Con dinero o sin dinero: Enrique Murillo, editor

En catalán existe una expresión difícilmente traducible, «fer tots els papers de l’auca», que tiene el sentido (entre otros) de llevar a cabo las más diversas y heterogéneas tareas. La amplia carrera de Enrique Murillo en el sector editorial español, tanto en grandes grupos como en empresas pequeñas e incluso como impulsor de sus propios proyectos, hace que aplicarle esta expresión resulte bastante adecuado.

Enrique Murillo. Fotografía de Ana Portnoy.

¿Cómo fue tu entrada en el sector editorial español?

John Kennedy Toole (1937-1969),

Yo era entonces alguien que dejó un empleo muy bien remunerado en Londres porque mi ex me había puesto demanda de separación en un tribunal eclesiástico, y lo dejé todo por venir a defenderme a Barcelona. Me tuve que reinventar, una de tantas veces en mi vida, así que me hice traductor. Yo sabía inglés por las muchísimas lecturas y por los cinco años seguidos de vida y trabajo allí, pero jamás he estudiado esa lengua (ni ninguna otra), por eso cada vez veo más clara la idea de que la mía es la vida de un impostor, asunto con el que he chocado a medida que trato de hacer un relato razonado de mis extrañas y estrafalarias andanzas en el sector editorial. Y porque sabía inglés y en algunas editoriales me conocían como traductor, y tenía amigos en otras, comencé a escribir también informes de lectura. Cierto día acerté, pura chiripa. Dije que A Confederacy of Dunces vendería bien en España. Y el editor me pidió que leyera fijo para él en sus oficinas, dos tardes por semana. Primero literatura anglosajona, luego, novela española para el Premio Herralde. Y ahí empezó todo, hacia 1980.

Leyendo algunas de las entrevistas que te han hecho, uno diría que, además de la casualidad, lo que te llevó en su momento al sector editorial fue tu afición desmedida a la lectura crítica, que lo que te interesó siempre fue más la creación literaria y el potencial de cambio de la literatura que el comercio del libro.

Yo llevaba años escribiendo. Primero poesía, luego narración. Y siempre lo hice rechazando cosas, adorando otras. Con criterio más o menos equivocado, tenía alguno. Dicho de otro modo, contaba con una tradición que me había fabricado yo, como dice Eliot que ocurre con todos los que escriben. Y cuando leía para las editoriales podía aplicar, si pensaba que era eso lo que me pedían, mi criterio. De hecho, nadie te decía casi nada. Te daban a leer lo que fuera, y tenías que informar. Punto. O sea, nada de nada. Tampoco es que hubiese una claridad meridiana acerca de qué cosa era o no era lo literario si alguna vez se llegaba a pisar esas aguas pantanosas. De literatura había hablado mucho con escritores de mi generación, desde Azúa y Leopoldo Panero hasta con el joven Marías, o con Tono Masoliver, con Luis Maristany, pero prácticamente nunca con editores hasta que en los años noventa formé mi equipo en Plaza & Janés. Por otro lado, a lo largo de los años, fui entendiendo que la edición está íntimamente vinculada no solo a la calidad sino también a que la empresa pueda mantenerse a flote. Entendí que la mejor editorial, por mucho que publique los mejores libros, si no los vende acabará cerrando, y dejará de ser una editorial ni buena ni mala. Y tuve que graduar mis impulsos asesinos de lector chiflado. Por eso en su versión inicial el máster en edición de la UAB, que diseñé a petición de Gonzalo Pontón Gijón y Fernando Valls, se tituló inicialmente «La edición. Arte y negocio». Por otro lado, desde bastante joven soy una persona muy politizada y cuando creé la editorial Los Libros del Lince lo hice con la intención de hacer política, de intervenir en el debate político español, a través de los libros. Ahora bien, no con ensayo sobre política sino atacando los flancos del sistema en campos colaterales como la Sanidad, la Economía, el cambio climático o el centralismo administrativo hispano. En cuanto a la necesidad de que tu editorial no quiebre, fui lector de Barral Editores y aquello terminó como terminó, con la desaparición total de la empresa. Es una lección que no olvidé.

Enrique Murillo con Miquel Barceló y Enrique Juncosa en 2014..

Cuando no existía una formación reglada, porque en España ni siquiera en las carreras de filología se proporcionaban nociones sobre el sector editorial, la entrada en él solía ser progresiva, a menudo a partir de la corrección de textos, la lectura de originales y la traducción, cuando no incluso de la composición o la impresión. ¿Cómo se formaba un editor a principios de los años ochenta y qué preparación o procedencia formativa tenían tus colegas y pares en los primeros años?

Si esto estuviera grabado en lugar de escrito, las carcajadas se oirían a kilómetros de distancia. En las memorias que estoy escribiendo muy despacio trato de contar con detalle que, como decía, soy en realidad un impostor, que carecía y carezco de formación reglada de todo tipo como editor, como traductor, y como casi todo lo que he hecho en la vida. Lo comenté hace poco con Valeria Bergalli (que estudió en un máster) y ella dijo que antes todos los editores empezaban más o menos como yo le conté. Eras muy lector, parecía divertido ganarte la vida leyendo, luego revisando… Y acababas yéndote a otro sector, o entrando en la edición. En España, la edición de los años setenta empezó porque había una editorial en la familia (Barral, Esther Tusquets) y porque también había, además, dinero. Herralde conoció a José Janés en casa de su familia, y veraneaba con Esther Tusquets, y Luis Goytisolo era compañero de clase de los salesianos de la Bonanova, y heredó una fortuna al morir su padre, un capitán industrial desde los cuarenta, y Beatriz de Moura era cuñada de Esther, y ayudaba en Lumen, y luego se independizaron ella y Oscar Tusquets para fundar Tusquets Editores…

Es célebre la frase de Peter Mayer de que ante un original propuesto, «no» también es una respuesta. ¿Dabas tú esas respuestas?

