Un episodio de censura española: Comín en prisión

Unos antecedentes necesarios: Barcelona, primeros meses de 1969. Ante las diversas y sostenidas protestas de los estudiantes universitarios y los sindicatos, a finales de enero el Estado español decretó el estado de excepción, que tuvo nefastas consecuencias para el sector editorial de la ciudad e hizo que los calabozos de Via Laietana parecieran, a tenor del ir y venir de editores, una feria del libro. El origen de ello hay que buscarlo, por ejemplo, en lo que se definió como un «asalto» al rectorado de la Universidad de Barcelona que se saldó con la quema de una bandera y con un busto del dictador por los suelos, aunque más grave había sido lo ocurrido en Madrid a raíz de la detención de varios miembros del clandestino Frente de Liberación Popular (1958-1969). Entre estos detenidos, por arrojar propaganda, se encontraba el estudiante de Derecho Enrique Ruano (compañero de colegio y buen amigo de quien con el tiempo llegaría a ministro de Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba), a quien se halló muerto al pie de un edificio tres días después de su detención. Hoy sabemos que fue el

Manuel Fraga Iribarne (es el que viste de civil).

por entonces ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga Iribarne (1922-2012), quien no sólo movilizó al director del periódico Abc Torcuato Luca de Tena (1923-1999) para que cocinara una versión según la cual se trataba de un suicidio (publicando incluso páginas de un apócrifo diario personal de Ruano), sino que también llamó al padre del estudiante fallecido para exigirle que dejara de protestar y, de paso, recordándole que tenía otra hija de la que ocuparse. Un mes después, los tres policías que habían detenido a Ruano recibieron una «felicitación por los servicios prestados».

El estado de excepción declarado en 1969 tuvo muy duras consecuencias en el ámbito editorial, lógicamente con mayor incidencia en las editoriales obreras y de izquierdas y en las que publicaban en alguna distinta a la «lengua del imperio». Así lo cuenta Carmen Menchero de los Ríos en «Editoriales disidentes y el libro político»:

El mundo editorial fue fiel reflejo de lo ocurrido en otros ámbitos y, más allá del restablecimiento de la censura previa, prevista por el artículo 3 de la Ley Fraga, la crisis se saldó con el secuestro de treinta publicaciones ya distribuidas por las librerías y la cancelación de la actividad para cuatro editoriales: Ricardo Aguilera, Equipo Editorial, Halcón y Ciencia Nueva, al tiempo que ZYX, Edicusa y Nova Terra se encontraban abocadas a correr la misma suerte por el asedio sistemático de su actividad desde el MIT [Ministerio de Interior y Turismo]

Nova Terra era una editorial marcadamente vinculada al cristianismo y al obrerismo que publicaba tanto en catalán como en castellano y que se caracterizaba por sustentarse en una peculiar y voluntariosa estructura empresarial; entre sus títulos publicados hasta entonces: La mà contra l´horitzó (1961), de Manuel de Pedrolo; Ensayos sobre la condición obrera (1962), de Simone Weil; El cine al alcance de los niños (1964), de Miquel Porter Moix; Los sacerdotes obreros (1965), de Gregor Stiefer Argelia entra en la historia (1965), de Pierre Bourdieu y Abdelmalek Sayad; Qué libros han de leer los niños (1966), del Equip Rosa Sensat; La sexualidad, carne y amor (1966) de Octavi Fullat; Ciudad rebelde (1967), de Luis Amado Blanco; Problemas actuales del sindicalismo (1967), de Pierre Le Brun; Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores (1968), de Manuel Sacristán; La carne en el asador (1969), de Francisco Candel; Introducció a la historia del moviment obrer, de Manuel Tuñón de Lara;  Chicos de la gran ciudad (1969), de J.M. Huertas Clavería; Secularización y cristianismo (1969), de Lluís M. Xirinachs… Los obstáculos que puso la censura a Nova Terra parecían ir encaminados a entorpecer su viabilidad económica mediante el nefando método de dilatar el proceso de las asignación de número de registro y al mismo tiempo retener o secuestrar todos los libros que publicaban. De hecho, ya hacía tiempo que estaban en el punto de mira de la censura, como constató Francisco Rojas Carlos al resumir el expediente que se abrió a Nova Terra (núm. 1.307, sin fecha):

Los informes del Ministerio estudiaron concienzudamente las líneas ideológicas de la editorial, y así se dictaminó entre otras cosas: “Examinada la línea general de sus ediciones y estudiados algunos de sus numerosos títulos característicos, puede afirmarse que Nova Terra tiene, en lo religioso, una marcada orientación peligrosamente progresista y, en lo político, una clara tendencia filomarxista. Como también «editorial de actividades progresistas, de matiz catalanista y rotunda oposición al Régimen». Entre sus integrantes, los informes destacaban las figuras de los sacerdotes Jorge Bertrán Quintana y Casimiro Martí Martí, junto a Josep Verdura y Alfonso Comín Ros, «todos los cuales sustentan una línea política de avanzada tendencia libertaria».

Colección Actitudes, traducción de Santi Soler (militante de la clandestina Acción Comunista), 1969. La versión catalana, también en Nova Terra, es del famoso polígrafo Manuel de Pedrolo (1918-1990).

En el estudio monográfico que Dolors Martín y Agnès Ramírez dedicaron a esta editorial –que, ciertamente, como ha escrito Mireia Sopena, es «deudor en demasía de las entrevistas a sus protagonistas»– se reproducen algunos documentos muy esclarecedores de las consecuencias que tuvo el estado de excepción. Éstos permiten, por ejemplo, constatar que, por el hecho de no tener concedido un número de registro editorial (como tampoco lo tuvo nunca Edicions 62, por ejemplo), ya en 1968 Nova Terra había padecido una oleada de secuestros de libros en clara progresión: uno en febrero, otro en abril, otro en agosto y tres en octubre, lo que contribuía de modo decisivo a que, a finales de 1968 la cuantía de inversiones y anticipos sobre obras que no habían podido publicar ascendiera a la astronómica cifra de 540.000 pesetas, que no había modo de amortizar, y que al año siguiente ascendían ya a tres millones de «pérdidas ocasionadas por la prohibición o retención de libros». Y a ello había que añadir aún las numerosas presentaciones de libros no autorizadas, por ejemplo.

