La agente literaria Carmen Balcells retratada por el escritor Max Aub

El profesor Javier Sánchez Zapatero inició el análisis de la interesante relación profesional entre el escritor valenciano exiliado en México Max Aub (1903-1972) y la agente literaria barcelonesa Carmen Balcells (1930-2015), si bien su interés se circunscribía al estudio del epistolario, que, tras recomendaciones de  Carlos Barral (1928-1989), Alastair Reed (1926-2014) y Jaime Salinas (1925-2011), se inicia con una carta de Aub del 13 de octubre de 1964. Por aquel entonces Aub, pese a la magnitud y copiosidad de su obra dramática, poética y narrativa, solo había podido publicar en España, al margen de fragmentos y cuentos en revistas, en la colección hispano-argentina El Puente de Guillermo de Torre (1900-1971), El zopilote y otros cuentos mexicanos (1964) y, tras frustrar la censura la publicación de la novela La calle de Valverde, acababa de firmar con Gredos el contrato para la edición en la colección Antología Hispánica de Mis páginas mejores (1966). Su intención al contactar con Balcells era, pues, evidente.

Los tratos epistolares fueron relativamente ágiles, pues pese a la casi imposibilidad material de que en la agencia se hubiera leído la totalidad de la obra publicada hasta entonces por Aub ‒y mucho menos la escrita‒, seguramente bastaría su prestigio entre escritores y editores y las traducciones de las que había sido objeto algunas de sus obras (Jusep Torres Campalans sobre todo: en Gallimard, Mondadori y Doubleday) para que en diciembre de ese mismo año ya se formalizara el contrato. Escribe Sánchez Zapatero que «pronto quedó establecida entre los dos una corriente de simpatía y afecto que trascendió la relación de trabajo».

En la biografía que dedicó a la superagente, Carmen Riera recoge el primer encuentro entre Balcells y Aub en México en 1965 y alguna de las motivaciones personales del interés de la primera por contar con Aub en su catálogo:

Max Aub, Juan Goytisolo y Vicente Rojo.

Allí conoció, además de a García Márquez, a Max Aub, a quien representaba desde 1961 [sic] El escritor exiliado era uno de los grandes autores que habían tenido que tomar el camino de la diáspora y a Carmen le impresionaba mucho el drama de los exiliados.

Ni la relación profesional ni la personal, pese al buen entendimiento, fueron una balsa de aceite, y como mínimo se vio sometida a baches y evolucionó, en parte debido a que Aub no perdió el hábito de intentar, por su cuenta y riesgo, colocar algunas de sus obras a editores amigos e incluso acordar la traducción de algunas de ellas y cerrar los contratos sin informar siquiera a la agencia. Sánchez Zapatero recoge como ejemplos los casos del envío de la novela Las buenas intenciones a la editorial Ciencia Nueva mientras la agencia estaba negociando su publicación en Delos-Aymà, el compromiso duplicado de publicación de La calle de Valverde (Aub con Seix Barral y Balcells con Alianza), el acuerdo con la Editorial Andorra para Campo del Moro y la traducción de esta misma novela al polaco.

Autor y agente volvieron a coincidir durante el primer viaje de Aub a España, en 1969, y Riera resume el programa de su visita en los siguientes términos:

Cuando Aub regresó a España, en septiembre de 1969, ella se encargó de acogerlo, llevarlo a su apartamento de Cadaqués, presentarle además de los vips catalanes asiduos del lugar, Tusquets, [Oriol] Bohigas, [Rosa] Regás, etcétera, a Inge Feltrinelli y dar una fiesta en su honor en el hotel Balmoral; también le concertó entrevistas con los periodistas de todos los diarios catalanes: La Vanguardia, El Noticiero Universal, El Correo Catalán, pasando por Tele/Exprés, además de la revista Destino.

Francisco Giner de los Ríos, Ricardo Martínez, Max Aub, José Luis Martínez y Joaquín Díez-Canedo.

En La gallina ciega, subtitulada «Diario español» y publicada en diciembre de 1971 por Joaquín Mortiz (1917-1999), Aub hace un retrato profesional espléndido, de una fuerza y fidelidad kinética apabullante, de su agente literaria en plena actividad:

Anda, va, viene, corre, sube, baja, pone el coche en marcha, insulta al chófer vecino, impugna, niega, reniega, ataca, discute, arguye, redarguye, se opone, propone, rechaza, piensa, organiza, siempre tiene qué decir, apenca, adelanta, clama al cielo, pone en el disparadero, reclama, pierde, encuentra, come, bebe, tercia, paga el pato y la cuenta. Se enfada, se alegra, o, al revés, según el día o la hora, logra su utilidad y sus ventajas y las de los demás, con impulso, vehemencia, lamentaciones, interrupciones, telefonazos a diestro y siniestro.

–¿Dónde puse mi cartera?

–¿Dónde puse mis llaves?

–Tenemos que estar a las seis…

–Tenemos que estar a las siete…

–Apunta: a las ocho, firma con Carlos. A las ocho y media, desayuno con los franceses: no te olvides del contrato ni de añadir la cláusula que quiere Jorge y que me parece necesaria; a las diez aquí: tú me tienes preparada la firma y las cartas para Doubleday y Gallimard y ponle otra a Piper diciéndole que no. A las once y media viene por mí Oliver para ver a Fontanals, en Gracia, a ver si nos arreglamos con Esther. Como con los de la Guggenheim para ver si acabo de arrancarles lo necesario para la beca de Gonzalo. A las cuatro y media tengo que pasar por Tiempo para revisar el artículo de Pons, no se le vaya a ir la mano como hace quince días. A las cinco y media, no tengo más remedio de ver a quien tú sabes. Nos encontraremos a las siete, a ver qué hubo por aquí por la tarde y tenme listo lo que haya que firmar. Ceno con Ana María, en Sitges, tiene que contarme todos sus asuntos y tenemos que discutir el arreglo con Alianza… Así que…

El faro de los lectores aubianos Ignacio Soldevila (1929-2008) sitúa este pasaje, junto con el dedicado a la actriz Nuria Espert, entre los nos muestran al «Aub novelista, creador de personajes vivos y parlantes, o retratista vivaz, de animado dibujo» y que «no desmerecen en nada de los de sus personajes de fábula más logrados».

Es evidente que existía una tensión entre el anhelo ansioso de hacer llegar su obra a los lectores que tenía en mente cuando la escribió (sobre todo en el caso de la serie novelesca El laberinto mágico) y la negativa intransigente de Balcells a que eso supusiera la aceptación de unas condiciones que pudieran perjudicarle tanto a él como a la difusión de su obra. Un ejemplo muy notorio de ello se dio en el caso de la obra dramática, de la que la revista Primer Acto, y en particular su director José Monleón (1927-2016), se convirtieron en entusiastas valedores (en 1971 publicaría en Taurus El teatro de Max Aub). Ya antes del primer contacto entre Aub y Balcells esta espléndida revista había publicado en su número 52 (mayo de 1964) la que probablemente sea la obra dramática más ambiciosa del autor, San Juan, cuya primera edición había aparecido en la colección Tezontle del  Fondo de Cultura Económica en 1943 con un prólogo del prestigioso crítico Enrique Díez-Canedo (1879-1944). Si bien la edición de Pimer Acto era oportuna y necesaria, y se acompaña de un ramillete de textos de José Ramón Marra-López, José María de Quinto (1925-2005), Alfonso Sastre (1926-2021) y el propio Aub y la antecede además el mencionado prólogo de Díez-Canedo, lo cierto es que la edición del texto, acompañada de fotografías de diversos estrenos aubianos, es lamentablemente muy defectuosa. En una carta abierta a Max Aub fechada el 18 de junio de 1998, Monleón contó cómo el texto le llegó a las manos: «Veía a José María de Quinto, recién llegado de México, trayéndonos a un Consejo de Redacción de Primer Acto ‒primavera de 1964, en una cafetería de la Glorieta de Bilbao‒ el texto de San Juan junto a una reivindicación apasionada de tu personalidad y tu teatro».

José Monleón

Acerca de la negociación de Crimen y Comedia que no acaba, que se publicarían en el número 130 (de marzo de 1971), Sánchez Zapatero recoge unas palabras muy ilustrativas de Balcells: «Comprendo las dificultades que atraviesa Primer Acto y la ilusión que les hace publicarte. Lo que no comprendo es que ofrezcan sumas ridículas para ti» (Balcells consideraba que cinco mil pesetas era un mínimo exigible por un texto de Aub). Aun así, en el número 144 (de mayo de 1972) se publicaría otra obra de Aub (La vida conyugal).

Las relaciones entre autor y agente tuvieron claroscuros, altibajos o cuanto menos evolucionaron y afectaron de algún modo a su relación personal, como pone de manifiesto, por ejemplo, una lacónica anotación del diario de Aub fechada el 6 de junio de 1972: «Barcelona ‒Carmen y Luis [Palomares]‒. Grandes alharacas, pero falta cordialidad».

Teniendo en cuenta que en el archivo Max Aub se conservan tanto la totalidad de las cartas de Balcells al escritor y viceversa (209 cartas en total), así como contratos y liquidaciones, y que el archivo Carmen Balcells (en el Archivo General de la Administración) es de suponer que contenga información jugosa sobre las gestiones para encontrarle editor en España, sorprende que aún nadie se haya enfrascado en una investigación a fondo de esa relación entre dos titanes del campo literario español.

De izquierda a derecha, Esther Tusquets, Magda Oliver, Max Aub y Carmen Balcells.

Fuentes:

Max Aub, La gallina ciega. Diario español, edición de Manuel Aznar Soler, Barcelona, Alba Editorial, 1995.

Max Aub, Diarios (1939-1972), edición de Manuel Aznar Soler, Barcelona, Alba Editorial, 1998.

José Monelón, «Carta abierta a Max Aub después de ver juntos una representación del San Juan en el teatro María Guerrero», Primer Acto, núm. 274 (mayo-julio de 1998), pp.11-15.

Carme Riera, Carmen Balcells, traficante de palabras, Barcelona, Destino, 2022.

Javier Sánchez Zapatero, «Lo que importa es España: proyectos para la recuperación editorial en el epistolario entre Max Aub y Carmen Balcells (1964-1972)», El Correo de Euclides, núm. 6 (2011) pp. 33-48.

Ignacio Soldevila, El compromiso de la imaginación. Vida y obra de Max Aub, Valencia, Biblioteca Valenciana, 2003.

Pedro Tejada Tello, «Humor, amistad y proceso creativo en el epistolario entre Max Aub y algunos de sus editores españoles», El Correo de Euclides, núm. 12 (2017), pp. 145-150.

Primeras ediciones en español de Jorge Semprún

Se ha contado en muchas ocasiones cómo Jorge Semprún (1923-2011) concibió, escribió y finalmente logró publicar su primera novela, Le grand voyage (titulada inicialmente Un voyage), después de entregársela en otoño de 1962 a Monique Lange (1926-1996) en París, quien a su vez la hizo llegar a Claude Roy (1915-1997), hijo del pintor de origen español Félicien Marie Julien Claude Roy y por entonces miembro del comité de lectura de Gallimard; el peso del entusiasmo de ambos fue mayor que la indiferencia del también miembro del comité Jean Paulhan (1884-1968), quien escribió lacónicamente que no encontraba «Nada muy destacable. Tampoco nada detestable, en este relato honesto». Así pues, en 1963 Éditions Gallimard publicaba la primera novela de Jorge Semprún, que le catapultó enseguida al éxito tanto comercial como de la crítica.

No menos conocidas son las alusiones en La escritura y la vida a algunos textos literarios previos a esta novela inicial: unas «parodias de Mallarmé» y la obra de teatro en francés Soledad, escrita en 1947 y que en su momento no llegó a publicarse por oposición del Partido Comunista. Otras alusiones diversas a la obra poética de Semprún, e incluso algunos fragmentos de la misma, pudieron leerse años más tarde en la famosa novela Autobiografía de Federico Sánchez, donde incluso se referencia, por ejemplo, el poema inacabado «La primavera comienza en Barcelona» (número 7 de Cuadernos de Cultura, de 1952).

En 1953, en cambio, la Federación de Juventudes Socialistas Unificadas de España le publicó en España y clandestinamente ¡Libertad para los 34 de Barcelona!, obra teatral escrita en español sobre la huelga de los tranvías de 1951 en la capital catalana. En sus memorias, el editor Rafael Borràs Betriu menciona y cita parcialmente un poemario que debe de ser de por aquel entonces, Juramento de los españoles en la muerte de Stalin, 1879-1953, que describe como «un poema impreso en una sola cara en seis hojas de cartulina de color verde manzana, de formato 15 x 10,5 centímetros y atadas con un cordel de seda rojo, sin firma que acreditase la autoría, ni fecha ni pie de imprenta».

Así, pues, su primera obra publicada en español es bastante anterior a las colaboraciones de Semprún ‒una vez expulsado ya del Partido Comunista‒ en la famosa revista parisina de José Martínez Guerricabeitia (1921-1986) Cuadernos de Ruedo Ibérico (1965-1979), pero esta obra dramática de Semprún apenas fue accesible al común de los lectores hasta la publicación de su Teatro completo (2021).

En sus memorias cuenta el editor Carlos Barral (1928-1989) su versión de cómo la novela del debutante Jorge Semprún se impuso a La ciudad y los perros ‒con la que Vargas Llosa acababa de obtener el Premio Biblioteca Breve‒ en las votaciones del Premio Formentor de 1962, que, además de la dotación económica, conllevaba la traducción a las diversas lenguas en las que operaban los editores convocantes, y asigna un papel relevante en ella a Monique Lange y a su marido Juan Goytisolo (1931-2017).

Por desgracia, la censura franquista impidió que Barral publicara entonces en español Le grand voyage (si bien ese año se le permitió publicar K.L. Reich, de Amat-Piniella), y según consigna el 5 de julio 1964 Max Aub (1903-1972) en sus diarios, Joaquín Díez-Canedo, que tenía un trato con Barral, llegó a un acuerdo con Carlos Robles Piquer (1925-2018) para no publicarla en México a cambio de que dejaran entrar en España algunos de los libros por él editados. Añade además Aub que esa censura se debía, según le contó Díez-Canedo, a «la actitud del autor frente al régimen» más que al contenido de la obra, y en este sentido vale la pena insistir en que ese mismo año 1963 sí se autorizó la publicación una obra en cierto modo temáticamente emparentada con la de Semprún, K. L. Reich, de Joaquim Amat-Piniella (1913-1974).

