modo que Lara no tuvo reparos en conceder el Premio Planeta a escritores abiertamente antifranquistas, tampoco los tuvo para integrar en la plantilla a intelectuales valiosos sin escarbar en sus antecedentes (otra cuestión es si estaban, o en qué condiciones, asegurados).

Carlos Pujol (1926-2012).

Es de suponer que de Palas rescató Pujol a Plans, y ese mismo año 1974 ambos aparecen ya como colaboradores de Rafael Borràs Betriu en su libro El día que mataron a Carrero Blanco, y en lo sucesivo Plans se ocuparía de muchos de los volúmenes de la exitosa colección de ensayo Espejo de España.

Borràs Betriu, director de esa colección, escribió en sus memorias acerca de la profesionalidad de Plans y Esther:

El editing de la mayoría de estas obras corrió a cargo de Marcel Plans o Esther Berenguer, cuya militancia en el PSUC […] les había llevado al exilio, donde se casaron, en los años sesenta, truncando la que sin duda hubiese sido una brillante carrera universitaria; estuviesen o no de acuerdo cada uno de ellos con las tesis defendidas por los distintos autores, se comportaron ambos con una profesionalidad ejemplar, al margen de sus opiniones personales.

No es un dato menor y vale la pena subrayarlo, pues en el catálogo de esta colección figuran varios bienquistos del franquismo y, entre otras muchísimas cosas, Plans se ocupó de la edición de las muchas obras que Planeta publicó a Ricardo de la Cierva (el que fuera director general de Cultura Popular durante el franquismo). Todo un profesional.

Fuentes principales:

Sergi Beser, «Notes al voltant d’una vella amistat», en AA.VV. A Joaquim Molas, Barcelona, Publicacions de l’Abadia de Montserrat (Biblioteca Serra d’Or), 1996, pp. 43-50.

Rafael Borràs Betriu, La batalla de Waterloo. Memorias de un editor, Barcelona, Ediciones B, 2003.

Beatriz Burdman, Beatriz «Semblanza de Laureano Bonet (1938- )», en Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes – Portal Editores y Editoriales Iberoamericanos (siglos XIX-XXI) – EDI-RED.

Harmut Heine, «El exilio republicano en Alemania Oriental (República Democrática Alemana)-RDA», Migraciones & Exilios, núm. 2 (diciembre de 201), pp. 111-121.

Josep M. Muñoz, «Josep Termes. La història com a nostalgia», L’Avenç, núm. 369 (junio de 2011), pp. 16-26.

Teresa Pàmies, Ràdio Pirenaica: emissions en llengua catalana de Radio España Independiente (1941-1977), Barcelona, Cosstània Edicions (Memòria del Segle XX, 8), 2007.

Marcel Plans, «Radio España Independiente, la “Pirenaica”, Entre el mito y la propaganda», en Lluís Bassets, ed., De las ondas rojas a las radios libres. Textos para una historia de la radio, Gustavo Gili, 1981.

Josep Torrell, «Cincuenta años sin Octavi Pellissa (1935-1992)», Mientras tanto, núm. 160 (septiembre de 2017), pp. 52-58.

 

La recuperación (o la quema) editorial de Ramón J. Sender en España

En su documentadísima biografía de Ramón J. Sender (1901-1982), Jesús Vived Mairal cita una carta bastante interesante en relación al Premio Planeta, que el escritor aragonés mandó al profesor Francisco Carrasquer el 13 de abril de 1969: «Las novelas que acabo de terminar son En la vida de Ignacio Morel (la mandaré probablemente a Destino) y Tanit, que irá también allí». Conociendo esta intención de publicarla en la editorial de Josep Vergés (1910-2001), dando pie a una abrumadora operación por publicar su obra y cuando Destino aún no formaba parte del entramado planetario ¿cómo es posible que En la vida de Ignacio Morel acabara alzándose con el Premio Planeta en la edición de 1969, a cuya ceremonia de entrega no asistió el autor y cuyo finalista fue el novelista peruano Manuel Scorza (1928-1983) con Redoble por rancas?

