El papel de la propiedad intelectual en la historia de la edición

De ambición y valentía ya había dado muestras Trama Editorial en diversas ocasiones, y de hecho crear una colección como Tipos Móviles bien pudiera parecer un disparate pero el caso es que ha sobrepasado la treintena de títulos después del inicial El nuevo paradigma del sector del libro (2013), de Javier Jiménez y Manuel Gil y hoy agotado. Con todo, con la edición del voluminoso y completísimo libro colectivo Los fundamentos del libro y la edición. Manual para este siglo XXI, a cargo de Michael Bhaskar y Angus Philllips y traducido por el activo bloguero Íñigo García Ureta, Trama ha vuelto a poner de manifiesto su coraje al ofrecer al lector en lengua española un libro magnífico pero destinado a lectores muy exigentes y militantes publicado originalmente en inglés con el título The Oxford Handbook of Publishing (Oxford University Press, 2019).

Entre los muchos textos interesantes que contiene el volumen, el profesor Alistair McCleery, director del Centro Escocés del Libro creado en 1995 en el seno de la Universidad Napier de Edimburgo, dedica uno a los objetivos y la naturaleza de la historia de la edición y a cómo esta ha ido cambiando de rumbo, de objetivos y de intereses, a menudo en función de la cambiante percepción que se ha ido teniendo de qué es un editor y qué es lo que caracteriza su actividad. Objetivos parecidos a esos fueron los que animaron las jornadas de debate que en noviembre de 2016 protagonizaron un grupo de estudiosos españoles, argentinos y mexicanos y que cuajarían finalmente en la publicación en la editorial Trea de Pliegos alzados. La historia de la edición, a debate (2020), con resultados muy diferentes pero en muchos aspectos complementarios. Asimismo, este texto de McCleery dialoga y se complementa sobre todo con otros dos incluidos en Los fundamentos del libro y la edición, el de la profesora de literatura Simon Murray («Autoría») y el de la investigadora, profesora y consultora en derecho de autor Mira T. Sundara Rajan («Derechos de autor y edición»), ambos también muy jugosos.

Alistair McCleery.

Empieza McCleery por destacar el hecho singular que supone el interés que, a diferencia de otras industrias (incluso entre las culturales), las editoriales han tenido por narrar su propia historia en forma de libro («Las editoriales son instituciones vanidosas» es el potente y provocativo arranque del texto de McCleery). Los lectores españoles pueden dar buena fe de ello, y el hecho de que sean las propias editoriales quienes publican el relato de sus trayectorias (como fue también el caso en Argentina con Editar desde la izquierda en América Latina, por ejemplo, sobre Siglo XXI) generan la sensación inevitable entre quienes se acercan a ellos de que deben evaluarlos con cierto recelo o precaución, no sólo por lo que cuentan y cómo lo cuentan sino también —o tal vez sobre todo— por lo que ocultan o sobre lo que pasan de puntillas. Y no se trata de libros más o menos memorialísticos, que es habitual que se publiquen en las editoriales de los propios interesados (aunque haya excepciones, como El observatorio editorial de Herralde en Adriana Hidalgo o, del mismo autor, las Opiniones mohicanas en Acantilado). Los ejemplos de volúmenes que más o menos vienen a narrar la historia de una editorial o un editor españoles y firman personas distintas a las implicadas pero se publican en la empresa de los interesados son abundantísimos y van mucho más allá de los libros conmemorativos (donde eso sería más comprensible): El oficio de editor de Jaime Salinas en Alfaguara, El cavaller Floïd (sobre Joan B. Cendrós) de Genís Sinca en Proa, Los papeles de Jorge Herralde de Jordi Gracia en Anagrama, Por el gusto de leer de Juan Cruz sobre Beatriz de Moura en Tusquets…

El objetivo declarado de McCleery es explorar «la naturaleza de la historia de la edición» y tratar de distinguirla de «una historia de libros más amorfa y elástica», de la que considera que ha acabado por convertirse en un subconjunto. Además, por una parte «pretende compensar las expectativas autocomplacientes de las historias de las editoriales y, por otra, corregir un desequilibro: el modo en que la historia de la edición se ha desplazado del centro de la actividad académica para acabar en su periferia.»

