La novela que ganó el Planeta y se publicó en Plaza & Janés

En el número correspondiente al 18 de octubre de 1962, el célebre y reputado periodista Manuel del Arco (1909-1971) dedicaba su famosa sección de La Vanguardia «Mano a mano» a entrevistar al editor Germán Plaza (1903-1977), hombre poco dado a atender a los medios de comunicación; pero en este caso había un buen motivo para que atendiera a la prensa.

Unos pocos días antes el mismo periódico había mostrado en portada a la escritora valenciana Concha Alós (1926-2011) con el siguiente pie: «Anteanoche, en el hotel Ritz, se celebró la concesión del XI Premio Planeta, resultando galardonada la escritora Concha Alós, con su novela El sol y las bestias». Sin embargo, quien pasaría a la historia como el ganador del premio mejor dotado de la literatura en lengua española en 1962 sería el escritor radicado en Tánger Ángel Vázquez Molina (1929-1980) con Se enciende y se apaga una luz, que sería su primera novela publicada.

Uno de los relatos más jugosas de ese delirante asunto que acabó vinculándolo con Plaza lo firmó en el periódico madrileño Pueblo Enrique Rubio (1920-2005) en una crónica cuyo arranque no tiene desperdicio y pone ya las cartas sobre la mesa: «Brillante jornada la de este XI Planeta. Y un final pleno de emoción, porque, tras la alegría de recibir un premio dotado con 200.000 pesetas, la vencedora recibía una amenaza de ir al Juzgado, y nada menos que de boca del premio Nacional de Literatura Tomás Salvador.» Recuérdese que por aquel entonces Salvador era editor en Plaza & Janés.

Lo cierto es que, salvo engaño por uso de seudónimo, la convocatoria de ese año del Premio Planeta no consiguió atraer a grandes novelistas, y entre los ciento setenta y nueve que pasaron la primera criba se encontraban nombres como Carmen García Bellver (1915-1994), con La sangre inútil (que en 1966 publicaría en Alicante la Caja de Ahorros del Sureste, lo que luego sería la Caja de Ahorros del Mediterráneo o CAM), Luisa María Alberca (1920-2006), que en 1949 ya había sido finalista del Premio Nadal y que ese año presentó al Planeta Del cauce hacia el torrente, o Miguel Signes (1915-1994), que tras haber sido detenido al final de la guerra en el puerto de Alicante, se había quedado en la península y era un habitual del Planeta desde por lo menos 1956 (en 1962 probó suerte con Rama silvestre). Como es de suponer, en los días pevios la prensa iba muy despistada acerca de quién podría obtener ese año el premio porque no había favoritos claros, y al parecer tampoco se produjeron filtraciones de los miembros del jurado. «José Manuel Lara, el más grueso editor de la región —escribe Enrique Rubio en su crónica—, no soltaba prenda; Carmen Laforet… nada.»

Según contó entonces Concha Alós, aunque escribía desde los catorce años solo había escrito otras dos novelas, pero ya había sido finalista del Premio Sésamo con El agosto, y en 1958 había sido finalista del Premio Ciudad de Mallorca, mientras que por el premio Lealtad (a El cerro del telégrafo) se embolsó siete mil quinientas pesetas.

La salida airada e intempestiva de Tomás Salvador al conocerse el fallo de 1962 ya había tenido un anuncio esa misma mañana, en que el por entonces conocido escritor, que había ganado el Planeta dos años antes con El atentado, había mostrado su disconformidad con los modos de proceder de Lara con respecto al premio, lo que se encuadra en los tradicionales piques y rivalidades entre Plaza & Janés y Planeta: «se está desorbitando un poco y menosprecia a los escritores al decir públicamente que lo que importa es la venta y no la calidad del libro». «Pero eso lo decía por la mañana —prosigue la crónica de Rubio—, y por la noche, cuando se enteró del premio que acababa de otorgarse, anunciaba muy serio, muy enfadado: “¡Llevaré al Juzgado a Concha Alós! Su libro lo tengo yo contratado en [la colección] Selecciones y no podía presentarlo al Planeta…”».

Lógicamente, empezaron de inmediato las carreras de los periodistas, que ni tiempo de frotarse las manos debían de tener, cosa que a José Manuel Lara debió de complacerle sobremanera: «El editor, más feliz que nadie, tranquilo y sonriente, como de costumbre, disfrutó anoche con este barullo. Y su opinión no puede ser más pacificadora: “No pasará nada. Plaza & Janés y yo somos muy amigos»». Según declaró esa misma noche Tomás Salvador a Juan Segura Palomares (cronista de La Prensa): «No me extrañaría que el señor Lara, propietario de editorial Planeta, lo hubiera hecho a conciencia para obtener una publicidad escandalosa y gratis», y el mismo periodista recoge también las declaraciones de Lara: «La gente quería escándalo. Ya está satisfecha. Ha habido escándalo». Sea como fuere, ciertamente, no pasó gran cosa. Pero podría haber pasado si, como colige Sergio Vila-Sanjuán, Concha Alós fue declarada ganadora gracias a las gestiones de quien por entonces era su pareja, Baltasar Porcel (1937-2009), quien además trabajaba entonces en Planeta.

Concha Alós, José Manuel Lara y Sebastià Juan Arbó, ambos miembros del jurado (que completaban Joaquín de Entrambasaguas, Carmen Laforet, Ignacio Agustí, Ricardo Fernández de la Reguera, José María Gironella y, como secretario, Manuel Lombardero).

Esa misma primavera, Concha Alós había presentado la novela Los enanos a Plaza & Janés para la colección Selecciones de Lengua Española, que ofrecía mensualmente cincuenta mil pesetas a una novela y según el memorándum de acuerdo «El Autor tendrá presente que mientras no renuncie expresamente, y con la antelación necesaria para evitar simultaneidad de gestiones, el presente contrato concede al Editor un año de opción sobre su obra, durante el cual debe abstenerse de cualquier otra gestión que dificulte el acuerdo». Evidentemente, presentar esa novela a un premio, aunque fuera con otro título, estaba contraviniendo el acuerdo al que había llegado con Plaza & Janés, aunque ella alegara entonces que el propio Salvador le había confesado que posiblemente no le publicaran la novela (según algunas versiones, «por sus tendencias socialistas»; sin embargo, cuando pasó censura, según escribe Fernando Larraz, «ningún resquicio de socialismo debió de ver el censor en esta historia de miserias urbanas»). Lo que tardó un poco más en saberse es que Concha Alós ya había presentado previamente esa misma novela al Nadal y al Biblioteca Breve sin éxito: si algo no le faltaba a Concha Alós era tesón.

A raíz del tremendo follón de 1962 se llegó incluso a hablar en la prensa de la posibilidad de que tanto Plaza & Janés como Planeta publicaran esa novela, cada una de ellas con el título con que había llegado a sus manos, lo cual era un auténtico disparate y que no sin cierta gracia Germán Plaza describió como un muy peculiar caso de «plagio».

La editorial Planeta anuló su fallo, el premio pasó a manos de Ángel Vázquez Molina, y Plaza & Janés, con una propaganda que no podía ni imaginarse, anunciaba ya en octubre la inminente publicación de Los enanos, y según declaró la autora con la promesa de, además de las cincuenta mil pesetas del Selecciones, cincuenta mil más en el momento de la publicación de la obra, y un tercer pago de cien mil pesetas, con lo que se hubiera igualado el montante total de lo ofrecido por Planeta.

Los enanos en la famosa y popularísima colección Reno.

Las aguas debieron de volver a su cauce, porque también fue Plaza & Janés quien, entre otras obras, publicó su siguiente novela, Los cien pájaros (1963), y más tarde La madama (1969) —que Fernando Larraz constató que tras su paso por censura «quedó completamente desfigurada y así sigue, porque la reedición de 1981, la última de esta novela, mantuvo todas las tachaduras y modificaciones»—, Os habla Electra (1975) o Rey de gatos (1969, reeditada por Barral en 1972), entre otras.

También Plaza & Janés intentó sacar partido al escándalo.

Aun así, y quién sabe si como parte de un acuerdo verbal o no, en 1964, entre las doscientas cincuenta y cuatro novelas presentadas al Planeta, volvía a encontrarse una de Concha Alós (presentada con seudónimo, cabe decir), titulada Las hogueras, que en la última votación se impuso por un solo voto a El adúltero y dios, del profesor Víctor Chamorro (1939-2022), de quien quizá la obra más conocida sea La hora del barquero, con la que obtuvo el Premio Gijón en 2002 y de la que hay edición en la editorial Acantilado.

Se convertía así Concha Alós en el único caso en que alguien era votado y proclamado en dos ocasiones como ganador del Premio Planeta, aunque eso no ayudara mucho al prestigio de la autora, si bien es cierto que en el primer cuarto del siglo XXI y encuadrado en el esfuerzo por reformular el canon atendiendo a la obra de las escritoras, varias de sus novelas han sido reeditadas y han despertado cierto interés. Con todo, como escribió el crítico literario Fernando Valls en su blog, Concha Alós «debería haber formado parte de la llamada generación del medio siglo, al menos de sus miembros más jóvenes, como Juan Marsé o Luis Goytisolo. Y, sin embargo, nunca fue encuadrada junto a ellos, quizá porque publicó siempre en editoriales comerciales como Planeta o Plaza & Janés». Si bien es cierto que su narrativa no se caracterizó precisamente por su experimentalismo u originalidad, tampoco es un detalle menor y da que pensar el hecho de que Barral reeditara una de sus libros (Rey de gatos. Narraciones antropófagas).

Fuentes:

Manuel del Arco, «Mano a mano. Concha Alós», La Vanguardia, 16 de octubre de 1962, p. 23.

Manuel del Arco, «Mano a mano. Germán Plaza», La Vanguardia, 18 de octubre de 1962, p. 25.

Fernando Larraz, Letricidio español. Censura y novela durante el franquismo, Gijón, Trea, 2014.

Juan Ramón Masoliver, «Mesa de redacción», La Vanguardia, 15 de octubre de 1962, p. 15.

s. f., «Concha Alós, conforme con la anulación del fallo del Planeta», La Vanguardia, 21 de octubre de 1962, p. 28.

s.f., «Premio Planeta 1962: Concha Alós, con El sol y las bestias», La Vanguardia, 24 de octubre de 1962, p. 15.

Fernando Valls, «Concha Alós, entre gatos», La nave de los locos, 8 de agosto de 2011.

Sergio Vila-Sanjuán, El jove Porcel. Una ascensió literària a la Barcelona dels anys seixanta, Barcelona, Edicions 62 (Biografies i Memòries 99), 2021.

Al margen del muy diferente estilo de las ilustraciones de sobrecubierta, es llamativo el distinto tamaño de la letra del nombre del autora y su caracterización como «autora de Los enanos».

Un caso de plagio en el Premio Planeta que no es el de Cela (ni el de Carlos Rojas)

De los muchos y diversos tipos de escándalos que han rodeado el Premio Planeta (miembros del jurado díscolos, premiados que tenían la obra ya contratada por otra editorial, sospechas de apaños, etc.), tal vez el más abundante a lo largo de la historia de este galardón sea el de los plagios. Las acusaciones de María del Carmen Formoso (1940-2020) a Camilo José Cela (1916-2002) —por La Cruz de san Andrés— y el de Dolores Rivas Cherif (1904-1993) a Carlos Rojas (1928-2020) —por Azaña—  quizá sean los más sonados, pero menos conocido es el que en 1983 rodeó la novela de José Luis Olaizola (n. 1927) La guerra del general Escobar.

De hecho, el premio de 1983 es sobre todo recordado, gracias sobre todo al libro de memorias de Mario Muchnik Lo peor no son los autores, como el que debía ganar Juan Benet (1927-1993), que en 1980 ya había sido finalista con El aire de un crimen, pero el caso es que el jurado de esa convocatoria proclamó finalista a Fernando Quiñones (que ya había sido finalista en 1979) por La canción del pirata y ganadora a la novela en que Olaizola recreaba parcialmente la vida del general Antonio Escobar Huerta (1879-1940), quien durante la guerra civil había estado al mando de un contingente formado por milicianos de la columna Tierra y Libertad y guardias civiles de la comandancia de Barcelona y al término de la guerra fue fusilado en el castillo de Montjuïc.