Vived Mairal da algunas claves para comprender cómo y quién le invitó a participar (vale la pena leerlas), pero en cualquier caso a partir de ese momento se ponía en marcha, propiciado sobre todo por el cambio de actitud de la censura española hacia la obra y la persona de Sender, lo que el ya mencionado Francisco Carrasquer describió como  «un pequeño alud de títulos» senderianos y José-Carlos Mainer como «una avalancha». Lejos quedaban los años en que, sin ningún género de duda por el solo hecho de llevar la firma de Sender, la circulación de sus libros era impedida tajantemente por la censura. De hecho, la prohibición de Florentino Pérez-Embid (secretario general de Información) a que José Janés pudiera publicar en un volumen los tres primeros libros de Crónica del Alba, después de haber sido autorizada por el censor Javier Dieta (en lo que Fernando Larraz considera «una de las declaraciones más contundentes que pueden encontrarse de veto a un autor con independencia del carácter de sus obras»), databa del entonces lejano 1956.

Ramón J. Sender.

En años inmediatamente previos a la concesión del Planeta, la Editorial Magisterio Español había contado con La aventura equinoccial de Lope de Aguirre (aparecida en Las Américas Publishing en 1964), con prólogo de Carmen Laforet, para reactivar su colección Novelas y Cuentos en 1967 bajo la dirección de Manuel Cerezales, y luego añadiría a su heterogéneo catálogo la exitosa y divertida serie sobre Nancy y La llave y otras narraciones. Es decir, su política parecía ser la recuperación de textos ya publicados en el exilio, y el éxito de La tesis de Nancy les llevó a ocuparse de la edición de los tres siguientes, pero, paradójicamente, el volumen con el ciclo completo de Nancy lo publicaría en 1984 Destino.

De hecho, desde 1965 Destino había sido quien había publicado en España el grueso de la obra de Sender: la a ojos de la censura inocua novela del Oste El bandido adolescente (1965), Tres novelas teresianas (1967), la extravagante novela histórica Las criaturas saturnianas (1968), los relatos de El extraño señor Photynos y otras novelas americanas (1968) y la Comedia del diantre y otras dos (1969), si bien es cierto que a aquellas alturas la obra de Sender en el exilio era lo suficientemente amplia y variada para que aparecieran también muestras de ella en Gredos (Valle-Inclán y la dificultad de la tragedia, en 1965), Delós-Aymà (Crónica del Alba, en tres tomos, en 1965), Magisterio Español (el ya mencionado volumen La llave y otras narraciones, de 1967) o Alianza Editorial (Tres ejemplos de amor y una teoría, en 1969).

Sobrecubierta de la edición de Destino.

La acaso sorprendente concesión del Planeta a Sender no hizo sino acrecentar hasta límites abrumadores ese asombroso ritmo de publicación de una obra que, en su conjunto, era literariamente muy desigual y en cuanto a géneros muy diversa. Tras la publicación de En la vida de Ignacio Morel Planeta le publicaría hasta cuatro novelas más a un ritmo casi anual: Zu, el ángel anfibio (1970), Tánit (1970), El fugitivo (1972) y La mesa de las tres moiras (1974). Y el hecho de que algunos de estos títulos pasaran posteriormente a la colección de bolsillo y el número de ediciones dan fe de la distinta suerte de las obras de Sender publicadas por Planeta, entre cuyos éxitos destaca, junto a la novela premiada, una novela en apariencia poco apreciada por la crítica senderiana pero bastante jugosa: Tánit.

Por entonces dirigía la Colección Popular de Planeta Rafael Borrás Betriu con un consejo de redacción de lujo formado por Mª Teresa Arbó, Marcel Plans, Carlos Pujol y Xavier Vilaró. La Popular se alimentaba básicamente de los éxitos de la colección Autores Españoles e Hispanoamericanos y era el destino final de las novelas premiadas por la editorial (antes del resurgir de las colecciones de quiosco). Entre sus cien primeros títulos figuran, además de Tánit (núm. 31) y En la vida de Ignacio Morel (núm. 68), tanto las obras de Álvaro de Laiglesia, Ángel Palomino y Torcuato Luca de Tena como textos literariamente más ambiciosos de Ignacio Aldecoa, Gonzalo Suárez, Juan Marsé, Ana María Matute o Carmen Laforet y, entre los extranjeros, Juan Rulfo, Hemingway, Steinbeck y Kippling. Se trata de una colección de grandes éxitos, como queda claro en el empeño de indicar (impreso en la cubierta) el número de ejemplares vendidos. A título de ejemplo, en la cubierta de la segunda edición de Tánit (1982) se declara haber vendido 45.000 ejemplares de la primera, y en la segunda de Las uvas de la ira se señalan 90.000 ejemplares vendidos (la 1ª ed. es de junio de 1978).