Claro que sí. Sobre todo cuando fui colaborador externo (falso autónomo) en Anagrama, durante unos diez años. Nadie me dio instrucciones, criterios. Pero como había acertado con Toole y luego acerté con Pombo, se aceptaban mis síes y mis noes. Como cuando dije que a mí Carver no me gustaba, y este autor tardó dos años en ser finalmente publicado por Anagrama. Mis errores son monumentales. Yo era en Anagrama el que leía todo lo que llegaba en lengua española, excepto, por decir algo, cuando Paco Rico recomendaba a Herralde que publicara a Soledad Puértolas. Eso no se me consultó, ya que había un recomendador con muchos más galones que yo. Sí en cambio me dieron a leer Mimoun, el manuscrito de Chirbes que Martín Gaite recomendó a Herralde. Me fascinó, más incluso que al autor, que luego rechazaba aquella gran nouvelle. Decía que sí muy pocas veces, no había sitio para publicar más que un número limitado de títulos anuales. La colección Narrativas Hispánicas no vendía casi nada, hasta que empezó a vender cien mil ejemplares Corazón tan blanco. Y a veces el rechazo era doloroso porque se trataba de alguien que escribía con dignidad. En estos casos no abundantes, solía escribir cartas de rechazo que eran mucho más que eso. Alababa lo que me parecía interesante, y explicaba las razones por las cuales el manuscrito me parecía bueno, pero no del todo… Por otro lado, no contestaba siquiera a los autores de las docenas de manuscritos que no estaban ni siquiera escritos, según mi criterio de lo que es la escritura, todo aquel montón de memorias de la guerra civil que tanta gente enviaba sin mirar de qué editorial se trataba, o libros de psiquiatras que estaban evidentemente majaras, etcétera. Por cierto, que Mayer es un caso que, guardando las distancias, recuerda en un aspecto mi trayectoria, ya que anduvo de acá para allá durante muchos años. Empezó en Avon, publicando puro bestseller de entretenimiento, y luego estuvo en Simon & Schuster, y más tarde en Penguin (que estaba a punto de cerrar, como me pasó a mí cuando fui a Plaza & Janés), y luego en Pantheon, de donde le despidieron (a mí me han despedido más que a nadie, que yo sepa…), y luego fundó The Overlook Press, su aventura en solitario y final.

¿Cómo era y con qué criterios trabajaste en los años ochenta en Anagrama?

Gary Fisketjon.

Yo me propuse, dado que gozaba de un pequeño grado de influencia, que iba a usarlo para que se publicaran aquellas cosas que tenían frescura, desfachatez, descaro, que no sonaban a variaciones sobre los temas y el estilo que caracterizó los años del franquismo y del primer postfranquismo, de los cuales a mí me parecía mejor no salvar nada. En ese momento, en Gran Bretaña los nuevos narradores rompían con la generación anterior (Martin Amis, Ian McEwan…) y en Estados Unidos iba a surgir pronto el grupo de nuevos narradores cuyo editor era, en diversos sellos, Gary Fisketjon (Richard Ford, Brest Easton Ellis). Pues bien, yo leía el manuscrito de alguien cuyo nombre no me decía nada, pero cuya prosa estaba impregnada de elementos que yo adoraba en los relatos de Cortázar, y entonces cogía ese manuscrito de un tal Martínez de Pisón (había enviado los folios mecanografiados en un sobre, con una mera nota, sin tratar de buscar quién le recomendara ni recomendarse a sí mismo), y se lo llevaba al publisher y le decía: «Esto es bueno». Y se publicaba. Era un momento en el que ya había autores que renovaban, como Eduardo Mendoza, Juan Benet, gente más que interesantísima. Pero aparecían otros que andaban perdidos sin que nadie les hiciera caso, como Álvaro Pombo, y de repente mandaban sus manuscritos a Anagrama cuando se supo que convocó un premio de novela y que también publicaría libros escritos en castellano. Así que me encontré en una posición de privilegio. Anagrama no era muy conocida, todavía era un sello que sonaba a izquierdismo y radicalidad, a Bukowski y a periodismo Gonzo… Y de repente, entre los manuscritos del premio, aparece algo que está escrito en el sentido fuerte de la palabra, un manuscrito de Álvaro Pombo, y corrí a decirle al publisher que por fin…

El poemario Protocolos, con el que se estrenó Álvaro Pombo en 1973.

Dejas de colaborar en Anagrama para centrarte en el periodismo cultural e intervienes en la gestación de un suplemento de libros, Babelia, que en su momento tuvo una influencia grande en el despegue de ciertos autores.

Me fui porque me ofrecieron un sueldo enorme por dirigir una revista, luego estuve en otra, siempre manteniendo el nivel salarial. Y de nuevo el azar quiso que me buscaran Rosa Mora y Tomás Delclós, que me conocían como un tío que estaba en Anagrama y a finales de los ochenta colaboraba como externo en la sección de Cultura de El País, dirigida entonces por Lluis Bassets. Trataba de asuntos no relacionados con la editorial en la que era colaborador. Así que cuando Delclós y Sánchez Harguindey lanzaron la idea de un nuevo suplemento cultural que lo abarcara todo, vinieron a buscarme. Con Rosa y Tomás nos reuníamos en mi piso de Madrid, como si fuéramos del PSUC, en la clandestinidad. Luego Joaquín Estefanía, el director, aceptó la propuesta, y me fichó. Primero edité el suplemento ya existente, «Libros», pero desde el principio estuve haciendo los números cero del suplemento nuevo, que yo llamé «Babel». Al principio de entrar en aquella redacción me sentí como un bicho raro. Javier Pradera me llamó a su despacho y confirmó lo que empezaba a notar: «Hola, Murillo. Sé quién eres.» Me sorprendió que me dijera eso, yo babeaba ante la persona que había creado Alianza Editorial, en cuyo libro de bolsillo me formé… Me miró a los ojos con el ceño fruncido: «Ya veo que estás bastante equivocado… ‒dijo‒. Que crees que este diario es un buen sitio para hacer periodismo cultural. Desengáñate. Este periódico detesta la cultura.» Me fui, por esta razón, al cabo de un año. A la dirección del diario le asustó poner como título aquel tan borgiano que yo había usado en los números cero. Lo tenía registrado el Grupo Zeta, que había registrado todo lo registrable… Y les dije que no iba a ser la cabecera, que la cabecera era El País. Que le llamaríamos «Babel» y que ningún problema… Pero pasó por allí Manuel Vicent y dijo que si no se podía poner “Babel”, pues que Babelia, nombrecito que en el taller, donde yo me pasaba horas con Luis Galán, un magnífico maquetista, enseguida pasó a ser «Bobelia». No soporté que me pusieran un jefe que en nombre de «ellos» (yo tenía que entender que eran la Santísima Dualidad, Polanco y Cebrián) pretendía que todo el suplemento constara de piezas cortitas «porque la gente no quiere leer cosas largas», y me acordé de la frase de Pradera y acepté la primera oferta laboral que me hicieron. Pero en los tres meses últimos de 1991, el suplemento que yo llevaba dio un cambio bastante notable respecto al pasado de los suplementos de libros en ese diario y en otros. Mis colaboradores eran mis amigos: Javier Marías, Álvaro Pombo, Félix de Azúa, Fernando Savater, Ramón de España… Intenté fichar a Tono Masoliver, pero no quiso irse de La Vanguardia, y acertó. Me riñeron por dedicar portada a una de aquellas novelas pop de Terenci Moix (Garras de astracán) e incluso por darle la portada a la enorme novela American Psycho. Me fui.