Así pues, el siguiente texto en español de Semprún que llegara a los lectores fuera probablemente la traducción que Floreal Mazía (1920-1990) hizo de Que peut la littérature, un compendio de textos preparado por Yves Buin ‒de Simone de Beauvoir, Yves Berger, Jean-Pierre Faye, Jean Ricardou, Jean-Paul Sartre y Semprún‒ aparecido inicialmente en L’Herne, que en Argentina publicó la editorial Porto en 1966 en la colección Perfil del Tiempo, con un prólogo de Noé Jitrik, .

Le grand voyage no saldría en español hasta la edición limeña de Ediciones Huáscar (de 1969), en traducción de Esteban Sánchez, después de que Gallimard le publicara L’evanouissement en 1967 y La deuxième mort de Ramon Mercader en 1969 (con la que ganó el Premio Femina). Al año siguiente apareció traducida por Núria Petit en La Habana y editada por el Instituto del Libro en la colección Cacuyo.

Sin embargo, ese mismo año 1970 aparecía en el Libro de Bolsillo de Alianza una edición de El niño, de Jules Vallès (1832-1885) en traducción de Victoria Bastos (1921-¿?), acompañada de una nota crítica de Émile Zola (1840-1902) y de un prólogo de Semprún. También están fechadas ese año la edición caraqueña de La segunda muerte de Ramón Mercader, traducida por el argentino Eduardo Gudiño Kieffer (1935-2002) y publicada por Tiempo Nuevo en su colección Ancho Mundo, y la edición en la Biblioteca de Cultura Socialista de Ruedo Ibérico de La crisis del movimiento comunista, de Fernando Claudín (1915-1990), acompañado de un prefacio de Semprún.

Cuatro años más tarde, la combativa editorial barcelonesa Aymà publicó en su memorable colección Voz Imagen el guion firmado por Costa Gavras y Semprún de Z (o la anatomía de un asesinato político), en traducción de Enric Ripoll i Freixes (1928-1992) y con un prólogo de Jacques Lacarrière (1925-2005).

No fue hasta una vez muerto el dictador español cuando empezó a publicarse con cierta asiduidad en español la obra de Semprún. En 1976 pudo finalmente Seix Barral incluir en su emblemática colección Biblioteca Breve una nueva versión de Le grand voyage, traducida por Rafael Conte (1935-2009) y su esposa Jacqueline Imbert. En sus memorias, además de quejarse de lo exiguo del pago recibido por ese trabajo, afirma Conte que ya el 4 de diciembre de 1969 había sido el primero en dar noticia por extenso de su obra en francés en un artículo a toda página en Informaciones (y ténganse en cuenta que por entonces este periódico era tamaño sábana), si bien la censura hizo cambiarle el título original («Jorge Semprún o el destino del marxismo») por «Jorge Semprún o el destino de Occidente».

El mismo año aparecía editado por Elías Querejeta (1934-2013) el guion de la muy influyente y polémica El desencanto, de Felicidad Blanc (1914-1990), Juan Luis Panero (1942-2013), Leopoldo María Panero (1948-2014) y José Moisés Panero (1951-2004) precedido de un prólogo de Semprún. La película, dirigida por Jaime Chávarri y a la que la censura se había ocupado de cortar toda referencia a las experiencias sexuales del poeta franquista Leopoldo Panero (1909-1962) en la cárcel, fue escandalosamente retirada por su su productor (Querejeta) del Festival Internacional de San Sebastián de 1976 en protesta por la represión gubernamental en Euzkadi. Recuérdese que en marzo de ese año se habían producido los conocidos como «Sucesos de Vitoria», que se saldaron con cinco muertos y de los que se han señalado como corresponsables políticos a Manuel Fraga Iribarne (1922-2012), ministro de Gobernación, Adolfo Suárez (1932-2014), ministro de jornada por estar ausente de España Fraga, Alfonso Osorio (1923-2018), ministro de Presidencia, y Rodolfo Martín Villa, ministro de Relaciones Sindicales y el único inculpado ‒y no por la justicia española sino por la jueza argentina María Romilda Servini‒ por genocidio y crímenes contra la humanidad.

Semprún con las traducciones de Le grand voyage

Además del guion de Las rutas del sol (salido de la madrileña Imprenta Carmen Moreno), en 1977 aparece un prólogo de Semprún a 1919-1930: la rebelión de las masas, de Manuel Vázquez Montalbán (1939-2003), publicado por Difusora Internacional, pero ese año quedará marcado por el Premio Planeta, dotado en esa convocatoria con cuatro millones de pesetas y que el autor obtiene con la novela Autobiografía de Federico Sánchez, y a él le seguirían en los años siguientes otros dos escritores considerados de izquierdas, Juan Marsé (1933-2020) y Vázquez Montalbán, en lo que retrospectivamente parece una operación muy consciente y planificada por parte de la editorial Planeta. En el primer volumen de sus memorias, el editor Rafael Borràs Betriu alude a los numerosos viajes que hizo a Madrid para convencer a Semprún de que se presentara al premio.

Una vez muerto Franco (y legalizado el PCE), pues, Semprún entra por la puerta grande de la edición española y sus libros siguientes no sólo serían publicados en español por la empresa de José Manuel Lara ‒excombatiente franquista pero sobre todo empresario‒, sino que además figuró como miembro del jurado del Premio Nadal (cuando la editorial que lo convocaba ya pertenecía a Planeta) que galardonó Beatriz y los cuerpos celestes, de Lucía Etxeberría, en 1998.

Fuentes:

Pierre Assouline, Gaston Gallimard. Medio siglo de edición francesa, traducción de Ana Montero Roig y prólogo de Rafael Conte, València, Edicions Alfons el Magnànim, 1987.

Max Aub, Diarios (1939-1972), edición, estudio introductorio y notas de Manuel Aznar Soler, Barcelona, Alba Editorial, 1998.

Carlos Barral, Memorias, edición de Andreu Jaume, Lumen, 2015.

Rafael Borràs Betriu, La batalla de Waterloo. Memorias de un editor, Barcelona, Ediciones B, 2003.

Concepción Canut i Farré, «Traducción o bilingüismo sempruniano», en Francisco Lafarga y María Luisa Donaire Fernández, coords., Traducción y adaptación cultural España-Francia, Oviedo, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Oviedo, 1991, pp. 329-336.

Rafael Conte, El pasado imperfecto, Madrid, Espasa, 1998.

Lola Díaz, «Jorge Semprún, un caso particular de autotraducción», en V Encuentros complutenses en torno a la traducción, Editorial Complutense, Universidad Complutense de Madrid, 1995, pp. 265-268.

Ofelia Ferrán, «”El largo viaje” del exilio: Jorge Semprún», en El exilio literario de 1939, edición de Manuel Aznar Soler, Barcelona, Gexel, 1998, vol. 2, pp. 107-116.

Albert Forment, José Martínez: la epopeya de Ruedo Ibérico, Barcelona, Anagrama, 2000.

Italo Calvino y Carlos Barral

A Cristina Suárez Toledano,

con los mejores deseos y toda la confianza en su éxito.

Italo Calvino

El 24 de mayo de 1959, desvinculado del Partido Comunista, enfrascado con Elio Vittorini (1908-1966) en el proyecto de revista Il Menabò y habiendo cerrado ya la trilogía Nuestros antepasados con El caballero inexistente, llegaba a Barcelona Italo Calvino (1923-1985) para participar en Formentor, en calidad de representante de Einaudi, en el Primer Coloquio Internacional de Novela organizado por Jaime Salinas (1925-2011) a instancia de Carlos Barral (1928-1989) y gracias a la red de relaciones de Monique Lange (1926-1996). Son muy abundantes los datos e indicios que permiten situar en ese momento el arranque de la actividad de Calvino como propiciador del intercambio entre las culturas de raíz hispánica y la italiana, que tendría continuidad en los encuentros de los tres años siguientes y que se reflejaría en diversas ediciones y en unos cuantos proyectos frustrados. Además de con Barral y Salinas, en estas reuniones Calvino conocería al entorno de lo que se ha llamado la Escuela de Barcelona (Barral, Gil de Biedma, Costafreda, los Goytisolo, Ferrater, Castellet…), pero también a Miguel Delibes, a a Camilo José Cela, a Gabriel Celaya, a Juan García Hortelano, a Jesús López Pacheco o a Carmen Martín Gaite. Sin embargo, en ese momento, en que Calvino estaba empezando a desinteresarse por el neorrealismo por considerar que había fallado en sus objetivos y a explorar nuevas opciones estéticas, pronto le interesó más la novela latinoamericana de autores como Rulfo o Cortázar que la española, que en el contexto de la narrativa occidental podría considerarse epigonal.

En ese momento la literatura latinoamericana estaba siendo divulgada en Italia sobre todo por editoriales como Guanda (que ya en los años cuarenta había demostrado un enorme interés por la literatura hispánica, seguramente por obra y gracia de Oreste Macrì) y en menor medida por Bompiani y Feltrinelli, pero también Einaudi había publicado por ejemplo a Jorge Luis Borges ya en 1955, animado por la recomendación de Gallimard, y resulta indicativo que la primera traducción de esa obra fuera traducida (por Franco Luncentini) a partir de la traducción francesa (firmada por P. Verdevoye y N. Ibarra). De ese mismo 1955 es la publicación de un volumen de la Poesia de Pablo Neruda en traducción de Salvatore Quasimodo (1901-1968), con lo que esa edición, ilustrada por Renatto Guttuso (1911-1987), reúne a dos escritores premiados luego con el Nobel de Literatura.

En cuanto a la literatura española, Francesco Luti subrayó en su tesis que ya en carta de Barral fechada el 14 de junio de 1956 éste recomendaba a Einaudi la traducción al italiano de La colmena, de Cela (desconociendo quizá que el año anterior ya la había traducido Sergio Ponzanelli y publicado Aldo Martella Editore); El Jarama, de Sánchez Ferlosio; El camino, de Delibes, y Duelo en el paraíso, de Juan Goytisolo. Justo el año siguiente aparecía en Einaudi la muy influyente edición en dos volúmenes del Quijote en traducción de Vittorio Bodini (1914-1970) y con las ilustraciones de Honoré Daumier (1808-1879), pero en esos años también la cultura española más reciente tendría una presencia muy notable en los catálogos de Einaudi: el ensayo Gli intellettuali e la guerra di Spagna (1959), de Aldo Garosci; la edición de Elena Croce de los Poeti del Novecento (italiani e stranieri) (1960), que incluía a Alberti, Guillén, Juan Ramón Jiménez, Lorca, Machado, Unamuno; La familia de Pascual Duarte (1960), traducida por Salvatore Battaglia; Las afueras (1961), de Luis Goytisolo, que en 1958 había obtenido el Premio Biblioteca Breve de Seix & Barral, traducida por Luisa Orioli; Fiesta al noroeste (1961), de Ana María Matute; Tormenta de verano (1962), de Juan García Hortelano y traducida también por Orioli; la muy polémica antología Canti de la nuova Resistenza spagnola (1939-1961) (1962), que tantos problemas acarrearía a Einaudi con las ultraderechas españolas e italianas; La hora del lector (1962), de Josep Maria Castellet: la antología de Bodini de Poeti surrealisti spagnoli (1963); El Jarama (en traducción de Raffaela Solmi) (1963)…

En lo que se refiere a la dirección contraria, en 1956 Barral había presentado a censura dos novelas breves del muy einaudiano Cesare Pavese (1908-1950), Il compagno y La spiaggia, aunque solo del segundo recibió autorización y con mutilaciones muy notables en cuanto a su extensión, de modo que se le añadieron otros textos narrativos breves y se publicó con el título La playa y otros relatos (en traducción de Enrique Sordo). Como se verá, ciertos aspectos de este episodio empezaron a enojar al agente literario de Pavese, que lo era también de Calvino.

La llegada de Calvino a España coincide con el momento en que éste está empezando a dar a conocer en Italia algunos escritores muy barralianos, como Juan Goytisolo, que en 1959 y justo antes del viaje había publicado en Einaudi Fiestas (traducida por Vittorio Bodini), a la que seguirá unos años después La isla. Pero todo parece indicar que la circulación de textos funcionó sobre todo en dirección opuesta, y que fracasó por los problemas organizativos y de comunicación de Seix & Barral y sobre todo de su tormentosa relación con el principal agente de los escritores italianos más pujantes, Erich Linder (1924-1983), quien en 1951 había pasado a dirigir la Agenzia Letteraria Internazionale (ALI), que representaba entre otros muchísimos a Giorgio Bassani, Dino Buzzati, Benedetto Croce, Beppe Fenoglio, Carlo Emilia Gadda, Eugenio Montale, Elsa Morante, Leornardo Sciascia, Italo Svevo o el propio Calvino; de hecho, en ese momento la ALI era la única agencia literaria de importancia internacional en Italia.

En junio de 1960, Barral escribe a Linder expresándole su intención de publicar en su editorial una novela publicada por Einaudi, La ragazza di Bube, con la que Carlo Cassola (1917-1987) acababa de ganar el Premio Strega y cuyos derechos cinematográficos no tardaron en venderse para que Luigi Comencini hiciera una notable película (protagonizada por Claudia Cardinale y Georges Chakiris); a principios del mes siguiente añade el interés por otra novela de Cassola, Fausto e Anna. Ante este perentorio interés, Linder se mueve para satisfacer la intención de Barral de adquirir los derechos mundiales de estas obras en lengua española, lo que supone atajar las posibles aspiraciones de los editores americanos que pudieran tener en estudio o incluso derecho preferencial sobre las obras de Cassola (probablemente se tratara de Sudamericana). En cualquier caso, ya en carta del 20 de julio de 1960 el agente informa a Barral de que los derechos sobre las dos obras que desea están disponibles; y aquí empiezan los problemas con la censura, que hacen que el editor barcelonés renuncie a los derechos y en consecuencia que Cassola vea cómo la aparición en español de su obra más exitosa se retrase. Finalmente, Sara Gallardo tradujo La ragazza y Dolores Sierra El cazador para la bonaerense Sudamericana, que las publicaría en 1963 y 1965, respectivamente.

