Autoedición, autopublicación, «vanity publishing»…

Los escritores autopublicados deben invertir tanto esfuerzo en promocionar sus obras, que no les queda tiempo para leer y reescribir.

(chiste del sector editorial)

Una de las ventajas que desde el primer momento se le supusieron a la propagación del acceso a internet, tal vez la más jaleada, fue la democratización en un sentido amplio. En el sector editorial, como en muchos otros ámbitos, es evidente que la posibilidad de enviar archivos de texto de forma inmediata incidió de un modo indudable en la rapidez y fluidez de las comunicaciones y de las tomas de decisiones, agilizó los procesos editoriales y, sobre todo con la aparición de las redes sociales, abrió un amplio abanico de posibilidades a la divulgación y promoción de productos editoriales.

Al mismo tiempo, se generó una cierta expectativa acerca de la posibilidad de prescindir de los editores en tanto que filtros que podían acabar por convertirse a veces en una determinada forma de censura, ni que fuese una censura económica. Si el desarrollo tecnológico daba a los escritores la posibilidad de ocuparse ellos mismos de todo el proceso previo a la publicación de libros, ¿qué sentido tenía ceder un porcentaje de los beneficios al editor, cuando, acogiéndose a la filosofía punk del do it yourself, una misma persona podía ocuparse de todo y obtener un mayor beneficio?

Hay por lo menos dos cuestiones que este planteamiento parece no tener en cuenta: que no es lo mismo editar que publicar y que el exceso de información disponible es más un inconveniente que una ventaja para el lector que pretenda orientarse en una oferta poco menos que infinita.

La práctica de la autopublicación, es decir, el hecho de costearse la conversión de un manuscrito o mecanoscrito en un número variable de libros, no tiene nada de novedoso y existen algunos ejemplos decimonónicos muy célebres. En la cubierta de la primera edición de Sense and sensibility, la famosísima primera novela de Jane Austen (1775-1817) publicada en tres volúmenes, puede leerse «Printed for the author by C. Roworth, Bell-yard, Temple-bar and Published by T. Egerton, Whitehall, 1811». El mencionado Charles Roworth fue un conocido impresor londinense que había servido en los Royal Westminster Volunteers y se había especializado en libros de temática militar (conocido por el muy longevo manual de infantería The Art of Defence in Foot, que le llevó a verse envuelto en un complejo pleito con John Wilkes por una cuestión de derechos de autor), mientras que el  librero y editor Thomas Egerton (c. 1750-1830) había asumido con su hermano John Egerton el negocio que el impresor y librero John Millan (1701-1782) había establecido en Charing Cross (Londres). Jane Austen, pues, lo que hizo fue costear la impresión, encuadernación y puesta la venta de la obra tal como salió de su pluma: se autoeditó y se autopublicó.

Catálogo de Thomas Egerton.

En unas circunstancias completamente distintas, siendo ya un escritor muy famoso, Benito Pérez Galdós (1843-1920) se animó a entrar en el negocio editorial cuando se sintió desencantado con las liquidaciones de sus editores. Con la única ayuda de su sobrino José Hermenegido y de Gerardo Peñarrubia (que luego haría carrera en la Editorial Hernando), abrió una oficina destinada a gestionar la impresión y distribución de sus obras. Así lo cuenta el propio escritor en sus Memorias de un desmemoriado:

…resolví establecerme como editor de ellas en el número 132 de la calle de Hortaleza, piso bajo. Dio comienzo con esto una nueva etapa de mi existencia literaria. El considerable desembolso que tuve que hacer para liquidar las resultas del pleito [con su editor Miguel Cámara por los derechos de sus primeras obras] obligóme a sacar de mi caletre los elementos necesarios para salir del paso. 

No tardó mucho en fracasar, en buena medida por la inexperiencia de todos los implicados en la empresa, y en entablar negociaciones con la editorial Hernando para que se ocuparan de esas tareas.

Retrato de Benito Pérez Galdós en un billete de mil pesetas.