El quinto número de Babelia (noviembre de 1991).

Habiendo vivido en Gran Bretaña, debo decir que los medios periodísticos que se dedican a la cultura en España están todavía en mantillas, y no se pueden comparar con los de países un poco más civilizados y no muy lejanos. Cada mañana me suelo desayunar con el «Book of the Day» del Guardian. Es pasmoso cómo entienden qué es la novela, cómo debe ser una reseña, qué razonados son los elogios y también cuánto sopesan la crítica negativa. Nada de esas críticas ad hominen o de mero amiguismo que se leen aquí. No parece que los críticos entiendan mucho de narración.

Cuando llegas a Plaza & Janés ya hace mucho tiempo que Mario Lacruz ha reordenado en colecciones los mastodónticos catálogos de Germán Plaza y José Janés. ¿Era completamente distinto el funcionamiento de Plaza & Janés en Bertelsmann del que conocías en Anagrama? Y en cuanto al objetivo, ¿era combatir «la peste amarilla» con la que José Manuel Lara se refería a Panorama de Narrativas?

Enrique Murillo fotogrfiado por Willy Uribe.

Fui elegido para ser director editorial de Plaza & Janés porque la empresa era un Titanic. El nuevo gerente, un joven alemán cultísimo y amante de la lectura, que solo había dirigido una pequeña empresita de revistas técnicas, me dijo que sabía que en España solo ganaban dinero Anagrama y Tusquets, y que me había ido a buscar a Madrid porque le llegó un curriculum mío que yo no había escrito, pero que alguien le había pasado, en donde se decía que yo había trabajado en Anagrama. Y que quería que Plaza & Janés ganara dinero y que para eso necesitaba que yo le montara una colección literaria. Meses más tarde tuvo que cambiar el encargo cuando vio los números reales y supo que eran pavorosamente peores que lo que Bertelsmann sabía. De Mario Lacruz lo que quedaba era sobre todo Isabel Allende. Todo lo demás había sido arrasado por el director de ventas, que solo creía en la colección llamada Éxitos (novela de entretenimiento, eso que se llaman bestsellers), y que era una de las causas de la ruina porque pagaban anticipos exageradísimos para las ventas a menudo muy bajas. Mario había pasado a ser el publisher en Seix Barral, con Gimferrer de ideólogo literario. Lo de la mancha amarilla preocupaba a José Manuel Lara padre. En Plaza les preocupaban las bestiales pérdidas. Estábamos en quiebra. Lara llamó «mancha amarilla» a esos lomos de Panorama de Narrativas que vio un día en El Corte Inglés llenando anaqueles y ocupando sitio que él quería para Planeta. Porque Planeta tampoco ganaba casi nada con librerías. Ganaba entonces con la enciclopedia Larousse. Y, por cierto, no tenían ni idea de lo que compraban en idiomas extranjeros. Pagaban mucho por algún que otro libro y luego no sabían qué hacer con él. Grisham en sus manos fue un fracaso. Es lo que me encontré cuando acabé siendo fichado por Planeta por Ymelda Navajo. Les monté el área internacional con una red de muy buenos scouts

En Plaza & Janés resulta retrospectivamente curioso que publicaras a Imré Kertézs, si es cierto que te lo dio a conocer Mihály Dés (1950-2017), porque enlazaba con la enorme atención que prestaba Josep Janés a la literatura húngara gracias a las sugerencias de Oliver Brachfeld (1908-1967). ¿Cómo fue ese caso, ya entonces el trato se hacía a través de International Editors? ¿Cómo valoras que luego Jaume Vallcorba lo perdiera como autor de la casa (justo cuando le conceden el Nobel), fue un exceso de confianza por su parte?

Alexander Dobler.

Creé y dirigí con la ayuda de Carlos Pujol Lagarriga la colección Ave Fénix Serie Mayor. Ave Fénix era el nombre de la colección de bolsillo de Plaza. «Serie Mayor» lo tomé de la colección que llevó brevemente Carlos Barral en Argos-Vergara. La inauguré, porque quería hacer un ademán simbólico, con El embrujo de Shanghai. Marsé era todo lo que podía salvarse de la novela del antifranquismo. Y enseguida publiqué dos o tres novelas de Ray Loriga, la primera de Salman Rushdie tras la fetua, también a Ondaatje, LeCarré, a Cormac McCarthy… Y a Guillermo Martínez, Félix Romeo, Adelaida García Morales… Es cierto que Mihály mencionó a Kertézs, pero la decisión la tomé por otra cosa. Fue mi scout en Alemania, Alexander Dobler, quien me consiguió una traducción al inglés de Sin destino, que era bastante mala, por cierto. Pero esa historia del holocausto narrada por un adolescente que odia a su papá y que acaba de darle un beso a una chica, me deslumbró y contraté baratísimo al editor alemán, Rowohlt que tenía los derechos de traducción. En Plaza & Janés hubo también que montar un equipo editorial, aquello era un desierto. Me ayudaban, además de Carlos, personas como Lilian Neuman, Roberto Fernández Sastre, Jonio González Cofreces, David Trías… ¡los editores salvajes! Nadie tenía ninguna formación, solo atrevimiento e ideas. Pero todo ese gran esfuerzo chocaba con un enemigo interno, el mismo y cateto director de ventas que antes mencionaba. Perdió los derechos de Kertész sin soltar una lágrima. Vallcorba siempre me recordaba que era yo quien había lanzado en castellano la obra de Kertézs. Era una excepción en el sector editorial español. Se trataba de un hombre muy culto, y en eso sobresalió siempre de entre todos los colegas. También era muy rico, pero eso no le había impedido estudiar alemán y leer de verdad, con criterio personal. A su modo, es el único caso español comparable con el de Roberto Calasso, que hace esa cosa tan extraña de lanzar una editorial basada en un criterio literario estricto y muy excluyente.

