En catalán existe una expresión difícilmente traducible, «fer tots els papers de l’auca», que tiene el sentido (entre otros) de llevar a cabo las más diversas y heterogéneas tareas. La amplia carrera de Enrique Murillo en el sector editorial español, tanto en grandes grupos como en empresas pequeñas e incluso como impulsor de sus propios proyectos, hace que aplicarle esta expresión resulte bastante adecuado.
¿Cómo fue tu entrada en el sector editorial español?
Yo era entonces alguien que dejó un empleo muy bien remunerado en Londres porque mi ex me había puesto demanda de separación en un tribunal eclesiástico, y lo dejé todo por venir a defenderme a Barcelona. Me tuve que reinventar, una de tantas veces en mi vida, así que me hice traductor. Yo sabía inglés por las muchísimas lecturas y por los cinco años seguidos de vida y trabajo allí, pero jamás he estudiado esa lengua (ni ninguna otra), por eso cada vez veo más clara la idea de que la mía es la vida de un impostor, asunto con el que he chocado a medida que trato de hacer un relato razonado de mis extrañas y estrafalarias andanzas en el sector editorial. Y porque sabía inglés y en algunas editoriales me conocían como traductor, y tenía amigos en otras, comencé a escribir también informes de lectura. Cierto día acerté, pura chiripa. Dije que A Confederacy of Dunces vendería bien en España. Y el editor me pidió que leyera fijo para él en sus oficinas, dos tardes por semana. Primero literatura anglosajona, luego, novela española para el Premio Herralde. Y ahí empezó todo, hacia 1980.
Leyendo algunas de las entrevistas que te han hecho, uno diría que, además de la casualidad, lo que te llevó en su momento al sector editorial fue tu afición desmedida a la lectura crítica, que lo que te interesó siempre fue más la creación literaria y el potencial de cambio de la literatura que el comercio del libro.
Yo llevaba años escribiendo. Primero poesía, luego narración. Y siempre lo hice rechazando cosas, adorando otras. Con criterio más o menos equivocado, tenía alguno. Dicho de otro modo, contaba con una tradición que me había fabricado yo, como dice Eliot que ocurre con todos los que escriben. Y cuando leía para las editoriales podía aplicar, si pensaba que era eso lo que me pedían, mi criterio. De hecho, nadie te decía casi nada. Te daban a leer lo que fuera, y tenías que informar. Punto. O sea, nada de nada. Tampoco es que hubiese una claridad meridiana acerca de qué cosa era o no era lo literario si alguna vez se llegaba a pisar esas aguas pantanosas. De literatura había hablado mucho con escritores de mi generación, desde Azúa y Leopoldo Panero hasta con el joven Marías, o con Tono Masoliver, con Luis Maristany, pero prácticamente nunca con editores hasta que en los años noventa formé mi equipo en Plaza & Janés. Por otro lado, a lo largo de los años, fui entendiendo que la edición está íntimamente vinculada no solo a la calidad sino también a que la empresa pueda mantenerse a flote. Entendí que la mejor editorial, por mucho que publique los mejores libros, si no los vende acabará cerrando, y dejará de ser una editorial ni buena ni mala. Y tuve que graduar mis impulsos asesinos de lector chiflado. Por eso en su versión inicial el máster en edición de la UAB, que diseñé a petición de Gonzalo Pontón Gijón y Fernando Valls, se tituló inicialmente «La edición. Arte y negocio». Por otro lado, desde bastante joven soy una persona muy politizada y cuando creé la editorial Los Libros del Lince lo hice con la intención de hacer política, de intervenir en el debate político español, a través de los libros. Ahora bien, no con ensayo sobre política sino atacando los flancos del sistema en campos colaterales como la Sanidad, la Economía, el cambio climático o el centralismo administrativo hispano. En cuanto a la necesidad de que tu editorial no quiebre, fui lector de Barral Editores y aquello terminó como terminó, con la desaparición total de la empresa. Es una lección que no olvidé.
Cuando no existía una formación reglada, porque en España ni siquiera en las carreras de filología se proporcionaban nociones sobre el sector editorial, la entrada en él solía ser progresiva, a menudo a partir de la corrección de textos, la lectura de originales y la traducción, cuando no incluso de la composición o la impresión. ¿Cómo se formaba un editor a principios de los años ochenta y qué preparación o procedencia formativa tenían tus colegas y pares en los primeros años?