Tanto en el caso de Austen como en el de Galdós se trata de casos en el que los autores se financian la publicación de sus libros contratando los servicios de quienes están en condiciones de dárselos, pero en una época en el que la edición propiamente dicha ‒es decir, la selección de textos, su mejora y la promoción de las obras resultante‒ se daba por hecho que la llevaría a cabo el propio autor (autoedición). Sensiblemente distinta es la intención por ejemplo de Max Aub (1903-1972), que va algunos pasos más allá y dota de un nuevo sentido a la autoedición y autopublicación de algunas de sus obras (caso de Fábula verde, de modo notable, pero también de El teatro español sacado a la luz de las tinieblas de nuestro tiempo).

Se calcula que solo en España en el año 2022 se autopublicaron no menos de 10.000 títulos, pero esas cifras parecen incluir tanto libros editados por empresas de servicios editoriales y producidas a cargo del autor como libros en los que casi todo el proceso ha quedado en manos del autor. ¿En qué renglón de la estadística quedan, por ejemplo, las plaquettes de alguna docena de ejemplares que algunos poetas aficionados a la impresión llevan a cabo de sus propias obras, a veces con un gusto exquisito? Probablemente, fuera de la estadística, y sin embargo en muchos casos se trata de libros autoeditados y autopublicados.

Más grave, también quedan fuera algunos libros publicados por editoriales que son financiados, en todo o en parte, por los propios autores, sin que por ello se consideren coediciones ni se mencione en ninguna parte. Es más, al hablar de la gestión económica del libro en su Manual de edición Manuel Pimentel considera una de las fuentes de ingresos dignos de consideración la «venta de servicios» y explica que «en las pequeñas editoriales, ocasionalmente, se ofertan servicios editoriales ‒maquetación, diseño, control de imprenta, etc.‒ a instituciones, servicios de publicaciones, particulares u otros». La cosa no tendría mayor importancia si no fuera porque en algunos casos esos libros se comercializan con el sello de esa misma «pequeña editorial» ‒y al hablar de eso siempre se menciona sottovoce a la editorial Huerga & Fierro‒, que en realidad no está actuando como tal sino como una empresa de servicios editoriales y no solo está poniendo en riesgo su prestigio sino que, además, está engañando a sus lectores (es lo que se ha llamado «autopublicación encubierta»).

En el caso concreto de los “particulares”, se convierte en realidad en lo que a menudo se ha llamado una editorial de vanidad, la que cobra a los autores diversos servicios de publicación, a menudo de no muy buena calidad y que no suelen incluir ni una distribución sólida, ni una promoción profesional ni un marketing mínimamente bien orientado (sí en cambio, una presentación pública del libro en la que el “particular” en cuestión pueda sentir halagado su ego). En su momento fueron en ciertos círculos bastante sonados en España los conflictos de algunos “particulares” con este tipo de empresas, que incumplían sus compromisos tanto en la distribución pactada como en el control de ventas, pero el mayor porcentaje del precio de venta que recibe el particular con este sistema y los casos aislados de éxitos sonados (acaso comparable al de jugadores de fútbol que pueden llegar a profesionalizarse) hicieron que pese a ello este tipo de negocios no dejara de crecer. Según los resultados de la investigación de Nuria Azancot e Iria de Francisco:

Lo cierto es que cada año, cincuenta nuevos casos de escritores estafados acaban sobre la mesa de Juan Mollá, abogado y presidente de la Asociación Colegial de Escritores. En la mayoría de los casos son autores noveles que, después de haber pagado cantidades que nunca bajan de los 1.000 euros a empresas que se comprometen a publicar y distribuir su obra inédita, ven cómo el dinero se ha esfumado ante sus ojos a cambio de una veintena de ejemplares que jamás llegan a librerías.

Acaso uno de los conflictos más sonados que acabó dirimiéndose en los tribunales sea el de la editorial sevillana Jamais de Santiago Rojas Pulido, que incluso propició que sus autores se asociaran para demandarlo por estafa y que en la prensa se resumió del siguiente modo:

El acusado cobró 3.427 euros por la edición de 1.500 ejemplares y las labores de «presentación, promoción, entrega de ejemplares gratuitos para la promoción y la crítica», si bien sólo llegó a editar [publicar] 500 copias y no realizó ninguno de sus restantes compromisos.