En los años noventa se oyeron a menudo quejas de los editores pequeños acerca de que ellos levantaban la liebre ante nuevos narradores interesantes y las grandes empresas se cobraban la pieza. ¿Siempre ha sido así?

Es lógico que la edición, que también es un negocio, provoque estos saltos de editorial en editorial por culpa del dinero. Pero a veces los pequeños eran muy tacañones y la gente se iba por motivos económicos y de otra naturaleza. Eso es complejo pero es conocido. Y tuvo sus causas específicas en cada caso. Sobre todo se producen movimientos tectónicos en los noventa cuando Javier Marías se marchó de Anagrama y luego se fueron Martínez de Pisón, y hasta Enrique Vila-Matas, los buques insignia de la casa. En Tusquets se produjo solo la sonada salida, algo posterior, de Javier Cercas. No es fácil dar una respuesta concisa a este asunto. Es cierto, por ejemplo, que tras vender algunos cientos de miles de ejemplares de La hoguera de las vanidades, Anagrama perdió a un autor que llevaba publicando hacía años porque hubo una oferta elevadísima de Ediciones B, para la colección Tiempos Modernos, de su siguiente novela, que no vendió mucho. Ocurre también con los superventas aliterarios, como Dan Brown, cuya primera novela tras El código Da Vinci no estaba ni en su cabeza ni mucho menos empezada siquiera a escribir, cuando Planeta lanzó una oferta a través de Mònica Martín, tan elevada que Joaquín Sabater, publisher de Urano, se retiró de la subasta. Cuando yo estaba en Alfaguara, hubo una subasta en la que Anagrama no participó por razones desconocidas y que llegó como a cuarenta mil euros, por la nueva novela de Jeffrey Eugenides Middlesex (brillantísima, por cierto). Cuando estábamos enzarzados Claudio López desde Penguin o como se llamara entonces, quizá RandomHouse-Mondadori, y yo desde Alfaguara y quizás alguien más por los derechos que subastaba la agencia americana, de repente Anagrama dijo que no había sido avisada, y entró tarde y mal, ofreció una burrada y se llevó el libro, creo recordar que por 70.000 euros. O sea, que pasa a menudo y por todos lados si hay alguien que tiene dinero y quiere como sea llevarse un libro que se está subastando. Lo bueno es que incluso a día de hoy, en tiempos en los que quien puede pagar los algoritmos, contrata todo lo que se va a poner de moda, queda muchísimo espacio para los editores pequeños. No deberíamos hablar de edición «independiente», que queda muy bien pero no significa mucho. Hay edición con dinero y sin dinero. ¡Eso sí que es significativo! Y también podríamos hablar de la edición de los que leen y la edición de aquellos que encargan informes de lectura. ¡¡¡Eso sí que es un Rubicón!!! En los grandes grupos eligen a gente de márketing, con mayor frecuencia cada vez, para hacer de editores. Y los que son editores de verdad no tienen tiempo de leer.

Carta de presentación de Middlesex escrita por el editor Jonathan Galassi e impresa en la edición de pruebas destinadas a prensa y editores.

También parece que por entonces cualquiera podía hallar un nicho con el que obtener fama y visibilidad como editor, y empieza a generalizarse los editores más formados o con mayor experiencia en publicidad, gestión de empresas o marketing que en ciencias humanas, lo que no tiene por qué ser malo pero tampoco necesariamente bueno en cuanto a la calidad literaria de los textos disponibles para el lector. ¿Tienes esa percepción?

Victor y Joan Seix.

Siempre ha sido así en España. Y en muchos otros países. Cuando hay un editor que sabe leer y sabe de negocios, puede compatibilizar ambas funciones. Ser publisher y ser editor. Pero no es frecuente. Hay que distinguir entre empresarios de la edición y editores, porque no es lo mismo. Sin Víctor Seix, Carlos Barral estuvo perdido. Sin Mario Lacruz, Pere Gimferrer hubiera estado perdido. Sin un buen gerente, Mario Muchnik acabó como acabó, siendo como era un notabilísimo editor y un buen escritor. Por otro lado, si yo termino mis estudios en una escuela de negocios española o internacional, y tengo aspiraciones de fama y gloria, no me dedicaré a dirigir una saneada fábrica de tornillos, una empresa del sector energético o una empresa de yogures. Porque entonces, ¿qué esperanza tienes de salir en los medios, de hacerte una foto con un escritor famoso, alguien de fama no manchada por el dinero, pura espuma cultural? También han llegado al sector expertos de todo tipo en especialidades, sobre todo el márketing. Conozco a algunos que aunque sepan mucho márketing, técnicas de promoción por redes sociales y todo lo demás, lo que no saben es vender, que es otra cosa. A mí vender me ha gustado mucho. Mi padre, que fue vendedor de pañería de Sabadell, me enseñó su oficio sin darse cuenta.

¿Las dinámicas de trabajo eran radicalmente distintas en Plaza & Janés y en Planeta, el peso de los departamentos comerciales en las tomas de decisiones era creciente en ambos casos? Porque se ha hablado mucho de la cercanía de Lara con sus comerciales y hasta qué punto los escuchaba…