Además, eso no detuvo la publicación de otros libros senderianos en otras editoriales, particularmente en Destino (La antesala en 1970, Túpac Amaru en 1973, Las Tres Sorores en 1974…), pero también en Escelicer (Donde crece la marihuana, 1973) y Akal (Cronus y la señora con rabo), además de las ya consignadas novelas de Nancy en Magisterio Español.

Cuando finalmente en 1974 Sender regresó por primera vez a España, invitado por la Fundación General Mediterránea para dar un ciclo de conferencias en diversas ciudades, y para someterse también a una enorme cantidad de entrevistas y actos promocionales de su obra, el lector español se encontraba sometido al asfixiante ritmo al que se le ofrecían novedades bibliográficas del polígrafo aragonés. Aunque no pudo entrar en la Real Academia Española, pese al intento de Dámaso Alonso, por el hecho de no tener pasaporte español, quizá si finalmente hubiera obtenido el Nobel (como solicitó el Spanish Institute de Nueva York), a la larga la suerte de la obra senderiana hubiera sido otra.

En cualquier caso, en tales circunstancias de bombardeo editorial, no es de extrañar que la obra de Sender haya sido de digestión lenta y que aún hoy depare inesperadas sorpresas (ya sean sus obras teatrales, sus novelas policíacas o sus relatos) a quienes de pronto descubren alguno de sus títulos que, en su momento, pasaron inevitablemente desapercibidos. Hoy tal vez podríamos decir que, pese a la supervivencia del puñado de títulos de primer rango (Imán, Mr. Witt en el Cantón, El lugar de un hombre, Crónica del alba, Réquiem por un campesino español) esas desenfrenadas políticas editoriales «quemaron» al autor, sepultando buena parte de su obra.

Fuentes:

Luz C. de Watts, Veintiún días con Sender en España, Barcelona, Destino (Áncora y Delfín 480), 1976.

Fernando Larraz, Letricidio español. Censura y novela durante el franquismo, Gijón, Trea, 2014.

Jesús Vived Mairal, Ramón J. Sender. Biografía, Madrid, Páginas de Espuma (Voces Clásicas 14), 2002.

Carlos Pujol y la movilidad del canon

«Su presencia hizo más humanos a quienes le conocimos –no de todos los sabios podría hacerse este elogio–, y quizás para un humanista esencial no haya misión más alta.»

Carlos Pujol, «En memoria de Joan Petit», La Vanguardia, 21 de septiembre de 1974

Aub1935

Max Aub.

Que el canon literario español del siglo XX no es –afortunadamente– muy estable y fijo es una evidencia. A finales de ese siglo, por ejemplo, se inició un proceso mediante el cual la obra del escritor Max Aub (1903-1972), cuya difusión se vio decisivamente entorpecida por la censura durante todo el franquismo, empezó a ser conocida y, en consecuencia pudo ser reevaluada, y el resultado de ello, en un período relativamente breve, fue que sus obras empezaron a estar disponibles para los lectores españoles, la crítica tanto académica como de actualidad pudo ponderar los valores de esos textos y finalmente empezó incluso a entrar en planes de estudios, con lo que puede decirse que hoy es poco menos que un autor consagrado. La obra de algunos de los muchos escritores exiliados como consecuencia de la guerra civil española y que en sus culturas de acogida tampoco habían entrado en el canon, como Pere Calders, Ramon J. Sender, Francisco Ayala o Rosa Chacel, experimentaron, con mayor o menor éxito, procesos similares una vez enterrado el dictador.