No había pasado ni una semana de la concesión pública del premio cuando saltó a las páginas de la prensa la denuncia que contra el autor de la novela había interpuesto Pedro Massip Uriós, ayudante de campo de Escobar durante la guerra en el frente de Extremadura y por entonces casado con una sobrina del general. Según contó por entonces Massip, en 1969 y por encargo de Alfredo Escobar (de Suevia Films), había empezado a trabajar en un guion cinematográfico basado en la biografía del general que no llegó a buen puerto, pero que había recuperado años después para proponérsela a RTVE y lo dio entonces a leer a Olaizola para que revisara el texto y acabara de darle forma cinematográfica (en 1981 había estrenado Olaizola Palmira, con guion y dirección de él mismo).

El 19 de octubre La Vanguardia recogía la primera reacción ante esta denuncia del propietario de Planeta, José Manuel Lara (1914-2003), del siguiente modo:

… en su calidad de portavoz de la editorial que otorga el galardón, mostró su sorpresa y comentó a este periódico que «por aquello de la morbosidad, no me desagrada que hablen, aunque sea mal, del premio». Declaró que la editorial «ni entra ni sale» en las responsabilidades en las que haya podido incurrir el autor y fue tajante al afirmar que era «una frivolidad tremenda que alguien acuse de plagio a otra persona sin haber leído previamente lo que ésta ha escrito».

José Manuel Lara Hernández, «leyendo».

De todos modos, la primera edición no se hizo esperar, está fechada en ese mismo 1983, y según declaró entonces Lara (1914-2003): «Nosotros hemos hablado con Olaizola y no niega que visitó a Massip y que se llevó una copia del guion. En el epílogo de la obra le agradece la ayuda prestada para reconstruir la vida del general». Vale la pena añadir que en el artículo de La Vanguardia citado (posterior a la entrega del premio, atemnción a la cronología), el autor declaraba: «comprenderá que anteayer redactara en Barcelona un epílogo a mi novela en el que expreso mi agradecimiento a todos cuantos me han hecho posible con su ayuda la reconstrucción de la biografía novelada del general Escobar». Tampoco ante la prensa Olaizola negó haber leído el guion, que en declaraciones a El País describió como «un tocho que distorsionaba la imagen que ya me había formado, un guion que es infumable, incluso para un lector técnico», pero planteó la cuestión como una coincidencia y aseguró haber accedido al texto de Massip cuando ya llevaba muy avanzado su propio proyecto novelístico sobre Escobar.

José Luis Olaizola.

Lo interesante en este caso es que la acusación era por «plagio ideológico» o no textual —es decir, la apropiación de una idea ajena, no por un burdo copia y pega como pudo ser por ejemplo el caso de Ana Rosa Quintana—, y probablemente fuese el primer caso en España en que se aceptaba a trámite una acusación de estas características (y valdrá la pena anotar que llevó el caso de Massip el famoso y luego mediático abogado Javier Nart, que con el tiempo acabaría por publicar libros en sellos del grupo Planeta). Resulta curioso que el auto de procesamiento, dictado por el Juzgado de Instrucción número 6 de Barcelona, se sustentara en el informe de un catedrático de Literatura de la Universitat de Valencia, Miquel Company, y en el de un editor que por entonces, justa o injustamente, aún arrostraba con el sambenito de haber dejado pasar la oportunidad de publicar Cien años de soledad, el senador socialista Carlos Barral (1928-1989), quien no tenía precisamente fama de buen lector de novelas.

En mayo de 1984 prestaba declaración en el juzgado Olaizola, y a la salida anunció su intención de presentar una querella porque «se ha aprovechado del eco del Planeta para hacer una película con el guion que plagia la estructura de mi novela», y ciertamente por entonces (en septiembre de 1984) se había estrenado Memorias del general Escobar, una película dirigida por José Luis Madrid a partir de un guion de Massip e interpretada por Antonio Ferrandis, Fernando Guillén, Luis Prendes, Jesús Puente, etc. De hecho, J. L. Madrid le había propuesto el proyecto inicialmente a Olaizola, y sólo cuando este se negó (porque ya estaba en negociaciones con el director Antonio Mercero para llevar a la pantalla su novela) le compró el guion a Massip.

El 6 de diciembre de 1984, Ferran Sales publicaba en El País un artículo en el que recogía fragmentariamente algunos de los pasajes del auto de procesamiento dictado por el juez Luis María Villarino, que indica que Olaizola «basó y sustentó ideológica y técnicamente» su obra en la de Massip. Y añade que se apropió:

Las ideas, estructuras, datos sustanciales, escenas, elementos y guion de la obra de Pedro Masip, incluso describiendo pasajes del mismo en idéntica similitud conceptual y sustancial […] se limitó a cambiar la redacción de esta novela y presentar el libro como obra propia.

Al galardonado novelista se le pedía un depósito de cinco millones, al tiempo que se instruía una segunda pieza judicial acerca de los beneficios generados por la venta de la novela tanto para el autor como para la editorial (además de haber aparecido en Club Planeta y Círculo de Lectores, en 1984 había aparecido la tercera edición), y como consecuencia de la misma en enero de 1985 se dictó un auto instando a la editorial a retirar de la venta la obra de Olaizola. Al parecer esto no importaba en exceso a la editorial, pues según Fernando Lara las ventas —acaso porque ya se había publicado el Premio Planeta de 1984, La crónica sentimental en rojo, de González Ledesma— por entonces se habían estancado en unas 200.000 copias.

En su informe de descargo, se adujo la autoridad de escritores (Luis Romero), historiadores (Ramón Salas Larrazábal), críticos literarios (Manuel Cerezales) y catedráticos de Literatura (Ricardo Gullón, José Luis Varela y Domingo Yndurain), después de cuyo estudio el juez levantó la prohibición de seguir vendiendo la novela, pero se fijó una fianza de cincuenta millones a la editorial, que enseguida anunció su intención de recurrir.

No parece que el caso tuviera más repercusión en la prensa (¿tal vez se llegó acaso a un acuerdo extrajudicial?). Pero en 1990 La guerra del general Escobar llegó a la decimosexta edición en la Colección Autores Españoles e Hispanoamericanos (al margen de todas las otras ediciones mencionadas).

A este podría añadirse aún, además de los casos referidos al principio, por lo menos la denuncia de Manuel Villar Raso a Cristóbal Zaragoza (premiado en 1981 por Y Dios en la última playa) y algunos rumores intensos y persistentes que quedaron en nada (como el que rodeó a Maruja Torres cuando ganó en el año 2000 por Mientras vivimos). ¿Qué sería un Premio Planeta sin polémica, sea esta fundamentada o alentada por la propia editorial?

Fuentes:

Rafael Abella, José Manuel Lara, el editor, Almuzara, 2021.

Inés Ballester, «Pedro Massip, satisfecho por la retirada del libro de Olaizola», El País, 20 de enero de 1985.

Jordi Bordas y E. Martín de Pozuelo, «El juez fija una fianza de 50 millones a Planeta», La Vanguardia, 27 de febrero de 1985.

A. C., «El último ganador del Premio Planeta, acusado de plagio, prestó declaración», La Vanguardia, 31 de mayo de 1984.

R. M. C. «Acusan de plagio al último Premio Planeta», La Vanguardia, 19 de octubre de 1983.

José Martí Gómez, Los Lara. Aproximación a una familia y a su tiempo, Barcelona. Galaxia Gutenberg, 2019.

Fernando González Ariza, Literatura y sociedad. El Premio Planeta, tesis presentada en la Facultad de Filología de la Universidad Complutense de Madrid, 2004.

Ferran Sales, «Procesado José Luis Olaizola, penúltimo ganador del Planeta, por presunto plagio», El País, 6 de diciembre de 1984.

Núria Vidal, «Barcelona acoge hoy la presentación las Memorias del general Escobar», La Vanguardia, 21 de septiembre de 1984.

José Manuel Lara, un personaje en busca de biógrafo

NOTA: Esta reseña fue publicada originalmente en catalán con el título «José Manuel Lara, el editor, de Rafael Abella» en el Blog de l’Escola de Llibreria de la Facultat d’Informació i Mitjans Audiovisuals de la Universitat de Barcelona el 17 de septiembre de 2021.

Durante los últimos años de su vida, el empresario editorial José Manuel Lara Hernández (1914-2003) mantuvo periódicas entrevistas con uno de sus mejores amigos y autor de la Editorial Planeta, el historiador Rafael Abella (1917-2008), a partir de las cuales este último construyó el presente libro que, como explica el autor en el prólogo (fechado el año 2004), «se nutre de sus propias confesiones o afirmaciones, en su mayor parte». Más de quince años después, la cordobesa editorial Almuzara ha enriquecido ese texto que había quedado inédito con un prefacio de su hijo, el escritor especialista en tauromaquia Carlos Abella, y una protocolaria «Nota de los Editores» que, un poco sorprendentemente, firman el exministro de Aznar y creador del Grupo Almuzara Manuel Pimentel (autor además de un Manual del editor), el director editorial Antonio Cuesta, la editora Ángeles López y la responsable de producción Ana Cabello. Tal vez no llamaría tanto la atención esta profusión de firmas si no fuera por los graves y reiterados defectos de edición que, como veremos, presenta el texto.

No hay ningún género de dudas, como subrayan con entusiasta énfasis los textos mencionados, que Lara Hernández fue todo un personaje y una de las piezas clave en el sector editorial de la segunda mitad del siglo XX, pero aun así no parece que haya tenido mucha suerte con las biografías que, hasta ahora, se le han dedicado. O quizá, mejor dicho, los lectores interesados son los que no han tenido mucha suerte, porque, como bien recuerda Rafael Abella en el mencionado prólogo «en demasiadas ocasiones se han aliado o mezclado la historia y la leyenda hasta el punto de no saberse con exactitud dónde acaba la una y empieza la otra». Poco podía  hacer por resolver esta cuestión el autor tomando como fuente principal las declaraciones del propio Lara, porque cuando va más allá de las palabras textuales del biografiado recurre a menudo o bien a una hemeroteca ya profusamente expurgada con los mismos objetivos o bien al entorno empresarial y familiar más afecto al editor, pero no por ejemplo a otros colegas de profesión, escritores, agentes literarios o traductores. La proximidad del autor a su biografiado resulta definitivamente excesiva y le dificulta mucho tomar distancia y hacer un juicio o una valoración mínimamente crítica, por lo cual se pierde una vez más la oportunidad de hacer un análisis serio y ecuánime de la trayectoria y la importancia que tuvo Lara en la configuración del sector editorial español. Dice mucho la frase inicial de la Nota de los Editores al presentar el texto como «la biografía autorizada»; así pues, ninguna sorpresa. Con estas premisas, resulta menos sorprendente el pasaje en el que se explica que «en cuanto a sus méritos el [Premio] Planeta se otorga a obras inéditas de cuyo valor los asistentes al premio no tienen la menor referencia y como, además, la mayoría se presenta con seudónimo, escaso margen queda para las especulaciones y las apuestas por un autor y por otro».

Por tanto, lo que nos ofrece Abella es un recorrido por la vida del gran editor que se detiene sobre todo precisamente en aquellos aspectos más conocidos y comentados y en aquellos que permiten a Lara poner de manifiesto sus rasgos más característicos (la simpatía, la pillería, la astucia, el peculiar «gracejo» andaluz…). Después de un repaso cronológico a la trayectoria vital de Lara, a partir de un determinado momento, cuando Planeta se ha convertido ya en la mayor empresa editorial en lengua española, Abella se centra sucesivamente en otros aspectos de la personalidad del empresario. Así, por ejemplo, dedica un capítulo a su vinculación con el fútbol y muy particularmente con el R.C.D. Espanyol, y a partir de ese momento, muy en sintonía con lo que hace también José Martí Gómez en Los Lara: aproximación a una familia y a su tiempo (Galaxia Gutenberg, 2019), focaliza mucho su atención en todos y cada uno de los premios Planeta, consignando los miembros del jurado, el talante de ganadores y finalistas, las anécdotas de las cuales se hizo eco la prensa en su momento (y que esta misma prensa se ocupa de evocar antes de cada nueva edición del premio), los invitados más destacados al acto de entrega de los galardones, los hechos más significativos de las giras promocionales posteriores… En cambio, no recrea la anécdota que se produjo cuando, a preguntas de un periodista acerca de por qué Soledad Puértolas había sido invitada a la entrega del premio de 1989 (que ganó con la novela Queda la noche), Lara pronunció la célebre réplica: «¿Usted cree que los niños vienen de París?».

El escritor Pío Baroja (1872-1956) y José Manuel Lara.