Como consecuencia directa de la declaración del estado de excepción, el asesor general,  Alfons Comín (1933-1980) fue detenido en su casa, el director literario, Josep Verdura (1921) tuvo que ocultarse, y dos secretarias, Mercè Pons y M. Àngels Berengueres, así como dos de los fundadores y colaboradores, Miquel Juncadella y Antoni Muné, fueron detenidos y pasaron alguna que otra noche en los calabozos de Via Laietana. Y por si fuera poco, además la policía confiscó (y nunca han vuelto a aparecer) «gran cantidad de documentos, numerosa correspondencia, originales, fotografías»…

Colección Actitudes, en 1968.

Enorme interés tienen también los apuntes que tomó Joan Carrera (1930-2008) de sus delirantes entrevistas en Madrid, en compañía de mosén Guix (que había sido profesor de Fraga Iribarne), con el ministro: «Al oír el nombre de Nova Terra, me interrumpe con brusquedad. En esto, dice, no hay nada que hacer. Nova Terra se ha portado indignamente. Ha atentado incluso contra la unidad nacional. Ha creado conflictos judiciales, etc.». Vale la pena señalar que, muy probablemente, Fraga aludía al juicio sumarísimo al que fue sometido Francisco Candel (1925-2007) por el cartel propagandístico de La carne en el asador (1966), que rezaba: «¿Qué clase de ganado es este: turistas, ladrones, ministros, procuradores en cortes?», y que supuso un duro revés para Fraga, pues, recordando que el término «ganado» tiene como tercera acepción «conjunto de personas» Candel fue absuelto y el ministerio puesto en evidencia.No menos interés tienen las notas sobre la entrevista, en el mismo viaje, mantenida con Robles Piquer (1925-2018), director general de Cultura Popular y Espectáculos (además de cuñado de Fraga), de quien se transcriben las siguientes palabras: «Ya sé que el señor Comín no es hombre de poner bombas, pero las bombas ideológicas traen las demás». Lo que se colige de estas notas es que el ministerio estaba recibiendo presiones de la extrema derecha para que hiciera marcha atrás en la timidísima apertura que se suponía que estaba llevando a cabo, y que le costó bien poco sucumbir a estas presiones, que en el caso de Nova Terra se concretaban en la exigencia de desprenderse de Comín y de Verdura para poder seguir publicando e incluso se les recomendaba cambiar de nombre a la editorial.

Publicado en la colección Actitudes y luego en El Sentit de la Historia en 1974 y reimpreso en 1975.

Esto generó un intenso, enconado y en buena medida envenenado debate en el seno de esta editorial comunitaria, entre quienes estaban dispuestos a redoblar el pulso con el poder y quienes preferían preservar a toda costa la existencia de la editorial (que proponían mantener a Comín y Verdura como colaboradores si bien de tapadillo). Otro interesantísimo documento aportado en la mencionada monografía (pp. 108-110) es una asombrosa y emotiva carta escrita desde la prisión por Comín y dirigida a Josep Artigal (1923-1995), contable de la empresa Cubiertas y Tejados y uno de los fundadores de Nova Terra, que no tardaría en convertirse en gerente de la editorial. En ella Comín se muestra relativamente comprensivo con el dilema contra el que la Censura ha acorralado a Nova Terra, pero expone muy abiertamente su propia situación personal y las graves consecuencias que tendría para él verse excluido del proyecto colectivo que es Nova Terra:

En estos momentos, lejos de tantas cosas, me preocupa especialmente el aniquilamiento anímico que nace del hecho de sentirse exiliado. Y, si lo preferís, exiliado no en el sentido material del término, sino exiliado en el sentido, sobre todo, moral, espiritual. Creo que este, desde el punto de vista de nuestra continuidad y posibilidad de realización en tanto que personas, es uno de los peligros más graves de la prisión, la expatriación o cualquier cosa que conlleve el abandono forzado del propio círculo vital, de la propia comunidad de vida.

Y continua más adelante: «En cuanto al riesgo, ¡qué queréis que os diga! Yo, por mi parte, lo acepto […]. Bastará que los demás, o algunos de los demás, quieran también compartir este riesgo y, valorando todo lo que ello supone, lo acepte. […] Todos aceptamos riesgos: Sólo es necesario creer que lo que motiva esa aceptación vale la pena».

Alfonso Carlos Comín.

Aun así, el tira y afloja que convulsionó Nova Terra conllevó el abandono de Comín y Verdura (que seguirían sus trayectorias en las editoriales Estela y Laia), pero eso no supuso en ningún caso nada parecido a una vuelta a la relativa normalidad. Por si estos fueran pocos problemas, unos años después, el 30 de abril de 1973 el almacén que la editorial tenía en el popular barrio de Sants fue objeto de un incendio que tenía toda la pinta de ser un ataque de los ultras Guerrilleros de Cristo Rey dirigidos por el veterano de la División Azul Mariano Sánchez Covisa, cosa que agravó la ya dificilísima situación económica y acabó por hacer inviable la continuidad del proyecto.

La de Nova Terra no es sólo la historia de una de las editoriales más fascinantes puestas en pie durante el franquismo por un colectivo heterodoxo y heterogéneo (sacerdotes, maestros, obreros de la construcción, oficinistas, encuadernadores), sino que su repaso permite un extraordinario acercamiento al opresivo ambiente en que los editores, y en particular los que publicaban en catalán, intentaron llevar a cabo su tarea de acercamiento de la cultura al pueblo.

Fuentes:

Manuel Llanas, L’edició a Catalunya. Segle XX (1939-1975), Barcelona, Gremi d’Editors de Catalunya, 2006.

Dolors Martín i Agnès Ramírez, Editorial Nova Terra, 1958-1978. Un referent, Barcelona, editorial Mediterrània, 2004.

Carmen Menchero de los Ríos, «Editoriales disisdentes y el libro político», en Jesús A. Martínez Martín, dir., Historia de la edición en España 1939-1975, Madrid, Marcial Pons, 2015, pp. 809-834.

Francisco Rojas Carlos, Dirigismo cultural y disidencia editorial en España (1962-1973), Universidad de Alicante, 2013.

Mireia Sopena, «La historia de la edición en catalán: balance y retos», en Fernando Larraz, Josep Mengual y Mireia Sopena, eds., Pliegos alzados. La historia de la edición, a debate, Gijón, Trea, en prensa.

El lector interesado puede consultar además los legados de Lleonard Ramírez i Viadé y de Nova Terra, que se conservan en el Arxiu Nacional de Catalunya, fondos 338 y 49, respectivamente.