Dos años después, también es la censura la que obliga a un cambio de planes, y la oferta por La calda vita, de Pier Antonio Quarantotti-Gambini (1910-1965), se sustituye por otra obra del mismo autor (Cavallo di Tripoli), pero, aun siendo comprensivo con los problemas a los que se enfrentaban los editores españoles bajo el franquismo, lo que hizo que Linder perdiera la paciencia fue el modo de trabajar caótico, los errores en los documentos y los retrasos en los pagos de la editorial capitaneada por Barral, y en palabras de Sara Carini, que ha estudiado con detenimiento estas relaciones a partir sobre todo de los epistolarios:

Los pagos empiezan a solicitarse y Linder demuestra ahí toda su firmeza: las cartas se vuelven secas, duras y amenazan con anular todo tipo de contrato si no llega el pago y, en el caso de que no llegue y el libro se publique –algo que ya se había dado con Pavese–, denunciar a los editores por fraude. Finalmente, la cuestión se aplaca, pero estas son quizás las razones por las que a partir de 1963 la agencia de Linder deja de ser tan complaciente con Seix Barral y los problemas empiezan a acumularse en un sinfín que explota, en 1965, en la amenaza de dejar de enviar libros a Seix Barral.

Carlos Barral

No menos engorroso debió de ser el envío del contrato por Teoriche del film de Guido Aristarco (1918-1996) en junio de 1963, y ver cómo a finales de año el editor los devolvía sin firmar y sin aclarar el motivo por el que la censura le había denegado autorización, tras haberlo presentado en dos ocasiones (con los consiguientes retrasos en ver publicado el libro, que no se publicaría hasta 1968, en Lumen, en una edicion ampliada). Las gestiones de quienes representaban a la Agenzia Letteraria Internazionale en España, la recién instalada en Barcelona International Editors (IECO), no obtenían resultados mucho mejores, pese a las constantes reclamaciones de respuestas acerca de manuscritos enviados para su estudio y de pagos pendientes.

Tal como lo resume Sara Carini: «Entre 1965 y 1966 las relaciones empeoran y los problemas son siempre los mismos: censura y dinero». Y llegó un momento en que Calvino se vio en medio del rifirrafe. Ante la negativa de Linder a aceptar la necesidad expresada por Barral de traducir de nuevo obras de Calvino que ya se habían publicado en Argentina con demasiados americanismos para su gusto —El sendero de los nidos de ara­ña (1956) y Las dos mitades del vizconde (1956), en la Editorial Futuro, El barón rampante (1958) en Compañía General Fabril Editora, Entramos en la guerra (1961) en Peuser e Idilios y amores difíciles (1962) en Losada—, en carta del 16 de junio de 1966 Calvino mostró al editor catalán su acuerdo con tal conveniencia, pero adujo la negativa de Linder, tras mostrarle éste los números de sus tratos con Barral, como un problema irresoluble, comprensible y ante el cual nada podía hacer él. Sin duda Calvino, por su amplia experiencia como editor y porque a esas alturas debía de conocer a Barral, debió de comprender con claridad dónde residía el problema, y sabía bien que una de las funciones de una agencia literaria es evitar a los autores —que son sus auténticos clientes— tener que pelearse con los editores por cuestiones de dinero que puedan enturbiar sus relaciones o perjudicar la divulgación de sus obras. Pero es absurdo pensar que un agente literario actuara en contra de los deseos y los intereses de su cliente o tomara sin su consentimiento decisiones que afectaran a su obra, sobre todo cuando se trataba además de un escritor que conocía bien el sector editorial. Aun así, y para complacer en la medida de lo posible a Barral, Calvino obtuvo de Linder el compromiso de que, si en algún momento quedaban libres los derechos de algunos de sus libros (si caducaban y las editoriales americanas no los renovaban), Seix Barral fuera la primera editorial en ser informada de ello. ¿Qué más se podía pedir razonablemente?

Erich Linder

De ahí, entre otros motivos, que resulte tan sorprendente el pasaje en que (confundiendo además la ALI con IECO y, en una nota, al editor Jaime Salinas con el futbolista Julio Salinas) Francesco Luti resume del siguiente modo en Cuadernos Hipsanoamericanos la razón de que en España la obra de Calvino no se publicara regularmente en castellano (sí en catalán, y gracias a Castellet) hasta los años ochenta: «El mayor impedimento estaba cerca del mismo Calvino: fue su propio agente literario, el judío Erich Linder, de International Editors, quien se reveló un hueso demasiado duro de roer para los dientes de Barral, que siempre se arrepentiría de no haber incluido finalmente a Italo en su catálogo».

Fuentes:

Sara Carini, «Censura, economía y literatura: los contactos entre la editorial Seix Barral y Erich Linder», Oggia. Revista Electrónica de Estudios Hispánicos, núm. 28 (2020), pp. 243-258.

Italo Calvino

Monica Ciotti, «Italo Calvino in lingua spagnola. Dall’escordio argentino allá prima edizione castigliana pubblicata in Spagna», Cuadernos de Filologia Italiana, núm. 28 (2021), pp. 363-378.

Ernesto Ferrero, La tribu Einaudi. Retrato de grupo, traducción de Chiara Giordano y Javier Echalescu y prólogo de Manuel Rodríguez Rivero, Madrid, Trama Editorial (Tipos Móviles 31),  2020.

Francesco Luti, Italia-España, un entramado de relaciones literarias: la «Escuela de Barcelona», Tesis doctoral, Universidad Autónoma de Barcelona, 2012.

Francesco Luti, «Italo Calvino en España», Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 785 (noviembre de 2015), pp. 2-17.

Michel Martino, Calvino editor e ufficio stampa. Dal «Notiziario Einaudi» ai Centopagine, Roma, Oblique Studio, 2012.

Un caso de plagio en el Premio Planeta que no es el de Cela (ni el de Carlos Rojas)

De los muchos y diversos tipos de escándalos que han rodeado el Premio Planeta (miembros del jurado díscolos, premiados que tenían la obra ya contratada por otra editorial, sospechas de apaños, etc.), tal vez el más abundante a lo largo de la historia de este galardón sea el de los plagios. Las acusaciones de María del Carmen Formoso (1940-2020) a Camilo José Cela (1916-2002) —por La Cruz de san Andrés— y el de Dolores Rivas Cherif (1904-1993) a Carlos Rojas (1928-2020) —por Azaña—  quizá sean los más sonados, pero menos conocido es el que en 1983 rodeó la novela de José Luis Olaizola (n. 1927) La guerra del general Escobar.

De hecho, el premio de 1983 es sobre todo recordado, gracias sobre todo al libro de memorias de Mario Muchnik Lo peor no son los autores, como el que debía ganar Juan Benet (1927-1993), que en 1980 ya había sido finalista con El aire de un crimen, pero el caso es que el jurado de esa convocatoria proclamó finalista a Fernando Quiñones (que ya había sido finalista en 1979) por La canción del pirata y ganadora a la novela en que Olaizola recreaba parcialmente la vida del general Antonio Escobar Huerta (1879-1940), quien durante la guerra civil había estado al mando de un contingente formado por milicianos de la columna Tierra y Libertad y guardias civiles de la comandancia de Barcelona y al término de la guerra fue fusilado en el castillo de Montjuïc.

No había pasado ni una semana de la concesión pública del premio cuando saltó a las páginas de la prensa la denuncia que contra el autor de la novela había interpuesto Pedro Massip Uriós, ayudante de campo de Escobar durante la guerra en el frente de Extremadura y por entonces casado con una sobrina del general. Según contó por entonces Massip, en 1969 y por encargo de Alfredo Escobar (de Suevia Films), había empezado a trabajar en un guion cinematográfico basado en la biografía del general que no llegó a buen puerto, pero que había recuperado años después para proponérsela a RTVE y lo dio entonces a leer a Olaizola para que revisara el texto y acabara de darle forma cinematográfica (en 1981 había estrenado Olaizola Palmira, con guion y dirección de él mismo).

El 19 de octubre La Vanguardia recogía la primera reacción ante esta denuncia del propietario de Planeta, José Manuel Lara (1914-2003), del siguiente modo:

… en su calidad de portavoz de la editorial que otorga el galardón, mostró su sorpresa y comentó a este periódico que «por aquello de la morbosidad, no me desagrada que hablen, aunque sea mal, del premio». Declaró que la editorial «ni entra ni sale» en las responsabilidades en las que haya podido incurrir el autor y fue tajante al afirmar que era «una frivolidad tremenda que alguien acuse de plagio a otra persona sin haber leído previamente lo que ésta ha escrito».

José Manuel Lara Hernández, «leyendo».

De todos modos, la primera edición no se hizo esperar, está fechada en ese mismo 1983, y según declaró entonces Lara (1914-2003): «Nosotros hemos hablado con Olaizola y no niega que visitó a Massip y que se llevó una copia del guion. En el epílogo de la obra le agradece la ayuda prestada para reconstruir la vida del general». Vale la pena añadir que en el artículo de La Vanguardia citado (posterior a la entrega del premio, atemnción a la cronología), el autor declaraba: «comprenderá que anteayer redactara en Barcelona un epílogo a mi novela en el que expreso mi agradecimiento a todos cuantos me han hecho posible con su ayuda la reconstrucción de la biografía novelada del general Escobar». Tampoco ante la prensa Olaizola negó haber leído el guion, que en declaraciones a El País describió como «un tocho que distorsionaba la imagen que ya me había formado, un guion que es infumable, incluso para un lector técnico», pero planteó la cuestión como una coincidencia y aseguró haber accedido al texto de Massip cuando ya llevaba muy avanzado su propio proyecto novelístico sobre Escobar.

José Luis Olaizola.

Lo interesante en este caso es que la acusación era por «plagio ideológico» o no textual —es decir, la apropiación de una idea ajena, no por un burdo copia y pega como pudo ser por ejemplo el caso de Ana Rosa Quintana—, y probablemente fuese el primer caso en España en que se aceptaba a trámite una acusación de estas características (y valdrá la pena anotar que llevó el caso de Massip el famoso y luego mediático abogado Javier Nart, que con el tiempo acabaría por publicar libros en sellos del grupo Planeta). Resulta curioso que el auto de procesamiento, dictado por el Juzgado de Instrucción número 6 de Barcelona, se sustentara en el informe de un catedrático de Literatura de la Universitat de Valencia, Miquel Company, y en el de un editor que por entonces, justa o injustamente, aún arrostraba con el sambenito de haber dejado pasar la oportunidad de publicar Cien años de soledad, el senador socialista Carlos Barral (1928-1989), quien no tenía precisamente fama de buen lector de novelas.

En mayo de 1984 prestaba declaración en el juzgado Olaizola, y a la salida anunció su intención de presentar una querella porque «se ha aprovechado del eco del Planeta para hacer una película con el guion que plagia la estructura de mi novela», y ciertamente por entonces (en septiembre de 1984) se había estrenado Memorias del general Escobar, una película dirigida por José Luis Madrid a partir de un guion de Massip e interpretada por Antonio Ferrandis, Fernando Guillén, Luis Prendes, Jesús Puente, etc. De hecho, J. L. Madrid le había propuesto el proyecto inicialmente a Olaizola, y sólo cuando este se negó (porque ya estaba en negociaciones con el director Antonio Mercero para llevar a la pantalla su novela) le compró el guion a Massip.

El 6 de diciembre de 1984, Ferran Sales publicaba en El País un artículo en el que recogía fragmentariamente algunos de los pasajes del auto de procesamiento dictado por el juez Luis María Villarino, que indica que Olaizola «basó y sustentó ideológica y técnicamente» su obra en la de Massip. Y añade que se apropió:

Las ideas, estructuras, datos sustanciales, escenas, elementos y guion de la obra de Pedro Masip, incluso describiendo pasajes del mismo en idéntica similitud conceptual y sustancial […] se limitó a cambiar la redacción de esta novela y presentar el libro como obra propia.

Al galardonado novelista se le pedía un depósito de cinco millones, al tiempo que se instruía una segunda pieza judicial acerca de los beneficios generados por la venta de la novela tanto para el autor como para la editorial (además de haber aparecido en Club Planeta y Círculo de Lectores, en 1984 había aparecido la tercera edición), y como consecuencia de la misma en enero de 1985 se dictó un auto instando a la editorial a retirar de la venta la obra de Olaizola. Al parecer esto no importaba en exceso a la editorial, pues según Fernando Lara las ventas —acaso porque ya se había publicado el Premio Planeta de 1984, La crónica sentimental en rojo, de González Ledesma— por entonces se habían estancado en unas 200.000 copias.

En su informe de descargo, se adujo la autoridad de escritores (Luis Romero), historiadores (Ramón Salas Larrazábal), críticos literarios (Manuel Cerezales) y catedráticos de Literatura (Ricardo Gullón, José Luis Varela y Domingo Yndurain), después de cuyo estudio el juez levantó la prohibición de seguir vendiendo la novela, pero se fijó una fianza de cincuenta millones a la editorial, que enseguida anunció su intención de recurrir.

No parece que el caso tuviera más repercusión en la prensa (¿tal vez se llegó acaso a un acuerdo extrajudicial?). Pero en 1990 La guerra del general Escobar llegó a la decimosexta edición en la Colección Autores Españoles e Hispanoamericanos (al margen de todas las otras ediciones mencionadas).

A este podría añadirse aún, además de los casos referidos al principio, por lo menos la denuncia de Manuel Villar Raso a Cristóbal Zaragoza (premiado en 1981 por Y Dios en la última playa) y algunos rumores intensos y persistentes que quedaron en nada (como el que rodeó a Maruja Torres cuando ganó en el año 2000 por Mientras vivimos). ¿Qué sería un Premio Planeta sin polémica, sea esta fundamentada o alentada por la propia editorial?

Fuentes:

Rafael Abella, José Manuel Lara, el editor, Almuzara, 2021.

Inés Ballester, «Pedro Massip, satisfecho por la retirada del libro de Olaizola», El País, 20 de enero de 1985.