Es significativo que dos de los capítulos se titulen Anecdotario (I i II) o que otro lo ocupen exclusivamente los retratos que de Lara nos han dejado algunos escritores y periodistas (Rosa Montero, Ana María Moix, Màrius Carol, etc.), porque el libro no pretende tanto aportar una nueva mirada al personaje sino reunir el grueso de los datos y los hechos con los cuales José Manuel Lara Hernández se sentía identificado y de los que, en no pocas ocasiones, se mostró orgulloso; esos datos y rasgos que, en definitiva, le sirvieron para construir su personaje. Aun así, también hay algunas afirmaciones o explicaciones un poco sorprendentes, como por ejemplo cuando Lara narra su entrada en Barcelona con las tropas del general Yagüe al final de la guerra civil española y relata la siguiente escena con el barrio Chino por escenario: «Yagüe con su vozarrón característico nos dio la orden de que acabáramos con aquellos sujetos. Hicimos una limpieza de la manzana y eliminamos a todos los que no tuvieran clara su manera de pensar. Y así se hizo y cesaron los tiroteos. Yagüe podía ser muy duro, pero también era muy humano con sus hombres.»

En cualquier caso, Abella no es ningún caso engañoso y su propósito y método ya queda claro desde el primer momento, de tal modo que el lector no puede esperar otra cosa que una biografía poco menos que hagiográfica, pero su texto ha tenido la mala fortuna de ser editado con muy poco rigor y con una dejadez que en algunos casos puede resultar exasperante, en particular al lector catalanohablante. Por ejemplo, aparece sistemáticamente mal escrito el título de la novela de Joan Sales (Incerta gloria per Incerta glòria), lo mismo sucede con la de Mercè Rodoreda El carrer de les Camèlies (p. 136), Millenari de Catalunya per Mil·lenari de Catalunya (p. 267), Macanet por Maçanet (o a lo sumo Masssanet) (p. 102), etc. Más importante o grave parece transcribir mal el título de la novela de Bartolomé Soler Karú-Kinká y poco después en el mismo pasaje no cursivar el título de otra novela suya, Marcos Villarí, porque no queda del todo claro si se refiere a otro libro o a una persona con este nombre: «publicó en 1946 Karukinka de Bartolomé Soler, que se había dado a conocer con Marcos Villarí y obtenido un claro éxito con La vida encadenada» (p. 87). Entre muchos otros, un pasaje como mínimo confuso sin duda como consecuencia de un error de edición es el que se crea al reproducir unas palabras del escritor Antonio Muñoz Molina: «Muchas veces la mejor manera de preparar algo nuevo es pararse y no hacer otra cosa que pensar. Y menor todavía, si te dedicas a vivir» (p. 32).

José Manuel Lara Hernández, en compañía del editor Rafael Borrás Betriu.

Para rematarlo, el texto original no fue objeto de un marcaje adecuado, lo cual hace que al maquetarlo se hayan amalgamado los textos correspondientes a citas extensas con pasajes que ya no forman parte de la cita, lo cual contribuye a la impresión general de edición negligente, desidiosa y muy poco esmerada, cuando no provoca además confusiones o malas interpretaciones (pp. 88, 165, 323, etc.).

Rafael Abella (1917-2008)

Como dato para acabar de caracterizar este libro, añádase que la bibliografía con la que concluye es de veras mínima, no llega a la decena de títulos (y algunos además de fiabilidad tan dudosa como el Tiempo de editores de Xavier Moret o las Memorias de César González Ruano), pero más se echa de menos, sobre todo en un libro de estas características, un índice onomástico. La encuadernación con solapas y con la cubierta plastificada no casa ni con la pobre calidad del papel ni, mucho menos, con la calidad de la edición de un texto que, en cambio, por sí mismo, es honesto con su planteamiento.

Rafael Abella, José Manuel Lara, el editor, Córdoba, Almuzara, 2021.

La Colección Penélope y los antecedentes de la editorial Planeta

En el año 1949 aparecía en la por entonces recién creada Editorial Planeta una novela de Margaret Simpson titulada Demasiado tarde…, que se anunciaba como primer número de una flamante Colección Penélope. La traducción de este libro se atribuía a Matias Tieck, que no parece que firmara ninguna otra traducción, se imprimió en las barcelonesas Gráficas Londres y se encuadernó en tapa dura con una sobrecubierta ilustrada (con no mucho acierto en cuanto a la legibilidad del nombre de la autora). Unos cuantos años más tarde, en 1956, ese mismo libro aparecería en otra colección de Planeta, Goliat, y aún se reeditaría en la misma editorial en 1967. También la segunda novela de Margaret Simpson en Penélope se publicó ese año 1949, Ana Isabel, en este caso traducida por Victor Scholz, que fue un prolífico traductor de novela romántica decimonónica que el año anterior había visto salir en Ediciones Reguera su versión de El Nabab, de Alphonse Daudet, y que más tarde traduciría a Thomas Mann, Lewis Sinclair y Boris Pasternak, entre otros, lo que le acreditaría (si traducía de las lenguas originales) como un sorprendente políglota.

Ese mismo año 1949 se añadirían a la Colección Penélope nuevos títulos ‒ninguno de ellos muy a menudo recordados a día de hoy‒, todos ellos impresos en la mencionadas Gráficas Londres. Es el caso por ejemplo de Esta es mi cosecha, una novela firmada por un también incógnito Lee Atkins, y en este caso traducida por Mary Rowe (conocida en esos años como traductora de Tres soldados, de John Dos Passos, para José Janés, más que por algunas novelas propias que había publicado en las editoriales Betis, Molino y Clíper).

De Mildred Masterson Mac Neily (1910-1997), que al año siguiente publicaría en inglés su única novela relativamente famosa (Each Bright River), aparecería también en 1949 en Penélope la novela La última esperanza, traducida de nuevo por Victor Scholz. Asimismo, entra en el catálogo de Penélope Locura de reina, de la también novelista estadounidense Elswyth Thane (1900-1984), quien en los años inmediatamente posteriores vería traducidas al español El gran anhelo (Mateu, 1950, en traducción de Ballester Escalas, recordado por su traducción de Alicia en el País de las Maravillas, también en Mateu) y La moza Tudor (Planeta, 1956, en versión de Herta M. E.). Quizá venga a cuento recordar que en alguna ocasión José Manuial Lara Hernández declaró que quien le había sugerido que se dedicara a la edición de libros, si quería ganar dinero, fue precisamente Francisco Fernández Mateu.

A estos títulos hay que añadir aún Caballero sin espada, de Lewis R. Foster (1898-1974) y traducida por Fernando Arce Solares, en cuya sobrecubierta aparece una imagen claramente inspirada en el cartel cinematográfico de la película que a partir de esta narración había dirigido diez años antes (en 1939) Frank Capra, con James Stewart y Jean Arthur como protagonistas. El hábito de aprovechar las imágenes cinematográficas se hizo enseguida muy habitual cuando se daba la ocasión, no sólo en Planeta, sino también en muchas otras editoriales barcelonesas del momento.

Pero sobresale en este primer año de la Colección Penélope de Planeta la única novela escrita originalmente en español, Nina, de la poeta y narradora Susana March (1915-1990). La muy precoz escritora barcelonesa (en 1932 ya publicaba poemas en el periódico La Noticia y La dona catalana y en 1938 apareció su poemario Rutas con pie de la Imprenta y Librería Aviñó) llevaba ya casi una década casada con el también escritor y pionero del tremendismo literario Ricardo Fernández de la Reguera (1912-2000), que años más tarde entraría a formar parte del jurado del Premio Planeta, pero seguía publicando novela rosa para, según sus propias declaraciones retrospectivas, «equilibrar [su] presupuesto económico de joven recién casada en los duros tiempos de posguerra española». Sin embargo, el gran éxito de Susana March en el campo de la narrativa se produciría bastantess años después con Algo muere cada día, publicada a principios de 1955 en Planeta y traducida al francés, el alemán y el ruso, y considerada en su momento por José Luis Cano como un ejemplo de la preeminencia de la mujer en la corriente del tremendismo (con Los Abel, de Ana María Matute, y Juan Risco, de María Cajal). Con todo, Susana March no llegó nunca a ocupar un puesto destacado en la historia de la novela española, si bien Círculo de Lectores recuperó esta novela en 1969.

La colección Penélope no tuvo continuidad más allá de 1949, acaso porque existían otras editoriales que estaban publicando con mejor gusto y más visión comercial novelas específicamente destinadas a las lectoras, pero lo que tal vez sea menos conocido es que esta colección sí tenía un antecedente, cuya creación en ningún caso cabe atribuir a José Manuel Lara, y que la numeración de los títulos en su continuidad en Planeta puede llevar a confusión.

En 1942 había aparecido una traducción de Climas, de André Maurois (1885-1967), en una Colección Penélope encuadrada en la Editorial Tartessos de Félix Ros (1912-1974), y de hecho se especificaba que era este periodista, poeta y traductor falangista el director de la colección. Al parecer, cuando compró Tartessos la intención de Lara parecía, pues, dar continuidad a la labor que en ella se venia haciendo, pero no se explica muy bien por qué no lo hizo de inmediato y tardó tanto tiempo en recuperar el nombre de esta colección. En el caso de Climas, se trataba de un libro relativamente lujoso, encuadernado en tapa dura y con sobrecubierta, con las guardas ilustradas, con el canto superior tintado y con algunas ilustraciones a plumilla en el interior. La traducción era la del prolífico grafómano Juan Ruiz de Larios y las ilustraciones obra de José Picó Mitjans (1904-1991), quien antes de la guerra ya se había hecho un nombre como dibujante en revistas «galantes» o tímidamente sicalípticas de los años veinte (como Cosquillas o Varieté). Nada que ver con lo que serían los libros de Penélope en manos de Lara. 

En la misma colección Penélope de Tartessos aparece también en 1942 la traducción de Alberto Gracián de Clara, entre los lobos, del cineasta, periodista y escritor italiano Arnaldo Fratelli (1888-1965), quien en 1939 había obtenido con ella un ex aequo en el Premio Viareggio. En este caso las ilustraciones de la edición son obra de Joan Fors, por entonces un habitual de las ilustraciones para libros pero que entró hasta el fondo de la memoria de los españoles por haber creado la imagen publicitaria de los productos de limpieza Netol. Al año siguiente aparecieron dibujos suyos en la edición de publicada por la editorial Olimpo de la obra de José María García Rodríguez La Gracia en la locura (enamorados, locos y bufones), que se imprimió en la Clarasó y para la que diseñó y realizó también la ilustración de sobrecubierta. En la misma colección de la editorial Olimpo, la Biblioteca Pretérito, aparecería al año siguiente, también con ilustración de sobrecubierta de Fors, Elisabeth Vigée Le Brun. Pintora de reinas, de Laura de Noves.

No es frecuente evocar los inicios de Lara previos a la creación de Planeta, pero en ellos, como ejemplifica el caso de la colección Penélope creada por Félix Ros, se encuentran muchos hilos de los que después tirará. Es también el caso de su intención de triunfar económicamente con la publicación de autores españoles, que más allá del libro mencionado de Susana March, se había manifestado también con el sabadellense Bartolomé Soler (1894-1975).

Pese al tremendo éxito que Soler había tenido en Hispanoamericana de Ediciones en 1945 con La vida encadenada, de la extensa novela que le publicó Lara en 1946, Karú Kinká (ambientada en la Patagonia), vendió al parecer unos quinientos ejemplares. Aun así, a Bartolomé Soler lo había publicado por primera vez José Manuel Lara en la colección Nuevos Horizontes, perteneciente a la efímera Editorial LARA, con sede en el número 72 de la calle Bruch, donde, además de Lara, trabajaba el profesor republicano Francisco Ortega como corrector y Angelita Palacios como secretaria (además de un chico de los recados no identificado). Esa misma novela de Soler volvió a publicarla Lara en Planeta en 1954. Y en LARA se publicó también al periodista de Terrassa (lo que puede tener su gracia para los vallesanos, que conocen bien la tradicional rivalidad entre las dos capitales de comarca, Sabadell y Terrassa) Luis Gozaga Manegat (1888-1971). Manegat había sido en su ciudad natal director de la revista infantil Alegria, nacida en 1925 en los círculos primorriveristas con el expreso propósito de combatir a la celebérrima En Patufet y cuyo mayor mérito es quizás haber albergado ilustraciones del pintor uruguayo Rafael Barradas (1890-1929) y algunas de las escasas ilustraciones que se le conocen al filólogo y editor Francesc de Borja Moll (1903-1991). En LARA, Manegat (que había sido director de la revista Mundo Católico y en 1940 había publicado en la Librería Araluce Muy falangista) publicó, en fecha imprecisa pero antes de la venta de esta editorial a José Janés, Luna roja en Marrakex [sic], que en 1947 aparecería en traducción al francés gracias a la librería y editorial creada en Ginebra por Jean-Henri Jehebe (1866-1931).