Juan Marsé, José Janés, Carlos Barral y el «escritor obrero»

Una de las muchas cosas que pone de manifiesto la excelente –y políticamente comprometida– biografía de Josep Maria Cuenca acerca de Juan Marsé (n. 1933) es la trascendental importancia que tuvo en su entrada en el mundo editorial, así como en su formación como escritor, la ya conocida amistad con la traductora, crítica literaria y narradora barcelonesa Paulina Crusat (1900-1981), cuando ésta se había establecido ya en Sevilla.

Paulina Crusat se había estrenado como traductora de Jean Moréas (Poemas y estancias, 1950) para la editorial vinculada al Opus Rialp, pero se consagró enseguida en esta faceta con una Antologia de poetas catalanes contemporáneos (1952), traducida en verso también para Rialp. Esto la llevó a las páginas de la revista Ínsula, donde se puso al frente de una longeva sección dedicada a las letras catalanas y, poco después, a publicar una primera novela en la colección Novelistas Hispano-Americanos de José Janés (1913-1959), Mundo pequeño y fingido (1953). Sin embargo, sus dos obras siguientes, que formaban el díptico Historia de un viaje, Aprendiz de personas (1956) y Las ocas blancas (1959), aparecieron en la prestigiosa colección Áncora y Delfín de la editorial Destino de Josep Vergés (1910-2001).

Juan Marsé.

Ese mismo año 1953 en que Crusat se da a conocer como novelista consigue Marsé publicar su primer cuento, en Ínsula («Plataforma posterior»), gracias precisamente a las gestiones de la escritora, con quien mantuvo una nutrida correspondencia que Cuenca cita por extenso. No es de extrañar por tanto, que al primer editor a quien se dirigiera Marsé fuera al que lo había sido de Crusat, Josep Janés, tal como explicó él mismo en declaraciones a Sergi Dòria:

Paulina Crusat leyó un par de cuentos y recomendó su publicación en la revista Ínsula, que entonces dirigía su amigo José Luis Cano. También me proporcionó entrevistas con Salvador Espriu, que me ayudó muy poco –¡me aconsejó que me casara, lo juro!– y con el editor Josep Janés, que me animó a escribir mi primera novela. Sin duda la habría publicado él, de no haber muerto en accidente de automóvil cuando yo la estaba terminando cuatro años después.

José Janés.

José Janés.

Cabe deducir que se produjo pues un primer encuentro a mediados de la década de los cincuenta en el que Janés animó a Marsé a decantarse por la novela, pues en aquellos años Marsé estaba sobre todo intentando colocar cuentos en revistas y premios, y en 1957 probó fortuna en el Nadal con una versión primeriza de Encerrados con un solo juguete con el título Las cenizas (lo ganaría Carmen Martín Gaite con Entre visillos). Sin embargo, hubo una segunda visita en la que Marsé presentó su novela y que Josep Maria Cuenca registra a partir de una carta que le mandó Crusat al enterarse de ello en diciembre de 1959:

¿Qué Janés no le tomó el libro? Le llevó Ud. el primero. Si encontró que no estaba a punto de arriesgar en él el dinero (pues de eso se trata) tenía razón. A casi nadie (genios comprendidos) le toman el primer libro.

Es fama que Paco Candel fue una de las mayores víctimas de la censura.

Es fama que Paco Candel fue una de las mayores víctimas de la censura.

Este encuentro se puede contextualizar en una época en que, sobre todo a raíz del sonado éxito de las novelas de Francisco Candel (1925-2007) Hay una juventud que aguarda (1956) y Donde la ciudad cambia su nombre (1957), Janés se había comprometido con mayor ahínco en una apuesta que llevaba manteniendo en esos años por la novela de una nueva generación nacida en los años veinte, y en su mayor parte sin formación universitaria, que retrataba de un modo realista e implícitamente crítico los ambientes menos pulcros de los centros urbanos españoles.

En ese propósito cabe situar, por ejemplo, el intento de premiar y publicar en 1947 a Francisco González Ledesma (1927-2015) Sombras viejas, tentativa que la censura desbarató, y exactamente lo mismo sucedió con Juan Goytisolo (n. 1931) y su aún hoy inédita El mundo de los espejos en 1952, así como con Antonio Rabinad (1927-2009) y La noche de Juan Dociac al año siguiente, si bien esta última, que el censor Valentín García Yebra describía como «una gran novela en el aspecto literario pero muy peligrosa desde el punto de vista moral y religioso», sí se pudo publicar, expurgada y con mucho retraso, con el título Los contactos furtivos (1956). Fruto de este mismo proyecto janesiano o vinculado de algún modo a él sí vieron la luz en cambio La moneda en el suelo (1951), de Ildefonso Manuel Gil (1912-2003) –que Fernando Larraz ha caracterizado como «una alegoría de las amputaciones psicológicas que supuso la guerra» – o El trapecio de Dios (1953), de Jorge Ferrer-Vidal (1926-2001), que practicaba un realismo social más asimilable por el régimen franquista (García Yebra la definió en su informe a censura como nada menos que «una alabanza de la gracia y la misericordia divinas»).

Al margen de las dificultades que encontró Janés para hacer accesibles al lector español estas novelas, es interesante comprobar también que muchos de estos escritores mencionados han reconocido entre sus principales influencias a ciertos autores extranjeros que formaban la columna vertebral de los catálogos de Janés (Zilahy, Knut Hamsun, Maurice Baring, Aldous Huxley, Maugham, Mauriac, Maxence van der Meersch, H.G. Wells), y en este sentido es especialmente curioso el caso de José Luis Sampedro, que presentó al Premio Internacional de Novela de Janés una novela, La sombra de los días, cuyo modelo estructural confeso era la novela de Clemence Dane Leyenda (publicada en 1942 en la colección janesiana Aretusa). Al parecer llegó incluso a firmarse un contrato de edición por la obra de Sampedro entre Janés y el autor, y en este caso es muy dudoso que los problemas se debieran a la censura, pero la obra no apareció hasta casi medio siglo después y en Alfaguara.

Antonio Rabinad.

Respecto a las lecturas e influencias son bien conocidas, por repetidas o parafraseadas, las declaraciones de Juan Marsé a Marcos Ordóñez:

Leía de todo y en total desorden, si es que hay que tener un orden en las lecturas, que yo creo que no: Balzac y El Coyote, Stendhal y Salgari, Stevenson y Edgar Wallace, en traducciones horribles, impresas en un papel que se deshacía entre los dedos. Y las novelas policiacas de la Biblioteca Oro [Editorial Molino] y la «literatura seria» que publicaba José Janés, lo poco que dejaban: sus máximos exponentes eran Somerset Maugham y Lajos Zilahy, que no estaban nada mal (los cuentos de Maugham siguen siendo espléndidos), mezclados con Cecil Roberts y Maxence Van der Meersch.