Para ello, toma como modelo bastante útil e ilustrativo el de HarperCollins, en cuya historia, en un alarde de desfachatez hiperbólico, se arroga como orígenes la de empresas y sellos, «sin importar cuán recientemente han sido adquiridos». Ahora bien, entre los que en lo que llama «la historia ortodoxa» de la edición se han señalado a posteriori como pioneros de la figura del editor evoca (y descarta como tal) a Tito Pomponio Ático, asesor de Cicerón en cuestiones librescas, y que ha dado nombre a algunos proyectos relacionados con el libro (Atticus Booksm, Atticus Bookstore) con el evidente propósito de empaparse de algo de su prestigio o nobleza. Sin embargo, no parece en absoluto claro que Ático actuara como lo que hoy entendemos como publisher o como editor (y el hecho de que en español se use en ambos casos editor no deja de ser un engorro, y, hay que suponer, una traba para Íñigo García Ureta) y en cualquier caso supone aplicar al pasado categorías sólo muy recientemente creadas e inexistentes e inadecuadas cuando se aplican a un pasado tan remoto en el que los sistemas de producción, divulgación y distribución de textos eran tan conceptualemte diferentes a los de nuestros tiempos.

También descarta al segundo candidato, Aldo Manuzio, cuyo logo ha servido de inspiración a muchísimas editoriales en todos los ámbitos lingüísticos (basten como ejemplo, en el ámbito hispánico, el de Barral Editores y los de las colecciones Áncora y Delfín de Destino, Seis Delfines y Áncora de Salvación de Tartessos o la Dolphin Books de Joan Gili i Serra). Incluso un editor tan prestigioso como Roberto Calasso (1941-2021) ha recurrido al ejemplo de Manuzio, en una operación que McLeery juzga como una estrategia autocomplaciente que identifica la realidad con la aspiración, cuando el rasgo que éste considera como el principal de Manuzio es su carácter de innovador tecnológico; en otras palabras: de tecnólogo.

Añade a este desenfoque que supone observar y juzgar el pasado con ojos del presente el eurocentrismo como argumento adicional para descartar estos modelos, y dedica su atención luego a la importancia de las innovaciones chinas, tanto en la creación de tinta como en la de papel y en la de impresión, para acabar identificando como las primeras empresas destinadas a la edición (publishing) las imprentas de Plantin-Moretus, fundada en Amberes en 1564, y de Lous Elzevir, creada en Leiden en 1580, pues su propósito y actividades sí están más en consonancia con las de las empresas editoriales de nuestro tiempo, pero, atendiendo al desequilibrio entre publicación de novedades y de reimpresiones, McCleery identifica como «el comienzo de la historia editorial per se» el momento en que se introduce «la propiedad intelectual como un principio exigible», pues su concepción de la labor editorial se identifica muy estrechamente con el comercio de propiedad intelectual, al margen de que este comercio acabe materializándose en forma de libro impreso, de archivo de bites o de cualquier otra forma.

A partir de ese momento, el texto hace un recorrido por la historia paralela de la propiedad intelectual y las industrias basadas en ella que resulta muy sugerente y que nos llevan no sólo hasta el presente sino también un poco más allá, pues, en palabras de McCleery:

Sólo en el contexto de la «propiedad» intelectual sobreviven y prosperan las habilidades y conocimientos acumulados en el mundo de la edición durante los últimos tres siglos. […] A su vez, la supervivencia de la industria editorial contemporánea, que ahora forma parte de las estructuras generales de los medios de comunicación, dependerá de la supervivencia del concepto de propiedad intelectual y de su continua aplicación (desde 1710) en la legislación.

Alistair McLeery, «Historia de la edición», en Michael Bhaskar & Angus Phillips, eds., Los fundamentos del libro y la edición. Manual para este siglo XXI, traducción de Íñigo García Ureta, Madrid, Trama Editorial, 2021, pp. 39-59.

Fernando Larraz, Josep Mengual, Mireia Sopena, eds., Pliegos alzados. La historia de la edición, a debate, prefacio de Gonzalo Pontón, Gijón, Ediciones Trea, 2020

El librero como inspiración (León Sánchez Cuesta)

A Lluis Morral i la seva gent a Laie.

León Sánchez Cuesta.

León Sánchez Cuesta.

La literatura de Max Aub (1913-1972) tiene potencial más que suficiente para convertirse a la larga en lo que la narrativa de Benito Pérez Galdós (1843-1920): una fuente incomparable para conocer la pequeña historia –la intrahistoria, incluso– que cada uno de ellos recreó y que constituye un festín para los historiadores. En particular en el caso de Aub, es una referencia valiosísima para conocer a algunos personajes singulares de la historia española y mexicana del siglo XX. Ignacio Soldevila (1929-2008) destacaba además la faceta de retratista de Max Aub, al hilo de las entrevistas literaturizadas en La gallina ciega. Diario español:

En estos fragmentos encontramos particularmente al Aub novelista, creador de personajes vivos y parlantes, o retratista vivaz, de animando dibujo: son excelentes ejemplos los de Carmen Balcells y de Nuria Espert, que no desmerecen en nada los de sus personajes de fábula más logrados.