La intención de Lara de publicar a autores españoles venía de lejos, pues, y había cosechado sonados fracasos. En cualquier caso, quizá una mirada más profunda a esos años iniciales de Lara en el campo de la edición, además de subrayar sus vínculos con los periodistas y los políticos más rancios de su tiempo (por mucho que empleara a izquierdosos), ponga de manifiesto y permita reseguir su aprendizaje en el ámbito de los negocios, porque al parecer en el del criterio literario y estético su inanidad era innata.

Tiempo, con la familia Lara en segundo plano y su editorial al fondo

Cuando alguien ve en la carta de un bar o restaurante «bistec con patatas fritas», es lógico que sus expectativas lo lleven a interpretar que se le ofrece un plato con un buen pedazo de carne bovina y unas patatas de acompañamiento, aun a riesgo de que se trate de patatas congeladas y al margen de la calidad de la carne. Por tanto, se sentirá muy defraudado si le ponen delante un plato a rebosar de patatas y, casi oculto entre ellas, un minúsculo y anónimo trozo de carne indocumentada, aun en el supuesto de que la calidad de la carne fuese excelente. Del mismo modo, ante un libro que lleva por título Los Lara y como subtítulo Aproximación a una familia y a su tiempo, el lector tenderá a esperar una biografía coral de los Lara, contextualizada en su tiempo. Y no es este el caso.

Es muy probable, además, que los estudiosos e interesados en el mundo del libro se acerquen a este volumen de José Martí Gómez con la esperanza de encontrar en él algún dato, documentación o interpretación original referidas a la historia de lo que sin duda es una de las editoriales y grupos editoriales más importantes en la historia del sector del libro en lengua española; en tal caso, el sentimiento de decepción está doblemente asegurado.

Por ejemplo, es muy probable que resulte descorazonadora la escasa atención que se dedica a la infancia, juventud y a los primeros años como editor de José Manuel Lara Hernández, la ausencia de la más mínima referencia al papel del agente literario y traductor Ferenc Oliver Brachfeld en estos inicios aun cuando fue pieza fundamental en ellos, la apresurada manera en que se cuenta la venta de la editorial L.A.R.A., hasta tal punto que resulta imposible saber por qué quien la compró (el editor Josep Janés) se refería a ella como Los Autores Realmente Antifascistas, y sin mayor alusión, además, al controvertido compromiso de Lara Hernández de no volver a dedicarse al negocio editorial. También sorprenderá, al tipo de lector antes descrito, descubrir que en este libro, aparte de Rafael Borrás Betriu (y básicamente para citar sus memorias), no tienen apenas ningún papel los editores y asesores más conocidos de Planeta, como es por ejemplo el caso de Manuel Lombardero, Sílvia Bastos, Pere Gimferrer o, particularmente, una figura tan importante como Carlos Pujol, que paradójicamente, durante varios años publicó en La Vanguardia unos espléndidos y utilísimos resúmenes de carácter general de las obras presentadas al Premio Planeta. Si se trata, como algunos detalles permiten suponer, de una obra de encargo o de una biografía autorizada y supervisada, es una lástima que no se haya sacado mayor provecho a los archivos de Planeta, ni a los epistolarios que se puedan conservar, que consta que en alguna medida existen.

Ferenc Ooliver Brachfeld.

En una crítica más bien severa del libro de Martí Gómez publicada el 2 de agosto de 2019 en El Nacional y firmada por Gustau Nerín se señala que «muchos de los hechos reseñados en Los Lara son de difícil verificación, situándose entre la leyenda urbana y el hecho real. Hay otros muchos que, en realidad, ni siquiera atañen a los Lara.» Es incuestionable. Por un lado, porque un porcentaje altísimo de la información que Martí Gómez consigna procede exclusivamente de entrevistas grabadas a personas que, en muchos casos, de una manera u otra, pueden tener un recuerdo sesgado de lo que cuentan o una opinión mediatizada, o bien interesada, y que no se contrastan con otras fuentes que las podrían poner en cuestión. Por si esto no bastara, la ausencia de notas a pie de página o de bibliografía ‒ni siquiera índice onomástico‒ hace imposible comprobar la procedencia de muchas otras informaciones y datos que van condimentando los capítulos de Los Lara. El grado con que el autor saca rendimiento al montón admirable de entrevistas que ha realizado a lo largo de su brillante trayectoria periodística resulta a ratos abrumador, pero lo que resulta más irritante es la paja, esas derivas hacia episodios e informaciones que muy lejanamente colaterales ‒expuestos exhaustivamente y demasiado a menudo con prolijas citas de documentos‒ que poca o ninguna relación tienen ni con la editorial Planeta ni con ninguno de sus protagonistas principales. Pero esto mismo lleva al autor a confesiones que se hace difícil leer sin, cuanto menos, alzar una ceja: «Cuando José Manuel [Lara Bosch] se hizo cargo de la revista [Opinión] ya era difícil salvarla, pero lo intentó fichando a un nuevo director residente en Madrid. No recuerdo su nombre» (p. 129).

José Manuel Lara Hernández y Rafael Borràs Betriu.

La conjunción de hechos relevantes escamoteados y datos muy remotamente vinculados con la familia Lara y su labor empresarial hacen suponer que el editor del texto no ha hecho aquello que más a menudo suelen hacer y que a veces es imprescindible ni que sea por respeto al lector (suprimir pasajes irrelevantes que no aportan nada), y la explicación a ello es en ocasiones que el libro tenga un cierto número de páginas (291) que permita justificar un determinado precio de venta al público (21,50 €). Quizá sea esta una suposición muy osada, pero hay pasajes cuya presencia se hace difícil de justificar y que, en cualquier caso, hacen responsable del desequilibrio también al editor por no haberle puesto remedio. Valga como ejemplo la siguiente comparación referida a la manera de fumar de Juan José Mira (seudónimo con el que Juan José Moreno ganó el Premio Planeta en su primera edición), que lleva al autor a enzarzarse en una maraña de datos acaso curiosos pero más bien inoportunos e irrelevantes de un personaje que no guarda ninguna relación con los Lara:

Carlos Pujol Jaumandreu.

Fumaba mucho, sosteniendo el cigarrillo en posición vertical sin que cayese la ceniza, cosa que solo le he visto hacer a Ramón Mendoza, el presidente del Madrid, que se definía como un viajante distinguido que igual vendía compresas a mujeres de Nigeria que hacía de intermediario en la compra de petróleo en la Unión Soviética de Brézhnev, de ahí que gestionase la publicación en España de la hagiografía, que no biografía, del longevo dirigente de la URSS. (p. 22).

Más irritantes incluso son las veinticinco páginas dedicadas a evocar a cada uno de los ganadores y finalistas del Premio Planeta, cuando por otro lado no se aporta ninguna información nueva ni se aprovechan como sería deseable las dos tesis doctorales de que ya había sido objeto este premio. El crítico literario Fernando Valls, al reseñar Los Lara en el periódico Infolibre, señalaba además algunos errores de cierto calibre en estas mencionadas páginas (Lituma de los Andes per Lituma en los Andes, de Vargas Llosa, por ejemplo, o la afirmación de que Ángel Vázquez [1929-1980] desapareció del panorama literario tres ganar en 1962 el Premio Planeta, olvidando no solo la novela Fiesta para una mujer sola, sinó también la más exitosa La vida perra de Juanita Narboni, publicada precisamente por una editorial del Grupo Planeta, Seix Barral, y convertida en película por la cineasta marroquí Farida Benlyazid). Más llamativas incluso son otras erratas sobre les cuales advierte también Valls, como referirse reiteradamente al autor de La catedral del mar como Falcone (p. 283) o mencionar como la que invistió a Lara Hernández doctor honoris causa la inexistente «Universidad de Lebrija» (p. 103) en lugar de la madrileña Universidad Nebrija. La de Valls es una reseña por completo contrapuesta a la anteriormente mencionada de Nerín, pero aun así hay alguna que otra coincidencia: «El libro de Martí Gómez, en suma, tiene mucho interés y se lee con gusto, pues está escrito con fluidez y amenidad, aunque en algunos momentos me parezca que se va del tema. En otros, sepa a poco y debiera seguir ampliándolo para una posible próxima edición».

Pío Baroja y José Manuel Lara Hernández.

Cuatro páginas citando recuerdos de Antoni Castells sobre el pasado reciente de Cataluña y España (pp. 115-121), la reproducción literal de diez puntos expuestos por José Montilla sobre la situación económica en una conferencia (pp. 143-144), una extensa conversación con Carlos Güell (pp. 193-194), la reproducción (¿íntegra?) del documento «El papel del Estado en el mantenimiento del equilibrio económico territorial de España» (pp. 198-203) o una extemporánea conversación con Bibis Salisachs de Samaranch («No me gusta Ana Karénina. Considero que la protagonista es una estúpida. ¡Suicidarse por un adulterio!», p. 217) podrán valer como ejemplos de esta tendencia a irse por las ramas, de irse del tema; pero hay también otras citas excesivamente prolijas (como la entrevista de Xavi Ayén a la agente Carmen Balcells y José Manuel Lara Bosch publicada la Diada de Sant Jordi de 2003 en La Vanguardia, que ya empieza citando con errores de detalle [«Ustedes se deben haber enfrentado muchas veces» per «Ustedes se habrán enfrentado muchas veces»], pero que ocupa cinco páginas del libro de Martí Gómez [p. 162-167]).

José Manuel Lara Hernández.

Sobre la trayectoria de los Lara, también con una mirada más bien complaciente y de síntesis, resultará sin duda mucho más útil a quien se interese por la su trayectoria y su papel en el mundo de la edición el capítulo que le dedica Francesc Canosa en Capitans d’indústria (Mobil Books, 2013), aunque Martí Gómez sí que aporta más datos sobre la implicación de los Lara, sobre todo de Lara Bosch, en las organizaciones empresariales catalanas y sobre sus relaciones con los poderes mediáticos y políticos españoles. Pero, al fin y al cabo, quien se acerque a Los Lara con la pretensión de conocer la trayectoria de la editorial Planeta, las patatas apenas le permitirán ver el bistec.

Martí Gómez, José. Los Lara: aproximación a una familia y a su tiempo, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2019.

José Janés y el diseño de una colección canónica

Hubo un tiempo no muy lejano, que no sólo los boomers recordarán bien, en que los apasionados de la literatura eran también amantes de los libros y no se conformaban con tener acceso a esos textos que les emocionaban, les ilusionaban o los reconfortaban, sino que además apreciaban una buena edición, un libro bien impreso sobre papel agradable al tacto, una ilustración de cubierta que dialogara de algún modo con el contenido del texto y una encuadernación que hiciera justicia al valor del libro.

José Janés.

Hubo en aquel entonces muchos editores que buscaron la manera de satisfacer esas preferencias, y entre estos se cuenta en España Josep Janés (1913-1959), en los años treinta (durante la Segunda República) con sus Quaderns Literaris y en avanzados ya los cuarenta (en pleno franquismo) con El Manantial que no Cesa.

¿Qué puede decirse de una colección que entre sus primeros diez títulos cuenta con La Feria de las Vanidades de Thackeray (1811-1863), la Trilogía del vagabundo de Knut Hamsun (1859-1953), La princesa blanca, de Maurice Baring (1874-1945), los Creadores de mundos de André Maurois (1885-1967), Luz de gas de Patrick Hamilton (1904-1962) y títulos de Axel Munthe (1857-949), Jakob Wassermann (1873-1934), Lajos Zilahy (1891-9174) y Charles Morgan (1894-1958)? Cuanto menos y por de pronto, que es bastante indicativa y representativa del gusto de los lectores españoles que se quedaron en la Península en la primera década de la postguerra. Tampoco es baladí en este sentido la relativamente escasa presencia en esta colección de autores españoles entre los primeros cincuenta títulos y el carácter de estos: Ramón Gómez de la Serna (1888-1963), Noel Clarasó (1899-1985), Miguel Vilalonga (1899-1956) y Sebastián Juan Arbó (1902-1984), a los que ya en el segundo año de andadura de esta colección se añaden otros de diverso signo pero, obviamente, siempre entre los que podían ser aceptados por la censura, como Francisco de Cossío (1887-1975), Benjamín Jarnés (1888-1949), Tono (Antonio Lara de Gavilán, 1896-1978), César González Ruano (1903-1965) y Miguel Mihura (1905-1977).