Si bien podemos atribuir a la muerte de Janés el hecho de que la primera novela de Juan Marsé no se publicara en su editorial, el hecho de que se hiciera cargo de ello Carlos Barral (1928-1989) es difícil no vincularlo a la trayectoria de algunos de los autores anteriormente mencionados, lectores que en buena medida se formaron con lo que Janés conseguía que la censura le permitiera publicar de entre lo más notable de la literatura europea de su tiempo.

De izquierda a derecha, fila superior: Blas de Otero, José Agustín Goytisolo, Ángel González, José Ángel Valente, Alfredo Castellón; fila inferior: Jaime Gil de Biedma, Alberto Costafreda, Carlos Barral y José Manuel Caballero Bonald.

Antonio Rabinad, por ejemplo, que se había marchado a Venezuela, atribuye en sus memorias su regreso a España al entusiasmo de Barral por reeditar Los contactos furtivos, lo que llevaría a cabo en 1971, y ya antes le publicaría A veces, a esta hora (1965), El niño asombrado (1967) y Marco en el sueño (1969). De Juan Goytisolo es muy famoso y conocido tanto su acercamiento al círculo barraliano y la publicación en Biblioteca Breve de La isla (1961) La chanca (1962), Fin de fiesta (1962) etc., como su posterior distanciamiento mediada la década de los sesenta, precisamente a raíz de la polémica concesión del Premio Biblioteca Breve a Últimas tardes con Teresa en detrimento de La traición de Rita Hayworth, de Manuel Puig (1932-1990). Se trate de una coincidencia o no, lo cierto es que en alguna medida el proyecto puesto en marcha por Janés, y redoblado a raíz del extraordinario éxito de las primeras novelas de Paco Candel, se trasladó en alguna medida al ya legendario “cuarto de los sabios” capitaneado por Barral, cuya tripulación, lógicamente, lo fue ampliando y modernizando.

Cubierta de Últimas tardes con Teresa, con la famosísima fotografía de Oriol Maspons (1928-2013).

Otra coincidencia digna de ser tenida en cuenta es que, exactamente en esos mismos años, entre 1955 y 1956, se produjo en paralelo también el frustrado intento por parte de Janés de publicar a un autor cuya distribución siquiera en España estuvo estrictamente prohibida por la simple y llana razón de su trayectoria biográfica previa, José Ramon Sender (1901-1982), que si bien perteneciente a una generación anterior, acaso podría situarse, por lo menos una parte de su extensa bibliografía, en la misma estirpe que la de algunos de los autores mencionados.

De izquierda a derecha: Juan Marsé, Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma, Ángel González y José Agustín Goytisolo.

En cualquier caso, lo que parece evidente es una cierta continuidad entre dos proyectos consecutivos, el segundo con una intención más claramente política, que Marsé se encargó en su momento de caricaturizar con su vitriólica mordacidad:

Me recibió Joan Petit y me llevó al despacho de Barral, que estaba con Josep Maria Castellet. Les había llamado mucho la atención la novela porque, dijeron, no tenía nada que ver con lo que les enviaban. Era la época del realismo social a todo trapo, y Encerrados [con un solo juguete] les pareció una novela extraña, introspectiva, decadente… Cuando Castellet se enteró de que trabajaba en un taller se le caía la baba. ¡Al fin el espécimen más buscado en el panorama literario español! ¡Un escritor obrero, uno de verdad! Su alegría duró poco, porque no tardaron en descubrir que lo que yo quería era ser un escritor burgués y cobrar el máximo posible por los libros para escapar de las siete horas diarias en el taller.

Juan Marsé en el taller.

Fuentes:

Josep Maria Cuenca, Mientras llega la felicidad. Una biografía de Juan Marsé, Barcelona, Anagrama, 2015.

Sergi Doria, «Juan Marsé: “El escritor, cuanto más lejos del poder político, mejor», Abc, 25 de noviembre de 2014.

Fernando Larraz, Letricidio español. Censura y novela durante el franquismo, Gijón, Ediciones Trea (Biblioteconomía y Administración Cultural 268), 2014.

Marcos Ordóñez, «De mis archivos: Un paseo con Marsé. Primera parte-1993», Blog de El País, 19 de septiembre de 1912 (publicado originalmente en la revista Co & Co, h. septiembre de 1993).

Rafael Borràs Betriu y Pareja

El editor Rafael Borràs Betriu dedica apenas una página en el primer volumen de sus memorias a una efímera experiencia editorial cuyo catálogo, según dice, “no pasará evidentemente a la historia de la Literatura, aunque se salven algunos títulos”. Quizá no pase a la historia de la Literatura de un modo evidente, tal vez lo haga de un modo subrepticio, pero bien vale unas líneas en la historia de la edición en España.

Corría el año 1958 cuando Borràs se asoció a José María Pareja (a quien menciona sólo como “el hermano de un antiguo condiscípulo»), para crear una empresa editorial alrededor de una colección de narrativa (novela y cuento) con el nombre Reloj de Sol, de la que, mientras duró el proyecto, aparecieron ocho títulos de autores bastante conocidos, y que posteriormente Pareja continuó en solitario.

Escribe Borràs Betriu acerca de este experiencia en La batalla de Waterloo: “La aventura duró de diciembre de 1958 a agosto del siguiente año; yo no veía las cuentas claras y preferí cortar por lo sano; le ofrecí a mi socio comprar su parte o venderle la mía; optó por lo segundo y me firmó diez letras de cambio debidamente aceptadas y avaladas; ya la primera fue al protesto”. Sin embargo, las fechas que señala con tanta precisión Borrás corresponden a las de aparición de los títulos, pero es innegable que el nacimiento de la empresa y la labor editorial es anterior, como demuestran por ejemplo la presentación a censura de algunos títulos con anterioridad a diciembre de 1958.