Así debió de entenderlo también Ana Martínez Rus, quien al reconstruir la trayectoria vital e intelectual del librero León Sánchez Cuesta (1892-1978), sacando provecho del extraordinario archivo que se conserva en la Residencia de Estudiantes (más de 7.000 cartas a corresponsales distinguidos), tiene el acierto de reproducir completo el espléndido retrato que de él hace Aub en la obra mencionada.

Ya en Buñuel, Lorca, Dalí: El enigma sin fin Agustín Sánchez Vidal reproducía algunas cartas que permitían advertir la trascendental importancia que tuvo el librero León Sánchez Cuesta en la formación de lo que comúnmente conocemos como generación del 27, entendida ésta en un sentido amplio (los poetas Alberti, Altolaguirre, Lorca, Salinas, pero también el narrador y dramaturgo Max Aub, el cineasta Luis Buñuel o la pintora Maruja Mallo). Y alguna cita empleada por Sánchez Vidal revela tanto los proyectos intelectuales en los que andaba metido Buñuel en cada momento –y algunos de sus rasgos personales– como el carácter de faro intelectual de absoluta confianza que adquirió el célebre librero. Le escribe Buñuel por ejemplo el 10 de febrero de 1926 desde París: “Le agradeceré que me envíe la lista de libros que le adjunto. Para cobrar: como yo no iré hasta mayo y pagar en francos es dolorosillo, puede usted remitir a mi madre a Zaragoza, Independencia, 29, las facturas que le deba”, seguido de una lista en la que alternan Spengler con “Pepito Ortega”, Ramón Gómez de la Serna y la Revista de Occidente, además de la petición de, si existe tal cosa “algo publicado en España sobre cine. Algo serio, se entiende”.

Postal de Luis Buñuel a León Sánchez Cuesta del 17 de septiembre de 1926.

La singularidad de Sánchez Cuesta radica, por un lado, en que su negocio no era una librería al uso, es decir, abierto al público, sino que funcionaba más bien como un gabinete que proveía de libros y revistas a grandes lectores de confianza (escritores, artistas, políticos abogados, muchos de ellos muy conocidos además), y por otro lado que se especializó en conseguir sobre todo aquellos materiales bibliográficos que eran difíciles de adquirir (y que a veces se ocupaba de encuadernar en pasta española e incrementar así el precio).

José María Quiroga Pla (1902-1955).

Licenciado en derecho en la universidad de su Oviedo natal, Sánchez Cuesta obtuvo una beca para ingresar en la Residencia de Estudiantes de Madrid, que fue donde entró en contacto con quienes protagonizarían lo que José Carlos Mainer bautizó como Edad de Plata de la cultura española y, sobre todo, donde se ganó una confianza de hombre fiable y bien informado que no hizo sino crecer en los años siguientes. Además de dar fluidez a los contactos culturales entre España y México, de dar empleo a los poetas José María Quiroga Pla entre 1926 y 1928 y Luis Cernuda entre 1930 y 1931 (al cargo de los impagados), entre otros, de editar y hacer circular por Europa y América un Boletín de novedades españolas (desde 1928) o de impulsar una primera etapa de la Librairie Espagnole parisina, fue su carácter de extraordinario canalizador de información bibliográfica y de libros lo que lo convierte en una figura excepcional de la cultura española. En sintonía con ello ha escrito ha escrito Christopher Maurer:

Al acercarnos al prodigioso archivo de Sánchez Cuesta, nos sorprende, entre otras cosas, el grado en que los escritores españoles dependían de él para que les avisara de “cualquier cosa de interés” entre lo recién publicado. En un ensayo de 1922 o 1923, el cordialísimo Alfonso Reyes (del que se conservan 155 cartas a Sánchez Cuesta) se queja de que el librero típico “sabe vender libros, pero no los lee ni se cree obligado a entenderlos”. No era el caso de Sánchez Cuesta.

De izquierda a derecha: Salvador Dalí, María Luisa González, Luis Buñuel, Juan Vicens (socio de Sánchez Cuesta en la Librairie Espagnole), José María Hinojosa y, sentado, José Moreno Villa en 1924.

Sus primeros pasos en el mundo del libro, de la mano de Juan Ramón Jiménez (1881-1958) y Alberto Jiménez Fraud (1883-1964), le llevan a traducir para la Colección Universal de la Editorial Calpe los dos volúmenes de las Notas de Inglaterra de Taine, y a través del editor Manuel Aguilar, a entrar en la Sociedad General Española de Librería (SGEL), perteneciente a Hachette, donde estuvo apenas unos meses, hasta que en 1921 se traslada a México como representante de otra empresa de Hachette, la Agence Génerale de Librairie et de Publications. Dos años después regresa a España para hacerse cargo de la gerencia de la sección de librería de la editorial La Lectura y abre la Librería de Arte y Extranjera de La Lectura, asociado a Jiménez Fraud. En noviembre de 1924, sin embargo, se independiza y pone en pie el negocio que se convertirá en fundamental para varias generaciones de escritores, que es el camino por el que se convertirá también en figura principal –si bien en la sombra– de la cultura española del siglo XX y que Ana Martínez Rus sintetiza y recrea con prosa ágil sirviéndose con particular acierto de una diversidad enorme de documentos (cartas, libros de cuentas, documentación variada e incluso material gráfico muy valioso) en los que acaso sean los capítulos más apasionantes de su libro. En esos años veinte hace Sánchez Cuesta incluso sus pinitos como editor, colaborando con Juan Ramón Jiménez en las revistas Ley. Entregas de Capricho y Sí. Boletín Bello Español del Andaluz Universal.