En el caso, notablemente exitoso, de Max Aub, la primera piedra la puso sin duda el traslado en 1985 de la biblioteca, hemeroteca y los riquísimos archivos del escritor a Segorbe, que propició posteriormente la implicación en 1997 de las administraciones públicas en la creación en ese pueblo de la Fundación Max Aub. Paralelamente, otros hitos en este proceso fueron también el congreso celebrado en Valencia en diciembre de 1993 Max Aub y el Laberinto Español, así como las diversas publicaciones que fueron apareciendo en diversas editoriales comerciales (Alba, Calambur, Destino) y que allanaron el camino al inicio de la publicación de las muy voluminosas obras completas de Max Aub y a la traducción de varias de estas obras a diversas lenguas.

carlospujol

Carlos Pujol Jaumandreu.

Al igual que Max Aub, el escritor, traductor y editor barcelonés Carlos Pujol Jaumandreu (1936-2012) nunca llegó a figurar entre los más famosos de su tiempo, en ninguna de sus facetas, pero existen indicios para pensar que eso puede cambiar en un plazo relativamente breve. La donación en marzo de 2016 del archivo personal de Carlos Pujol a la Universitat Internacional de Catalunya (donde Pujol había impartido clases en sus últimos años) dio pie a un doble proceso de catalogación del legado y de difusión de la obra de este polifacético creador literario que, con la profesora de la Facultad de Humanidades Teresa Vallès a la cabeza, dio como primeros frutos la creación de una web, de una cuenta en twiter, la publicación de una de las mejores novelas de Pujol (La sombra del tiempo) y unas jornadas que pusieron de manifiesto no sólo la actualidad de la obra literaria de Carlos Pujol sino también la profunda huella que, como quien no quiere la cosa, dejó en el ambiente editorial español, y muy particularmente en el barcelonés. A medida que el proyecto se desarrolle es de suponer que las cosas irán poniéndose en su sitio.

Junto con reiteradas alusiones a cuán reticente e incluso huidizo se mostraba siempre Carlos Pujol como creador ante los medios de comunicación, en las referidas jornadas se destacaron varios aspectos que prueban la vocación de perennidad de la obra creativa por un lado, y por otro el talento como orientador de lecturas y la agudeza para atribuir los valores pertinentes a los textos que se sometían a su juicio, distinguiendo además con mucha claridad cuándo se trataba de valores estéticos y cuándo de valores comerciales, lo que le permitía ser un crítico literario de referencia y además un editor inestimable en una empresa como Planeta. Su carácter afable, conciliador lo convertían en un hombre idóneo para ocuparse de la secretaría del Premio Planeta, donde además compartió en los primeros años esa labor con quien no se cansaba de reivindicar como su maestro y mentor, Martí de Riquer (1914-2013).

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Laureano Bonet.

Del muy influyente Riquer habló también el profesor Laureano Bonet en su intervención, centrada sobre todo en los entresijos de la enciclopedia Larousse en español que puso en marcha Planeta a principios de los sesenta y sobre todo en la creación y desarrollo de la muy célebre Biblioteca Universal Planeta, donde puso de manifiesto la capacidad y el tacto con que Pujol creaba y dirigía los equipos de trabajo a cuyo frente se ponía. Ésta y otras intervenciones pusieron también de relieve el profundo conocimiento de las culturas francesa e inglesa que Pujol tenía, su amplitud de miras, en buena medida procedente de una formación comparatista avant la lettre, consecuencia a su vez de haber cursado Filología Románica.

De su vertiente como creador literario, desdoblado a su vez en la de poeta, el aforista y narrador, se subrayó su concepción de la responsabilidad del trabajo creativo, en el sentido de ofrecer la mejor obra en la medida de las posibilidades del creador, la intención de publicar a toda costa su obra y someterla luego al juicio libre de los lectores, pero cualquiera que lo haya leído un poco sabe que no pondría ningún empeño en promocionarla (del mismo modo que no se esforzaba en promocionarse a sí mismo y que si a lo largo de su carrera recibió codazos de algún arribista, jamás pagó con la misma moneda).

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Fernando Valls.