En 1958 publican los tres primeros números, volúmenes muy breves, de esta colección: El pan mojado, del primer marido de Ana María Matute, Ramón Eugenio Goicoechea, a quien César González-Ruano sitúa en un conjunto de personakes bastante variopinto en sus memorias (“En Barcelona conocí pronto a los cinco poetas jóvenes que más contaban en el ambiente literario, no muy importante ni grande contra lo que podría esperarse de la ciudad. Estos cinco poetas eran Mauricio Monsuárez de Yoss, Julio Garcés, Manuel Segalà, Juan Eduardo Cirlot y Ramón Eugenio de Goicoechea”); Crepúsculo de una ninfa, de Elisabeth Mulder, que ya había aparecido anteriormente en la editorial Surco en 1942 con ilustraciones de Solà Andreu y que, curiosamente, se presenta como en “traducción del editor”, y el primer libro de relatos de la novelista Mercedes Salisachs Pasos conocidos.

Ramón Eugenio Goicoechea con Ana María Matute.

Con estas cartas de presentación probablemente ya era fácil advertir por dónde iban los tiros de Reloj de Sol, una colección de libros breves (quizá por razones económicas o de escasez de papel) a los que en los primeros meses de 1959 se añadieron el libro de cuentos de José Cruset Hermano Ladrón, cuya obra anterior (El otro dinero) había obtenido el Premio Aedos; la novelita Fiesta al Noroeste, con la que Ana María Matute había ganado en 1953 el Premio Gijón y que había publicado entonces Afrodisio Aguado; El niño de la flor en la boca, de José María Castillo Navarro, quien tras haber publicado tres novelas con Luis de Caralt había probado fortuna en Planeta con Manos cruzadas sobre el halda (1958); El techo de lona, de Mariano Tudela, periodista y autor por entonces de biografías que publicaba AHR (Alfredo Herrero Romero) y de un par de novelas que habían aparecido en Luis de Caralt, y, acaso la obra

Es fama que Paco Candel fue una de las mayores víctimas de la censura.

Paco Candel.

más importante en esta colección, los cuentos de ¡Échate un pulso Hemingway!, de Francisco Candel, cuya carrera literaria, a raíz de la muerte de su descubridor y primer editor, Josep Janés, quedó momentáneamente –en términos estrictamente editoriales– un poco a la deriva. Es curiosa la historia de esta antología de cuentos candelianos, que en 1966 le publicaría de nuevo Tomás Salvador en la colección Novela y Documento de sus Ediciones Marte, en 1972 la editorial Laia haría una edición con el añadido de un nuevo cuento (“El perro que nunca existió y el anciano padre que tampoco”), acompañada de un texto introductorio del editor Josep Verdura («Sobre Francisco Candel autor de este libro») y de unos epílogos firmados por José María Rodríguez Méndez («Lengua y testimonio de Francisco Candel») y W.G. Weyland (Silverio Boj) («Noticia sobre Francisco Candel»), a la que seguiría aún una traducción incompleta al catalán (probablemente por acción de la censura) en la colección El Cangur (que no incluye “Esa infancia desvaída”), y de nuevo en español en 1984 en la colección Gran Reno, de Plaza & Janés.

José Jurado Morales.

Tan interesantes como los autores publicados en la colección Reloj de Arena, son los intentos fallidos de nuevas colecciones, pues contribuyen a mostrar qué caminos se disponía a transitar Borràs Betriu en esos años. Al poeta perteneciente al grupo de la combativa revista Azor José Jurado Morales, que dos años después obtendría el Premio Ciudad de Barcelona con el poemario Sombras anilladas (Editorial Peñíscola, 1962) y quedaría finalista con la novela La vida juega su carta (Cedro, 1961), Pareja y Borràs le publican su primera obra narrativa, La hora de anclar, pero, según escribe Borràs Betriu, la presentan fuera de la colección porque pensó, “tal vez de manera injusta, que no estaba a la altura de los otros autores”. En realidad, es el primer y último título de una colección llamada La Moneda al Aire, nombre que resulta muy indicativo de la poca confianza que tenían en esta apuesta los editores.

Con una recopilación de entrevistas a folklóricas firmada por Mario Gómez Santos y prologada por Ramón Serrano Suñer, Mujeres solas (Raquel Meler, Pastora Imperio, Sara Montiel, Lola Flores), se inicia una colección de Pequeñas Historias de Grandes Personajes, que apunta a una voluntad más comercial, que no tuvo continuidad. Sí la tuvo en cambio La Llave. Cuadernos de Poesía, si bien en la etapa de Borràs Betriu sólo apareció Música para búhos, del poeta franco-uruguayo Ricardo Paysero, suegro de Jules Superville y a quien José Bergamín, pues se conocieron en Montevideo, dedicó una sección de Rimas y sonetos rezagados (Renuevos de Cruz y Raya, 1962, y Cruz del Sur, 1963).

Ricardo Paysero.

Sin embargo, quizás el título  más conocido de Pareja y Borràs Editores sea el Libro de los objetos perdidos y encontrados, de César González-Ruano, un volumen profusamente ilustrado con láminas fotograbadas sobre papel estucado, obra de José Sánchez Martínez, y con cubierta en tela estampada. Con este título se abría y cerraba otra colección, El Libro Abierto, en la que se puede intuir la bibliofilia o el mundo del libro como idea rectora.

En cuanto Borràs Betriu dejó de ver las cuentas claras y vendió su parte en el negocio, Pareja prosiguió durante un breve tiempo publicando títulos que es de suponer que ya estaban programados, y que en algunos casos daban continuidad a la colección Reloj de Sol, pero lo hizo ya bajo el nombre Pareja Editor. Y esa ya es otra historia (que habrá que contar).

Fuentes:

Rafael Borrás Betriu, La batalla de Waterloo. Memorias de un editor, Barcelona, Ediciones B, 2003.

César González-Ruano, Mi medio siglo se confiesa a medias, Sevilla, Renacimiento (Biblioteca de la Memoria 3), 2004.

La providencia (que se llamaba Paco) en los orígenes

A Stefanie Kremser, autora de Die toten Gassen von Barcelona

Un joven Candel ante su propia caricatura por Del Arco.

Un joven Candel ante su propia caricatura por Del Arco.

Cuando se habla de los escritores que mejor han retratado la ciudad de Barcelona, surge siempre una retahíla de nombres en la que no suelen faltar Narcís Oller, Ignacio Agustí, Xavier Benguerel, George Orwell, Eduardo Mendoza, Manuel Vázquez Montalbán ni Juan Marsé. A veces, si la conversación se alarga, y se pone un poco erudita aparecen en ella los nombres de Paul Morand (su “La noche catalana”, en La noche es larga), Pierre MacOrlan (La bandera), André Pieyre de Mandiargues (Al margen), Josep M. Francès (La rossa del mal pèl), Jean Genet (Diario del ladrón), o incluso Ruiz Zafón (La sombra del viento, con su peculiar foto de Madrid en portada).