Jordi Bordas y E. Martín de Pozuelo, «El juez fija una fianza de 50 millones a Planeta», La Vanguardia, 27 de febrero de 1985.

A. C., «El último ganador del Premio Planeta, acusado de plagio, prestó declaración», La Vanguardia, 31 de mayo de 1984.

R. M. C. «Acusan de plagio al último Premio Planeta», La Vanguardia, 19 de octubre de 1983.

José Martí Gómez, Los Lara. Aproximación a una familia y a su tiempo, Barcelona. Galaxia Gutenberg, 2019.

Fernando González Ariza, Literatura y sociedad. El Premio Planeta, tesis presentada en la Facultad de Filología de la Universidad Complutense de Madrid, 2004.

Ferran Sales, «Procesado José Luis Olaizola, penúltimo ganador del Planeta, por presunto plagio», El País, 6 de diciembre de 1984.

Núria Vidal, «Barcelona acoge hoy la presentación las Memorias del general Escobar», La Vanguardia, 21 de septiembre de 1984.

Diseño editorial e identidad: Julio Vivas

El probablemente mal llamado «libro electrónico» es al libro lo que al chocolate los sucedáneos sin manteca de cacao; quizá contengan lo más importante (el texto) pero no son un libro sino más bien un archivo digital (que contiene el texto). Aun así, resulta paradójico que sigan anunciándose y promocionándose asociados a una imagen que actúa como sucedáneo de la cubierta (y vale la pena recordar que, durante los cuatro primeros siglos de existencia de la imprenta de tipos móviles, su diseño respondía a menudo a decisión del lector que encargaba la encuadernación a un taller).

La cubierta, junto con el logo y el diseño del libro en su conjunto, es uno de los principales elementos formales de que dispone el editor o la empresa editorial para comunicar su personalidad, su identidad, que al fin y al cabo es lo que, a ojos del lector, le dará credibilidad, pertinencia y, en último extremo, le hará imprescindible para salvaguardar el gusto literario —o cuanto menos la bibliodiversidad y la novedad— de la dictadura del algoritmo (pues es evidente que el algoritmo hará que se nos ofrezca lo que ya está en nuestro horizonte de expectativas, pero no lo ampliará).

Asociado al diseño, en el ámbito de la edición literaria sobre todo, está la cuestión de las colecciones, de la identidad de las colecciones. Como escribe la historiadora del arte mexicana Marina Garone Gravier en su contribución a Pliegos alzados («Entre lo material y lo visual: consideraciones para historiar el diseño editorial»):

Es posible que la preeminencia de la colección sobre el libro «en solitario» sea un comportamiento particular de la edición literaria, aunque también está en relación con la apuesta y consolidación del capital visual que una casa editora articula en torno a sus productos físicos y su identidad de marca.

En el ámbito de la edición en español, pocos casos tan flagrantes y llamativos de identificación entre diseño y casa editorial (o de «capital visual») deben de existir como el establecido entre el de Panoramas de Narrativa y Anagrama, que el fundador de Planeta, José Manuel Lara Hernández, caracterizó como «la peste amarilla» y cuyo diseño debemos a Julio Vivas. Con todo, la trayectoria creativa de Vivas quizá sigue siendo insuficientemente conocida. Del mismo modo que Max Aub caracterizó a Carmen Laforet —no sin cierta mala leche, obvio— como quien «escribió Nada y luego nada», Julio Vivas parece que solo hubiera diseñado esa colección. Y no es así ni mucho menos, sino que tanto antes como después creó algunos diseños memorables o cuanto menos muy dignos de consideración por lo que tienen también de capital visual.

Nacido en 1950, el catalán Julio Vivas (no confundir con el dibujante de cómics Julio Vivas García, 1923-2017) se estrenó en el mundo editorial como rotulista en Bruguera con apenas quince años, y unos tres después pasó a Barral como montador. Con cierta intervención del azar (o del desbarajuste organizativo), un diseño para La soledad del corredor de fondo, de Alan Sillitoe (1928-2010), publicada por Seix Barral en 1962 (coincidiendo con la versión cinematográfica de Tony Richardson), le convirtió en el diseñador gráfico por antonomasia de las novelas de esa editorial.

Con el tiempo, tal como cuenta con cierta displicencia Carlos Barral en sus memorias, Vivas se independizó y no siguió al editor barcelonés cuando éste dejó Seix Barral y fundó Barral Editores, pero si bien empezó a trabajar para otras editoriales (Círculo de Lectores entre ellas), Vivas mantuvo a Carlos Barral como uno de sus clientes importantes y diseñó las portadas de sus colecciones más emblemáticas:

Ni siquiera seguía allí el grafista Julio Vivas -escribe Barral-, tan hábil y sincero aprendiz, quien había puesto estudio y trabajaba también para otros, menguando grandemente mis oportunidades de jugar con la diagramación y las portadas, que son como el vino de postres de los editores por gusto.

Fue entonces cuando Vivas unificó para Anagrama el diseño de la colección Argumentos, y un tiempo después, ya entrada la década de 1970, diseñaría también la rompedora colección Contraseñas, completamente distinta a lo que había estado haciendo hasta entonces. Jorge Herralde ha narrado el caso concreto de la cubierta de El baile de las locas (1978), de Copi, que se publicó con una ilustración que quizás pueda evocar el rostro de Bibi Andersen, acaso porque la intención inicial del editor era emplear una foto de esta artista, siguiendo la estela de lo que había hecho con Guillermina Mota en Guillermota en el país de las Guillerminas, de Vázquez Montalbán.

A finales de esa década, que parece corresponderse con su etapa de mayor creatividad o cuanto menos de mayor impacto, empieza Vivas a diseñar también cubiertas e interiores para una importante revista cultural y política (en la órbita marxista) recién fundada por Claudi Montañá, Josep Serret y Miguel Riera, El Viejo Topo, y el diseño rompedor y colorista es precisamente uno de los argumentos no menores que explican el éxito de esta publicación.

En 1979 se produce en la sede de Barral Editores el encuentro de Julio Vivas con otro de los grandes editores barceloneses, Paco Porrúa, que por entonces estaba en Edhasa. Enseguida empieza a encargar a Vivas diseños de cubiertas, tanto para su colección de ciencia ficción Nebulae (El sueño de hierro, de Norman Spinrad, ya en 1979) como para algunos de los títulos más famosos de la colección Narrativas Históricas de Edhasa, como es el caso de la traducción de Julio Cortázar de Las memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar. Minotauro, la editorial creada por Porrúa, será otro de los clientes más fieles y constantes de Vivas, y su relación sólo se romperá cuando la empresa pasa a la órbita de Planeta, con cuyos editores no llegó a entenderse ni mucho ni poco («ya era una relación muy burocrática», declara Vivas a Castagnet).

El tan evocado encargo de la colección de narrativa ideada por Herralde cuando empezó a decaer el interés por el libro de carácter político lo contó el propio Julio Vivas en entrevista con Martín Felipe Castagnet, quien lo cita profusa y oportunamente en su tesis doctoral, y también en el aspecto gráfico pretendía desmarcarse por completo de lo que había sido Contraseñas: «Herralde me pidió una colección muy poco llamativa porque iban a ser muchos volúmenes, con una tipografía muy discreta, todo muy discreto pero elegante».

Así pues, no sólo se ocupó del diseño y realización de las cubiertas de Panorama de Narrativas, sino también del interior, como también ha detallado el propio Herralde en Un día en la vida de un editor:

El tan importante tema de la maqueta fue muy trabajado por nuestro grafista, Julio Vivas, que presentó diversos proyectos que discutimos hasta la elección final, con sus elementos tipográficos fijos y el luminoso color vainilla de fondo como signo más inequívoco. Un diseño de colección que sólo tuvo una ligera modificación en el año 1991, y que es una de las más fuertes señas de identidad de Anagrama, reforzada además por el diseño de la colección Narrativas Hispánicas, iniciada a finales de 1983, que solo se diferencia de su colección hermana en el color de fondo, gris claro.

En entrevista con Castagnet, Herralde da a entender que se conservan aún los diversos esbozos de ese diseño (no incluidos sin embargo por Jordi Gracia en Los papeles de Herralde), lo que permitiría seguir el proceso creativo de esa obra magna de Julio Vivas. Porque, justa o injustamente, igual que le sucede a Carmen Laforet, Vivas es solo (o sobre todo) recordado por una de sus obras, sin duda la más influyente y definitiva, pero a la vista del enorme listado de sus cubiertas y trabajos editoriales es evidente que son muchos más lectores que los de Anagrama los que han tenido en sus manos libros en los que puso su impronta, y es también muy reseñable la fuerte identidad con que dotó una de las etapas visualmente más marcadas de la colección Nebulae, por ejemplo, en la que Porrúa le concedía absoluta libertad para que, a partir de un resumen y una charla acerca del texto, el diseñador imaginara y creara una imagen alusiva al ambiente de la obra en cuestión. Lo cual probablemente defina bien a Porrúa, pero también a Julio Vivas. Valdría la pena, seguramente, que alguien se animara a estudiar en serio y a fondo su trabajo.

Fuentes:

Carlos Barral, Memorias, edición de Andreu Jaume, Barcelona, Lumen, 2015.

Martín Felipe Castagnet, Las doradas manzanas de la ciencia ficción: Francisco Porrúa, editor de Minotauro, tesis doctoral presentada en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata en septiembre de 2017.

Iñaki Esteban, «Cada diseño, un manifiesto», La Voz de Cádiz, 21 de julio de 2009.

Marina Garone Gravier, «Entre lo material y lo visual: consideraciones para historiar el diseño editorial», en Fernando Larraz, Josep Mengual y Mireia Sopena, eds., Pliegos alzados. La historia de la edición, a debate, Gijón, Trea, 2020, pp. 161-176.

Jorge Herralde, «Canutos con Copi», originalmente en el periódico Avui en julio de 2000, tomado aquí de Opiniones mohicanas, Barcelona El Acantilado 43, 2001, pp. 89-95. Se publicó en Buenos Aires una edición de Eloísa Cartonera, en la colección Nueva Narrativa y Poesía Sudaca Border, con el título Canutos con Copi: aventuras de un editor (2008).

Jorge Herralde, Un día en la vida de un editor y otras informaciones fundamentales, Barcelona, Anagrama (Biblioteca de la Memoria 39), 2019.

Anagrama en su contexto, Herralde en su salsa

NOTA: Esta reseña fue publicada originalmente en catalán como «Un día en la vida de un editor» en el Blog de l’Escola de Llibreria de la Facultat d’Informació i Mitjans Audiovisuals de la Universitat de Barcelona en enero de 2019.

«En el mundillo de la edición casi todo se acaba sabiendo»
Jorge Herralde

No es probable que existan muchas cátedras universitarias que lleven el nombre de una editorial; también en esto la barcelonesa Anagrama probablemente sea una excepción, como pone de manifiesto uno de los últimos capítulos de Un día en la vida de un editor (pp. 419-429), en el que se cuenta la gestación y la tarea llevada a cabo por la Cátedra Anagrama de la Universidad Autónoma de Nuevo León (Monterrey), por iniciativa del ensayista y responsable de ediciones de esta universidad, José Garza, desde su fundación el año 2007.

De izquierda a derecha, Gustavo Guerrero, Lali Gubern y Jorge Heralde.

En una entrevista de 2001 incluida asimismo en este libro («Jorge Herralde, la virtud, los tiburones y la red», p. 128-131), el también gran editor Javier Pradera señala otra de las muchas singularidades interesantes de la trayectoria de esta influyente editorial:

Anagrama es una de las pocas editoriales culturales fundadas durante los esperanzados años sesenta, a uno y otro lado del Atlántico, que han logrado sobrevivir como empresas independientes. No son muchas: solo Ediciones Era en México y un puñado de editores en España –se pueden contar con los dedos de la mano– han aguantado el huracán de las concentraciones empresariales.

Beatriz de Moura y Jorge Herralde.

Aun cuando, como también se explica en detalle en este libro («Operación Feltrinelli», p. 372-386), desde 2017 Anagrama pertenece mayoritariamente a la selecta editorial italiana fundada por el legendario Giangiacomo Feltrinelli, que la editorial barcelonesa haya perdido independencia en algún sentido está por demostrar. En cuanto a Javier Pradera, editor en el Fondo de Cultura Económica primero y luego de Alianza Editorial, han surgido en los últimos tiempos libros muy interesantes, como el de Santos Juliá Camarada Javier Pradera (Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 2012) y en particular el editado por Jordi Gracia y epilogado por Miguel Aguilar Javier Pradera: itinerario de un editor (Trama, 2017), que guarda algunos paralelismos en cuanto a estructura y contenidos con Un día en la vida de un editor: un conjunto de textos inéditos o publicados previamente en la prensa –entre los cuales, entrevistes en profundidad– o bien pensados originalmente como conferencias y discursos, ordenados temáticamente y  acompañados de una estricta selección de documentos (cartas, correos electrónicos) que vienen a cuento y resultan oportunos. Es evidente que, para reconstruir y valorar la trayectoria de Pradera, Jordi Gracia se enfrentaba a la dificultad añadida de la escasez y dispersión de la documentación propiamente editorial, pero en cambio contaba con la hoy ya más que notable bibliografía de Jorge Herralde como posible modelo.

Aun así, en el momento de analizar y evaluar la aportación de Anagrama no es Pradera sino Esther Tusquets y sobre todo Beatriz de Moura –o, dicho de otro modo, Lumen y Tusquets Editores–, los nombres que aparecen una y otra vez entrelazados en la historia de Herralde y, como no podía ser de otra manera, también tienen su protagonismo en este volumen (en particular en el texto inédito «El caso Lumen: incidentes en la absorción de una editorial independiente por un gran grupo», p. 317-320). De hecho, tal vez no haya un modo correcto de estudiar el «fenómeno Anagrama» sin analizar también en paralelo los casos de Lumen y Tusquets. Y viceversa, como ya se ponía de manifiesto, por ejemplo, en las Confesiones de una editora poco mentirosa, de Esther Tusquets (RqueR, 2005) y sobre todo en Por el gusto de leer: Beatriz de Moura, editora por vocación, de Juan Cruz Ruiz (Tusquets, 2014).