Ley. Entregas de Capricho (1927).

Como sucede en el caso de tanta gente de letras del siglo XX, la guerra civil llevó a Sánchez Cuesta a iniciar un periplo que en carta al escritor español exiliado en México José Moreno Villa (1887-1955) resumía del siguiente modo el 13 de junio de 1951:

En Salamanca permanecimos hasta julio de 1937 en que, agotadas las posibilidades de vida, pues se prohibió la entrada de dinero del extranjero, salimos de allí […] yo para Alemania a donde me fui con el propósito de aprovechar el tiempo trabajando el alemán y ver que podría hacer en relación con la librería alemana, el día que terminara la guerra. Estando allí me ofrecieron el lectorado en español de la Universidad e Marburgo, el que tenía [Carlos] Clavería, y allá me fui […] hasta que la guerra Europea nos hizo emprender, una vez más, la marcha precipitada, Nos fuimos a Argel a casa de los padres de Andrea [su esposa], y allí permanecimos hasta diez años. Cansados de esperar, necesitado de volver a la vida activa y de dar a mi chico una educación española, volví a España en el año 47. De lo de aquí, no hablemos porque la cosa sería larga. Me establecí de nuevo como librero y ya puede figurarse lo duro que ha sido y aún sigue siendo la brega.

Alberto Jiménez Fraud (1883-1964).

A su regreso del exilio, continuó a trancas y barrancas con su labor, dificultada por las peculiares condiciones de la España franquista para menesteres tan poco ortodoxos como los suyos (y vigilado, obviamente, por la censura), pero aún encontró ánimos para actuar incluso como editor y distribuidor de una Nueva nómina de la poesía española contemporánea (1948), compuesto de breves estudios preliminares y fichas bibliográficas de los poetas importantes del momento (Vicente Aleixandre, José Luis Cano, Carmen Conde, Germán Bleiberg, Juan Eduardo Cirlot….) y que regalaba a todo aquel que adquiriera libros de poesía por un valor de 15 pesetas o superior. Pese a las dificultades, salió adelante con notable éxito.

Elegido en 1963 presidente de la Escuela de Librería del Instituto Nacional del Libro Español (que había contribuido a crear con el insigne librero Marcial Pons) y galardonado con la Medalla Rivadeneyra en reconocimiento a su trayectoria, en 1970 Sánchez Cuesta se convirtió en uno de los accionistas minoritarios de Alianza Editorial (impulsada entre otros por su sobrino Jaime Salinas, que habla de él en Travesías), con una participación de 110.00 pesetas, y nunca llegó a jubilarse.

El librero Marcial Pons (1915-2011), entre dos empleados en 1948.

Es también legendaria la vocación de ayuda a los intelectuales y poetas de su tiempo, así como su proverbial paciencia a la hora de cobrarles los pedidos que le hacían y que solía cumplir con prontitud. Para cerrar de nuevo con Max Aub, valga el dato de que en 1944 el escritor valenciano tenía pendiente de pago una cuenta de 11,1 pesetas.

Ana Martínez Rus, “San León Librero”: las empresas culturales de Sánchez Cuesta, Gijón, Ediciones Trea (Biblioteconomía y administración cultural 173), 2007.

Fuentes adicionales:

Max Aub, La gallina ciega. Diario español (edición de Manuel Aznar Soler), Barcelona, Alba, 1995.

Philippe Castellano, «Compte rendu de l’ouvrage d’Ana Martínez Rus, «San León Librero»: las empresas culturales de Sánchez Cuesta»Cahiers de Civilisation Espagnole Contemporaine, 14 de noviembre de 2008.

Christopher Maurer, “León Sánchez Cuesta, librero, lector, amigo”, Residencia, núm. 5 (abril de 1998).

Sobre de Sánchez Cuesta con dedicatoria de Juan Ramón Jiménez.

Jaime Salinas, Travesías. Memorias, Barcelona, Tusquets (Tiempo de Memoria 32), 2003.