Aun así, y pese a la utilidad que puedan tener estos datos para la sociología de la literatura, más interesante resultan las intenciones y pretensiones expresadas, a medio camino entre el texto de presentación y el manifiesto fundacional, por José Janés en la sobrecubierta, en la que vale la pena detenerse:

Una biblioteca que quiere procurar con la máxima frecuencia, al máximo número de lectores, una nutrida colección de libros escogidos e inmejorable presentación, a un precio mínimo.

MANANTIAL QUE NO CESA va destinada al público que ama los libros, los comenta, los recomienda y los conserva, y sólo adopta la denominación de «colección popular» en el sentido de que quiere llevar al conocimiento del gran público la obra de los escritores más destacados, antiguos y modernos, de la literatura de todos los países.

Se ha establecido una clasificación en trece series para dar cabida en cada una de ellas a libros de una definida y característica especialidad. Cada serie podrá identificarse por la inicial que sigue a cada título en las listas que figuran en las sobrecubiertas. Estas series son las siguientes:

N: Novelas psicológicas

A: Novela de aventuras

M: Novela de misterio

C: Narraciones cortas

E: Ensayos

T: Teatro

P: Poesía

R: Religión y filosofía

B: Biografía y Memorias

CJ: Divulgación científica

CL: Clásicos griegos y latinos

H: Humorismo

AN: Antologías

Esta voluntad de atender o cubrir todos los géneros literarios y cuantas lenguas de partida fuera posible es la misma que ya se advertía en los Quaderns Literaris de los años treinta, en los que con razón pudo señalar Joan Teixidor que se encuentra «el germen de toda la orientación que había de marcar la fabulosa actividad [de Janés] de sus años maduros». También el afán por incluir el mayor número posible de títulos, que hasta cierto punto pone en entredicho el tan mencionado «páramo» en que se encontraba el mercado literario de aquel entonces, es perceptible ya en los Quaderns, que inicialmente se proyectaron con el nombre La Setmana Literària y la voluntad de publicar un título cada siete días. A la altura de 1947, con un catálogo más que nutrido y con la compra reciente de la editorial de José Manuel Lara Hernández (1914-2003) L.A.R.A., Janés estaba en condiciones inmejorables para poder cumplir ese objetivo de largo alcance y que requería disponer de un fondo de calado. Con medio centenar de títulos en el año de su estreno (1947), El Manantial que no cesa cumplió con creces su propósito, aunque a posteriori se pueda discutir hasta la saciedad si los criterios que dieron como resultado esos «libros escogidos» siguen siendo o no válidos, si bien, en caso de de hacerlo, valdrá la pena tener en cuenta también las restricciones impuestas por la censura franquista. Entre tantos títulos es cierto que se cuentan muchos hoy apenas valorados (Ernest Haycox, Hans Rothe o Nikolai Berdiáyev, sin ir muy lejos), pero también, naturalmente, abundan los que todavía hoy son muy leídos y apreciados: Aldous Huxley, Saint-Exupéry, Alba de Céspedes, Katherine Mansfield, Rilke, Dino Buzzati, C.S. Lewis, Wodehouse, Hamsun, Leon Bloy, Saroyan…

También es digno de mención el público al que dice dirigirse la colección, pues resulta de lo más convincente, en la primera década de posguerra, que se dirija «al máximo número de lectores» y que para ello sea una prioridad de primer orden lograr «un precio mínimo».

Con todo, donde con mayor claridad se percibe la personalidad de Josep Janés como editor es en la insobornable voluntad de obtener una «inmejorable presentación», y aquí es oportuno citar a Andrés Trapiello en su Imprenta Moderna, donde describe el excelente trabajo llevado a cabo por Ricard Giralt Miracle (1911-1994) en el diseño: «acaso estemos ante la cubierta más elegante de las que se hicieron para una colección de bolsillo en España, capaz de codearse con cualquiera de las que se hayan hecho en España».

Sin embargo, fuera de contexto esta cita de Trapiello puede resultar engañosa o llevar a equívoco, pues se trata de una colección en formato de bolsillo, sí (10,5 x 17), pero encuadernado en tapa dura y con sobrecubierta, con guardas ilustradas, con el primer pliego impreso a dos tintas, en algunos casos con cinta o punto de lectura en tela…, un diseño del libro como objeto, obra también de Giralt Miracle, que ciertamente responde a la voluntad expresada de limitar su sentido de «colección popular» al hecho de hacerse accesible a todos los bolsillos, pero de ofrecerles un objeto bello, primoroso, equilibrado y cuidado hasta su más mínimo detalle.

Como hiciera también con los Quaderns, la colección buscaba fidelizar a sus lectores mediante algún tipo de «subscripción», que se concreta en los siguientes términos para concluir el mencionado texto de sobrecubierta:

El precio de las obras oscilará según el siguiente prorrateo: 12,50 pesetas por volumen medio de 160 páginas. Cada 32 páginas de texto sufrirán un aumento de 1 peseta.

Aquellos lectores a quienes interese poseer la colección completa de MANANTIAL QUE NO CESA a medida de su aparición y quieran considerarse, por lo tanto, como virtuales subscriptores de la misma, tendrán derecho a satisfacer en diez plazos mensuales el importe de los doce primeros títulos.

Para ello bastará remitir una solicitud al efecto y la cantidad de 56,50 pesetas a cuenta del primer desembolso de 206,50. A la recepción el boletín, le serán remitidos los doce primeros volúmenes, y durante diez meses deberá satisfacer la suma mensual de 15 pesetas, más el importe de las novedades que le serán enviadas a reembolso o por el sistema más conveniente.

Este servicio de venta a plazos se entiende franco de portes y sin recargo alguno.

Lo cierto es que algunos títulos alcanzaron las 45 pesetas (La montaña mágica, de Thomas Mann) o incluso las 55 (Lo que el viento se llevó, de Margaret Mitchell), pero siempre quedaba perfectamente justificado por la extensión mucho mayor que la media, y la mayoría de títulos rondaban ese precio de doce pesetas y media.

 Entre 1947 y 1951, pues, el editor que durante la Segunda República fue Josep Janés i Olivé y que con el triunfo del franquismo cambió su nombre a José Janés continuó llevando a la práctica hasta donde las circunstancias se lo permitieron una misma concepción de la tarea y misión del editor de libros, y, de entre las muchas que creó y dirigió, acaso Manantial que no cesa se cuenta entre las que mejor le definen. Siendo mucho el mérito y la trascendencia que tuvo, cuando se mira retrospectivamente, sería injusto recordarla sólo como la colección en que se publicó el primer libro de Antonio Buero Vallejo, Historia de una escalera (1950).

Fuentes:

Jacqueline Hurtley, La literatura inglesa del siglo xx en la España de la posguerra: la aportación de José Janés, tesis doctoral, Universitat de Barcelona, 1983.

—«La obra editorial de José Janés: 1940-1959», Anuario de Filología, núm. 11-12 (1985-1986), pp. 293-295.

Josep Janés. El combat per la cultura, Barcelona, Curial, 1986.

José Janés, editor de literatura inglesa, Barcelona, Promociones y Publicaciones Universitarias, 1992.

Josep Mengual, A dos tintas. Josep Janés, poeta y editor, Barcelona, Debate, 2013.

Joan Teixidor, «En la muerte de José Janés Olivé», Destino, 1228 (21 de marzo de 1959), p. 37.

Andrés Trapiello, Imprenta Moderna, Tipografía y literatura en España, 1874-2004, València, Campgràfic, 2006.

El editor Gonzalo Pontón y la historia

«Mucha gente diría que hubo una primera transición hasta el 23 de febrero de 1981, cuando los militares intentaron dar un golpe de Estado que fracasó, y luego a partir de ahí comenzó una segunda transición, que sería la actual. Otros dicen que la verdadera transición empezó cuando por primera vez en España los socialistas llegaron al gobierno, cuando Felipe González ganó las elecciones en 1982. Pero otros creemos que la transición todavía no terminó.»

Gonzalo Pontón

 

Es de suponer que a nadie extrañaría que en diciembre de 2005 la superagente literaria Carmen Balcells (1930-2015) fuera investida doctora honoris causa por la Universitat Autònoma de Barcelona, pero en realidad históricamente no ha sido muy habitual que, ni siquiera a iniciativa de las facultades de humanidades, las universidades españolas hayan reconocido de este modo a quienes a lo largo de las últimas décadas han intervenido de un modo crucial en la difusión del conocimiento y la cultura o en la mejora del ecosistema editorial. Es el caso, sin embargo, de Gonzalo Pontón Gómez (n. 1944), a quien, a propuesta del ámbito de Humanidades, el rectorado de la Universitat Pompeu Fabra aprobó el 17 de octubre de 2018 iniciar los trámites para concederle el doctorado honoris causa por esa universidad (en un acto celebrado casi exactamente un año después).

En la propia web de Pasado & Presente, se calcula que a lo largo de su trayectoria –más de medio siglo ya– Gonzalo Pontón, licenciado en Historia por la Universitat de Barcelona), habrá editado unos dos mil títulos aproximadamente, de los cuales la mitad dedicados a la historia, y en particular a la moderna y contemporánea, pero su adscripción es además clara a la estirpe de editores que se formaron en todos los procesos de elaboración del libro desde que en 1963 entró como corrector en la editorial Ariel, cuando esta se había convertido ya en sociedad anónima. Progresivamente pasó a ser en esta misma empresa jefe de producción, jefe de redacción y secretario de gestión, al tiempo que dejaba además algunas traducciones en el catálogo que más adelante revitalizaría (Hobsbawm y Cipolla, por ejemplo).

No es raro que de esa etapa se recuerde en particular la primera edición española de La historia de España, de Pierre Vilar (1906-2003) –publicada originalmente en las Presses Universitaires de France en 1947–, y no sólo porque Pontón la considera «la mejor síntesis interpretativa de la historia de España», sino también por las condiciones en que se llevó a cabo y por las consecuencias que tuvo su primera edición. Ariel era por entonces uno de los puntos de contacto que con la edición española tenía el librero y editor exiliado en París Antonio Soriano (1913-2005) , que había encargado a sus talleres la impresión de algunos libros que luego distribuía en el exilio, como es el caso de La España del siglo XIX, de Manuel Tuñón de Lara (1915-1997), pero además de esos mismos talleres salieron algunas otras ediciones clandestinas, como Así cayó Alfonso XIII, del que fuera breve ministro de la Gobernación en 1931, Miguel Maura (1887-1971).

Acerca de este caso, escribió Francisco Rojas Claros:

Desafortunadamente para los editores, la Brigada Político Social intervino una parte de los ejemplares del libro. Según establecía la Ley de Prensa e Imprenta, se abrió expediente contra la editorial, siendo el caso juzgado por el Tribunal de Orden Público. El pliego de cargos del Ministerio de Información y Turismo se basó en tres puntos fundamentales: imprimir una obra sin el debido pie de imprenta; difundirla sin efectuar el depósito de la misma (de los 7350 ejemplares, sólo fueron incautados 3834); ser inexactos los datos relativos al lugar de impresión (Librairie Espagnole, París).

Al gerente de la empresa, Alejandro Argullós Marimon, la broma le costó cuatro meses de arresto, pero a la editorial una multa de cien mil pesesetas y, entre otros daños colaterales, la inhabilitación política de Gonzalo Pontón (militante del PSUC, el Partit Socialista Unificat de Catalunya). El editor se resarciría de este mal trago años más tarde, cuando pudo por fin publicar en Crítica este mismo libro en condiciones, «con todos los honores», en sus palabras, al que añadiría varios de los títulos más importantes y representativos de Vilar.

Cuando finalmente en 1971 Ariel se fusionó con Seix Barral, que por entonces no se encontraba precisamente en su mejor momento en cuanto a saneamiento económico, Pontón se puso al frente de la empresa resultante pero nunca se sintió del todo cómodo, porque además había empezado a pensar ya en crear una editorial que, en el ámbito del ensayo, sacara todo el partido posible a la apertura que se suponía que conllevaría la muerte de Franco (si bien, como a otros muchos, a Pontón le pareció que esta se quedaba muy muy corta).