André Schiffrin y Jorge Herralde en el programa televisivo de Emili Manzano L´hora del lector

Desde el inicial Opiniones mohicanas (Aldus, 2000, ampliado en Acantilado el 2001) y a lo largo de los ocho títulos que lo han seguido hasta este Un día en la vida de un editor –que apareció coincidiendo con los cincuenta años de la editorial–, Herralde ha ido desarrollando y afinando un esquema de libro que, por el tono cercano y la heterogeneidad y diversidad del contenido, sitúan al lector en una posición de acompañante privilegiado de un paseo entretenido y ameno, trufado de anécdotas contadas con una ironía fuera de serie, por su trayectoria y su día a día; y con el bonus track, como él diría, de toparse, al doblar cualquier página, con algunos de los escritores, editores y agentes literarias más relevantes que le son contemporáneos. Pero aún hay otro bonus track adicional: un pliego de fotografías, con muchas de las cuales ya está familiarizado quien ha tenido la suerte de hojear los diversos libros conmemorativos y no venales que Anagrama ha ido publicando periódicamente.

Con Bolaño.

Del conjunto de los libros de Herralde puede extraerse una imagen de las circunstancias de todo tipo (intelectuales, sociales, políticas, culturales, e incluso deportivas) en que ha ido desarrollándose la historia de Anagrama, y tambien en cada uno de ellos se ha ido trazando la historia de Anagrama, de modo que cada nuevo volumen la actualiza y añade también una pincelada nueva, que en el caso de Un día en la vida de un editor quizá se concreta sobre todo en la mayor atención dedicada al contexto internacional, a las relaciones con otros editores y agentes literarios, pero también con escritores y críticos literarios, lo cual contribuye a situar Anagrama en un mapa más amplio de la edición literaria de los siglos XX y XXI.

Sin embargo, es eminentemente un volumen de lectura independiente y que por tanto no presupone el conocimiento previo de los libros anteriores, y así pues volvemos a encontrar un relato de los primeros pasos de la editorial, centrados sobre todo en el ensayo político y sociológico más combativo y, subsidiariamente, en la literatura underground; aparece asimismo la irrepetible aventura de Enlace, que a finales de los años setenta aglutinaba algunas de las editoriales más ruidosas y rupturistas (Anagrama, Barral, Cuadernos para el Diálogo, Edhasa, Edicions 62, Laia, Lumen y Tusquets), el nacimiento de la espectacular colección Panorama de Narrativas, que no tardaría en convertirse en sede social –y valga la expresión, por lo que tiene también de punto de encuentro– de los autores destinados a entrar en el canon de la literatura universal reciente, el momento en que los editores plantaron cara a los proyectos para acabar con el precio fijo de los libros… y todo aquello que puede satisfacer al lector interesado no sólo en la historia de esta editorial en concreto, sino en el panorama de la edición reciente.

También es cierto que este tipo de lector quizá se reencuentre con algún texto que ya ha leído o incluso con alguno que le ha oído leer al  propio Herralde (somos poco menos que una secta), pero no hay duda de que, insertos en este conjunto y situados en este determinado orden, estos textos cobran un nuevo sentido, se complementan entre sí y con los que hasta ahora permanecían inéditos y, a la manera de un trencadís gaudiniano, componen una imagen colorista, alegre y rigurosa de un fragmento de vida que a los lectores más veteranos les toca muy de cerca porque está íntimamente conectada con su propia biografía lectora.

Si algún día se hiciera lo que suele llamarse una edición ómnibus con todos los libros de Herralde, un Herralde esencial que bien podría incluirse en la anagramática colección Compendium, quizá habría que editarlo con cuidado para evitar algunas reiteraciones, pero si se le añadiera una versión actualizada de los impagables volúmenes conmemorativos y no venales que ha venido publicando Anagrama coincidiendo con sus aniversarios más sonados, tendríamos una visión completa y bastante exhaustiva de la historia de Anagrama; o, dicho de otro modo, una compacta biografía de Jorge Herralde.

Herralde, Jorge. Un día en la vida de un editor y otras informaciones fundamentales. Pról., Silvia Sesé. Barcelona: Anagrama (Biblioteca de la memoria, 39), 2019.

De telefonista en el Majestic a la editorial Premiá: María José de Chopitea

Nacida en 1915 en el seno de una familia acomodada de origen vasco-catalán asentada en lo que hoy es el barrio barcelonés de Sarrià, María José de Chopitea recibió una esmerada educación que incluyó estancias en Ginebra cursando estudios de francés que propiciaron que durante la guerra civil española, además de desempeñarse como enfermera, entrara a trabajar como telefonista en el Comissariat de Propaganda de la Generalitat de Catalunya (establecido en el Hotel Majestic).

Sobre de azúcar en el que aparece la versión simplificada del logo del Orfeó Català de Mèxic.

Al igual que tantísimos otros republicanos, como consecuencia del resultado de la guerra salió de su país en enero de 1939 y, tras pasar episódicamente por París, Ginebra y Nueva York, en noviembre de ese mismo año llegaba a México, donde enseguida entró en contacto con los ambientes culturales de la capital, y en los años sucesivos publicaría en diversos cabeceras mexicanas (Mañana, El Nacional, Nosotras, Confidencias, Todo, La Semana Ilustrada), así como en algunas publicaciones de los exiliados republicanos (Euzko Deya, Orfeó Català) y colaboraría en instituciones como El Colegio de México (entre cuyo equipo de profesores e investigadores figuraba en 1950 como ayudante de Josep Maria Miquel i Vergés [1903-1964]). El historiador Miquel i Vergés había solicitado una colaboradora para el Diccionario de insurgentes que llevaba ya tiempo preparando y no lograba terminar, pero finalmente en abril de 1953 la Junta de Gobierno del Colegio de México decidió cancelar la beca y suspender el pago a María José de Chopitea (por cierto: el libro apareció, en Porrúa, en fecha tan tardía como 1969). Su firma puede rastrearse también en publicaciones como el Boletín Bibliográfico publicado por el Departamento de Bibliotecas de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, donde dedica por ejemplo un homenaje al del violonchelista catalán Pau Casals con motivo de su visita a México («Presencia de Casals», núm. 150, marzo de 1959) o inicia en el número 157 de la misma publicación (junio de 1959) una serie de artículos sobre los Jocs Florals de la Llengua Catalana. Si bien en 1946 se había naturalizado mexicana y algunas de sus obras son expresión de esa identificación con su nuevo entorno, es evidente que mantuvo también un contacto fuerte con sus raíces culturales.

María José de Chopitea, por José Ramos Castillo.

De 1950 es el primer libro de María José de Chopitea, Lazos de infancia, recopilación de cuentos infantiles impresa a cargo de la autora en los Talleres Isla, precedida de un prólogo del poeta Vicente Echevarría del Prado (1898-1976), con portada de Manuel de Chopitea y decorado con viñetas de José Suárez Olivera, que propició que José Revueltas la definiera como «la escritora de la ternura» y que en 1997 recuperó Factoría Ediciones. Cuatro años posterior es su libro más famoso y reeditado, una extensa novela de gran carga autobiográfica sobre los avatares de los refugiados españoles en Europa, Sola, en este caso en los Talleres Editoriales Unidos, recuperado en los años setenta en Premiá. Y a este seguirían el también muy reeditado ensayo Geishuba (Jardín del Istmo), publicado sucesivamente en Editora Mayo (1960) y Libro Mex (1960 y 1961) y la pieza teatral en tres actos prologada por el dramaturgo Federico S. Inclán (1910-1981) La dictadora (Costa-Amic, 1963), que se basa en un episodio de la vida de Margarita Nelken. No hay noticia de que se estrenara, pero Pedro Gringoire la describe como «en conjunto vigorosa, valiente, llena de sentimiento y sinceridad, de gran acierto psicológico, con profunda temática humana y escrita con agilidad y buen gusto». La obra de Chopitea publicada en volumen se cierra con un texto a medio camino entre el ensayo y la prosa poética: In Memoriam. Tributo póstumo a Luis Octavio Madero, publicado con dibujos de la muralista y fotógrafa mexicana Josefina Quezada (1925-2012) en 1965,  también por Costa-Amic.

Cubierta de la primera edición de Lazos de infancia.

En 1964 su nombre figura entre los miembros fundacionales de la Asociación de Escritores de México (núm. 36), pero no fue hasta finales de la década de los setenta, que Chopitea, que la década anterior había sido secretaria y mecanógrafa del célebre pintor David Alfaro Siqueiros (1896-1974) así como de quien llegaría a ser presidente de Colombia Carlos Lleras Restrepo (1908-1994), entró de lleno en el mundo editorial como fundadora en 1976 de la editorial Premiá, un proyecto en el que se ocupa de la administración y en el que le acompañaban Margarita Millet (gerente general), José Miguel Tola (producción) y el bibliófilo de origen peruano Fernando Tola de Habich (editor), conocido en España por su paso por Barral Editores y por la dirección de Distribuciones de Enlace Mexicana (cuando esta había pasado ya a manos de Labor), acerca de quien escribe Carlos Barral en sus memorias:

Tola había convertido en industria transterrada una granja fortificada en la que antes había criado conejos y vacuno, y así mantenía la editorial en Ciudad de México. Mi hijo Alexis estuvo allí una temporada de aprendiz entre los indios descalzos. Con Tola hubiéramos podido atar en México una parte de nuestros programas y ampliar nuestras complicidades culturales, pero era seguramente un personaje demasiado difícil o podía parecerlo a los demás.

Mayores detalles acerca de la editorial y de Tola dio el escritor mexicano de origen catalán Jordi Soler, tomando como estribo otra fuente importante en este aspecto, el libro Los años del boom, de Xavi Ayén:

En esa venerable editorial leímos, por ejemplo, El buen soldado, de Ford Madox Ford, en la traducción de Sergio Pitol, o Sentimiento del tiempo, de Ungaretti, traducido por Tomás Segovia, o el célebre De lo espiritual en el arte, de Kandinsky, o el tremendamente manoseado, y no siempre bien comprendido Tao Te King. Todos estos libros los editaba Tola en Santa Rita Tlahuapan, con la ayuda de un grupo de campesinos que echaban la mano después de sus faenas agrarias, y de su mujer, Margarita Millet, que había sido secretaria de Carlos Barral en Barcelona y cuyo lugar de nacimiento, Premià de Mar, dio el nombre a la editorial.

La editorial se estrenó en 1977 con la traducción de Los once mil falos, de Guillaume de Apollinaire, con la que se inauguraba también la colección Los brazos de Lucas, destinada a la literatura de contenido sexual y donde se publicaron también El arte de las putas de Moratín y obras de Alfred de Musset, Georges Bataille, D.H. Lawrence y Pierre Louÿs, entre otros. Casi simultáneamente se puso en marcha la colección La Nave de los Locos, con el mencionado Tao Te King, de Lao Tsé, al que seguirían Aurelia, de Gerard de Nerval, Una temporada en el infierno, de Arthur Rimbaud, en traducción de Marcos Antonio Campos, Cartas a Teresa, de José Revueltas, etc.

Otras colecciones notables fueron Los Libros del Bicho, destinada a nuevos poetas mexicanos (Alí Chumacero, Efraín Huerta, Raúl Renán), y La Red de Jonás, con una serie destinada al ensayo humanístico (Marco Antonio Campos, Fernando Tola de Habich, Álvaro Quijano) y otra a la literatura mexicana (Margo Glanz, Carlos Montemayor, Vicente Leñero o Sola de Chopitea). En coedición con el INBA (Instituto Nacional de Bellas Artes) publicó también una colección dedicada a la recuperación de textos mexicanos decimonónicos (Manuel Balbotín, Mariano Azuela…).

De 1979 es la primera traducción —muy cuestionada por su excesiva libertad—en la que aparece la firma de Chopitea, El proceso, de Franz Kafka, autor de quien traduciría también El castillo (1982) y La América (1984). Asimismo,  aparece como traductora de El Panóptico (Premiá, 1989), de Jeremy Bentham, con prólogo de Michel Foucault,  y de las obras de August Strindberg (1849-1912) Alegato de un loco (Premiá, 1984), El hijo de la sirvienta (Coyoacán, 1998) y Sólo (Coyoacán, 2002), así como responsable de la revisión y corrección de la traducción de Marco Aurelio Galindo de El agente secreto, de Joseph Conrad (1857-1924). Puede deducirse, dada la edad por entonces de Chopitea, que estos trabajos para la editorial Premiá se extendieron hasta la desaparición de la misma, en 1992, cuando su fondo cayó en manos de Coyoacán (o quizás pasó entonces a colaborar con esta última editorial).

Es de suponer que a estas alturas del siglo XXI José María de Chopitea debe de haber fallecido, pero ninguna de las fuentes consultadas ofrece datos precisos acerca de su muerte, más allá de que se produjo en México y en fecha posterior al año 2000. Un misterio.

Fuentes:

Carlos Barral, Memorias, edición de Andreu Jaume, Barcelona, Lumen, 2015.

Olga Glondys y José Ramón López García, «María José de Chopitea», en Manuel Aznar Soler y José-Ramón López García, eds., Diccionario biobibliográfico de los escritores, editoriales y revistas del exilio republicano de 1939, Sevilla, Renacimiento (Biblioteca del Exilio-Anejos 30), vol. 2, 2016, pp. 82-83.

Pedro Gringoire, ¡Por Cataluña!, México D.F., Ediciones del Orfeó Català, 1970.

Armando Pereira, coord., Diccionario de literatura, México D.F., Universidad Nacional Autónoma de México-Ediciones Coyoacán, 2004 (2ª ed. corregida y aumentada).

Jordi Soler, «El pirata del boom», Milenio, 1 de septiembre de 2014.

La Editorial Rocas y el «descubrimiento» de Vargas Llosa

vargasllosajovenEl descubrimiento de Mario Vargas Llosa (n. 1936) ha quedado comúnmente asociado a la obtención del Premio Biblioteca Breve en 1962 con La ciudad y los perros (1962), que luego ganaría también el Premio de la Crítica, y a la labor de difusión que de su obra llevaron a cabo con tesón la agente Carmen Balcells (1930-2015) y el editor Carlos Barral (1928-1989).