León Sánchez Cuesta, “Una época de mediocridad y falta de interés por la poesía” (carta de Sánchez Cuesta a José Moreno Villa reproducida en Residencia, núm. 5 (abril de 1998).

Ignacio Soldevila, El compromiso de la imaginación. Vida y obra de Max Aub, Valencia, Biblioteca Valenciana (Colección Literaria), 2003 (2ª ed.).

Agustín Sánchez Vidal, Buñuel, Lorca, Dalí: El enigma sin fin, Barcelona, Planeta (Espejo de España 137), 1988.

Alfredo Valverde, “Archivo y Biblioteca de León Sánchez Cuesta”, Residencia, núm 5 (abril de 1998).

Novelas que aún leemos censuradas (Entrevista a Fernando Larraz)

Fernando Larraz (Zaragoza, 1975) es licenciado en Filosofía (1998) y Filología Hispánica (2003) por la Universidad de Salamanca y doctor en Filología por la Universidad Autónoma de Madrid (2008). Ha desarrollado su actividad docente e investigadora en las universidades de Tübingen (Alemania), Birmingham (Reino Unido) y Autónoma de Barcelona. En la actualidad es miembro del Gexel (Grupo de Estudio del Exilio Literario de 1939) y profesor de Literatura Española en la Universidad de Alcalá. Pertenece a una generación de investigadores que han encontrado una puerta ya entreabierta por quienes aún tuvieron experiencia directa del franquismo para profundizar en la investigación de la censura de libros y de la literatura creada por los escritores e intelectuales exiliados en 1939. Con unas cuantas obras publicadas ya sobre la materia (véase ficha bibliográfica al pie), ha concluido una exhaustiva investigación acerca de la censura de novelas en la segunda mitad del siglo xx que ha publicado Ediciones Trea (Premio a la Mejor Labor Editorial Cultural 2014) con el título Letricidio español.Censura y novela durante el franquismo.

Viendo que tus campos de estudio preferentes o sobre lo que más has publicado son la historia de la literatura del exilio por un lado y la industria editorial y la censura por otro, da la impresión de que lo que te interesa sobre todo sea dar a conocer aquello que el franquismo extirpó de la tradición literaria española.

Fernando Larraz.

En efecto, ambas líneas de investigación parten de la constatación de un hecho: ningún acontecimiento político ha tenido tan hondos efectos sobre la producción cultural en España como la guerra civil y la subsiguiente implantación de un régimen de vocación totalitaria. Casi todas las historias literarias, programas académicos, manuales, etcétera inician un nuevo tomo, capítulo, asignatura o tema a partir de 1939, año crucial en la historia política de España, pero absolutamente insignificante desde el punto de vista literario. Este periodo histórico se inicia por una intervención a fondo y directa de un nuevo poder político con vocación de implantar discursos unívocos en todas las esferas públicas. Y sin embargo, la implicación de esta imposición no siempre es suficientemente tenida en cuenta por los historiadores de la literatura española. Por eso me he dedicado a estudiar los que en mi opinión son los dos hechos más decisivos en la historia de la cultura y de la literatura española del franquismo (más que la publicación de Hijos de la ira, o de La familia de Pascual Duarte) y que tienen una raíz política: el exilio de los más y los mejores escritores españoles a la altura de 1939 y la vigilancia, censura, represión… sobre quienes intentaron reanudar la escritura literaria dentro de España.

¿Cómo llegas al tema de la censura de obras literarias y con qué expectativas, con qué hipótesis de trabajo?

Mi primer contacto con la censura tuvo lugar cuando estudiaba, para mi tesis doctoral, la recepción de la obra narrativa del exilio republicano de 1939. Mis pesquisas me llevaron al Archivo General de la Administración de Alcalá de Henares (AGA) y a los archivos de la censura editorial. Descubrí entonces un material riquísimo, que consiste no sólo en los informes de los censores sino también en correspondencia entre censores y jerarcas franquistas con algunos escritores y en la existencia de mecanoscritos originales con correcciones del autor e indicaciones del censor. Constaté que era absolutamente necesario contar la historia de la literatura durante el franquismo desde métodos y presupuestos distintos, teniendo en cuenta que sus condiciones de producción estaban marcadas por una excepcionalidad que no ha tenido, probablemente, ningún otro periodo. Porque es cierto que la comunicación literaria se ha producido siempre con mediaciones más o menos influyentes, incluidas censuras y proscripciones, pero en contextos muy diferentes. Ver la narrativa española a partir de 1939 como una literatura posible, vigilada y limitada en temas, léxico, personajes, enfoques… creo que ofrece interpretaciones muy diferentes de sus movimientos, periodos e hitos.

Informe de Paralelo 40, de José Luis Castillo Puche.

Informe de Paralelo 40, de José Luis Castillo Puche.

¿Cómo fue el proceso de investigación, y en particular el trabajo de campo en los archivos?