Si esto estuviera grabado en lugar de escrito, las carcajadas se oirían a kilómetros de distancia. En las memorias que estoy escribiendo muy despacio trato de contar con detalle que, como decía, soy en realidad un impostor, que carecía y carezco de formación reglada de todo tipo como editor, como traductor, y como casi todo lo que he hecho en la vida. Lo comenté hace poco con Valeria Bergalli (que estudió en un máster) y ella dijo que antes todos los editores empezaban más o menos como yo le conté. Eras muy lector, parecía divertido ganarte la vida leyendo, luego revisando… Y acababas yéndote a otro sector, o entrando en la edición. En España, la edición de los años setenta empezó porque había una editorial en la familia (Barral, Esther Tusquets) y porque también había, además, dinero. Herralde conoció a José Janés en casa de su familia, y veraneaba con Esther Tusquets, y Luis Goytisolo era compañero de clase de los salesianos de la Bonanova, y heredó una fortuna al morir su padre, un capitán industrial desde los cuarenta, y Beatriz de Moura era cuñada de Esther, y ayudaba en Lumen, y luego se independizaron ella y Oscar Tusquets para fundar Tusquets Editores…
Es célebre la frase de Peter Mayer de que ante un original propuesto, «no» también es una respuesta. ¿Dabas tú esas respuestas?
Claro que sí. Sobre todo cuando fui colaborador externo (falso autónomo) en Anagrama, durante unos diez años. Nadie me dio instrucciones, criterios. Pero como había acertado con Toole y luego acerté con Pombo, se aceptaban mis síes y mis noes. Como cuando dije que a mí Carver no me gustaba, y este autor tardó dos años en ser finalmente publicado por Anagrama. Mis errores son monumentales. Yo era en Anagrama el que leía todo lo que llegaba en lengua española, excepto, por decir algo, cuando Paco Rico recomendaba a Herralde que publicara a Soledad Puértolas. Eso no se me consultó, ya que había un recomendador con muchos más galones que yo. Sí en cambio me dieron a leer Mimoun, el manuscrito de Chirbes que Martín Gaite recomendó a Herralde. Me fascinó, más incluso que al autor, que luego rechazaba aquella gran nouvelle. Decía que sí muy pocas veces, no había sitio para publicar más que un número limitado de títulos anuales. La colección Narrativas Hispánicas no vendía casi nada, hasta que empezó a vender cien mil ejemplares Corazón tan blanco. Y a veces el rechazo era doloroso porque se trataba de alguien que escribía con dignidad. En estos casos no abundantes, solía escribir cartas de rechazo que eran mucho más que eso. Alababa lo que me parecía interesante, y explicaba las razones por las cuales el manuscrito me parecía bueno, pero no del todo… Por otro lado, no contestaba siquiera a los autores de las docenas de manuscritos que no estaban ni siquiera escritos, según mi criterio de lo que es la escritura, todo aquel montón de memorias de la guerra civil que tanta gente enviaba sin mirar de qué editorial se trataba, o libros de psiquiatras que estaban evidentemente majaras, etcétera. Por cierto, que Mayer es un caso que, guardando las distancias, recuerda en un aspecto mi trayectoria, ya que anduvo de acá para allá durante muchos años. Empezó en Avon, publicando puro bestseller de entretenimiento, y luego estuvo en Simon & Schuster, y más tarde en Penguin (que estaba a punto de cerrar, como me pasó a mí cuando fui a Plaza & Janés), y luego en Pantheon, de donde le despidieron (a mí me han despedido más que a nadie, que yo sepa…), y luego fundó The Overlook Press, su aventura en solitario y final.
¿Cómo era y con qué criterios trabajaste en los años ochenta en Anagrama?