En mi época y durante al menos otros ocho o diez años, en Plaza & Janés controlaba todo aquel jefe de ventas que llegó a consejero delegado, y a punto estuvo de cargarse otra vez la editorial. Pero debajo de él ya estaba Nuria Cabutí, la actual consejera delegada, que era una persona racional, inteligente y que sabía gerencia como egresada del IESE, creo recordar. Y lo que ella controlaba, seguro que iba bien. Porque como en el caso de Víctor Seix, sí es cierto que en empresas de cierta dimensión es imprescindible un gerente. Y en tamaños menores, al menos un editor con mentalidad de publisher, de hombre del dinero y la organización. O te hundes. Así que en mis tiempos fueron dinámicas muy diferentes. Planeta no estuvo nunca en bancarrota, aunque el dinero entrara no por librerías sino por otras divisiones de la empresa. Tras salir como director editorial de Plaza & Janés porque me echó aquel director comercial, me juré a mismo que jamás volvería a ocupar una plaza con toda esa responsabilidad. Salvamos Plaza & Janés a base de dedicarme a contratar o incluso a fabricar bestsellers de no ficción, sobre todo, y a contratar libros que vendían bien y no costaban fortunas… Y a dedicarme luego a llevar yo la prensa, con Trías y otros… Pero eso me había matado. Antes de ser despedido, presenté mi dimisión como director editorial y seguí como editor at large con mis autores. Al nuevo alemán que llegó de China para dirigir la empresa sin saber qué era un libro, le comieron el coco en un periquete, y eso facilitó las cosas al tipo que me odiaba. En Planeta no me preocupé más que de ir diciéndole a mi jefa, Ymelda Navajo, que rechazaba el puesto de director editorial… Una y otra vez a lo largo de varios años. Yo me reía, ella me bajaba el sueldo, y tan amigos y más risas por mi parte. Me llevé muy bien con ella. Pero allí no tuve nunca una visión global de lo que pasaba. Me cargaban los «marrones». Si Terenci se enfadaba con el pobre Basilio Baltasar, como con todos los editores anteriores, Ymelda me decía que me encargara yo, y como éramos amigos todo iba la mar de bien. Incluso me tocó llevar el premio Planeta… De todo.

Fuentes adicionales:

Nuria Azancot, «Enrique Murillo», El Cultural, 20 de septiembre de 1011, p. 24.

«Cazarabet conversa con Enrique Murillo, de Los Libros del Lince», web de Cazarabet, sin datos.

Manel Manchón, «Las querencias del editor Enrique Murillo», Crónica Global, 11 de agosto de 2011.

José Serralvo, «Enrique Murillo (entrevista)», JotDown, mayo de 2014.

Algunos descubrimientos editoriales: al César lo que es del César

Es muy común entre los editores con vocación cultural el deseo del descubrimiento de nuevos valores, y quien fuera editora de Lumen, Esther Tusquets (1936-2012), lo expresaba diciendo que prefería publicar la primera obra de un autor importante que la última. Otro editor de cuerda hasta cierto punto similar, Manuel Borrás, de Pre-Textos, se quejó en alguna ocasión de tener la sensación de actuar como el ojeador que levanta la pieza para que otro cazador mayor cobre la pieza, aludiendo a las grandes empresas editoras que contrataban las segundas o terceras obras de escritores a los que pequeñas editoriales, como la suya, se habían arriesgado a dar a conocer por primera vez.

De izquierda a derecha, Manuel Borrás, Silvia Pratdesaba y Manuel Ramírez .

Esta vocación descubridora es muy común que vaya acompañada de la voluntad de crear un catálogo de autores, frente a los catálogos de obras. Dicho de otro modo, la pretensión de reunir toda la obra de algunos autores, aunque es evidente que compaginar esas dos vocaciones (descubrir y hacer lo que suele llamarse «política de autor»), a la larga siempre ha sido problemático, porque también es muy raro que una editorial de esas características pueda (o quiera) crecer del modo en que tal equilibrio requeriría, así que a menudo llega un momento que cada nuevo descubrimiento implica desprenderse de las nuevas obras de algún autor que hasta entonces era considerado «de la casa».

Estas «políticas de autor» acaban por generar entre los lectores el establecimiento de una muy firme asociación entre unos autores y sus editores. Valgan como ejemplos, en el ámbito de la edición española, el de Miguel Delibes con Destino o el de Umberto Eco con la Lumen de Esther Tusquets. Por otra parte, este mismo vínculo suele ser explotado y reivindicado por los editores, cuando el autor en cuestión se consagra, como caso de éxito en su política de autor, pero en más de una ocasión eso ha llevado también a excesos, y la prensa literaria, no siempre suficientemente informada, a veces no ha hecho sino contribuir a ello.

Es bastante lógico, por ejemplo, que el nombre de Javier Marías haya quedado estrechamente vinculado en la memoria del lector más joven a la editorial Alfaguara, desde que en 1998 publicó allí Negra espalda del tiempo y a partir de ese momento publicó en Alfaguara tanto sus nuevas obras como las reediciones de sus novelas anteriores. Pero estas no eran pocas, desde la inicial Los dominios del lobo en Edhasa (1971), pasando luego por La Gaya Ciencia (Travesía del horizonte, 1973), un primer paso por Alfaguara que no fructificó (El monarca del tiempo, 1978) y otro también efímero por Seix Barral (El siglo, 1983), antes de recalar en Anagrama, donde empezó a despertar una atención progresivamente mayor tanto de la crítica como de los lectores (El hombre sentimental, 1986; Todas las almas, 1989; Corazón tan blanco, 1992; Mañana en la batalla piensa en mí, 1994), hasta que una vitriólica polémica entre autor y editor acabó con la relación.

André Schiffrin con Jorge Herralde en el programa televisivo de Emili Manzano L´hora del lector.

En el ámbito de las traducciones del francés, otror ejemplo, un nombre estrechamente ligado a Anagrama es el de Amélie Nothomb,  quien se estrenó en esta editorial con una novela (Estupor y temblores) lo suficientemente asombrosa como para aunar dos premios tan aparentemente opuestos como el Gran Premio de la Academia Francesa y el Premio Internet (otorgado por los internautas). Menos conocido es que quien se había empeñado inicialmente en convertir a Nothomb en «autora de la casa» y darla a conocer a los lectores en lengua española, implementando su propia política de autor, fue Sílvia Lluís en su editorial Circe, donde aparecieron consecutivamente Higiene del asesino (1996), Las catilinarias (1997) y Atentado (1998).