La recopilación de fuentes fue más o menos sistemática. Dado que entonces no residía en Alcalá ni en Madrid, mi trabajo consistió en transcribir los contenidos expedientes. Para ello hice unas fichas que contenían los datos fundamentales de los expedientes (fechas de presentación, de resolución y de depósito, informe, resolución, tachaduras, nombre del censor o censores, documentación adicional, etcétera) y que se han publicado en la revista digital Represura. Seleccioné aproximadamente un millar de obras cuyos expedientes examiné con cierto cuidado. El AGA tiene dos inconvenientes principalmente para mi trabajo: los largos plazos para obtener reproducciones y la restricción de horarios.

Página de La Colmena, de Cela, presentada a Censura por la editorial Zodíaco, con pasajes censurados.

Tu libro es en buena medida un trabajo de historia literaria, pero también un ensayo de tesis. ¿Evolucionó, sufrió correcciones importantes o se corrigió esa tesis a lo largo de la investigación?

El trabajo partía de una hipótesis: que el condicionante más decisivo sobre la narrativa española entre 1939 y 1975 era el hecho de que estuviera censurada. A partir de esta hipótesis inicial ―que creo que queda confirmada― vienen los matices, excepciones, explicaciones, cuantificaciones… Es decir, tratar de ver en qué medida afectó sobre la escritura de  los autores, cómo evolucionó según los intereses políticos de cada etapa y las reacciones de los actores culturales, con qué criterios se aplicó la censura, qué margen de discrecionalidad existía su ejecución, y si había criterios más o menos estables, etcétera. Esta parte fue, sin duda la más interesante y la que me permitió llegar a conclusiones inesperadas, como por ejemplo, que la autocensura puede llegar a ser más poderosa incluso que la censura –y que, además, es posible en algunos casos constatarla objetivamente– o que las reacciones contra la censura mediante la escritura a menudo fueron inanes. Junto a ello, me han fascinado los proyectos literarios convertidos en ruinas al margen de la historia: aquellos libros que no se publicaron, o que tuvieron que recurrir a pequeñas editoriales americanas o francesas, sin ninguna repercusión en el campo literario español…

Das bastantes ejemplos de obras que siguen reimprimiéndose con las mutilaciones o correcciones impuestas por la censura franquista, lo que me parece bastante escandaloso y podría interpretarse como un fracaso, en este aspecto, de la transición, que por otro lado tampoco conllevó ni la recuperación de las obras publicadas fuera de España por los exiliados ni la aparición de un aluvión de obras valiosas que no se publicaron antes debido a la censura.

Elena Soriano (1917-1996).

En efecto, creo percibir un contagio del “pacto de olvido” en el campo de la literatura, que con los años ha ido evolucionando a una especie de “pacto de pereza”. A veces no es achacable a los editores, sino que los mismos autores han renunciado a restaurar sus obras mutiladas o cambiadas, como si haberse sometido en su día a las decisiones del censor supusiera una marca de desprestigio que no quieren reconocer. Otras veces ―no siempre, evidentemente― han sido los responsables de  ediciones críticas quienes no se han tomado siquiera la molestia ―no sé si por ignorancia o por pereza― de acudir al expediente de censura, donde habrían podido encontrarse las versiones presentadas por el escritor ante el editor y así, con la posibilidad de “restaurar” textos ajados por la represión. Por eso creo que, aunque en teoría cualquier persona con un nivel cultural medio sabe que existió la censura sobre cualquier producto de comunicación pública, muchas veces ni siquiera los especialistas sacan las consecuencias de este hecho. Y la primera consecuencia es que dado que cualquier libro publicado durante el franquismo pasó la supervisión del censor, es probable que la edición publicada no responda a la que presentó el escritor ante el editor. Hay casos especialmente sangrantes, que he intentado recoger en el libro: el de los exiliados, que habían publicado primeras ediciones libres en México o Argentina y que, al ser reeditados en España en los años noventa, por ejemplo, se escoge la edición mutilada de Madrid o Barcelona y no la íntegra de México D. F. o Buenos Aires. O el de autores clásicos como Benet, Aldecoa o Marsé que han sido y son reeditados con supresiones (las tachaduras). Distinto caso es el de los autores descubiertos años después por no haber sido autorizadas sus obras en su momento, como por ejemplo una autora tan notable en mi opinión como Elena Soriano. En cierto modo su caso me recuerda al de los escritores exiliados, quienes por mucho que se estudie su obra, están destinados a los márgenes y los apéndices de las historias literarias por la inflexibilidad metodológica y la esclerotización de generaciones, movimientos y otros lugares comunes en los que caen los historiadores.

Sello de la Inspección de Libros de la Subsecretaría de Educación Popular.