Yo me propuse, dado que gozaba de un pequeño grado de influencia, que iba a usarlo para que se publicaran aquellas cosas que tenían frescura, desfachatez, descaro, que no sonaban a variaciones sobre los temas y el estilo que caracterizó los años del franquismo y del primer postfranquismo, de los cuales a mí me parecía mejor no salvar nada. En ese momento, en Gran Bretaña los nuevos narradores rompían con la generación anterior (Martin Amis, Ian McEwan…) y en Estados Unidos iba a surgir pronto el grupo de nuevos narradores cuyo editor era, en diversos sellos, Gary Fisketjon (Richard Ford, Brest Easton Ellis). Pues bien, yo leía el manuscrito de alguien cuyo nombre no me decía nada, pero cuya prosa estaba impregnada de elementos que yo adoraba en los relatos de Cortázar, y entonces cogía ese manuscrito de un tal Martínez de Pisón (había enviado los folios mecanografiados en un sobre, con una mera nota, sin tratar de buscar quién le recomendara ni recomendarse a sí mismo), y se lo llevaba al publisher y le decía: «Esto es bueno». Y se publicaba. Era un momento en el que ya había autores que renovaban, como Eduardo Mendoza, Juan Benet, gente más que interesantísima. Pero aparecían otros que andaban perdidos sin que nadie les hiciera caso, como Álvaro Pombo, y de repente mandaban sus manuscritos a Anagrama cuando se supo que convocó un premio de novela y que también publicaría libros escritos en castellano. Así que me encontré en una posición de privilegio. Anagrama no era muy conocida, todavía era un sello que sonaba a izquierdismo y radicalidad, a Bukowski y a periodismo Gonzo… Y de repente, entre los manuscritos del premio, aparece algo que está escrito en el sentido fuerte de la palabra, un manuscrito de Álvaro Pombo, y corrí a decirle al publisher que por fin…
Dejas de colaborar en Anagrama para centrarte en el periodismo cultural e intervienes en la gestación de un suplemento de libros, Babelia, que en su momento tuvo una influencia grande en el despegue de ciertos autores.
Me fui porque me ofrecieron un sueldo enorme por dirigir una revista, luego estuve en otra, siempre manteniendo el nivel salarial. Y de nuevo el azar quiso que me buscaran Rosa Mora y Tomás Delclós, que me conocían como un tío que estaba en Anagrama y a finales de los ochenta colaboraba como externo en la sección de Cultura de El País, dirigida entonces por Lluis Bassets. Trataba de asuntos no relacionados con la editorial en la que era colaborador. Así que cuando Delclós y Sánchez Harguindey lanzaron la idea de un nuevo suplemento cultural que lo abarcara todo, vinieron a buscarme. Con Rosa y Tomás nos reuníamos en mi piso de Madrid, como si fuéramos del PSUC, en la clandestinidad. Luego Joaquín Estefanía, el director, aceptó la propuesta, y me fichó. Primero edité el suplemento ya existente, «Libros», pero desde el principio estuve haciendo los números cero del suplemento nuevo, que yo llamé «Babel». Al principio de entrar en aquella redacción me sentí como un bicho raro. Javier Pradera me llamó a su despacho y confirmó lo que empezaba a notar: «Hola, Murillo. Sé quién eres.» Me sorprendió que me dijera eso, yo babeaba ante la persona que había creado Alianza Editorial, en cuyo libro de bolsillo me formé… Me miró a los ojos con el ceño fruncido: «Ya veo que estás bastante equivocado… ‒dijo‒. Que crees que este diario es un buen sitio para hacer periodismo cultural. Desengáñate. Este periódico detesta la cultura.» Me fui, por esta razón, al cabo de un año. A la dirección del diario le asustó poner como título aquel tan borgiano que yo había usado en los números cero. Lo tenía registrado el Grupo Zeta, que había registrado todo lo registrable… Y les dije que no iba a ser la cabecera, que la cabecera era El País. Que le llamaríamos «Babel» y que ningún problema… Pero pasó por allí Manuel Vicent y dijo que si no se podía poner “Babel”, pues que Babelia, nombrecito que en el taller, donde yo me pasaba horas con Luis Galán, un magnífico maquetista, enseguida pasó a ser «Bobelia». No soporté que me pusieran un jefe que en nombre de «ellos» (yo tenía que entender que eran la Santísima Dualidad, Polanco y Cebrián) pretendía que todo el suplemento constara de piezas cortitas «porque la gente no quiere leer cosas largas», y me acordé de la frase de Pradera y acepté la primera oferta laboral que me hicieron. Pero en los tres meses últimos de 1991, el suplemento que yo llevaba dio un cambio bastante notable respecto al pasado de los suplementos de libros en ese diario y en otros. Mis colaboradores eran mis amigos: Javier Marías, Álvaro Pombo, Félix de Azúa, Fernando Savater, Ramón de España… Intenté fichar a Tono Masoliver, pero no quiso irse de La Vanguardia, y acertó. Me riñeron por dedicar portada a una de aquellas novelas pop de Terenci Moix (Garras de astracán) e incluso por darle la portada a la enorme novela American Psycho. Me fui.