Sin embargo, quienes por primera vez le permitieron entrever la posibilidad de acabar convirtiéndose en escritor profesional fueron los editores de la barcelonesa Editorial Rocas, que por aquel entonces estaba consiguiendo prestigiar un galardón destinado a libros de cuentos literarios, el Premio Leopoldo Alas, mediante el cual esta singular empresa se estaba haciendo con un cierto renombre entre las jóvenes promesas del género. La idea surgió de un grupo de curiosos escritores vinculados muchos de ellos profesionalmente a la medicina: el especialista en obstetricia y ginecología Martín Garriga Roca (1900-1980); el estomatólogo Esteve Padrós de Palacios (1925-2005), que se había iniciado como ayudante de Garriga en la asistencia a partos a domicilio, el también ginecólogo Manuel Carreras Roca (1915-1997), quien antes de la guerra se financió los estudios como futbolista del Llevant y el València, y el crítico literario y poeta Enrique Badosa. A Badosa y Padrós atribuyó específicamente Vargas Llosa la posibilidad de publicar su primer libro, y en realidad la Editorial Rocas, y muy particularmente la Colección Leopoldo Alas, de cuentos, dio a conocer algunos otros nombres importantes o apoyó de un modo decisivo a jóvenes narradores que no tardarían en destacar en la segunda mitad del siglo XX.

12cuentos

La mencionada colección se había estrenado en 1956 con 12 cuentos y 1 más, con el que se da a conocer Lauro Olmo (1921-1994), quien sin embargo ya había publicado en colaboración con Pilar Enciso (1919-2000) El león engañado y Cuno (en la colección Literatura de Juglaría, Madrid, Gráficas Bachende) y el poemario Del aire (en la colección Neblí que dirigían Rafael Millán y Felipe García Ibáñez) y quien poco después se ganaría un lugar destacado en la historia de la literatura española en el terreno de la literatura dramática (La camisa, 1960; La pechuga de la sardina, 1962; English Spoken, 1967, etc.). Entre las curiosidades de este volumen se cuenta un muy buen prólogo de Enrique Badosa y la indicación de la barcelonesa calle Ausias March, número 31 (esquina calle Girona), como sede de la editorial, pues coincide con el domicilio de la clínica en la que trabajaban Esteve Padrós y su hermano Eduard, y donde previamente había tenido la suya su padre, el oftalmólogo Jaume Padrós de Gaona (1885-1943). Según reza en la página 5 de este volumen, impreso en Socitra y encuadernado en rústica:

Doce cuentos y uno más, de Lauro Olmo, fue galardonado con el I Premio Leopoldo Alas para libros de cuentos literarios en Barcelona la noche del día 3 de marzo de 1956, por un jurado compuesto por don Martín Garriga, don Manuel Carreras, don Gonzalo Lloveras, don Manuel Pla y Salat, don Miguel Dalmau Ciria, don Juan Planas Cerdá, don Esteban Padrós de Palacios y don Enrique Badosa.

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La familia Olmo al ser deshauciados de Las Pozas en noviembre de 1972.

No deja de tener su interés y su punto subversivo la reivindicación del escritor Leopoldo Alas (1852-1901) implícita en el nombre elegido para el premio y la colección, pues vale la pena recordar que la obra magna de este autor, la novela La Regenta, estuvo prohibida por la censura franquista durante muchos años, y justo por aquel entonces, ese mismo año 1956, al editor Alfredo Herrero Romero (1924-1974) se le denegó la autorización de publicarla alegando en el informe de censura que «los verdaderos protagonistas de la obra son la simonía y la lujuria, que convierten un bellísimo idilio digno de Santa Teresa o San Juan de la Cruz en un torbellino de lascivias sacrílegas».

El tercer número de la colección Leopoldo Alas (el segundo es una antología de cuentos presentados al premio) lo ocupó en 1957 un libro de quien obtuvo el premio homónimo en su segunda convocatoria, Jorge Ferrer-Vidal Turull (con Sobre la piel del mundo, prologado por Padrós), quien en 1954 había despertado la atención de la crítica con la novela El trapecio de Dios, aparecida en la lujosa colección de Josep Janés (1913-1959) La Botella Errante. Y a este le seguirían, antes de la aparición de Los jefes, las primeras obras de una serie de autores que pueden más o menos inscribirse en un tipo de realismo de crítica social: La noticia (1958), de Manuel San Martín (1930-1963), quien dos años después sería finalista del Premio Planeta con El borrador (1960); Los desterrados (1958), de Ramon Nieto (n. 1934), que previamente había publicado sólo La Tierra y que en años posteriores desarrollaría una amplia labor editorial (en Santillana, Altea, la Unesco, Salvat, Alhambra); Aljaba, de Esteve Padrós, La rebusca y otras desgracias (1958), con el que se estrenaba en las letras de molde Daniel Sueiro (1931-1986), que al año siguiente obtendría el Premio Nacional de Literatura con Los conspiradores (reeditado en Menoscuarto en 2006) y Muertos y vivos, de Julián Gállego (1919-2006), que años más tarde ganaría el Leopoldo Alas con Apócrifos españoles (1967).

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En un díptico sobre las primeras publicaciones de la colección, Eduardo Tijeras hacía un primer intento de señalar la tendencia predominante en esta colección de la Editorial Rocas, en unos términos muy de época y hoy bastante sorprendetes, y en la que se inscribiría Los jefes:

En lo referente a modismos dialogales, [Ferrer-Vidal] sigue una tendencia parecida a la de Olmo (recurrimos a la comparación para fijar y unificar de algún modo tales conceptos), es decir, que ambos gustan de poner en boca de sus personajes expresiones populares, barriobajeras, libertarias [sic] y magnetofónicas, lo que se ha venido en denominar realismo objetivo o cinematográfico, y que son, desde luego, acusadoras de un estado social vigente.

Y al libro inaugural del joven escritor peruano le seguirían otros libros no muy alejados de esta línea firmados por nombres tan notables como los de Víctor Mora (1931-2016), Ana María Matute (1925-2014), Carmen Kurtz (1911-1999) o Ignacio Aldecoa (1925-1969) entre los más destacados.

arrepentidamatuteEste es el contexto en el que se publica, pues, el primer libro de cuentos de Vargas Llosa, originalmente con prólogo de Joan Planas Cerdà, un dibujo de Clara Guillot y tan sólo cinco cuentos («Los jefes», «El desafío», «El hermano menor», «Día domingo» y «El abuelo»). El que habitualmente suele incorporarse en ediciones recientes, «Un visitante», se publicó por primera vez en la edición de la limeña Populibros Peruanos en 1963 en sustitución de «El abuelo», y fue en la edición también limeña de José Godard Editor cuando por primera vez el libro tomó la forma con que hoy es conocido, acogiendo los seis cuentos mencionados.

De escritura posterior a «Los jefes», «El abuelo» es sin embargo el primer cuento que había publicado Vargas Llosa, en las páginas de El Dominical del periódico de Lima El Comercio, el 9 de diciembre de 1956, y acerca del que posteriormente diría:

«El abuelo» desentona en este conjunto de historias adolescentes y machistas. También él es residuo de lecturas —dos bellos libros perversos de Paul Bowles: A delicate Prey y The Sheltering Sky— y de un verano limeño de gestos decadentes; íbamos al cementerio de medianoche, adorábamos a Poe y, en espera de hacer algún día satanismo, nos consolábamos con el espiritismo.

losjefesEn febrero del año siguiente «Los jefes», que el autor describió luego como «un eco desafinado de L’espoir de Malraux, que iba leyendo mientras lo escribía», apareció en forma de separata de la longeva revista Mercurio Peruano (fundada en 1918) que en aquellos años dirigía el reputado historiador peruano César Pacheco Vélez (1929-1989). Tampoco era inédito «El desafío», cuya historia editorial es un poco más compleja y se inicia cuando en 1957 lo presenta a un galardón convocado por la Revue Française y se lleva el premio (consistente en un viaje a París). Su primera aparición pública la hizo este cuento en el número 98 la mencionada revista en la traducción al francés llevada a cabo por el profesor André Coyné (1927-2015) y revisada por Georgette Marie Philippart Travers (1908-1984), más conocida como Georgette Vallejo por el hecho de ser la viuda de César Vallejo y haber logrado mantener a salvo y conservar a través de dos guerras (la civil española y la segunda mundial) el legado del poeta César Vallejo (1892-1938).

A estos tres cuentos añadió Vargas Llosa otros dos escritos más o menos por esos mismos años en el envío que desde Madrid preparó como candidatura al Premio Leopoldo Alas en su edición de 1958, en la que se alzó como vencedor y, según confesaba a Xavi Ayén, eso le decidió a tomar la seria determinación de hacerse escritor, y en términos muy similares se expresó en una entrevista con Leandro Pérez Miguel: «Ahí empezó mi vida de escritor, al menos oficialmente. Creo que [Los jefes] es un libro donde se ve una personalidad en proceso de formarse. Los jefes es un pequeño microcosmos de lo que vendrían a ser el resto de mis libros».

Es posible que la primera mención que aparece en prensa de la inminente aparición de este volumen sea la que se publicó en el número 115 de Cuadernos Hispanoamericanos (julio de 1959) del ya mencionado Eduardo Tijeras, que contiene una hoy chocante errata precisamente en el nombre del por entonces autor novel: «El último premio Leopoldo Alas, concedido recientemente al libro Los jefes, de Mariano Vargas, aún no ha visto la luz pública».

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Enrique Badosa.

Sin embargo, los cuentos de ese joven peruano de veintipocos años reunidos en Los jefes están más cerca del estilo que caracterizaba las propuestas de la Editorial Rocas que de los derroteros que iría tomando la narrativa de Vargas Llosa en los años inmediatamente posteriores. Si bien es poco cuestionable el parentesco entre los ambientes, las atmósferas, los personajes e incluso los temas presentes en estos cuentos y los que aparecen en obras como La ciudad y los perros (1963) o Los cachorros (1967), uno de los más perspicaces miembros del jurado que le galardonó, Enrique Badosa, identificó retrospectivamente el que tal vez sea principal rasgo que marca un hiato entre este libro inicial y los posteriores, durante una conversación del autor con varios editores barceloneses en 1967:

En su primera obra, Los jefes […] emplea usted un estilo que se podría denominar convencional; esto es, un estilo en el que, desde fuera de la obra, el narrador describe personajes, hechos y diálogos. En Los cachorros, por el contrario, usted se sitúa, por así decirlo, en el seno mismo de lo relatado, más casi como sujeto paciente de su literatura que como sujeto agente. Por otra parte, en Los jefes la originalidad creadora era buscada, sobre todo, en la novedad del argumento, mientras que en Los cachorros esa originalidad se busca más en el cómo se dice lo que se dice.

Es muy conocido, porque se ha repetido muchas veces, que la sugerencia de presentar su segunda obra a Carlos Barral le llegó a Vargas Llosa en París a través del hispanista Claude Couffon (1926-2013), quien consideraba al por entonces director de Seix Barral el único capaz de conseguir que La ciudad y los perros pasara sin daños excesivos por la censura española, pero en cualquier caso es evidente que, debido a la línea editorial de Rocas, centrada en el cuento realista con un componente de crítica social, la evolución del escritor peruano no hubiera tardado en desentonar en el catálogo de quienes le descubrieron como narrador.

Aun así, el galardón y la publicación a Los jefes, añadida a la de obras primerizas de tantos otros autores que no tardarían en consagrarse mediante premios de mayor relumbrón, son muy indicativos del buen olfato y la intuición del grupo que gestionaba la Editorial Rocas, capitaneado por Enrique Badosa, quien poco después se convertiría en una de las piezas importantes de la editorial Plaza & Janés, sobre todo como director del departamento de Lengua Española y de las colecciones Selecciones de Poesía Española y Selecciones de Poesía Universal.

Foto de archivo. El escritor durante una reunión de amigos. Horizontal

El grueso de los autores del boom en Barcelona. Al fondo a la izquierda, al lado de Barral, puede verse a Vargas Llosa.

Fuentes:

Xavi Ayén, «Vargas Llosa: “Barcelona me hizo escritor”», La Vanguardia, 10 de octubre de 2010.

Enrique Badosa, Juan Ramón Masoliver, Joaquín Marco, Esther Tusquets, Carlos Barral y Jose María Castellet, «”Realismo” sin límites. Vargas Llosa, diálogo de amistad», Índice, núm. 224 (octubre de 1967, pp. 21-22. Recogido en Joaquín Marco y Jordi Gracia, eds., La llegada de los bárbaros. La recepción de la narrativa hispnoamericana en España, 1960-1981, Barcelona, Edhasa (El Puente), 2004, pp. 479-484.

Ernesto Mauri, «En recuerdo de Esteban Padrós de Palacios», Luke, núm. 97 (junio de 2008).

Leandro Pérez Miguel, «Mario Vargas Llosa: “Los jefes es un microcosmos del resto de mis libros”», El Mundo, 11 de agosto de 1999.

Eduardo Tijeras, «Noticia sobre el Premio Leopoldo Alas», Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 115 (julio 1959), pp. 68-72.

Eduardo Tijeras, «Segunda noticia sobre la colección Leopoldo Alas», Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 125 (mayo 1960), pp. 236-238.

Mario Vargas Llosa, «Acerca de mis primeros cuentos», en Lauro Zavala, ed., Teorías del cuento II: La escritura del cuento, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Textos de Difusión Cultural. Serie El Estudio, 1995, pp. 207-212.