Como es bien sabido, fue el editor catalán exiliado en México Juan Grijalbo (1911-2002), con quien compartía además militancia, quien le proporcionó la oportunidad de poner a andar su propio proyecto, la Editorial Crítica, en el que la colaboración del prestigioso profesor Josep Fontana (1938-2018) fue fundamental y uno de cuyos primeros títulos fue La República y la Guerra Civil, de Gabriel Jackson, que Grijalbo había publicado ya en 1967 en México, y retomó también un ambicioso proyecto que había dado sus primeros pasos en esa capital americana, la edición en español de las obras de Marx y Engels. Fundada en fecha tan simbólica como el 14 de abril (de 1976), el impresionante catálogo de Crítica constituye un índice impecable de los historiadores más importantes en la materia, tanto españoles (Jordi Nadal, Xavier Moreno, José Álvarez Junco, Miguel Artola, Josep Termes, José Antonio González Casanova, Josep Fontana…), como extranjeros (Gabriel Jackson, Ian Gibson, Henry Kamen, Ronald Fraser, Antony Beevor, Eric Hobsbawn…), pero aparecen también políticos tan importantes como Iliá Ehrenburg, Santiago Carrillo o Manuel Azaña, y colecciones destinadas a otros ámbitos, como es el conocido caso de la colección Historia y Crítica de la Literatura Española. 

Cuando Juan Grijalbo finalmente se jubiló, el grupo que había creado fue absorbido en 1985 por el conglomerado italiano Mondadori, de lo que nació Grijalbo.Mondadori, donde completó su formación, entre muchos otros, Claudio López Lamadrid (1960-2019). Al frente de este nuevo grupo como consejero delegado, Pontón logró mantener la independencia de Crítica, pero tuvo además que lidiar con nuevos inconvenientes, que explicó con cierto detalla a Sergio Vila-Sanjuán:

Esencialmente los italianos no me aportaron nada. La idea era aprovechar su know-know para impulsar el desarrollo de Grijalbo-Mondadori en América Latina. Pero en medio los consejeros delegados iban cambiando y cada uno aparecía con un proyecto diferente. Se pierde mucho tiempo discutiendo con un montón de ejecutivos y administradores delegados, No es un mundo tan racional como parece: muchas veces los caprichos y las manías personales pesan mucho más que la consecución de beneficio. A mí los italianos solo me pedían grandes resultados económicos y los di: cuando lo cogí, el grupo facturaba treinta millones de dólares anuales; cuando lo dejé facturaban 100 millones, con cinco millones de beneficio.

Cuando lo dejó, Pontón compró la editorial gracias a la para muchos sorprendente ayuda de José Manuel Lara Hernández (1914-2003), de modo que Crítica pasó a integrarse en el Grupo Planeta y Pontón se convirtió en director general del área universitaria y cultural (formada por las editoriales Crítica,. Paidós y Ariel), y también fue en esta etapa cuando Crítica fue galardonada con el Premio a la Mejor Labor Editorial (en 2007). En 2009, para sorpresa y enfado de casi todos, se le empujó a una jubilación con una cláusula que le impedía además dedicarse a labores editoriales durante los dos siguientes años, lo que recuerda inevitablemente el acuerdo de Lara con Josep Janés cuando le vendió la editorial L.A.R.A. y que evidentemente incumplió.

Sin embargo, Pontón no perdió el tiempo, y además de ultimar su primer libro (La lucha por la desigualdad. Una historia del mundo occidental en el siglo XVIII), con el que ganaría el Premio Nacional de Ensayo en 2017, empezó a poner las bases de lo que acabaría siendo la editorial Pasado&Presente, que arrancó en cuanto se cumplía el plazo establecido por el contrato con Lepanto, de Alessandro Barbero, y Por el bien del Imperio, de Josep Fontana, y ha dado continuidad a lo que antes los lectores conocían como Crítica (que ha proseguido su trayectoria en el Grupo Planeta).

Por si todo ello fuera poco, aún ha tenido tiempo para intervenir muy activamente en asociaciones y organizaciones destinadas a la colaboración entre editores, y así, presidió la Cámara del Llibre de Catalunya (1994-1998), se incorporó a la Junta Directiva del Gremi d´Editors de Catalunya, presidió la comisión de comercio exterior de la Federación de Gremios de Editores de España y fue el representante español en la comisión Libertad para Publicar de la Asociación Internacional de Editores.

Gonzalo Pontón no solo ha sabido mantener el interés y el prestigio de los catálogos que ha construido, por lo que sobre su aportación a la cultura escrita hay poca discusión posible, sino que además ha logrado mantener su combatividad e independencia tanto cuando ha trabajado a su aire como cuando ha tenido que hacerlo integrado en estructuras empresariales con las que, muy probablemente, ideológicamente no sintiera ninguna afinidad.

Fuentes:

Ab Origine Magazine, «La barbarie del capitalisme (entrevista a Gonzalo Pontón)».

Manuel Llanas, con la colaboración de Montse Ayats, L’edició a Catalunya. El segle XX (1973-1975), Barcelona, Gremi d Editors de Catalunya, 2006.

Ana Martínez Rus, «Semblanza de Gonzalo Pontón (Barcelona, 1944- )», en Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes – Portal Editores y Editoriales Iberoamericanos (siglos XIX-XXI) – EDI-RED.

Francisco Luis del Pino Olmedo, «Editorial Ariel. Feliz 70 cumpleaños», Clío, núm. 132 (2012), pp. 29-34.

Gonzalo Pontón [Gómez], «Tiempo de aprendizaje», Tiempo de Ensayo. Revista Internacional sobre el Ensayo Hispánico, núm. 1 (2017), pp. 240-256.

Gonzalo Pontón [Gómez], «Estoy orgulloso de haber publicado estos libros», Librotea El País.

Silvina Friera, «Un estratega contra la censura», Página 12, 9 de junio de 2007.

Francisco Rojas Claros, Dirigismo cultural y disidencia cultural en España (1962-1973), Universidad de Alicante, 2013.

Sergio Vila-Sanjuán, Pasando página. Autores y editores en la España democrática, Barcelona, Destino (imago mundi 26), 2003.

La injustificada modestia de un editor emboscado (homenaje a Carlos Pujol Jaumandreu)

“Hacer libros divertidos pero secretos, esta es la fórmula.”

Carlos Pujol

Es casi inevitable, al referirse a lo que fue el grupo Planeta en el siglo XX, mencionar los nombres de José Manuel Lara (Lara Hernández y Lara Bosch), pero en lo que se refiere a la Editorial Planeta, es muy probable (y comprobable) que uno de los hombres más importantes de la casa fue Carlos Pujol Jaumandreu (1936-2012), que procedía del mundo universitario cuando entró en la órbita de lo que entonces era el gigante indiscutible de la edición española.

Carlos Pujol, que siempre reivindicó a Martí de Riquer como su gran maestro, al regreso de un lectorado en 1961 en Aberdeen (Escocia) se doctoró en Filología Románica con una tesis sobre Ezra Pound (1962) y empezó a ejercer la docencia de literatura francesa en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Barcelona, pero le flaqueaba la vocación para semejante empresa. Al poco tiempo de su regreso a Barcelona ya estaba colaborando en la preparación de la colección de Clásicos Planeta que dirigían los catedráticos de su universidad Martí de Riquer, José Manuel Blecua Tejeiro y José Mª Valverde, así como leyendo, seleccionando, evaluando, informando y editando originales para la misma editorial. “Ahí anduvo haciendo informes, emitiendo dictámenes, resolviendo admirablemente traducciones, mejorando manuscritos”, en palabras de Jordi Gracia.

Cuando en 1963 José Manuel Lara Hernández decide poner en marcha la versión española de la Enciclopedia Larousse, y tras consultarlo con Riquer, pone la magna y ambiciosa obra en manos de Carlos Pujol, momento en que su carrera como editor, aunque no abandonara todavía la universidad, toma impulso y, además de desempeñar un papel de primer orden en la formación en el oficio de un por entonces joven José Manuel Lara Bosch, le llevará a formar parte del jurado del Premio Planeta (al jubilarse Manuel Lombardero en 1972) y a ocupar en Planeta episódicamente el puesto de director literario (1973), cargo al que, en palabras de su colega y sucesor Rafael Borràs Betriu, “había renunciado tras participar en una convención del departamento comercial con los vendedores de toda España, intervención que, por lo visto, no le resultó cómoda”.

A quienes tuvieron el privilegio de conocerle, no les extrañará esa incomodidad de un gentleman de la edición como él que agradecía mantenerse en la sombra, ocupándose de lo que le gustaba (los textos), al verse de pronto entre los «mercaderes de la literatura»; a quienes hayan leído su Voltaire, aparecido por esas mismas fechas (1973) les será también fácil hacerse una idea de qué poco encajaba él entre vendedores. Este ensayo, como los que le sucederían en los años siguientes (Balzac y La comedia humana, 1974; La novela extramuros, 1975; Abecé de literatura francesa, 1976; Leer a Saint-Simon, 1979…), así como su ingente labor como crítico literario en La Vanguardia, Abc, El Sol, El País y en numerosas revistas le acreditan como uno de los críticos más informados, finos y sensibles de su tiempo. Esta dedicación le llevó inevitablemente a abandonar la Universidad de Barcelona, en 1977, si bien volvería a las aulas entre 1997 y 2007 (en esa ocasión a las de la Facultad de Humanidades de la Universitat Internacional de Catalunya, de cuyo Consejo Académico formó parte).

Pero a esta imagen poliédrica añadió además la de prolífico y exquisito traductor con una versión del Moll Flanders (Planeta, 1978) de Defoe, al que se añadirían enseguida traducciones de  Pascal Lainé (La encajera, Argos-Vergara, 1978), Balzac (El primo Pons, Planeta, 1981) o Stendhal (La cartuja de Parma, Planeta, 1981), entre otros de semejante relumbre. Visto a una cierta distancia, la imagen que transmitía de crítico afilado, lector exquisito y traductor penetrante costaba de encajar con el ambiente planetario.

Para dar una vuelta de tuerca más, en 1981 se daba a conocer como novelista con La sombra del tiempo (y no hay que ser muy avispado para deducir de dónde procede el título del gran best séller de Ruiz Zafón), a partir de la cual se forjó una espléndida y brillante –si bien tan minoritaria como la de Patrick Modiano– obra novelística, en la que sobresalen títulos como El lugar del aire (Bruguera, 1984), Jardín inglés (Plaza & Janés, 1987), Los secretos de San Gervasio (Pamiela, 1994), Cada vez que decimos adiós (Seix Barral, 1999), Los días frágiles (Edhasa, 2003) o El teatro de la guerra (Menoscuarto, 2009).

También de los ochenta son su primer y sorprendente poemario (una biografía de Bernini en alejandrinos: Gian Lorenzo, Diputación Provincial de Málaga, 1987) y su primer libro de aforismos (Cuaderno de escritura, Pamiela, 1988), que contribuyen a perfilar una heterogénea obra literaria, en un sentido muy amplio, regida en todas sus vertientes por una técnica impecable, un dominio –sin exhibicionismos– de la lengua y una vastísima y profunda cultura literaria.

¿Qué hacía un hombre de letras de semejante categoría intelectual y ambición literaria proponiendo obras, evaluándolas, coordinando procesos editoriales y editando textos en un despacho de Planeta? Unas palabras del propio José Manuel Lara Bosch permiten atisbar una explicación:

No quiso nunca ni fue su objetivo fabricar bestsellers, pero no por ello despreció a los lectores de este tipo de obras; lo que hizo fue buscar aquel tipo de lector con el que él se sentía más identificado y con el que le resultaba más fácil comunicarse, y al final encontró al adecuado para su obra […] Supo distinguir perfectamente entre un tipo de obra, que es la que a él le gustaba crear, dirigida a un público exigente en los niveles literarios, y al mismo tiempo valorar perfectamente una novela que buscaba más los valores comerciales y el gran público. Y esto, que a primera vista parece muy fácil, ha sido siempre muy, muy difícil en el mundo editorial.

Sin embargo, más claro incluso fue su hijo, y también editor, Carlos Pujol Lagarriga, quien distinguió claramente entre su “oficio” y su “capricho”, y es evidente que se tomaban tan en serio el uno como el otro. Puedo dar fe de que cuando entregaba una de sus obras de creación, llegaba hasta tal punto revisada, con tal esmero corregida y comprobada hasta en sus más mínimos detalles que sus editores apenas podían desenfundar su lápiz rojo. Y eso es muy muy raro que suceda.