Habiendo vivido en Gran Bretaña, debo decir que los medios periodísticos que se dedican a la cultura en España están todavía en mantillas, y no se pueden comparar con los de países un poco más civilizados y no muy lejanos. Cada mañana me suelo desayunar con el «Book of the Day» del Guardian. Es pasmoso cómo entienden qué es la novela, cómo debe ser una reseña, qué razonados son los elogios y también cuánto sopesan la crítica negativa. Nada de esas críticas ad hominen o de mero amiguismo que se leen aquí. No parece que los críticos entiendan mucho de narración.
Cuando llegas a Plaza & Janés ya hace mucho tiempo que Mario Lacruz ha reordenado en colecciones los mastodónticos catálogos de Germán Plaza y José Janés. ¿Era completamente distinto el funcionamiento de Plaza & Janés en Bertelsmann del que conocías en Anagrama? Y en cuanto al objetivo, ¿era combatir «la peste amarilla» con la que José Manuel Lara se refería a Panorama de Narrativas?
Fui elegido para ser director editorial de Plaza & Janés porque la empresa era un Titanic. El nuevo gerente, un joven alemán cultísimo y amante de la lectura, que solo había dirigido una pequeña empresita de revistas técnicas, me dijo que sabía que en España solo ganaban dinero Anagrama y Tusquets, y que me había ido a buscar a Madrid porque le llegó un curriculum mío que yo no había escrito, pero que alguien le había pasado, en donde se decía que yo había trabajado en Anagrama. Y que quería que Plaza & Janés ganara dinero y que para eso necesitaba que yo le montara una colección literaria. Meses más tarde tuvo que cambiar el encargo cuando vio los números reales y supo que eran pavorosamente peores que lo que Bertelsmann sabía. De Mario Lacruz lo que quedaba era sobre todo Isabel Allende. Todo lo demás había sido arrasado por el director de ventas, que solo creía en la colección llamada Éxitos (novela de entretenimiento, eso que se llaman bestsellers), y que era una de las causas de la ruina porque pagaban anticipos exageradísimos para las ventas a menudo muy bajas. Mario había pasado a ser el publisher en Seix Barral, con Gimferrer de ideólogo literario. Lo de la mancha amarilla preocupaba a José Manuel Lara padre. En Plaza les preocupaban las bestiales pérdidas. Estábamos en quiebra. Lara llamó «mancha amarilla» a esos lomos de Panorama de Narrativas que vio un día en El Corte Inglés llenando anaqueles y ocupando sitio que él quería para Planeta. Porque Planeta tampoco ganaba casi nada con librerías. Ganaba entonces con la enciclopedia Larousse. Y, por cierto, no tenían ni idea de lo que compraban en idiomas extranjeros. Pagaban mucho por algún que otro libro y luego no sabían qué hacer con él. Grisham en sus manos fue un fracaso. Es lo que me encontré cuando acabé siendo fichado por Planeta por Ymelda Navajo. Les monté el área internacional con una red de muy buenos scouts…
En Plaza & Janés resulta retrospectivamente curioso que publicaras a Imré Kertézs, si es cierto que te lo dio a conocer Mihály Dés (1950-2017), porque enlazaba con la enorme atención que prestaba Josep Janés a la literatura húngara gracias a las sugerencias de Oliver Brachfeld (1908-1967). ¿Cómo fue ese caso, ya entonces el trato se hacía a través de International Editors? ¿Cómo valoras que luego Jaume Vallcorba lo perdiera como autor de la casa (justo cuando le conceden el Nobel), fue un exceso de confianza por su parte?