En cuanto a la literatura en lengua inglesa, y sin movernos de la editorial de la calle Pedró de la Creu, pocos autores más específicamente anagramáticos que Paul Auster, aun cuando a su llegada a la editorial de Jorge Herralde ya tenía una obra notable publicada en español. En Júcar habían aparecido por entonces los tres títulos de la Trilogía de Nueva York (1988), que más tarde aparecería retraducida en Anagrama, mientras que en Edhasa se habían publicado El país de las últimas cosas (1989), La invención de la soledad (1990) y El arte del hambre (1992), títulos todos ellos de los que Anagrama reeditaría las mismas traducciones de María Eugenia Ciocchini. Jorge Herralde explicó del siguiente modo el caso de Auster, en un patrón aplicable también a Nothomb y Marías, apuntando al papel de la crítica literaria y a la diversa fiabilidad que ésta, al margen de las cualidades de las obras y autores en cuestión, otorga a ciertas editoriales: «Después de la publicación en España de sus primeras obras con muy poca repercusión, en Anagrama iniciamos la publicación de este autor, en 1990, con una de sus mejores novelas, El palacio de la luna, que tuvo reseñas excelentes.»  Caso un tanto distinto fue el paso de la esposa de Auster, Siri Hustvedt, de Circe a Anagrama, que empezó a gestarse con la publicación simultánea de la novela Todo cuanto amé (2003) por la primera en España y la segunda en Latinoamérica, cuando Circe le había publicado ya las novelas Los ojos vendados (1992), El hechizo de Lili Dahl (1996) y el ensayo En lontananza (1998).

Al igual que en el de Marías, también fue muy sonado y ampliamente divulgado por la prensa más o menos cultural el polémico paso del escritor húngaro Imré Kertész (1929-2016) de Acantilado a Alfaguara, escándalo que respondía tanto a que se le acaba de conceder  el Premio Nobel de Literatura como a la reivindicación casi patrimonial que de él hacía Jaume Vallcorba (1949-1914), quien desde 2001 había ido publicando, sin ningún éxito, toda su obra. Sergio Vila-Sanjuán resumió con bastante ecuanimidad el proceso:

Jaume Vallcorba ha realizado una labor de primera con la obra de Imre Kertész, a la que ha conferido visibilidad en España a través de su edición en El Acantilado. Por ello es de lamentar que no sea él quien siga publicándole ahora. Sin embargo, el debatido cambio de editorial hispana del autor húngaro tras la concesión del Nobel sirvió, paradójicamente para devolverle a los brazos de su primer editor entre nosotros.

Y la clave para entenderlo está en un pasaje de Mihaly Dés en la revista Lateral:

Modestia y patriotismo aparte, puedo aportar algún dato sobre el trasfondo del affaire Kertész. En su día recomendé a algunas editoriales que publicasen Sin destino, su primera novela. Al final me hizo caso Enrique Murillo, a la sazón director literario de Plaza & Janés, la editorial que luego oportunamente se deshizo tanto de Murillo, como de esa obra tan poco comercial.

Jaume Vallcorba.

A lo que hay que añadir que cuando la obra de Kertész pasó a Alfaguara Murillo era asesor de esa editorial para literaturas internacionales. Y también que entre Plaza & Janés y El Acantilado, el autor húngaro tuvo otro valedor en España, Herder, que le publicó el volumen de ensayos Un instante en el paredón (1998).  Sin embargo, cuesta entender las dimensiones y la acritud de esa polémica sin tener en cuenta una idea de identificación entre Kertész y Acantilado que estaba muy arraigada entre los lectores españoles.

Algo similar se ha ido asentando más recientemente entre el escritor de origen keniano Ngũgĩ wa Thiong’o y las versiones españolas y catalana de la editorial Rayo Verde/Raig Verd, que rescataron y tradujeron (del inglés) Sueño en tiempos de guerra. Memorias de infancia (2016), Desplazar el centro. La lucha por las libertades culturales (2017) y, sólo en catalán, Descolonitzar la ment (en español había aparecido en 2015 en Debolsillo), pero se volcaron en una intensa campaña para afianzar ese vínculo entre la editorial y el narrador y ensayista keniano en la opinión general (vía medios de comunicación), probablemente muy conscientes de la visibilidad que conlleva la candidatura de Ngũgĩ wa Thiong’o al Premio Nobel de Literatura. Sin embargo, ya desde los años ochenta estaban disponibles la novela de Ngũgĩ wa Thiong’o Pétalos de sangre en Arte y Cultura en 1987 y Elefanta del Sur Editorial en 2014,  y a este título le siguieron Un grano de trigo, publicada en la editorial habanera Arte y Cultura (en traducción de José Rodríguez Feo) y años más tarde en Ediciones Zanzíbar (traducida y prologada por Marta Sofía López), El diablo en la cruz en Txalaparta en 1994, Matigari en El Colegio de México en 2005, El brujo del cuerpo en Alfaguara ese mismo año, e incluso su narrativa breve («Boda en la cruz») estuvo representada en el primer volumen de la famosa antología preparada por Charlotte Broad Todos cuentan. Narrativa africana contemporánea (UNAM, 2012).

Como dejó escrito el gran editor Siegfried Unseld (1924-2002), «el prestigio de una editorial literaria lo determinan el rango de sus autores, la influencia y la distinciones de éstos, el grado de interés que sus libros suscitan y las consecuencias que tienen». Aun así, en algunas ocasiones los departamentos de promoción de algunas pequeñas editoriales, en su afán por establecer y afirmar esos vínculos, «olvidan» mencionar quién descubrió, ni que sea para un determinado público, al autor en cuestión, cosa que, al fin y al cabo,  probablemente sea más asumible por los lectores cuando lo hacen los editores que cuando, haciendo dejación de sus funciones de informarse y dando gato por liebre, lo hace la prensa cultural. Con todo, es bastante absurdo o pueril intentar personalizar unos descubrimientos, por un lado porque el editorial es un ámbito de trabajo colectivo, pero sobre todo cuando nos referimos a traducciones (pues hubo quien arriesgó previamente).

Fuentes:

Mihály Dés, «También la Corte está desnuda», Lateral, núm. 95 (noviembre de 2002).

Jorge Herralde, «Los cinco libros más significativos en Anagrama», conferencia pronunciada en el marco del Simposio Editores, editoriales, agentes y mercado literario en Iberoamérica el 28 de marzo de 2008 y recogido en El optimismo de la voluntad, México, Fondo de Cultura Económica, 2010.

Sergio Vila-Sanjuán, «Las paradójicas vueltas del editor», Clarín, 18 de enero de 2003.

Pero… ¿hubo alguna vez «editoriales independientes» en España?