Sin embargo, más raramente se recuerda al autor de novelas policíacas Francisco González Ledesma (n. 1927), al inclasificable Antonio Rabinad (1927-2009) o a Francisco Candel (1925-2007), cuya obra muestra a menudo los barrios menos “promocionables” y turísticos de Barcelona, razón que quizás explique el tipo de lectores que en general han tenido y el hecho de que hayan quedado un tanto al margen del establishment académico.

Probablemente fuera Vázquez Montalbán el primero en establecer un cierto parentesco entre estos tres autores –que entre otras cosas fueron descubiertos por el mismo editor, José Janés (1913-1959)–, en el transcurso de una entrevista que le hizo Genís Sinca que, al reproducirla en su libro La providència es diu Paco, abre con las siguientes palabras: “Candel y la fabulación de su Barcelona suburbial tuvo una influencia decisiva en la generación literaria de la Escuela de Barcelona encabezada por Manuel Vázquez Montalbán” (ya saben: Barral, García Hortelano, Juan Goytisolo, Terenci Moix, Mendoza, Marsé).

Es que Candel –explica en esta entrevista Vázquez Montalbán– era precisamente el tipo de autor que buscaba Janés. Estaban hechos el uno para el otro. A contracorriente, es cierto, y hay quien dice que a contraliteratura, porque no hay que olvidar que Candel […] supuso la incorporación del “charnego” a la hora de juzgar sobre todo esas zonas donde Barcelona y Cataluña perdían su nombre. […] Con esas dos novelas [Donde la ciudad cambia su nombre (1957) y Han matado un hombre, han roto un paisaje (1959)] se convierte en uno de los mejores representantes del llamado realismo social, que en su caso está más cerca de lo que más tarde se llamaría realismo sucio, salvando las distancias y dicho sea con cierta ironía [las traducciones son mías].

Primera edición sin censuras de Los contactos furtivos (Bruguera, 1985), con prólogo de Manuel Vázquez Montalbán.

Janés, efectivamente, fue también el descubridor de Antonio Rabinad (con Los contactos furtivos, 1956), quien se convirtió además en un eficiente colaborador de la editorial, y de González Ledesma cuando éste decidió incursionar en la literatura abandonando los seudónimos que empleaba como autor de novela de género, si bien la Censura impidió que le publicara Sombras viejas, entre otras cosas porque, en palabras del autor probablemente exagerando un poco, “un protagonista le tocaba la pierna a su novia”.

Candel tiene el dudoso honor de ser, junto con Alfonso Sastre, la víctima más recurrente de la censura de libros. Su primera novela, Brisa de El Cerro (1954) la mandó a diversos premios sin ninguna suerte, pero encontró un valedor importante ya con la segunda, Hay una juventud que aguarda, subtitulada «Raro intento de novelar unos pensamientos y unas conversaciones» y que el propio Candel describe como:

la odisea de los jóvenes que desean triunfar literaria y artísticamente. Contaba mi aventura de escritor presentándome al Nadal. Jugaba al enfant terrible criticando premios y vida literaria.  Como reacción contra mi escepticismo podían otorgarme ese Premio Nadal que ponía en tela de juicio y al que con esta novela volví a presentarme. ¡Qué ingenuo! De la Dolores Medio, colocando la murmuración en boca de los personajes de mi relato, insinuaba que había ganado por ser mujer. A saber qué condescendencias habría tenido con el editor. Era creencia general que las mujeres triunfaban por su coño y no por sus méritos.

Aun así, la novela se ganó la simpatía de dos miembros del jurado, Ignacio Agustí y Sebastià Juan Arbó, y el segundo de ellos alentó a Candel a seguir en la brecha y no desanimarse, y le entregó una carta que le sirvió de recomendación ante José Janés, quien con esta novela estrenaría una colección que tuvo poca continuidad, Doy Fe. El rasgo más definitorio de esta colección era que un  autor consagrado apadrinara mediante un prólogo introductorio a un autor novel (seguirían al libro de Candel en esta breve colección Carmen Barberá, presentada por Gironella, y Antonio Gil, por John Lodwick), y Janés pensó inicialmente en Pío Baroja para el estreno de la colección, pero, tal como lo cuenta Candel, por entonces “Baroja andaba ya muy cascado. Janés no pudo hablar con él”.

Tomás Salvador (¡sin bigote!) en la sobrecubierta del primer libro de Doy Fe.

Tomás Salvador (¡sin bigote!) en la sobrecubierta del primer libro de Doy Fe.

Finalmente la primera obra publicada por Candel la prologó Tomás Salvador (1921-1984), lo que tiene su miga porque Salvador aparece como personaje en la novela, así que decidió dedicar parte del prólogo a desmentir la imagen que de él se daba en el relato de Candel:

En dos o tres ocasiones se me alude directamente, ni con simpatía ni con acritud, en todo caso con una imparcialidad mal informada. ¡No, amigo Francisco, yo no quedé finalista en el Nadal del año 1951 por ser divisionario y policía, ni he ganado después otros premios por lo mismo, ni mi original presentado al Nadal, al que aludes, estaba lleno de correcciones hasta parecer un ciempiés por no haber por donde agarrarlo!

No debe verse sin embargo en esta cita –¡perteneciente al prólogo en que un consagrado presentaba a un novel!–, una puya o una reprimenda. Es más, partir de ese momento el muy noble Tomás Salvador se convirtió, con Janés, en el principal defensor del proyecto narrativo desarrollado en los años posteriores por Candel, que –pienso que con gran perspicacia y acierto– Genís Sinca describe del siguiente modo:

Sin ser consciente por completo de ello, [en Donde la ciudad…] se atrevía a hablar de su mundo, absolutamente depravado y salvaje; rabiosamente pintoresco; y lo hacía a saco, retratándolo con pelos y señales, sin servilismo, tal como salía y con cierta bestialidad, como si se tratara de un Hemingway enloquecido, o de un Faulkner aún más apocalíptico y descamisado, aunque más deliciosamente inclasificable y carente de artificio.

Con una inocencia igualmente candorosa, Candel había sentado las bases sobre las que construir un verdadero monumento literario, un poco agrio, de estructura en apariencia descalabrada, literariamente e injustamente calificado de segundo orden, pero auténtico, directo, descarnado, sin esnobismos ni afectaciones innecesarias, elucubrando sobre su gente, del tuétano de lo esencial y nostálgico de los barrios inmmigratorios de esa Barcelona ignorada, presentando el mejor (o peor) de los escenarios: el circo humano y cotidiano de [la zona conocida como] las Casas Baratas.