Creé y dirigí con la ayuda de Carlos Pujol Lagarriga la colección Ave Fénix Serie Mayor. Ave Fénix era el nombre de la colección de bolsillo de Plaza. «Serie Mayor» lo tomé de la colección que llevó brevemente Carlos Barral en Argos-Vergara. La inauguré, porque quería hacer un ademán simbólico, con El embrujo de Shanghai. Marsé era todo lo que podía salvarse de la novela del antifranquismo. Y enseguida publiqué dos o tres novelas de Ray Loriga, la primera de Salman Rushdie tras la fetua, también a Ondaatje, LeCarré, a Cormac McCarthy… Y a Guillermo Martínez, Félix Romeo, Adelaida García Morales… Es cierto que Mihály mencionó a Kertézs, pero la decisión la tomé por otra cosa. Fue mi scout en Alemania, Alexander Dobler, quien me consiguió una traducción al inglés de Sin destino, que era bastante mala, por cierto. Pero esa historia del holocausto narrada por un adolescente que odia a su papá y que acaba de darle un beso a una chica, me deslumbró y contraté baratísimo al editor alemán, Rowohlt que tenía los derechos de traducción. En Plaza & Janés hubo también que montar un equipo editorial, aquello era un desierto. Me ayudaban, además de Carlos, personas como Lilian Neuman, Roberto Fernández Sastre, Jonio González Cofreces, David Trías… ¡los editores salvajes! Nadie tenía ninguna formación, solo atrevimiento e ideas. Pero todo ese gran esfuerzo chocaba con un enemigo interno, el mismo y cateto director de ventas que antes mencionaba. Perdió los derechos de Kertész sin soltar una lágrima. Vallcorba siempre me recordaba que era yo quien había lanzado en castellano la obra de Kertézs. Era una excepción en el sector editorial español. Se trataba de un hombre muy culto, y en eso sobresalió siempre de entre todos los colegas. También era muy rico, pero eso no le había impedido estudiar alemán y leer de verdad, con criterio personal. A su modo, es el único caso español comparable con el de Roberto Calasso, que hace esa cosa tan extraña de lanzar una editorial basada en un criterio literario estricto y muy excluyente.
En los años noventa se oyeron a menudo quejas de los editores pequeños acerca de que ellos levantaban la liebre ante nuevos narradores interesantes y las grandes empresas se cobraban la pieza. ¿Siempre ha sido así?
Es lógico que la edición, que también es un negocio, provoque estos saltos de editorial en editorial por culpa del dinero. Pero a veces los pequeños eran muy tacañones y la gente se iba por motivos económicos y de otra naturaleza. Eso es complejo pero es conocido. Y tuvo sus causas específicas en cada caso. Sobre todo se producen movimientos tectónicos en los noventa cuando Javier Marías se marchó de Anagrama y luego se fueron Martínez de Pisón, y hasta Enrique Vila-Matas, los buques insignia de la casa. En Tusquets se produjo solo la sonada salida, algo posterior, de Javier Cercas. No es fácil dar una respuesta concisa a este asunto. Es cierto, por ejemplo, que tras vender algunos cientos de miles de ejemplares de La hoguera de las vanidades, Anagrama perdió a un autor que llevaba publicando hacía años porque hubo una oferta elevadísima de Ediciones B, para la colección Tiempos Modernos, de su siguiente novela, que no vendió mucho. Ocurre también con los superventas aliterarios, como Dan Brown, cuya primera novela tras El código Da Vinci no estaba ni en su cabeza ni mucho menos empezada siquiera a escribir, cuando Planeta lanzó una oferta a través de Mònica Martín, tan elevada que Joaquín Sabater, publisher de Urano, se retiró de la subasta. Cuando yo estaba en Alfaguara, hubo una subasta en la que Anagrama no participó por razones desconocidas y que llegó como a cuarenta mil euros, por la nueva novela de Jeffrey Eugenides Middlesex (brillantísima, por cierto). Cuando estábamos enzarzados Claudio López desde Penguin o como se llamara entonces, quizá RandomHouse-Mondadori, y yo desde Alfaguara y quizás alguien más por los derechos que subastaba la agencia americana, de repente Anagrama dijo que no había sido avisada, y entró tarde y mal, ofreció una burrada y se llevó el libro, creo recordar que por 70.000 euros. O sea, que pasa a menudo y por todos lados si hay alguien que tiene dinero y quiere como sea llevarse un libro que se está subastando. Lo bueno es que incluso a día de hoy, en tiempos en los que quien puede pagar los algoritmos, contrata todo lo que se va a poner de moda, queda muchísimo espacio para los editores pequeños. No deberíamos hablar de edición «independiente», que queda muy bien pero no significa mucho. Hay edición con dinero y sin dinero. ¡Eso sí que es significativo! Y también podríamos hablar de la edición de los que leen y la edición de aquellos que encargan informes de lectura. ¡¡¡Eso sí que es un Rubicón!!! En los grandes grupos eligen a gente de márketing, con mayor frecuencia cada vez, para hacer de editores. Y los que son editores de verdad no tienen tiempo de leer.

También parece que por entonces cualquiera podía hallar un nicho con el que obtener fama y visibilidad como editor, y empieza a generalizarse los editores más formados o con mayor experiencia en publicidad, gestión de empresas o marketing que en ciencias humanas, lo que no tiene por qué ser malo pero tampoco necesariamente bueno en cuanto a la calidad literaria de los textos disponibles para el lector. ¿Tienes esa percepción?