 

Carlos Barral y Jaime Salinas, caos y orden editorial

El encuentro entre quienes, por motivos muy distintos, se convirtieron en dos de los editores de referencia en la España del siglo XX, Jaime Salinas (1925-2011) y Carlos Barral (1928-1989), se produjo gracias a la intervención de un empresario francés cuya trayectoria se hace difícil de rastrear, Gilbert Garnon. La Histoire des français libres registra un Gilbert Garnon nacido en París el 24 de mayo de 1921 que se pasó a la Francia Libre y se incorporó a la Resistencia francesa en 1943. Por otra parte, la firma de un «Gilbert Garnon» aparece como responsable de unas cuantas ilustraciones pornográficas que acompañan pequeñas ediciones más o menos clandestinas debidas a firmas importantes de la literatura francesa: una Nouvelle Justine del Marqués de Sade prologada por Alain Robbe Grillet (1922-2008), un Gamiani ou deux nuits d´excès, de Alfred de Musset, prologado por la madre del ecofeminismo Françoise d´Eaubonne (1920-2005), Quelques images pour la jeunesse d´Alexandre, con textos de Roger Peyrefitte (1907-2000)…

Menos dudas hay acerca de que el Garnon que, involuntariamente, actuó de puente entre Salinas y Barral es el mismo que en la revista profesional Techniques graphiques publicó SalinasTravesíasdos artículos complementarios en los números 4 (octubre de 1956) y 11 (octubre de 1957) con los títulos respectivos «Implantation des ateliers. Cas d´un atelier travaillant sur édition et revues» e «Implantation des ateliers: L´atelier de façonnage». Y ninguna duda hay de que se trata del mismo Garnon que el 18 de diciembre da en Madrid, bajo los auspicios del Patronato Juan de la Cierva, una conferencia con el título «Cálculo de presupuestos en la industria de Artes Gráficas» y es sin duda el mismo que ya en 1956 se anunciaba en las páginas de Travail et métodes como director de una empresa dedicada a la formación profesional con sede en el número 20 de la parisina rue Delambre. He aquí como lo explica Jaime Salinas en su espléndido libro de memorias Travesías, que abarca desde su nacimiento hasta el momento en que se produjo el feliz encuentro:

Era un joven ingeniero, director de una empresa dedicada a la «racionalización y organización del trabajo», una nueva rama de la ingeniería industrial importada de Estados Unidos readaptada en Francia por un tal Charles Bedaux con el nombre de Système Bedaux. Garnon, como muchos otros, aplicaba el Système Bedaux en la industria de las artes gráficas y de la edición de libros. Ideológicamente estaba muy ligado a ese catolicismo progresista tan lleno de ambigüedades que empezaba a propagarse por Europa y había venido a España con el fin de introducirse en el nuevo mercado. […] Garnon necesitaba un ayudante que dominara el francés, el castellano y el inglés para servirle de enlace en España. […] A mediados de septiembre tenía que presentarme en Bilbao, donde me esperaría Garnon. Empezaría a trabajar el día siguiente.

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Victor Seix Perarnau i Joan Seix Miralta.

Así pues, Jaime Salinas regresó a España como empleado de Garnon, y su primer trabajo en Bilbao fue para la benemérita empresa Artes Gráficas Grijelmo, por entonces en manos de la tercera generación (Federico Guillermo Grijelmo), impulsora de iniciativas editoriales como Durvan, Neguri, Urmo, Deusto o Prisma. Prosigue Salinas:

En esta imprenta los pocos cajistas que quedaban ya no eran apuestos jovenzuelos, sino hombres encorvados, amargados viejos anarquistas derrotados que se habían salvado del pelotón de fusilamiento. Ahora eran conscientes de que los linotipistas, o Monsieur Garnon con sus reformas, podrían ponerlos en la calle.

Acompañados por los directores, Garnon y yo nos paseamos pomposamente por los talleres. Monsieur Garnon, con su arrogancia gala, ridiculizaba […] los métodos de trabajo, la distribución del material, la calidad de la impresión…

Tras haber emitido un informe proponiendo cambios tendentes a racionalizar los procesos de trabajo y mejorar los controles de calidad, Garnon y Salinas todavía estuvieron un par de semanas en Euzkadi visitando imprentas, pero no lograron cerrar nuevos acuerdos porque, según Salinas, «la verdad era que la mayoría de las imprentas del País Vasco estaban muy al día. Por mar recibían maquinaria inglesa y alemana […] Después de tres días en San Sebastián, el galo se dio por vencido». A continuación se trasladaron en tren a Barcelona, donde tenían una cita en el número 219 de la calle Provenza con Joan Seix Miralta (1903-1993) y su hijo Victor Seix Perarnau (1923-1967). Carlos Barral lo recordaba en sus no muy fiables memorias así:

Salinas apareció por Seix Barral en el otoño, quizá en octubre de 1955, como auxiliar del ingeniero Garnon, especialista en racionalización de empresas de artes gráficas y, a partir de aquella experiencia, creo yo, de editoriales […]. Cuando Victor Seix, su contratador, me lo presentó en el cuarto de los sabios, reparé muy poco en aquel ayudante norteamericano, creí entonces, de apellido español, al que debí tomar por un cronometrador o por alguien de oficio poco simpático. Observé más bien con cierta impaciencia cómo se iba quedando cada vez más tiempo en una mesa solitaria […] Garnon venía poco, Jaime estaba allí casi todo el tiempo conversando discretamente con regentes o con maquinistas o pasando anotaciones folio a folio.

SobrecubiertaBarral

Poco a poco fue estrechándose la relación, y al parecer fue el director literario, Joan Petit (1904-1964), quien cayó en la cuenta de que Jaime no podía ser otro que el hijo del famoso poeta Pedro Salinas. Según cuenta Carme Riera, la presencia de Salinas «influyó notablemente para que Seix Barral se convirtiera, con el apoyo de Petit, en una editorial moderna y, en la medida de lo posible, cosmopolita», y además intentó ejercer, en aras de un mejor funcionamiento de la editorial, una cierta ascendencia sobre el comportamiento personal tanto de Carlos Barral como de Jaime Gil de Biedma (1929-1990), con quien la formación británica que tenían en común facilitaba el entendimiento. Así juzgaba retrospectivamente Barral los primeros pasos de la iniciativa que entonces se disponían a poner en pie:

Hay que tener en cuenta, una vez más, que aquella editorial que unos pocos años más tarde, todavía en una etapa de inmadurez empresarial, había de jugar un papel importante en el rearme de la cultura literaria y humanística españolas, desmanteladas por el franquismo, nacía de la improvisación y en el más absoluto desgobierno financiero. Injertada en una empresa industrial de mediano porte que se movía a impulsos de una inercia indetenible y ritmada, la embrionaria casa editora carecía de cuentas propias, ignoraba la contabilidad de costos y no padecía de estrecheces de los presupuestos de tesorería.

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Logo de Seix Barral.

El proyecto barraliano nacía, ciertamente, en el seno de una empresa centrada por entonces en la impresión de obras para otras editoriales y en libros destinados a la enseñanza y al público infantil y juvenil, y es Salinas quien con mayor claridad ha contado –a Juan Cruz– en qué condiciones Seix aceptó integrar lo que le parecían veleidades del joven (e inexperto) Barral en el seno de una empresa de sólida trayectoria:

Lo primero que le planteé a Carlos fue cuántos libros quería publicar al año y en qué periodo, plazos de entrega y demás, para lo que me sirvió mi trabajo con el francés. Teníamos que luchar con el viejo Joan Seix, porque los libros que nosotros hacíamos él pretendía imprimirlos cuando las máquinas estaban paradas, ya que entonces el grueso de la facturación de la empresa se hacía con la impresión de calendarios, folletos o libros para otros. Yo consideraba que con ese criterio era imposible que pudiéramos hacer una editorial.

Así pues, parece que, según la versión de Salinas, coincidente en buena medida con las de Carme Riera, originalmente el problema estribaba en la escasa capacidad de organización de Barral, algo en lo que Salinas, por formación y sentido de la responsabilidad, podía ser el contrapeso idóneo. Y a ello hay que añadir la pereza y el desinterés por la novela, de la que se confesaba mal lector. Sin embargo, Barral no lo veía exactamente del mismo modo:

Sin cambiar casi en nada la que había sido hasta entonces su función de consejero externo, [Salinas] adoptó, desde dentro, un papel que los menudos acontecimientos cotidianos y una inercia dinámica que no pudo menos que traer consigo –correctivo al escepticismo de [Joan] Petit y a la escasez de mi voluntad de decisión y combate, sobre todo– hacían cada día más importante. No sé en qué momento, para satisfacción de su vanidad y tranquilidad de su progresiva conciencia profesional, ese papel se tituló oficialmente como el de secretario general, pero esa titulación no tuvo mayor trascendencia y, seguramente, la inventó él mismo.

Parece evidente que no debió de ser fácil intentar poner en orden con Barral manejando el timón. Sin embargo, menos conocida y más asombrosa resulta quizás la influencia de Salinas en aspectos más directamente relacionados con la selección de títulos, sobre todo en cuanto a narrativa y en particular de las fuentes de información, acerca de las que el propio Barral reconoció que:

Por lo que respecta a las fuentes de información, justo es decir que, hasta aquel momento, hasta la llegada de Salinas, las nuestras no habían sido mucho más completas de las que suponíamos a nuestros amigos ultramarinos: unas cuantas revistas literarias francesas, inglesas, italianas, encabezadas por la NRF y por Les Temps Modernes. Y los suplementos de algún semanario centroeuropeo. Desde Salinas las cosas cambiaron y comenzó la era de los viajes frecuentes a París, con cuartel general en el hotel Port Royal, en la esquina de la rue du Bac con la Montalembert, a veinte metros de la Gallimard, y a Milán, donde la información prácticamente universal era más nerviosa y rápida.

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María Luz Morales.

En su extraordinario diario de su estancia en España tras un muy prolongado exilio, La gallina ciega, Max Aub expone su estupefacción ante el hecho de que alguien de la posición de Carlos Barral le pregunte acerca ya no de ningún escritor cuyas obras no pudieran llegar a distribuirse en la España franquista, sino acerca de la célebre escritora y periodista barcelonesa María Luz Morales (1889-1980), que en los últimos tiempos había llevado además una muy fructífera actividad en el mundo editorial como directora de proyectos en Salvat, creadora de la editorial Surco y con colaboraciones diversas en editoriales de cierto fuste como Juventud y Araluce. Sin embargo, más jugosa todavía es la página de La gallina ciega en que Aub reproduce una conversación entre el escritor y tipógrafo exiliado Bernardo Giner de los Ríos y Carlos Barral –a quien describe como «Señorito y marxista, como hoy se debe ser, sobre todo en Barcelona»– en la que se hace evidente la, por lo menos, imperfecta información de que disponía el editor barcelonés:

Recuerdo a Bernardo contándome una conversación con Carlos:

–Te voy a dar a leer una novela española fenomenal. Tan buena como la mejor de Galdós. Una novela que no has leído nunca.

–¿Cuál? –pregunta intrigado el barbón de treinta años al de cuarenta.

La Regenta.

Bernardo se ríe.

–Si en la escuela, cuando tenía quince años, ya hacía resúmenes…

–¡No es posible!

La España, de Carlos Barral; el México, de Bernardo, que no presume, ni tiene por qué, de grandes escuelas.

–Además está publicada en la colección de Nuestros Clásicos en la Universidad [Nacional Autónoma de México]

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Max Aub (1903-1972).

Ciertamente, esa muy imperfecta información de la que disponía Barral puede atribuirse en alguna medida a los tremendos efectos de la censura franquista sobre la divulgación de la obra maestra de Clarín, pero, aun siendo un mal lector de novela, es chocante el desdén con que consideraba la literatura hispanoamericana, y más teniendo en cuenta que  posteriormente ha pasado a la historia como uno de los principales artífices del boom  de la narrativa hispanoamericana e incluso como el adalid de un proyectado puente entre los escritores españoles y los hispanomexicanos (los hijos de los exiliados):

Me sorprendió mucho, cuando conocí a Barral –cuenta Salinas a Juan Cruz–, el enorme desprecio que él tenía por la literatura hispanoamericana; decía que los latinoamericanos eran monos subidos a los cocoteros. Se produjo un incidente con Alejo Carpentier con motivo del Premio Formentor. Las delegaciones enviaban listas de candidatos y de pronto apareció el nombre de Carpentier, que a nosotros no nos decía absolutamente nada. Fue mi amigo [Gudbergur] Bergsson (¡islandés!) quien me dijo que era un autor cubano. Barral cambia por completo de actitud cuando aparecen García Márquez y Vargas Llosa, y se da cuenta de que tiene que tomarse en serio la literatura hispanoamericana.

Foto de archivo. El escritor durante una reunión de amigos. Horizontal

Castellet, García Márquez, Barral, Vargas Llosa, Félix de Azúa, Salvador Clotas, Cortázar y Juan García Hortelano en 1972.

En cualquier caso, gracias a su relación con Barral Salinas pudo hacer las primeras armas en la edición, que Carme Riera resume del siguiente modo: La colección de poesía «Colliure fue fundada en 1960 por José M. Castellet, como director, Carlos Barral, que facilitaría gracias a Seix-Barral, la impresión y distribución, Jaime Gil de Biedma y José Agustín Goytisolo, que actuarían de consejeros, y Jaime Salinas, en funciones de editor». Todos aportaron cuatro mil quinientas pesetas, salvo Salinas y Gil, que pusieron seis mil cada uno, de modo que en 1961 pudiera publicarse el primer libro de una colección cuyo éxito Castellet atribuyó significativamente a la buena distribución que consiguió Jaime Salinas.

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De izquierda a derecha, fila superior: Blas de Otero, José Agustín Goytisolo, Ángel González, José Ángel Valente, Alfredo Castellón; fila inferior: Jaime Gil de Biedma, Alfonso Costafreda, Carlos Barral y José Manuel Caballero Bonald.

Salinas tardaría aún un tiempo en convertirse en el editor de éxito económico y cultural a que debe su fama, y, retrospectivamente, juzgaría su etapa al lado de Carlos Barral en términos muy similares a los que pueden hallarse en los testimonios de quienes tradicionalmente han sido considerados sus discípulos:

Me pregunto si no aprendí más acerca de las cosas que no se deben hacer, lo que no quiere decir que olvide mi deuda con él. Lo importante de Carlos era lo que quiso hacer en cierto momento histórico en España, el esfuerzo, el empeño de introducir una literatura extranjera prácticamente desconocida y su afán y entrega admirables sobre todo al principio.

No es escaso mérito lograr introducir algunas muestras de lo mejor de la literatura europea de aquel entonces; pero no otra cosa venían haciendo desde hacia ya algunos años otros editores, como Josep Janés o Luis de Caralt, por ejemplo.