En su extensa trayectoria en el jurado del Premio Planeta, un galardón cuyo objetivo evidente nunca ha sido premiar la calidad literaria sino la comercialidad (dentro de unos mínimos de dignidad), Carlos Pujol era quien, en la práctica, lideraba y coordinaba el equipo de lectores, proporcionándoles unas pautas acerca de los rasgos o características deseados, y tras esa preselección las obras “finalistas” pasaban a manos del jurado (con la salvedad de las siempre supuestas injerencias de las agentes literarias con capacidad para ejercerlas, por lo que todo este trabajo podía ser casi en balde) y, en palabras del propio Pujol, “”salvo contadas excepciones, la decisión final se toma en la tradicional comida del jurado en un restaurante de Barcelona [Via Venetto]”. En cualquier caso, su participación y la de otros hombres de letras mesurado y muy consciente de su papel, como es el caso Alberto Blecua, siempre fue muy valorada por quienes formaron parte de esos jurados.

Otro de los méritos innegables de Carlos Pujol fue su capacidad para crear y liderar discreta y eficientemente equipos de trabajo, y es bien conocida la alineación del que formaban Maite Arbó (hija de Sebastià Juan Arbó), Laureano Bonet, Jordi Estrada, Marcel Plans (autor de los editings de buen número de títulos de la colección Espejo de España) y Xavier Vilaró. Por todo ello, no es de extrañar que Carlos Pujol, apreciado y estimado por sus colegas, respetado cuando no admirado por los autores y a quien no se le conocen enemigos, dejara un hueco importante en Planeta, aunque sea difícil precisar si quienes más lo echarán de menos serán los propietarios de la empresa o los lectores.

Es cierto que profesionalmente quizás hubiera podido dar más de sí en el ámbito de una editorial más eminentemente literaria, nunca lo sabremos con certeza por mucho que lo intuyamos, pero no es menos cierto que el nivel de exigencia y rigor estéticos en cuanto a traducciones y ediciones en Planeta quizás hubiera sido otro (en cualquier caso no más alto) sin su ojo avizor. Se le echa de menos.

Escáner_20151125

Dedicatoria de Carlos Pujol al autor del blog en su ejemplar de «Cada vez que decimos adiós» (Seix Barral, 1999): «Al amigo Josep Mengual, esta fantasía, con un abrazo». ( abril 2003).

Fuentes:

Alberto Blecua, “Recuerdo de Carlos Pujol”, Fábula, núm. 32 (primavera- verano de 2012), pp. 54-55.

Rafael Borràs Betriu, La batalla de Waterloo. Memorias de un editor, Barcelona, Ediciones B, 2003.

Jordi Gracia, «Elogio intempestivo de Carlos Pujol«, Letras Libres, marzo de 2012.

José Manuel Lara Bosch, “Carlos Pujol, un hombre tranquilo”, Fábula, núm. 32 (primavera-verano de 2012), pp. 59-62.

Fernando Valls, «Carlos Pujol, sabio clandestino«, El País, 24 de enero de 2012.

 

 

Un libro clave en el desarrollo de la historia editorial española: Las últimas banderas

Al margen del lugar que ocupe en el canon literario español, la novela Las últimas banderas (1967), de Ángel María de Lera (1912-1984) es quizá, por diversas razones, la obra literaria española más importante del siglo XX en lo que a historia editorial se refiere.

Ángel María de Lera

A modo de mínimo contexto, vale la pena recordar que por una Orden de 21 de mayo de 1965 se había creado la Sección de Estudios de la Guerra de España, dependiente de la Secretaría Técnica del Ministerio de Información y Turismo, a cuya cabeza estaba ya, desde julio de 1962, Manuel Fraga Iribarne (1922-2012). Su función era “la adquisición, clasificación, conservación y custodia de la información relativa al tema, la promoción y realización de estudios sobre el mismo y el mantenimiento de relaciones con otros centros de estudio dedicados al tema”. Su nacimiento se ha atribuido a la voluntad del régimen franquista de contrarrestar el impacto de la obra de historiadores británicos como Herbert Southworth (en particular El mito de la cruzada de Franco, 1963), Hugh Thomas, Grabriel Jackson o Stanley Payne, entre otros, cuyos libros estaban empezando a circular con cierta fluidez en España gracias sobre todo al buen hacer de la editorial parisina de Ruedo Ibérico, del incombustible José Martínez Guerricabeitia (1921-1986) y ofreciendo una imagen de la historia reciente de España muy poco lisonjera con el franquismo.

Sólo con este dato en mente, añadido a la obtención del Premio Planeta, cobra sentido que la censura autorizara  la publicación de Las últimas banderas, una novela que relataba los días finales de la guerra civil española desde el punto de vista de un oficial republicano, escrita por un anarquista que había sido comandante del Ejército Republicano y, al concluir la guerra, había sido condenado a muerte y estuvo preso entre 1939 y 1947. Es decir, un tipo de autor y un tema que, hasta entonces, había chocado frontalmente con la censura franquista.

Max Aub

Uno de los más asombrados de ello fue sin duda el escritor Max Aub, cuyas novelas sobre la guerra civil (el ciclo El laberinto mágico en particular) era por entonces imposible publicar en España y que poco después de leer Las últimas banderas escribió a su autor:

¿Cómo es posible que le hayan dejado publicar este libro […] ¿Qué fenómeno se ha producido para que esto acontezca? No salgo de mi asombro. Le aseguro que ninguno de mis libros –cuya entrada está prohibida en España– dice más.

El hecho de haber tratado exactamente el mismo período que Lera y no lograr que la obra resultante (Campo del Moro) llegara al lector español debió de escocer particularmente a Aub, por entonces exiliado en México y ansioso por ver su obra en las librerías españolas, como demuestra el epistolario que mantuvo con la agente Carmen Balcells que analizó Javier Sánchez Zapatero.

México, Joaquín Mortiz, 1963.

En cuanto al Premio Planeta, también en la historia de este premio Las últimas banderas constituía una anomalía.

La concesión del premio a Lera –ha escrito Fernando González Ariza– significaba un cambio importante en la trayectoria del Planeta. Hasta entonces se había concedido a obras de más o menos fortuna literaria y de público, pero nunca a ninguna novela fuera de los parámetros ideológicos del sistema. Por el contrario, esta vez se concede a un escritor que estuvo en la cárcel y tenía raíces anarcosindicalistas. Por si fuera poco, Las últimas banderas era la primera novela publicada en España que narraba la guerra civil desde el punto de vista de los perdedores.

Cabe destacar también que ese año (1967), el premio había pasado de una dotación de 250.000 pesetas a 1.100.000 (es decir, se había multiplicado por más de cuatro), y quizá vale también la pena recordar quienes formaron ese año el jurado y sus respectivas edades: Sebastián Juan Arbó (1902-1984), Ricardo Fernández de la Reguera (1912-2000), Martí de Riquer (1914-2013), José Manuel Lara Hernández (1914-2003), Baltasar Porcel (1937-2009) y, como secretario, Manuel Lombardero (n. 1924).

De derecha a más a la derecha, Manuel Fraga y Francisco Franco.

No hay duda de que la novela de Lera ofrecía al régimen una ocasión única para demostrar esa supuesta apertura que la nueva ley de censura, creada en 1966 y conocida como ley Fraga, pregonaba, y el hecho de haber sido premiada en esas circunstancias dejaba en una posición incómoda a quienes debían decidir sobre sus posibilidades de publicación en la España franquista, pues de negarle la autorización el escándalo podía ser mayúsculo y, a la postre, redundaría en el éxito de la novela (que en cualquier caso fue extraordinario, con 10 ediciones en 1968 y un total de 26 ediciones en los doce años siguientes a su publicación).

En Letricidio español, Fernando Larraz, como no podía ser de otra manera, se ocupa del proceso de informes acerca de la novela de Ángel María de Lera, y anota:

El informe, sin firma y especialmente prolijo en sus razonamientos, resultaba poco halagüeño pues anotaba que el “partidismo claro y patente del autor no viene compensado por una toma de posición objetiva o neutral respecto de los “nacionales”” y señalaba la abundancia de “juicios de valor claramente inaceptables, por cuanto pugnan con los principios que informaron nuestra Cruzada”.

Larraz no deja de señalar la paradoja de que sea un editor filofranquista como Lara quien estuviera detrás de esa edición, que explica por “el flagrante oportunismo del editor sevillano” y por la muy probable intención de revivir el tremendo éxito de la trilogía de José María Gironella sobre la guerra civil formada por  Los cipreses creen en Dios (1953), Un millón de muertos (1961) y Ha estallado la paz (1966), pues era un éxito tremendo era el único modo de recuperar una dotación tan cuantiosa como la que se había asignado al Premio Planeta de ese año.

José María Gironella.

La guinda a este episodio tal como lo cuenta Larraz son una serie de extensas citas de una carta dirigida por Lara a Lera en las que, entre otras muchas cosas de interés no menor, el editor explicita su modo de juzgar las obras literarias. La espoleta son unas declaraciones que Ángel María de Lera había hecho a la prensa señalando Tres días de julio, de Luis Romero (Editorial Ariel, 1967) como la única novela reciente sobre la guerra civil que valía la pena leer, cosa que hace escribir a Lara:

…de los Tres días de julio, hasta la fecha se han vendido veinte mil ejemplares; de las novelas de José Mª Gironella, de cada uno de los títulos estamos alrededor de trescientos mil. Me parece que no queda duda alguna de qué es lo que al público le interesa y prefiere, y además tu estilo de escritor, por lo menos en el que está escrita tu novela Las últimas banderas, es el mismo de Gironella.

Por supuesto, a Larraz le interesa más, en el marco de su obra, el relato de cómo, gracias a una reunión entre Lara, Lera y Carlos Robles Piquer (por entonces director general de Información), pudo autorizarse la publicación de Las últimas banderas pese a contar con un informe muy desfavorable, y de qué modo, por cauces extraoficiales, se obtuvo la si no imprescindidble sí muy conveniente aprobación.

Carlos Robles Piquer.

Esta autorización, recién instaurada la Ley Fraga, no serviría para que se autorizara de inmediato la extensísima bibliografía sobre la guerra civil española que los escritores republicanos habían ido acumulando a lo largo de los años en el exilio (Arturo Barea, Manuel Andújar, Max Aub, Ramón J. Sender, y un larguísimo etcétera), pero sí incidió en cambio en lo que a partir de entonces los editores se atrevieron a presentar a consulta previa e incluso a publicar sin pasar por ese filtro establecido por la nueva ley. Aunque eso pudiera significar sanciones que podían llegar a las 500.000 pesetas.

José Manuel Lara Hernández.

Fuentes:

Maryse Bertrand de Muñoz, “Dos novelas de los momentos finales de la guerra civil en Madrid: Campo del Moro de Max Aub y Las últimas banderas de Ángel María de Lera”, en Cecilio Alonso, Actas del Congreso Internacional Max Aub y el laberinto español, Valencia y Segorbe. 13-17 de diciembre de 1993., Valencia, Ajuntament de Valencia, 1996, I , pp. 471-480.

Fernando González Ariza, Literatura y sociedad. El Premio Planeta, tesis presentada en la Facultad de Filología de la Universidad Complutense de Madrid, 2004.

Fernando Larraz, Letricidio español. Censura y novela durante el franquismo, Gijón, Trea (Biblioteconomía y Administración cultural), 2015.

Carmen Menchero de los Ríos, “La modernización d la censura. La ley de 1966 y su aplicación”, en Jesús A. Marínez Martín, dir., Historia de la edición en España, 1939-1975, Madrid, Marcial Pons (Historia), 2015, pp. 67-96.

Javier Sánchez Zapatero, “Lo que importa es España. Proyectos para la recuperación editorial en el epistolario entre Max Aub y Carmen Balcells (1964-1972)”, El Correo de Euclides, núm. 6 (2011), pp. 33-57.

José Manuel Lara Hernández, primeros «trapicheos» y «golpes bajos»

Si se repasa la adolescencia y primera juventud de José Manuel Lara Hernández (1914-2003), resulta un tanto paradójico que acabara al frente de uno de los grandes imperios editoriales del siglo xx. Según el resumen que de ello hizo Màrius Carol:

Primero entró en un taller de mecánico ajustador y se cansó, luego empezó en una droguería y se siguió cansando, hasta que por último se decidió por la carpintería, pero también lo dejó si bien no parece que fuera por agotamiento. Finalmente fue su padre quien se cansó del chico y lo mandó a Madrid con dieciséis años.

Celia Gámez (1905-1992).