Siempre ha sido así en España. Y en muchos otros países. Cuando hay un editor que sabe leer y sabe de negocios, puede compatibilizar ambas funciones. Ser publisher y ser editor. Pero no es frecuente. Hay que distinguir entre empresarios de la edición y editores, porque no es lo mismo. Sin Víctor Seix, Carlos Barral estuvo perdido. Sin Mario Lacruz, Pere Gimferrer hubiera estado perdido. Sin un buen gerente, Mario Muchnik acabó como acabó, siendo como era un notabilísimo editor y un buen escritor. Por otro lado, si yo termino mis estudios en una escuela de negocios española o internacional, y tengo aspiraciones de fama y gloria, no me dedicaré a dirigir una saneada fábrica de tornillos, una empresa del sector energético o una empresa de yogures. Porque entonces, ¿qué esperanza tienes de salir en los medios, de hacerte una foto con un escritor famoso, alguien de fama no manchada por el dinero, pura espuma cultural? También han llegado al sector expertos de todo tipo en especialidades, sobre todo el márketing. Conozco a algunos que aunque sepan mucho márketing, técnicas de promoción por redes sociales y todo lo demás, lo que no saben es vender, que es otra cosa. A mí vender me ha gustado mucho. Mi padre, que fue vendedor de pañería de Sabadell, me enseñó su oficio sin darse cuenta.
¿Las dinámicas de trabajo eran radicalmente distintas en Plaza & Janés y en Planeta, el peso de los departamentos comerciales en las tomas de decisiones era creciente en ambos casos? Porque se ha hablado mucho de la cercanía de Lara con sus comerciales y hasta qué punto los escuchaba…
En mi época y durante al menos otros ocho o diez años, en Plaza & Janés controlaba todo aquel jefe de ventas que llegó a consejero delegado, y a punto estuvo de cargarse otra vez la editorial. Pero debajo de él ya estaba Nuria Cabutí, la actual consejera delegada, que era una persona racional, inteligente y que sabía gerencia como egresada del IESE, creo recordar. Y lo que ella controlaba, seguro que iba bien. Porque como en el caso de Víctor Seix, sí es cierto que en empresas de cierta dimensión es imprescindible un gerente. Y en tamaños menores, al menos un editor con mentalidad de publisher, de hombre del dinero y la organización. O te hundes. Así que en mis tiempos fueron dinámicas muy diferentes. Planeta no estuvo nunca en bancarrota, aunque el dinero entrara no por librerías sino por otras divisiones de la empresa. Tras salir como director editorial de Plaza & Janés porque me echó aquel director comercial, me juré a mismo que jamás volvería a ocupar una plaza con toda esa responsabilidad. Salvamos Plaza & Janés a base de dedicarme a contratar o incluso a fabricar bestsellers de no ficción, sobre todo, y a contratar libros que vendían bien y no costaban fortunas… Y a dedicarme luego a llevar yo la prensa, con Trías y otros… Pero eso me había matado. Antes de ser despedido, presenté mi dimisión como director editorial y seguí como editor at large con mis autores. Al nuevo alemán que llegó de China para dirigir la empresa sin saber qué era un libro, le comieron el coco en un periquete, y eso facilitó las cosas al tipo que me odiaba. En Planeta no me preocupé más que de ir diciéndole a mi jefa, Ymelda Navajo, que rechazaba el puesto de director editorial… Una y otra vez a lo largo de varios años. Yo me reía, ella me bajaba el sueldo, y tan amigos y más risas por mi parte. Me llevé muy bien con ella. Pero allí no tuve nunca una visión global de lo que pasaba. Me cargaban los «marrones». Si Terenci se enfadaba con el pobre Basilio Baltasar, como con todos los editores anteriores, Ymelda me decía que me encargara yo, y como éramos amigos todo iba la mar de bien. Incluso me tocó llevar el premio Planeta… De todo.
Fuentes adicionales:
Nuria Azancot, «Enrique Murillo», El Cultural, 20 de septiembre de 1011, p. 24.
«Cazarabet conversa con Enrique Murillo, de Los Libros del Lince», web de Cazarabet, sin datos.
Manel Manchón, «Las querencias del editor Enrique Murillo», Crónica Global, 11 de agosto de 2011.
José Serralvo, «Enrique Murillo (entrevista)», JotDown, mayo de 2014.