El escritor Luys Santa Marina emparentaba la obra de Candel –incluso lo hizo durante el juicio a que fue sometido Candel por Donde la ciudad…– con la tradición realista y picaresca española del Lazarillo de Tormes, pero más curioso incluso resulta que las lecturas que el propio Candel identificaba como las más decisivas en su carrera se encuentren, junto a Los traperos de Emaús (de Boris Simon) y Los santos van al infierno (de Gilbert Cesbron), e incluso por encima de ellos, el Cuerpos y almas, de Maxence van der Meersch, uno de los mayores éxitos comerciales que hasta entonces había tenido –quién sino– José Janés.

La curiosísima reedición en Plaza con el título de la obra erróneamente escrito por el ilustrador. En la edición reproducida abajo aparece correctamente escrito.

Fallecido Janés en accidente automovilístico en 1959, tampoco resulta muy sorprendente que a partir de ese momento los editores de Candel pasen a ser, entre otros más ocasionales, gente como Tomás Salvador en sus ediciones Marte (Échate un pulso, Hemingway, 1959; Dios, la que se armó, 1964; El empleo, 1965…), Germán Plaza en sus Ediciones G.P. (Los importantes. Élite, 1962; Los hombres de mala uva, 1968…) y más adelante Alfons Carles Comín y Josep Verdura en Laia (Carta a un empresario, 1974; Crónicas de un marginado, 1976; A cuestas con mis personajes, 1977…). Por supuesto, nada de Lumen, Seix Barral, Anagrama o ninguna otra de las editoriales asociadas ni de lejos a la llamada –a veces uno no sabe sin con cierta ironía– gauche divine.

Primera edición sin censuras de Els altres catalans (Edicions 62, 2008), preparada por Jordi Amat y con un prólogo de Najat El Hachmi.

Y, entre todo ello, el excepcional y muy influyente Els altres catalans (1964), que en 2008 tuvo la fortuna de ser objeto de una reedición preparada por Jordi Amat (tras dieciséis reimpresiones), en que se recuperaba el texto íntegro, sin las mutilaciones (en 55 páginas) que en su informe de censura para autorizar su publicación pedía Félix Ros.

Fuentes:

Sobre Francisco Candel, vale la pena visitar la página de la Fundació Paco Candel.

Significativo del carácter popular (en el mejor sentido) de Candel es el hecho de que la Colla Gegantera de La Marina creara en 2007 este «gegant».

Francisco Candel, ¡Dios, la que se armó!, Barcelona, Ediciones Marte, 1964.

Francisco Candel, Patatas calientes, prólogo de Joan J. Gilabert, Barcelona, Ronsel (Colección Pérgamo, serie Crónicas 65), 2003.

Carles Geli, “Edicions 62 recupera la versión original de Els altres catalans”, El País, 9 de agosto de 2008.

Francisco González Ledesma, Historia de mis calles, Barcelona, Planeta (Autores Españoles e Iberoamericanos), 1999.

Genís Sinca, La providencia es diu Paco. Biografia de Francesc Candel, Barcelona, Dèria Editors-La Magrana, 2008.

Del campo de concentración a Marte (pasando por la División Azul)

tomas-salvador-216El camino que llevó a Tomás Salvador (1921-1984) a crear la editorial barcelonesa Marte, tras haber desarrollado una exitosa y reconocida carrera como narrador, estuvo marcada por una constante y tenaz voluntad de ayudar a autores en ciernes, alentándoles, poniéndolos en contacto y recomendándoselos a los editores que le parecían idóneos, escribiendo prólogos para sus obras, sin excluir tampoco su defensa ante las autoridades cuando ello fue necesario…, en definitiva: apadrinándolos. En el segundo volumen de sus memorias, Rafael Borrás Betriu incluye en lo que denomina «la escudería de autores que se iniciaron bajo la tutela de Tomás Salvador» a Carmen Mieza, Francisco Candel, Carmen Kurz, Carmen Barberá y Javier Tomeo, y a ellos podrían añadirse aún Antonio Rabinad y Manuel Vázquez Montalbán entre los más famosos. No está mal. Sin embargo, el buen ojo que tuvo para escoger a sus «pupilos» no lo demostró Salvador en la gestión de su aventura editorial, que desde el principio avanzó a trancas y barrancas y, si bien publicó títulos interesantes (de Candel, de Perucho, de Ramiro Pinilla…), acabó por descarrilar y llevar a su fundador a un destino inesperado (regentar el quiosco situado frente al Zurich, en la plaza Catalunya).

Durante la guerra civil española, con parte de la familia en zona roja y

Portada del segundo volumen de las memorias de Rafael Borras Betriu (el primero se titula La batalla de Waterloo, también en Ediciones B).

la otra en zona azul, Salvador se incorporó al ejército republicano en la «leva del biberón», pero pese a no ver el frente ni de lejos, a su término tuvo que sacarlo de un campo de concentración un hermano suyo, que había llegado a sargento en la zona nazionalista. Posteriormente, sin oficio ni beneficio, se alistó como modus vivendi en la División Azul y viajó con ella a Rusia impulsado también por un cierto afán de aventura; su testimonio de esa experiencia, el muy leído División 250 (Domus, 1954), es citado como ilustrativo en estudios tan rigurosos como, por ejemplo, La División Azul. Sangre española en Rusia, 1941-1945 (Crítica, 2005), de Xavier Moreno Juliá. A su regreso, en Barcelona, Tomás Salvador obtuvo todo tipo de facilidades para ingresar en el Cuerpo General de Seguridad como inspector de la Brigada Político-Social (es decir, «la secreta»).

Cubierta de Historias de Valcanillo en la colección Ácora y Delfín, de Destino.

De 1950 es su primer relato publicado, pero enseguida fue creando una obra narrativa desbordante marcada por las estructuras en episodios, el perspectivismo, un ritmo ágil de marcada influencia cinematográfica y una prosa directa, pero también por una asombrosa variedad de géneros. Se estrenó en Destino en 1952 con Historias de Valcanillo (que el año anterior había sido finalista del Premio Nadal), y escribió dos novelas a cuatro manos con el editor José Vergés, que era su cuñado (Garimpo. La novela de los buscadores de diamantes de Brasil, Premio Cultura Hispánica en 1951 y publicada por José Janés en 1952, y La Virada, en Edebé en 1964). Pero los amantes de la novela policíaca lo recuerdan sobre todo por su siguiente obra, Cuerda de presos (Luis de Caralt, 1953), con la que obtuvo el Premio Nacional de Literatura y que fue llevada a la gran pantalla por Pedro Lazaga, tras la que vendrían otras incursiones en el género, como El atentado (Premio Planeta 1960). Cultivó también la narración humorística en la serie de relatos iniciada con Les presento a Manolo (Plaza & Janés, 1972) y continuada con Vuelve Manolo (Plaza & Janés, 1976), Manolo el filósofo (Plaza & Janés, 1976), etc.