Pero no acabó este periplo en Madrid, adonde llegó en 1930 para entrar al poco tiempo en la compañía de revista de Celia Gámez como bailarín de claqué, dedicarse luego durante un breve tiempo a la venta de galletas e ingresar en 1935 en el Ejército y posteriormente en la Legión, en la que no tardó en obtener el rango de oficial. Licenciado en Barcelona, una vez concluida la guerra civil española–que no hará falta decir que libró en el banco franquista–, estuvo un tiempo empleado en la empresa italiana Pirelli,  hasta que, una vez ya casado, creó con su esposa una academia de enseñanza general y oposiciones, cosa que no tardó en descubrir que exigía mucha dedicación y daba pocos ingresos, pero que puede considerarse su primer acercamiento profesional a la letra impresa.

Entrada de la Legión en Barcelona en 1939.

Entre las frases célebres de Lara se cuenta aquella según la cual “el negocio que no da para levantarse a las once de la mañana, ni es negocio ni es nada”, que contribuye a esclarecer los motivos que le llevaron al mundo de los libros. Volviendo a Carol:

Lara no estaba satisfecho con sus academias y sus trapicheos y un buen día, aburrido de una vida sedentaria, monótona y pobre, se enteró de que el catedrático Félix Ros vendía una pequeña editorial llamada Tartsesos.

Félix Ros (1912-1974)

Félix Ros (1912-1974)

Así pues, el 26 de junio de 1944 José Manuel Lara Hernández se hizo con la empresa creada por el traductor, periodista escritor y editor falangista Félix Ros, y basta con una ojeada distraída a los libros que publicó a partir de entonces para advertir que en ella los principales colaboradores de José Manuel Lara fueron el traductor y agente literario de origen húngaro Férenc Oliver Brachfeld (1908-1967) y quien sería uno de los miembros del primer jurado del Premio Planeta (y firmante de numerosas traducciones en esa época) José Romero de Tejada. No deja de ser también indicativo del carácter de Lara que una de las primeras cosas que hiciera con la editorial recién adquirida fuera cambiarle el nombre por el de Editorial Lara.

Lara como miembro del primer Premio Planeta (1952), con Bartolomé Soler, Romero de Tejada, Tristán la Rosa, Pedro de Lorenzo, González Ruano y Gregorio del Toro.

 

Lo cierto es que, si alguna mano se adivina en los títulos publicados entre el momento de la compra y el de su paso a manos de Josep Janés (1903-1959) es la de Brachfeld, quien había traducido ya obras para Ros en Tartessos. Basta comparar los títulos de Tartessos con los de Editorial Lara para darse cuenta de ello. Pero una de las primeras cosas que hacen (Lara, e intuyo que no por su cuenta y riesgo sino asesorado por Brachfeld) es desmontar la estructura de colecciones.

Somerset Maugham (1874-1965).

Estas eran las nueve de Tartessos en 1943: Grandes Narradores Contemporáneos (Joyce, Maugham, Roger Vercel), Narradores Eternos (Jane Austen, Goncharov), El Molino y la Rosa (Los papeles póstumos del Club Pickwick), Penélope (Maurois, Fratelli), Amadís (donde publicó a Azorín y Unamuno), Noche en Vela (El puente de San Luis Rey de Thornton Wilder, Dickens), Muérdago (Bécquer, Maupassant) Seis Delfines (Maugham, Chesterton, Baring, Maurois) y Áncora de Salvación (Iván Bunin).

Entre las colecciones de Editorial Lara, en la que cobran importancia las literaturas nacionales como criterio, se cuentan en cambio una llamada Voces de Francia (que se estrena con Tragedia en Francia, de Maurois, en traducción de Brachfeld), Novelas Húngaras (donde se publican dos títulos de Lajos Zilahy y El error, de Ferenc Körmendi) y Pequeñas Obras Maestras (narrativa breve de Thomas Mann y de Maurois traducidas ambas por Brachfeld), así como dos colecciones con nombres que hoy pueden sonar un tanto new age avant la lettre, Horizonte (varios títulos de Maugham, en versión de Romero de Tejada ) y Amanecer.

Y si la colección de Tartessos Seis Delfines publicó en su Biblioteca de Escritores Hispánicos el Sintiendo a España, de Azorín –que ya se había anunciado en la empresa conjunta de Ros y Janés como de próxima aparición en la colección Rosa de Piedra–, en la Editorial Lara se le publica al mismo autor la novela histórica Salvadora de Olbena (1944), cuya publicación coincide en el tiempo con otra (¿pirata?) en las zaragozanas Ediciones Cronos. Sin embargo, aunque indicativa, en realidad la presencia de autores españoles no es importante ni en uno ni en otro caso. En Editorial Lara se limita a  Francisco Fernandez Mateu (Después de la vida y antes de la muerte, 1944), quien al año siguiente fundaría la editorial Mateu, el ínclito César González Ruano (Imitación del amor y Poder relativo, 1946), el escritor un tanto demodé Bartolomé Soler (Karú-Kinká, 1946) y el periodista y escritor Manuel Pombo Angulo (En la orilla, 1946).

De todos modos, es difícil aquilatar a partir de 1946 son elecciones de la etapa Lara y cuáles de Janés, que compró la empresa en unas circunstancias que Francisco Candel resumió en uno de sus libros de memorias:

Josep Janés la compró, se dijo que por un millón de pesetas, cantidad archirespetable en aquellos tiempos. Con la compra de L.A.R.A., Janés eliminaba a alguien de la competencia –aparte de adquirir su fondo editorial, ya que Lara no podría usar si nombre editorialmente.

Shanghai Hotel, de Vicki Baum, en L.A.R.A.

Y, a su vez, Janés le cambió el nombre a L.A.R.A., bromeando en privado acerca de su significado: Los Autores Realmente Antifascistas, pero es muy probable también que lo que le interesara fueran algunos autores de ese catálogo (y particularmente Chesterton, Somerset Maugham, Zilahy y Maurois, a los que había publicado ya o publicaría reiteradamente en los años siguientes), pues con el tiempo le permitirían crear colecciones tan exitosas como sus volúmenes de Maestros de Hoy, cuyo logo remite, no de un modo inocente, a la emblemática y excelente colección La Rosa de Piedra.

Según ha referido Manuel Lombardero, durante muchos años mano derecha de Lara Hernández, “Lara se había comprometido con Janés, puede que verbalmente, a dedicarse al negocio del papel y que no pondría una editorial. Pero el negocio del papel se liberalizó y dejó de ser tal negocio, con lo que Lara montó Planeta [en 1949]. Eso Janés lo tenía grabado.” (lo cuento con más detalle en A dos tintas, pp. 287-290).

José Janés.

José Janés.

Parece evidente que no era sólo eso lo que movió a Janés a comprar la Editorial Lara, si bien hay muchos testimonios de la incompatibilidad de caracteres y de la extraordinaria diferencia de sus modos respectivos de enfocar la labor del editor.

En la ambiciosa e impresionante Historia de la edición en España, Martínez Martín relata la irrupción de Lara en lo que tradicionalmente se consideraba “un negocio de caballeros” en los siguientes términos:

Lara no tenía vinculación previa con ninguna de las piezas que alimentaban la edición: tipografía, librería, antecedentes familiares de editores, creación literaria, actividad intelectual… y, quizá por partir de cero, desplegó una agudeza en los negocios sin los márgenes que condicionaban a los editores de profesión […] No era editor. Tampoco lector. Su contacto con los libros había sido episódico […] No contaba con criterios de selección literaria […]

Entendía muy bien las relaciones personales y clientelares del Régimen, con idea siempre del pragmatismo y el negocio.

No está nada mal, pero no evoca en cambio aquella muy célebre declaración del propio Lara al prestigioso entrevistador de La Vanguardia Manuel del Arco, de la que Francisco Candel explicó las circunstancias:

Lara dijo, en entrevista a Del Arco, periodista que te hacía firmar sus entrevistas para que luego no te retractaras: “Yo he triunfado en la vida porque he dado muchos golpes bajos”.

José Manuel Lara Hernández.

Apéndice

Datos (incompletos) de algunos libros de Editorial Lara entre 1944 y 1946

Portada de Tragedia en Francia.

 

Azorín, Salvadora de Olbena, 1944.

Francisco Fernández Mateu, Después de la vida y antes de la muerte, 1944.

André Maurois, Tragedia en Francia, Voces de Francia 1, traducción de Oliver Brachfeld,  1944.

Phillipe Barrès, Charles de Gaulle, prólogo de Marcelin Defourneaux y traducción de F. Oliver Brachfield y, 1944.

André Maurois, La salvación de Norteamérica, traducción de F. Oliver Brachfeld, 1944.

Alia Rachmanova, La fábrica de los hombres nuevos, traducción de J. García Mercadal, 1944.

Lajos Zilahy, El amor de un antepasado mío, 1944.

Cubierta de Charles de Gaulle.

 

Thomas Mann, Tonio Kröger. Anhelo de felicidad. El payaso, Colección Pequeñas Obras Maestras, traducción de F. Oliver Brachfeld, 1945.

André Maurois, Tragedia en Francia, 1945.

André Maurois, Viaje al país de los hortícolas, seguido de Por el camino de Chelsea, Colección Pequeñas Obras Maestras, traducción de F. Oliver Brachfeld, 1945.

William Somerset Maugham, Ah King (mi criado chino), 1945.

William Somerset Maugham, Servidumbre humana, traducción de Enrique de Juan, 1945.

Lucio D´Ambra, Conversaciones de medianoche, traducción de Eugenio Montalt, 1945.

G.K. Chesterton, El escándalo del padre Brown, traducción de F. González Taujis, 1945.

Ferenc Körmendi, El error,  traducción autorizada por Luis Torres, Colección Novelas Húngaras, núm. 2, 1945.

André Maurois, Historia de los Estados Unidos, traducción de Oliver Brachfeld, 2 vols., 1945.

Somerset Maugham, El paso del hombre, traducción de J. Romero de Tejada, 1945; 1946 (Horizonte).

Erwin H. Rainalter, Música de la vida, traducción de  José Lleonart, 1945.

Lajos Zilahy, La vida de un escritor, trad. Oliver Brachfeld, Lara, 1945.

Stefan Zweig, El candelabro enterrado, traducción de Fernando Gutiérrez y Diego Navarro, 1945.

Colección Novelas Húngaras, núm. 2.

 

Condesa de Chambrun, Cinco damas de corazón y una fea simpática, traducción de José Onrubia, 1946.

César González Ruano, Imitación del amor, 1946.

César González Ruano, El poder relativo, 1946.

Manuel Pombo Angulo, En la orilla, 1946.

J.B. Priestley, La isla lejana, Traducción de J. Romero de Tejada y Diego Navarro, 1946.

Félix Ros, El paquebot de Noé, 1946.

Bartolomé Soler, Karú-Kinká, Colección Horizonte, 1946.

William Somerset Maugham, Rosie, traducción de Manuel Vallvé, 1946.

William Somerset Maugham, Luz en el alma, traducción de Fernando Gutiérrez, Colección Horizonte, 1946.

William Somerset Maugham, Soberbia, traducción de José Romero de Tejada, 1946.

William Somerset Maugham, El velo pintado. Aventura en Tching-yen, traducción y prólogo de J. Romero de Tejada, Colección Horizonte, 1946.

William Somerset Maugham, Cautiva del amor, 1946.

William Somerset Maugham, Cosmopolitas, traducción de Isidoro Guerrero, 1946.

Wulliam Somerset Maugham, Una hora antes del amanecer, 1946.

William Somerset Maugham, A orillas del Támesis, 1946.

William Somerset Maugham, El agente secreto, traducción de. R. García Adamuz, 1946.

Herbert Wild, En la boca del dragón, 1946.

P.C. Wren, Los hijastros de Francia, 1946.

Stefan Zweig, Americo Vespucio, versión de Alfredo Kahn, 1946.

El poder relativo, de González-Ruano.

 

Fuentes:

Màrius Carol, José Manuel Lara, de otro planeta”, en Noms per a una historia de l´edició a Catalunya, Barcelona, Gremi d´Editors de Catalunya, 2001, pp. 9-39.

Es fama que Paco Candel fue una de las mayores víctimas de la censura.

Paco Candel ante una caricatura suya obra de Manuel del Arco.

Francisco Candel, Patatas calientes, Barcelona, Ronsel (Colección Pérgamo. Crónicas), 2013.

Jesús A. Martínez Martín, “La autarquía editorial. Los años cuarenta y cincuenta”, en Historia de la edición en España, 1939-1975, Madrid, Marcial Pons (Historia), 2015, p. 233-271.

Morán,“Entrevista a Manuel Lombardero”, Asturama, 23 de julio de 2012.