Al poner de moda este término [«edición independiente»], se intenta vaciar las palabras de su sentido, para valorizar su imagen y sentirse en paz con su conciencia.

Gilles Colleu

 

Amparo Soler

Amparo Soler, fundadora y editora de Castalia.

Pudiera parecer que todos nos entendemos cuando hablamos de «editoriales independientes», o de «editores independientes», pero quizás habría que ver hasta qué punto es una distinción pertinente para describir el funcionamiento, el éxito cultural o la calidad de los catálogos de esas editoriales. Históricamente, en el ámbito de la edición española, ha sido frecuente la absorción de editoriales así llamadas «independientes» por parte de grupos, e incluso podría fecharse con cierta precisión los años en que una serie de procesos de concentración, con condicionantes diversos, hicieron que la editorial Crítica de Gonzalo Pontón (n. 1944) entrara en la órbita del Grupo Planeta o la Lumen de Esther Tusquets (1936-2012) entrara en la órbita de lo que por entonces era Bertelsmann. Más recientemente, fueron sonados los pasos de Tusquets a Planeta o de Alfaguara y Taurus a Penguin Random House. Por supuesto, cada caso ha tenido sus particularidades, pero qué define a una editorial «independiente», ¿el hecho de no pertenecer a un grupo? ¿Eran la Castalia de Amparo Soler (1921-2004) y Antonio Rodríguez Moñino (1910-1970) o la Gredos de Hipólito Escolar (1919-2009), Julio Calonge (1914-2012), Valentín García Yebra (1917-2010) y Dámaso Alonso (1898-1990), entre otros, editoriales independientes antes ser absorbidas por Edhasa y RBA respectivamente? Edhasa y RBA, ¿son editoriales independientes? Caso curioso y que ejemplifica una práctica no muy inusual entre las llamadas editoriales independientes fue el de las Ediciones del Cobre de Miriam Tey, quien en cuanto –a raíz de la publicación del inesperado Premio Nobel de Literatura Gao Xingjian (n. 1940) – vendió la editorial al Grupo Planeta, se asoció con la exAlba Menchu Solís para crear la editorial El Cobre (2002-2006), que no tardó en acabar diluyéndose en las publicaciones de la Casa Asia. Y no menos curioso es el de Caballo de Troya, que, nacida con una vocación muy propia de las llamadas «editoriales independientes», hizo honor a su nombre apareciendo en el seno de, por entonces (2004), Random House Mondadori.

En realidad, si la diferencia estriba en formar o no parte de un grupo empresarial, habría que ver en qué afecta eso al resultado, es decir, al catálogo de un determinado sello o a la calidad con que éste edita los libros, porque, como dejó escrito el veterano editor Enrique Murillo, «Diga lo que diga la leyenda, ni las chapuzas son exclusivas de los grandes grupos, ni los así llamados independientes son hermanitas de la caridad», pero aun así no son pocos los editores pretendidamente independientes que se arrogan implícita o explícitamente un marchamo de calidad intrínseca por el hecho de no formar grupo de un conglomerado de empresas. Sin embargo, sobre este aspecto el creador de Caballo de Troya, Constantino Bértolo (n. 1946), ya puso los puntos sobre las íes en un acerado artículo publicado en 2002 con el título «Acerca de la edición sin editores y el capitalismo sin capitalistas»

Las llamadas editoriales independientes no dejan de ser en realidad empresas de capital familiar o personal que basan su estrategia comercial en la apariencia de unas señas de identidad cultural ficticias buscando rentabilizar el plusvalor, crédito o «capital simbólico» que todavía hoy la cultura humanista conlleva.

Colleu

Edición argentina del libro de Colleu.

En uno de los libros que más directamente abordó esta cuestión, Éditeurs indépendants: de l´âge de raison vers l´offensive? (Alliance des Éditeurs Indépendents; La edición independiente como herramienta protagónica de la bibliodiversidad, La Marca Editora, 2008), el intrépido editor de Vents d´Ailleurs Gilles Colleu subraya acerca de esa independencia económica, que en parte excluiría a las editoriales que dependen de créditos bancarios, así como a las que se sustentan con subvenciones y a las institucionales: «Algunos editores económicamente independientes no son sólo tontos redomados, sino también incompetentes notorios que publican obras lamentables», y a ello podría añadirse, por propia experiencia lectora, que con más frecuencia de la deseable, aun cuando construyen un catálogo no lamentable, sus libros adolecen de traducciones muy endebles o con calcos que claman al cielo, de editings descuidados, desconsiderados con el lector en español (sobre todo cuando se trata de traducciones de no ficción) o claramente insuficientes, o bien de un exceso abrumador de erratas, lo que, en cualquier caso, se contradice con la calidad editorial que se arrogan, contraponiéndola además a la de las editoriales pertenecientes a grandes grupos. El reputado creador y editor de la valenciana Pre-Textos, Manuel Borrás, ya hace tiempo advertía que en este bombo a las autoproclamadas «editoriales independientes» también ha desempeñado un papel distorsionador, y sigue haciéndolo, la prensa más o menos especializada: «Vemos a “primeras espadas” de nuestra crítica ponderar como ejemplares traducciones o ediciones que no pasarían el más elemental examen filológico». Por su parte, Jorge Herralde, cuya empresa desmiente la equivalencia que a veces se propuso entre independencia y dimensiones (o tamaño), dejó también una inequívoca reflexión al respecto durante el Encuentro Internacional Los editores independientes del mundo latino y la bibliodiversidad (FIL, 2005):

El «secreto» del editor independiente es un proyecto definido y coherente, sostenido en el tiempo y sin bajar (al menos conscientemente) la guardia de la calidad. No sólo debe construir un catálogo intentando escoger los mejores libros posibles, sino también publicarlos pulcra y bellamente y luego promocionarlos con la intensidad que merecen.