La edición de Domus (1954)

Armas Tomar Ediciones (2006)

Sin embargo, al margen de División 250, quizá sea la distopía de influencia orwelliana La nave (Destino, 1959), su primera incursión en el género de la novela de anticipación, una de las obras más reeditadas y valoradas por la crítica. Además de incluirle Domingo Santos en la Antología española de ciencia ficción (con Jorge Campos, Narciso Ibáñez Serrador o Antonio Mingote, entre otros), volvió al género en Marsuf el vagabundo del espacio (Doncel, 1970), Nuevas aventuras de Marsuf (Doncel, 1971), etc.

Menos recordadas son sus novelas destinadas a los jóvenes, pese a

Cubierta de la antología preparada por Domingo Santos (seudónimo de Pedro Domingo Mutiñó) para la colección Nebulae de Edhasa y publicada en 1967. La ilustración de portada la firma «Bas».

Dentro de mucho tiempo (Lumen, 1961) y, con toda justicia, sus mastodónticas producciones en el género de la novela histórica: El arzobispo pirata (Plaza & Janés, 1982) y Las compañías blancas (Plaza & Janés, 1984).

No es de extrañar esta variedad de géneros cuando le leemos, en entrevista de José Cruset, este remedo de poética personal: «Opino que lo que tiene importancia es el fondo; la forma no me importa; tu di algo, suelta el alma a borbotones por la boca…, que te entenderán mejor que si empleas palabras académicas; yo, con todos los respetos, admiro a Azorín, pero prefiero a Baroja, [si bien] creo que el escritor, aparte de su talento natural, no puede nada sin interesarse por las técnicas de su tiempo. […] La técnica no es otra cosa que el ordenamiento de los materiales, colocarlos de manera que el relato sea más contundente.»

Hombre de letras hasta la médula, en 1956 había intentado que Borràs Betriu le acompañara en la creación de una revista para la que contaba con el apoyo de Germán Plaza y colaboró en prensa (La Jirafa y sobre todo La Vanguardia Española) y fue uno de los impulsores de la creación del Premio de la Crítica, pero fue ya hacia 1960 cuando se puso al frente de Hermandad, la revista que aglutinaba a los exdivisionarios.

Una de los pocos retratos de Tomás Salvador, cuyo aspecto en esta imagen Marcos Ordóñez ha definido como «de malo de película mexicana, a lo Pedro Armendáriz», en una excelente entrada en su blog (véanse Fuentes).

A finales de los cincuenta y principios de los sesenta, el pasado de Tomás Salvador como divisionario, que evidentemente no ocultaba, así como sus relaciones con la policía le convertían a ojos de una parte de la izquierda emergente (que acabaría por convertirse en la gauche divine) en sospechoso, pero en cambio le permitió ayudar a jóvenes escritores sin recursos cuando estos se enfrentaban a problemas de los de verdad. Además de haberle prologado su primera novela (Hay una juventud que aguarda, José Janés, 1956), en la que Salvador aparece como personaje, cuando como consecuencia de la publicación de Donde la ciudad cambia su nombre Francisco Candel vio peligrar su integridad física, la intervención de Tomás Salvador resultó decisiva, como también la de José Janés. Y, de hecho, esta novela de Candel había llegado a manos de Janés (después de ser finalista del Premio Ondas con el título El dado) por mediación de Salvador. Ya muerto Janés, Tomás Salvador publicó en sus Ediciones Marte varias obras de Candel:  ¡Dios, la que se armó! (1964, en tapa dura y con sobrecubierta de celofán, con una inquietante portada de color de Tomás Salvador, hijo, que se reproduce virada en azul en las guardas), o los cuentos de El empleo (1965) y Échate un pulso, Hemingway (1966).

Imagen de la cubierta y lomo de la edición en Marte (por extraña que esa expresión pueda sonar) del libro de Candel ¡Dios, la que se armó! (primera edición fechada en diciembre de 1964).

Carmen Barberá pasó de ser una escritora con galardones locales y provinciales a publicar con José Janés gracias también a la buena mano de Tomás Salvador, mucho antes de sus resonantes éxitos en Planeta. Y Vázquez Montalbán, por su parte, publicó el primer libro propiamente policíaco protagonizado por Pepe Carvalho (tras Yo maté a Kennedy) gracias a que Tomás Salvador se lo recomendó encarecidamente al editor de Plaza & Janés Josep Maria Moya, quien, sin embargo, publicó esta obra (Tatuaje) en la tan poco glamurosa colección Reno.

Antonio Rabinad, quien a veces coincidía con Tomás Salvador en la sede de la  editorial de Janés mientras colaboró en ella, ha dejado escrito acerca de esta faceta de Salvador: «Casi todos los intelectuales le debían un favor u otro».

Tomás Salvador entre su padre y su esposa, Mercè Vergés.

Fuentes:

Rafael Borrás Betriu, La guerra de los planetas. Memorias de un editor 2, Barcelona, Ediciones B, 2005.

Francisco Candel, ¡Dios, la que se armó!, Barcelona, Ediciones Marte, 1964.

José Cruset, «Tomás Salvador: Generoso discípulo de la vida«, La Vaunguardia Española, 20 de junio de 1968.

Ernesto Escapa, «La novela de Grajal«, Diario de León, 11 de noviembre de 2012.

Xavier Moreno Julià, La División Azul. Sangre española en Rusia, 1941-1945 (Barcelona, Crítica, 2005).

Marcos Ordóñez, «Me acuerdo de Tomás Salvador«, en Bulevares periféricos, 15 de febrero de 2012.

Genís Sinca, La providencia es diu Paco. Biografia de Francesc Candel, Barcelona, Dèria Editors-La Magrana, 2008.

Sergio Vila-Sanjuán, Pasando página. Autores y editores en la España democrática, Barcelona, Destino (Imago Mundi 26), 2003.

Sobre Candel, siempre es recomendable visitar la página web de la Fundación Francisco Candel.