La obra, pues, debe defenderse por sí misma, y tal vez no encontrará la mejor acogida entre sus coetáneos, es posible que su aparición coincida con otras de mérito superior o de mayor relumbrón, pero el hecho de haber sido publicada le garantiza –hasta cierto punto– la capacidad para llegar a los lectores que sabrán, en el presente o en el futuro, disfrutarla. Tanto en su vertiente de escritor como en la de editor, Carlos Pujol era un creador que se apartaba de la norma y se distinguía de lo habitual. Quienes en estas jornadas de homenaje se ocuparon de ello o intervinieron en los debates posteriores a las conferencias (Jordi Gracia, Valentí Puig, Andrés Trapiello, Fernando Valls, David Castillo…) coincidieron en señalar que en términos generales ni la prensa periódica ni los ámbitos académicos habían aquilatado hasta ahora el valor de la obra literaria de Pujol, que no ocupaba el lugar que por méritos estéticos se había ganado, del mismo modo que su conocimiento por parte del común de los lectores tampoco era proporcional a su talento. Los mismo podría aplicarse sin apenas correcciones al lugar que ocupa en el ámbito de la historia de la edición, aun cuando su nombre aparezca siempre cuando se analiza la historia del Premio Planeta.

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Emili Rosales y Dolors Massot.

Ciertamente, el de Carlos Pujol no es un nombre que suelan mencionar habitualmente como modelo los editores más o menos jóvenes pretendidamente independientes que en nuestros días pugnan por ocupar el espacio mediático, y quizás ello, además de al hecho de que desarrollara toda su carrera en una editorial como Planeta, sea en buena parte debido al particular modo en que Pujol ejerció su magisterio: nada de participación en másteres en edición, ni intervenciones estruendosas en encuentros, congresos o simposios de editores, y mucho menos artículos en prensa sobre el métier, libros de memorias ni nada que ni de lejos pueda parecérsele. Y aun así, son legión los editores afortunados que sacaron provecho de sus enjundiosas conversaciones cara a cara, además de intentar aprender de su ejemplo.

En ciertos aspectos, el caso de Carlos Pujol guarda algunos parecidos, con el de otro editor silencioso y modesto de referencia, Paco Porrúa, quien pese a dar nombre a la sala de actos de una conocida librería de Barcelona, no goza del reconocimiento de otros editores de relumbrón y no siempre de méritos equiparables.

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De izquierda a derecha: Manuel Borrás (Pre-Textos), Miguel Ángel del Arco (Comares) y José Ángel Zapatero (Menoscuarto).

Programa de las jornadas de homenaje Carlos Pujol, humanista contemporáneo (Universitat Internacional de Catalunya, 16 y 17 de enero de 2017).

Presentación: Xavier Gil, Marta Lagarriga, Josep Crehueras, Aurora Martínez Ezquerro y Teresa Vallès.

Conferencia: José María Pozuelo Yvancos, «Carlos Pujol, humanista contemporáneo».

Conferencia: Andrés Trapiello, «Carlos Pujol, poeta».

Conferencia: Domingo Ródenas de Moya, «Carlos Pujol, novelista».

Coloquio (moderado por Dolors Massot): Ernesto Ayala Dip y David Castillo, «Carlos Pujol visto por la crítica literaria».

Conferencia: Pere Gimferrer, «Perfil de Carlos Pujol».

Conferencia: Manuel Longares, «Carlos Pujol, aforista».

Conferencia: Andreu Jaume, «Carlos Pujol, traductor».

Conferencia: Valentí Puig, «Carlos Pujol, crítico literario».

Coloquio (moderado por Dolors Massot): Laureano Bonet, Josep Mengual y Emili Rosales, «Carlos Pujol, editor y asesor literario».

Mesa redonda (moderada por Fernando Valls): Manuel Borrás, Miguel Ángel del Arco, Daniel Fernández y José Ángel Zapatero: «Hablan los editores».

Clausura: Teresa Vallès y Carlos Pujol Lagarriga.

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Edición prologada por Pere Gimferrer y con epílogos del autor y de Teresa Vallès (Fundación José Manuel Lara, 2016).

Fuentes:

Jordi Gracia, «Un raro maestro de la ironía», El País, 22 de enero de 2017.

Carlos Sala, «Carlos Pujol, retrato de un humanista sabio», La Razón, 17 de enero de 2017.

Las fotos del homenaje, cortesía de Teresa Vallès.