¿Los editores tienen a su disposición un repertorio completo de novelas en español censuradas, de modo que ya no hay excusa para reimprimirlas mutiladas sin más?

En principio, creo que toda acción de la censura es negativa a pesar de que sorprendentemente haya habido algunas declaraciones de autores y críticos en sentido contrario, con el consabido argumento de que las limitaciones agudizan el ingenio del escritor. Por ello, toda alusión a un muslo, vocabulario soez, o burla eclesial deberían reaparecer, pues su elisión no hace sino restar, por ejemplo, verosimilitud al lenguaje, que es uno de los atributos del credo realista social. ¿Por qué los jóvenes de El Jarama pueden decir “puta” y el gitano de Con el viento solano no puede decir “mierda” o “coño”? ¿Los filólogos que han examinado una y otra novela han tenido en cuenta este dato a la hora de valorar el realismo lingüístico de uno y otro autor? Son ejemplos quizá nimios, pero representativos de que la arbitrariedad de los censores nos ha llevado a una visión distorsionada de la literatura. Y los editores contemporáneos tienen la obligación de reparar en la medida de lo posible todas estas disfuncionalidades. No obstante, los límites entre censura y autocensura no siempre son claros y aquí veo una única posible excusa para seguir reimprimiendo esas novelas censuradas. Existen casos de autores que reescribieron varias veces las novelas según las indicaciones de censores y responsables de censura. En estos casos la censura no fue un mero ejercicio de poda, sino que se convirtió en intercambio de pareceres con el escritor, quien reescribió pasajes, cambió argumentos (y finales)… hasta el punto de que  uno nunca sabe dónde acaba la voluntad del censor y empieza la del escritor. Estos casos (no abundantes pero sí significativos) resultan problemáticos porque además afectan a la imagen del escritor como responsable último de su obra.

¿En qué medida el canon literario de la novela española, el repertorio de lo que en general consideramos las grandes obras novelísticas del siglo xx, está mediatizado por la censura?

Francisco Ayala (1906-2009).

La muestra más palmaria de esto creo que es la obra del exilio republicano de 1939. Aunque existe una considerable obra crítica sobre algunos de sus más significativos autores (Aub, Sender, Ayala) su inserción en el relato histórico de la literatura española del siglo XX sigue siendo problemático por la irresistible tendencia a codificarla en generaciones, grupos y movimientos homogéneos en los que no encuentran acomodo. El canon no es solo una cuestión de calidad sino también de oportunidad y de recepción y la censura es un elemento básico en la recepción de las obras literarias. Pero no sólo se ven afectadas determinadas obras de notable calidad por la censura, sino también por un horizonte de expectativas anómalo tanto del público como de la crítica, impregnada ―a veces consciente y a veces inconscientemente― de una serie de valores y métodos asentados en el pensamiento falangista (el concepto de “generación”, por ejemplo, el omnipresente nacionalismo…). Hay que tener en cuenta que la censura ha influido mucho en la configuración del canon literario pero a veces de forma aleatoria. Hay autores que tuvieron inicialmente problemas con la censura, pero a quienes la intervención estatal ―así como su sagacidad para pelear en el campo literario― o la aleatoriedad (la suerte) de derivada de la arbitrariedad censorial les colocó en el vértice del sistema cultural.

Página de la edición mexicana de La cale de Valverde, de Max Aub, censurada.

Página de la edición mexicana de La cale de Valverde, de Max Aub, censurada.

¿Qué postura suelen adoptar los autores ante la posibilidad de revisar y restituir pasajes en su día censurados de novelas veces escritas hace varias décadas?

Muchas veces, estas actitudes resultan sorprendentes: en mi trabajo no acierto a responderme por qué autores que sobrevivieron al franquismo y por tanto tuvieron la oportunidad de restaurar los daños ocasionados a sus textos por la censura no lo hicieron. Se me ocurren dos posibles explicaciones: cierta vergüenza por haberse sometido al imperio del censor, o bien el historicismo inherente a los años de la transición, que obligaba a no mirar atrás para no dejarse atrapar por las ruinas del franquismo. Lo cierto es que la actitud de la mayoría de escritores ante la censura es decepcionante, pues prima la sumisión ante el poder, a veces vergonzosa. Claro que los tiempos eran difíciles, pero los más grandes tenían abiertas las editoriales americanas.

Informe de denegación a Júcar para importar ejemplares de El libertino y la revolución, de Jorge Gaitán Durán.

¿Qué te parece que debieran hacer ante esta cuestión los derechohabientes, ya sean herederos, agentes literarios o editoriales, si crees que tienen alguna responsabilidad?