Mayor conflicto ético, en sentido inverso, plantean incluso los cada vez menos raros autores que, después de haberse dado a conocer y haberse hecho un nombre gracias al respaldo de alguna editorial con una marca bien asentada o de prestigio literario ‒en otras palabras, tras aproveecharse tanto de sus medios como del capital simbólico que supone su catálogo‒, pasan en algún momento a autopublicarse seducidos sobre todo por la posibilidad de verse retribuidos por el 40% o incluso el 80% del precio de venta al público (casos de Juan Gómez Jurado o Lucía Etxebarría, por ejemplo); como si ese capital simbólico no tuviera ningún valor. No muy lejos de ese planteamiento puede situarse también el proyecto del premiado con el Nadal y el Planeta y guardia civil honorario Lorenzo Silva y la poeta Noemí Trujillo Playa de Ákaba, que decía nacer con afán de realizar un producto de calidad, con ediciones cuidadas y textos bien seleccionados y arrancó con un epistolario libre de derechos de Lawrence traducido por Silva, dos títulos de Noemí Trujillo (Judith y las muñecas monstruosas y Solo fue un post) y  otro más de Carlos Zanón (Yo vivía aquí).

Con este desparpajo contaba a Xavi Ayén el creador de Círculo Rojo, Alberto Cerezuela, las ventajas de su modelo de negocio:

A los grandes autores les sale más a cuenta vender 20.000 ejemplares con nosotros ‒porque se llevan ocho euros por cada libro‒ que 50.000 con una editorial convencional ‒donde se llevan uno o dos euros‒. Pero los grupos les ofrecen grandes campañas de marketing, giras y gran presencia mediática, y entiendo que muchos prefieran tener más lectores que más dinero.

Lo que se omitía es cómo esos “particulares” se habían convertido en grandes autores. Y quizá algo tenga que ver esta deriva que tomaron las cosas en el hecho que empezaran a dar cabida a proyectos de autopublicación incluso los grandes grupos (Caligrama en Random House, Universo de Letras en Planeta…).

Fuentes:

Xavi Ayén, «Yo me lo escribo, yo me lo edito», La Vanguardia, 4 de octubre de 2021.

Nuria Azancot e Iria de Francisco, «La historia oculta de la autoedición encubierta y la edición subvencionada», publicado originalmente en El Cultural y reproducido sin más datos pero protegido por copyright en escritores.og.

Carlos Burgos, «Estafa literaria literal», La ley de otros, 18 de agosto de 2017.

Derek Haines, «Vanity publishing and Self-Publishing are Definitely not the Same», Just Publishing Advice, 5 de noviembre de 2022.

International Association Professional Writers & Editors, «The Difference between Self-Publishing and Vanity Publishing», blog de la IAPWE, 21 de enero de 2019.

Bill Jiménez, «Breve historia de la autoedición», blog de Bill Jiménez, s.f.

Raquel C. Pico, «Cómo la autoedición ha cambiado el mercado editorial», Librópatas, 8 de abril de 2015.

Manuel Pimentel, Manual del editor. Cómo funciona la moderna industria editorial, Córdoba, Berenice, 2007.

Redacción, «El fiscal pide un año por estafar a una escritora novel», Abc, 3 de agosto de 2009.

William H. Shoemaker, «Galdos’ letters to Gerardo», Anales galdosianos, Año XIX (1984), pp. 151-157.

Care Santos, «Jamais: una estafa», Silencio es lo demás, 20 de febrero de 2006.

Victoria Strauss, «Blurred Distinctions: Vanity Publishing vs Self-Publishing», originalmente en Writer Beware y reproducido en el blog de la SFWA (Science Fiction & Fantasy Writers Association), el 2 de diciembre de 2009.