 

ICULT FONS CASTELLET JOSEP M CASTELLET J M VALVERDE JOAN PETIT CARLOS BARRAL Y VICTOR SEIX 1960

En el sentido de las agujas del reloj: Josep M. Castellet, José María Valverde. Joan Petit, Barral y Víctor Seix.

 

Fuentes:

Max Aub, La gallina ciega. Diario español, edición, estudio introductorio y notas de Manuel Aznar Soler, Barcelona, Alba Editorial, 1995.

salinasoficioeditorCarlos Barral, Memorias, edición, introducción y notas de Andreu Jaume, Barcelona, Lumen, 2015.

María Jesús Cava Mesa, «De imprentas e impresores en Bilbao, a comienzos del siglo XX», Bilbao, abril de 2008, p. 15.

Carme Riera, La Escuela de Barcelona. Barral, Gil de Biedma, Goytisolo: el núcleo poético de la generación de los 50, Barcelona, Anagrana (Argumentos 95), 1988.

Jaime Salinas, Travesías. Memorias, 1925-1955, Barcelona, Tusquets, 2003.

Jaime Salinas, El oficio de editor. Una conversación con Juan Cruz (incluye textos de Juan Cruz, Jaime Salinas, Mario Muchnik y Javier Marías), Madrid, Alfaguara, 2013.

 

Carlos Barral, el personaje legendario

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Imagen de la portada de las Memorias de Carlos Barral (Lumen, 2015).

NOTA: Esta reseña fue publicada originalmente en catalán como «Carlos Barral, el personaje» en el Blog de l´Escola de Llibreria de la Facultat de Biblioteconomía i Documentació de la Universitat de Barcelona.

Lo primero que hay que decir de la edición en Lumen de las Memorias de Carlos Barral es quizá que es un libro muy bien hecho. Encuadernado en cartoné, con un retrato excelente obra de la fotógrafa Colita, con una sobrecubierta sobria y muy elegante en la que se nota la mano de la diseñadora Nora Grosse y que reproduce un fragmento de esa misma fotografía y en la que el título aparece en relieve en color plata, con unas guardas en buen papel, con un interior maquetado con gusto y en el que la caja y el cuerpo de la letra, generosos, se ponen al servicio de una lectura cómoda, con tres pliegos de fotografías…, en pocas palabras: un buen libro.

En cuanto al texto, se compone de un prólogo a cargo de Andreu Jaume (responsable de la edición), los tres volúmenes convencionalmente considerados de memorias de Carlos Barral (seguidos, cuando los hay, de los prefacios y notas introductorias a las reediciones de cada uno de ellos), un apéndice formado por dos capítulos referentes a la infancia (que dejaron de ser inéditos cuando, ya póstumamente, Tusquets los añadió a la reedición que publicó en 1990 de Años de penitencia) y un índice onomástico.

A grandes rasgos, pues, los textos son los mismos que ya había publicado Península con el título Memorias en 2001, precedidas en aquella ocasión de un breve y certero prólogo de Josep Maria Castellet y una jugosa introducción de Alberto Oliart. Según explica Andreu Jaume en la nota a la edición que acompaña el prólogo a esta nueva edición, el objetivo es dotar editorialmente de carácter unitario a lo que inicialmente se publicó en tres volúmenes, y de ahí la disposición –acaso discutible– de los prefacios y las notas de Carlos Barral después de cada uno de los textos (que podrían haber formado parte de los apéndices, por ejemplo), la unificación de criterios de cita (dado que los libros habían sido originalmente publicados por editoriales diversas, salvo el caso de Península) y también se han cotejado las primeras ediciones con las sucesivas reediciones para fijar un texto lo más limpio posible y que incorpora las últimas adiciones y correcciones del autor.

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Paco Ignacio Taibo Lavilla (Gijon, 1924-México, 2008).

Confesaré de entrada que no me he entretenido a cotejar sistemáticamente las diversas ediciones, pero una mirada más o menos superficial es suficiente para detectar algunos errores que, dadas las circunstancias y las múltiples reediciones que han tenido estos textos, resultan un poco sorprendentes a estas alturas de la vida de los libros compilados. Para poner algunos ejemplos: la ausencia de acento en «Mas que las cuevas de Almería me recuerdan ahora ciertas habitaciones del desierto tunecino» (p. 269, la cursiva es mía), frases con erratas tan evidentes como «Ver nada suscitaba en Moissi gran rijo y ternura» (p. 293), «Se puso violentamente en pie e increpó a Novais que no entendía nada y le fue levantado de su silla a tirones de solapa» (p. 492), «…un pesebre de cabañas sobres unas lajas» (p. 485), la puntuación sin discusión posible errónea en «…la ausencia de criterio, la arbitrariedad y el talante ridículo de las resoluciones, eran una escocedura» (p. 459), a la que sigue otra frase también con coma criminal (entre sujeto y predicado), o la persistencia, tanto en el texto como en el índice onomástico, de la referencia al escritor hispanomexicano Paco Ignacio Taibo como José Ignacio Taibo (pp. 848 y 936), con el agravante, y el contexto induce a error, de no especificar si se trata de Paco Ignacio Taibo I (Taibo Lavilla) o de su hijo y también escritor, conocido popularmente como Paco Ignacio Taibo II (Taibo Mahojo), si bien lo cierto es que este error está ya en la edición de Cuando las horas veloces (Tusquets, 1988).

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Paco Ignacio Taibo Mahojo (n. Gijón, 1949).

En cualquier caso, la potencia y la capacidad cautivadora de la prosa de Barral y el interés que tiene lo que explica bastan para atenuar todas las reticencias que puedan tener los lectores tiquismiquis ante estas imperfecciones. A lo largo de los tres volúmenes, el autor recrea, de un modo muy personal, su trayectoria vital y sentimental, así como la de su contexto más cercano, en tres etapas, aun cuando en este caso el término hay que tomarlo con mucha precaución: la infancia y la adolescencia de un hijo de la burguesía ilustrada (Años de penitencia, 1939-1959), el estudiante universitario y el poeta y su andadura hacia la fama como editor literario (Los años sin excusa) y la decadencia tanto profesional como de salud y la entrada en la política activa (Cuando las horas veloces, 1962-1981).

Me arriesgaré a suponer que serán la segunda y la tercera etapa las que más suscitaran el interés del lector de un blog como éste, y en consecuencia me centraré en ellas, pero de entrada hay que tener en cuenta que Barral crea en estos libros una variante bastante peculiar de los géneros autobiográficos y memorialísticos que incluso a menudo conscientemente rehúye ya no sólo la precisión histórica, sino incluso la estricta veracidad. El propio Castellet se hacía eco de ello cuando en la presentación del volumen de Península explicó que le señaló al autor diversas inexactitudes históricas que había detectado al leer el manuscrito de Años de penitencia, pero que a Barral eso le traía al pairo y que en consecuencia las mantuvo en la versión publicada.

HorasVelocesEn otras palabras, que nadie se espere otra cosa que un revoltijo de verdades, medias verdades, falsedades y silencios, pues el objetivo no es reconstruir los episodios evocados tal como se produjeron, sino más bien recrear una época y unos sentimientos a partir de los recuerdos que de ellos tenía Barral en el momento de escribirlos, y en algún pasaje es muy evidente que recuerda o evoca las cosas según le interesa para su objetivo, que no es otro que mostrar cómo fue construyéndose la leyenda o el personaje de un gran editor literario (que lo era), parte de la cual tenía un punto de ficcionalidad Tal vez sea clarificador acudir también a la novela de Barral Penúltimos castigos, publicada en la mítica colección Biblioteca Breve en 1983, donde el autor ficcionaliza uno de los episodios menos y peor conocidos de su vida profesional: su salida de la empresa familiar en la que se había formado y sus consecuencias, que creó bastante escándalo pero de la que conocemos sólo casi exclusivamente versiones interesadas. Hubiera sido muy oportuno incluso incluirla en este magnífico volumen, pues a raíz de su publicación generó una polémica, con querella del editor Francisco Gracia Guillén por injurias incluida, que llegó al Senado en la época en que Barral ocupaba un escaño por el PSC-PSOE. Por cierto, no hay noticia de que la mencionada novela se haya reimpreso ni reeditado desde que en 1994 Plaza & Janés publicó una edición de bolsillo, y no es fácil encontrarla. Insisto: aun cuando se decanta más hacia la ficcionalización, no hubiera desentonado en este volumen.

Este ir y venir entre los hechos históricos concretos, los sentimientos que provocaron (según se recuerdan años más tarde) y la actividad diaria lo asume el autor como poco menos que un rasgo de estilo –por lo menos en este proyecto narrativo concreto–, cosa que hace que, entre los muchos puntos de interés que tiene la obra, no predomine el de constituir una fuente de información fiable y rigurosa sobre la historia reciente de la edición en Barcelona. En diferentes momentos de la obra se explicitan dudas acerca de la cronología y la exactitud de algunos acontecimientos, así como alusiones al talante con que se aborda la escritura de estas memorias: «Fiel a una forma de contar basada en la espontaneidad de la memoria, al compromiso de respetar sus lagunas e imprecisiones», escribió Barral en el prólogo a la primera edición de Los años sin excusa (pp. 615-617).

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Lomo y frontis de la sobrecubierta, diseñada por Nora Grosse.

Quizá no sea necesario aquí señalar los hitos en la extensa y brillante carrera de Carlos Barral, que se materializó en Seix Barral, Labor, Barral Editores y Argos Vergara, sobre todo, pero sí es interesante advertir cómo juzga en la distancia lo que considera su legado más importante (aun cuando a ratos lo hace con una muy evidente falsa modestia): la reivindicación del valor de la literatura internacional y de la latinoamericana en particular, y el hecho de poner en contacto la edición española con los editores occidentales más importantes de su tiempo, que llevó a cabo sobre todo en las célebres conversaciones de Formentor (en las que tuvo un papel muy destacado el editor Jaime Salinas) y los premios homónimos (ídem). Surge de ahí una información muy valiosa, aun tomándola con toda la precaución que la situación requiere, de las explicaciones sobre la importancia de las relaciones personales para promover determinadas líneas, tendencias y autores literarios, o de las conversaciones de pasillo y los trapicheos que desembocan en la concesión de un premio a un determinado autor en detrimento de otro, porque sacan a la luz aspectos que muy pocos otros editores han mostrado de una manera tan clara y sin ambages en sus escritor autobiográficos. El lector avisado sabrá leer como es debido aquellos pasajes en que, cuando el premio recayó en un autor poco solvente, alega ausencia o complicaciones de lo más diverso de las que fue víctima Barral que le impidieron imponer su criterio, en contraste con su fundamental y decisivo papel, según dice como al desgaire, en aquellos casos en que los premios se otorgaron a autores hoy de relevancia contrastada.

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De izquierda a derecha, fila superior: Blas de Otero, José Agustín Goytisolo, Ángel González, José Ángel Valente, Alfredo Castellón; fila inferior: Jaime Gil de Biedma, Alfonso Costafreda, Carlos Barral y José Manuel Caballero Bonald.

Es a todo punto indiscutible que Barral fue un gran editor y que su influencia en la generación inmediatamente posterior, la de Beatriz de Moura, Jorge Herralde o Esther Tusquets, fue muy provechosa y relevante, no se trata a estas alturas de escatimarle méritos, pero también es cierto que sobre todo estos «alumnos aventajados» aprendieron tanto de los aciertos como de los errores del maestro, y nunca perdieron de vista el peligro que puede suponer para un editor-empresario de personalidad fuerte el hecho de depender de un grupo editorial o dejar en manos ajenas según qué decisiones de tipo económico. El riesgo de no ver más allá de la leyenda que el propio Barral fue construyéndose a lo largo de su vida –el personaje que con ayuda del alcohol acabó por comerse a la persona, un poco a la manera de lo que pasaba a menudo con las estrellas del rock– no debería hacer olvidar que, si bien fue el impulsor de la carrera de autores tan notables como Vargas Llosa, Julio Cortázar y tantos otros, también fue quien puso en circulación ediciones de novelas de Raymond Chandler indecorosamente mutiladas, y no por culpa de la censura precisamente, como podría suponerse, sino en un simple caso de mala praxis editorial: no los hizo traducir del inglés sino que los encargó al poeta Joan Vinyoli a partir de versiones francesas abreviadas.

DiariosBarralMás allà del muy útil volumen de Los diarios 1957-1989 de Barral que preparó Carme Riera con la colaboración de Pilar Beltran, y del Almanaque (que recopila sobre todo opiniones sobre poesía), existe un reguero de libros de memorialística que es provechoso leer en paralelo a las memorias de Barral, como es el caso de los de sus amigos y compañeros Josep Maria Castellet (Els escenaris de la memoria, Memòries confidencials dʼun editor y en particular Seductors, il·lustrats i visionaris) y Alberto Oliart (Contra el olvido), así como el excelente ensayo de Carme Riera (La escuela de Barcelona), pero aun así el poso que deja su lectura es que hay muchos aspectos de la labor editorial de Carlos Barral que todavía hoy están por estudiar y analizar antes de que estemos en disposición de poder separar la leyenda Barral de la verdad histórica.

Carlos Barral, Memorias, edición, introducción y notas de Andreu Jaume, Barcelona, Lumen, 2015.

Otras reseñas de la misma obra:

Ana Alejandre, «Memorias, Carlos Barral», Siglo XXI, 21 de diciembre de 2015; también en Editalnet, núm 34 (enero-marzo de 2016).

Natalio Blanco, «Carlos Barral, mucho más que el editor que rechazó Cien años de soledad», Esquire, 30 de noviembre de 2015.

Fernando Díaz de Quijano, «Carlos Barral, la voz literaria de un mito de la edición», El Cultural, 24 de noviembre de 2015.

Santos Domínguez,«Carlos Barral. Memorias», Encuentros de Lecturas, 11 de diciembre de 2015.

Antonio Lucas, «La memoria recobrada de Carlos Barral», El Cultural, 19 de noviembre de 2015.

Joana Rei, «Carlos Barral, una memoria visual», El Español, 19 de noviembre de 2015.

Gonzalo Torné, «La restitución de la escuela de Barcelona», Letras Libres, febrero de 2016.