Cada caso presenta singularidades, pero en general, se me ocurren dos cosas: una, defender el legado del que han sido depositarios y, por tanto, tratar de que se transmita en sus mejores condiciones: íntegro y libre de los daños que le pudiera haber ocasionado la censura; y dos, contrarrestar la banalidad con la que a menudo se ha tratado a la censura como una injerencia menor. En este sentido, no hay más que leer, por ejemplo, las excusas autoexculpatorias con las que despacha el tema uno de los máximos responsables políticos de la represión cultural franquista en los años sesenta, Carlos Robles Piquer –hoy liberal, demócrata y, por supuesto, monárquico– en sus recientes memorias.

Carlos Robles Piquer.

¿Hasta qué punto sigue siendo la censura un campo digno de estudio? ¿Qué proporción de lo que hay crees que ha salido a flote?

Sigue siendo un territorio imprescindible para representarnos la cultura española del siglo XX y, sobre todo, para que los historiadores y críticos dispongan de información suficiente para plantearse algunas cuestiones que todavía no han sido tenidas en cuenta. El esfuerzo debería ir por dos caminos: aportar un mayor caudal de información sobre métodos, procesos, funcionamiento… de la censura e inventar nuevas maneras de narrar la historia literaria española del siglo XX, teniendo en cuenta las aportaciones reales de sus productos en relación con la maquinaria burocrática de un estado diseñada para unificar los discursos literarios. Creo que el resultado sería un canon, una periodización y una conceptualización muy diferentes de las que hoy aprendemos en manuales e historias literarias.

Es fama que Paco Candel fue una de las mayores víctimas de la censura.

Es fama que Paco Candel fue una de las mayores víctimas de la censura.

En este momento, ¿en qué proyectos o líneas de investigación estás trabajando, qué temas te interesan actualmente y de cara a un futuro próximo?

Me interesa trascender  los temas concretos de la censura y el exilio para estudiar las actitudes y conclusiones que historiadores de la cultura han podido sacar del hecho histórico del franquismo. Y, en concreto, me interesa examinar lo que llamaré el “complejo de Cándido”, cierta actitud intelectual refractaria de la crítica a nuestro pasado y abandonada al optimismo histórico perceptible en la historiografía cultural y en una buena parte de nuestra novelística reciente. Esto ha dado lugar a mistificaciones abundantes y a forzar los discursos para formar explicaciones ad hoc. Pero me interesa también el trabajo de archivo y de bibliotecas y por ello sigo trabajando en una futura monografía acerca de las editoriales de los exiliados republicanos.

Nihil obstat en una Gramática de Luis Vives, de 1947.

Fernando Larraz. Selección de obra publicada hasta octubre de 2014.

«La Segunda República y los editores», Cuadernos Republicanos, Madrid, 58 (primavera-verano 2005), pp. 57-78.

«El mestizaje editorial: Las editoriales de los exiliados republicanos en América», en Ricardo de la Fuente Ballesteros y Jesús Pérez-Magallón, eds., La cultura hispánica en sus cruces trans-atlánticos, Valladolid, Universitas Castellae (Colección Cultura Iberoamericana), 2006, pp. 149-170.

El monopolio de la palabra. El exilio intelectual en la España franquista, Madrid, Biblioteca Nueva, 2009, 336 pp.

«La recepción de los narradores del exilio en las revistas culturales del tardofranquismo», Laberintos: Revista de Estudios sobre los Exilios Culturales Españoles, Valencia, 10-11 (2008-2009), pp. 18-42.

«Política y cultura. Biblioteca Contemporánea y Colección Austral, dos modelos de difusión cultural», Orbis Tertius: Revista de Teoría y Crítica Literaria, 15 (2009).

«La recepción de la literatura del exilio republicano en la revista Cuadernos Hispanoamericanos (1948-1975)»,Bulletin Hispanique, Burdeos, 112, 2 (2010), pp. 717-741.

«»Rama apartada, sucursal efímera»: la dialéctica interior/exilio en la historiografía literaria española del siglo xx», en Miguel Cabañas Bravo, Dolores Fernández Martínez, Noemí de Haro García, Idoia Murga Castro, coords., Analogías en el arte, la literatura y el pensamiento del exilio español de 1939, Madrid, CSIC, 2010, pp. 189-200.

«Memoria poética en el campo de Argelès. La función testimonial de Crónica del Alba», en Bernard Sicot, coord., La littèrature espagnole et les camps français d’internement (de 1939 à nos jours), Paris, Université Paris Ouest Nanterre, 2010, pp. 305-314.

Una historia transatlántica del libro. Relaciones editoriales entre España y América Latina (1936-1950). Gijón, Trea, 2010, 200 pp.

«Los exiliados y las colecciones editoriales en Argentina (1938-1954)», en Andrea Pagni, coord., El exilio republicano español en México y Argentina: historia cultural, instituciones literarias, medios, Madrid, Iberoamericana, 2011, pp. 129-144.