Probablemente, como señaló con agudeza Martín Gómez, quizá el concepto clave sea sostenido en el tiempo, pues algo que debería calibrarse es cómo y hasta qué punto el paso de una editorial independiente a un gran grupo afecta a qué y cómo publica antes y después de dar ese paso, y considerar en qué medida eso tiene que ver con el hecho de que siga como editor o no la misma persona (piénsese, por ejemplo, en el caso de las muchas o pocas diferencias que hay entre el catálogo de la Lumen de Esther Tusquets cuando iba por libre, la Lumen de Tusquets en Bertelsman y la Lumen de Silvia Querini; adviertan cuántos autores han sido más fieles al sello que a su editora; o en los casos de Tusquets Editores, Destino, Crítica y tantos otros). Por otra parte, es evidente y no hace falta insistir en que la sostenibilidad de la empresa es condición indispensable para tener tiempo para construir y mantener vivo un catálogo; de nuevo: los únicos independientes del mercado son las editoriales institucionales.

Primera edición de las Confesiones de una editora en Ediciones B

Primera edición de las Confesiones de una editora en Ediciones B (del Grupo Z).

En cuanto al planteamiento de Colleu, una de las diversas aportaciones valiosas de su libhro es especificar y dar nombre al «editor independiente creador [o creativo]», que tal vez se contrapondría, aunque él no lo plantee así, tanto al «editor de gran grupo creador» como al «editor independiente no creador» (o, en ambos casos, «creativo»). Aun así, la vinculación quizá más explicativa es la que establece ya en el título entre edición independiente y bibliodiversidad. Pero, ¿son en todos los contextos las «editoriales independientes» las garantes de la bibliodiversidad? Habría que demostrarlo, pues algunas de las definiciones al uso dejan fuera de ese marchamo de «independientes» a editoriales como Austral, Debate, Crítica, Lunwerg, Minotauro, Destino, Taurus, Seix Barral…

Sin embargo, el concepto de bibliodiversidad se encuentra también en el núcleo mismo del manifiesto de una de las más interesantes asociaciones de editores autoproclamados independientes (en la que se encuentran por ejemplo la vasca Txalaparta, la valenciana Contrabando y la canaria Baile del Sol, junto a JC Sáez Editor, LOM, Ediciones del Ermitaño, Trilce, etc.), la Alianza Internacional de Editores Independientes:

El editor independiente [éditeur indépendant de création en la versión en francés] concibe su política editorial en plena libertad, de modo autónomo y soberano. No es el órgano de expresión de ningún partido político, religión, institución, grupo de comunicación o empresa. Tanto la estructura del capital del editor como la identidad de sus accionistas brindan información sobre su independencia: la adquisición de editoriales por grandes empresas que no están para nada vinculadas con el oficio editorial, y la implementación de una política de alta rentabilidad implican una pérdida de independencia y una remodelación de la línea editorial. [A lo que se añade para completar la definición:] Su enfoque no es únicamente comercial. En este aspecto es el garante, junto con otros actores de la cadena del libro, de una creatividad renovada, de la memoria, y de los saberes de los pueblos. En tanto privilegia criterios de calidad y duración sobre criterios de cantidad y velocidad y obra por la democratización del libro y por una edición que sea plural y critica. Por lo tanto, es el artesano de la bibliodiversidad.

A la vista de su recorrido, no es fácil dar una respuesta a esta “polémica” ni aceptar sin discusión los diversos intentos de definición de lo que es, si acaso existió alguna vez, la edición independiente en España, y tal vez lo más sensato sea –aceptando que tal vez en contextos socioeconómicos y políticos diversos el término puede tener un significado sensiblemente distinto– concluir de un modo que quizá sea paradójico: con los criterios que no son válidos para definirla, expuestos por el Observatorio Iberoamericano de la Edición Independiente (OBIEI):

Criterios como el tamaño de su estructura, el volumen de sus ventas o de su facturación, el enfoque de su línea editorial, las características de su fondo editorial, la calidad de su catálogo, el cuidado puesto en ciertos detalles del proceso de producción editorial o su orientación política son poco determinantes a la hora de establecer si una editorial puede considerarse independiente o no.

 

Fuentes:

Alianza Internacional de Editores Independientes, «Declaración internacional de los editores independientes para contribuir a la defensa y promoción de la Bibliodiversidad», fechada en Ciudad del Cabo el 20 de septiembre de 2014, Trama&Texturas, núm. 27 (septiembre de 2015), pp.128-133. Puede leerse la versión en francés aquí y su traducción al español aquí.

Manuel Borrás, «Un vendedor de palabras ajenas», Quimera núm. 223 (diciembre de 2002), pp. 11-13.

Quimera 223 (diciembre de 2002) Los mundos de la edición

Quimera 223 (diciembre de 2002)
Los mundos de la edición

Gilles Colleu, La edición independiente como herramienta protagónica de la bibliodiversidad, Buenos Aires, La Marca Editora, 2008.

Serge Dontchueng Kouan, «Los asuntos de la edición independiente en el África francófona: el caso de Camerún», Trama&Texturas, núm. 27 (septiembre de 2015), pp. 143-154.

Andrés Gómez, «La independencia en la edición colombiana: ¿una fuente de valor añadido o un simple eslogan?», Boletín Cultural y Bibliográfico, vol. XLVIII, núm. 86, pp. 15-27.

Sophie Noël, «Édition et engagement. D´Autres façons d´etre editeur?», Bibliodiversity, núm. 4 (febrero de 2006), pp. 3-8.

Sophie Noël, «Edición independiente y globalización editorial. El caso de los editores de ensayos “críticos” en Francia», Trama&Texturas, núm. 23 (mayo de 2014), pp. 81-94.

OBIEI (Observatorio Iberoamericano de la Edición Independiente), «La edición independiente como alternativa para fortalecer la diversidad de la oferta editorial», Trama&Texturas, núm. 10 (diciembre de 2010), pp. 89-96.

ODEI (Observatorio de la Edición Independiente), «Manifiesto ODEI», Trama&Texturas, núm 23 (mayo de 2014), pp.105-122.

Karina Sainz Borgo, «Esta burbuja no es tan grave; que hablamos de libros, no de hipotecas», Vozpópuli, 18 de enero de 2014.

Paulo Stachevsky, «Desafíos y amenazas para la edición independiente y la bibliodiversidad en Chile y América Latina», Trama&Texturas, núm. 27 (septiembre de 2015), pp. 134-142.

Gabriela Torregrosa, «La edición pobre», Trama&Texturas, núm. 23 (mayo de 2014), pp. 75-80.

Michel Valensi, «Una propuesta de definición», Trama&Texturas, núm. 23 (mayo de 2014), pp. 95-104.