Pérez Galdós en la guerra civil española

El 4 de enero de 1939, en los días ya finales de guerra civil española, Altavoz del Frente (dependiente del Comité de Agitación y Propaganda del Partido Comunista de España) organizó en sus locales de la madrileña Alcalá un homenaje a Benito Pérez Galdós (1843-1920) con motivo de cumplirse dieciocho años de su muerte, y además de una serie de conferencias (de Bernardo G. de Cardamo, Diego San José, María Teresa León y Rafael Alberti) se puso en escena la poco conocida obra del escritor canario La fiera (que, a tenor del enfrentamiento entre liberales y realistas, bien puede interpretarse como una diatriba galdosiana contra el fanatismo ideológico).

De hecho, Galdós fue uno de los escritores que con más asiduidad tuvo presencia en los escenarios españoles durante la guerra, y ya el 19 de febrero de 1937 la compañía García Lorca que dirigía Manuel González (¿?-1946) repuso el incisivo alegato contra el poder de la Iglesia católica Electra en el Teatro Español madrileño, que a partir del 14 de octubre alternaría con la Mariana Pineda de García Lorca (1898-1936) y que en la temporada siguiente combinaría con el Juan José de José Dicenta (1862-1917) y con la Yerma lorquiana. También en Madrid, Pepe Romeu presenta en junio y julio de 1938, en el Teatro Ascaso, otra obra de Galdós de corte bastante distinto, La loca de la casa.

En Barcelona, en abril de 1937 se puso en cartel en el teatro Poliorama El Vell Albrit, traducción de Agustí Collado (1895-1942) de El abuelo galdosiano (que publicó enseguida La Escena Catalana) y el célebre actor Enric Borràs (1863-1957) presentó la esta misma obra en el Liceu durante varias tardes en octubre del año siguiente y, en diciembre de ese mismo 1938, fue la actriz Esperanza Ortiz quien en el Orfeó Gracienc presentó La voluntad, una obra que plantea la necesidad de una profunda regeneración de los valores morales. Un ejemplo más de la abundante presencia de la dramaturgia galdosiana en los escenarios peninsulares durante la guerra civil sería, en Valencia, la puesta en escena a partir de enero de 1937 de El abuelo a cargo de la compañía de Enrique Rambal (1889-1956).

En las páginas del periódico La Vanguardia escribía el 11 de marzo de 1938 Max Aub (1913-1972) acerca de cómo crear un repertorio acorde con los confusos y decisivos tiempos que corrían: «Ahí esta Galdós, nuestro abuelo, ¿cuántas comedias suyas se han repuesto en Barcelona? Galdós debe ser un galardón de nuestra lucha, el primer nombre que llevemos en alto». Lo cierto es que la presencia de Galdós es también muy frecuente en la prensa cultural durante la guerra, y suelen recordarse sobre todo los artículos que publicaron en la primorosa revista Hora de España Rosa Chacel (1898-1994) en febrero de 1937 («Un hombre al frente: Galdós») y María Zambrano en septiembre de 1938 («Misericordia»), por ejemplo, pero podrían mencionarse otros muchos escritores, como Manuel Andújar (1913-1994), que le dedicó bajo el nombre de Manuel Culebra otros dos artículos: «Don Benito» (UHP, 14 de enero de 1937) y «Pérez Galdós» (La Calle, 5 de enero de 1939). También en el ámbito de los estudios universitarios, Galdós estaba siendo objeto de atención por parte de destacados filólogos, como es el caso del insigne Joaquín Casalduero (1903-190), que en 1937 ve publicado su «Ana Karenina y Realidad» en el número XXXIX del Bulletin Hispanique, o el del reputado galdosianista H. C. Berkowitz (1895-1945), que en 1936 había publicado «Los juveniles destellos de Benito Pérez Galdós» en el número 8 del Museo Canario y en febrero de 1939 su más importante «Galdos’ Electra in Paris», en el número XXII de Hispania.

No es de extrañar, pues, que Pérez Galdós fuera uno de los escritores de los que más libros se publicaron en ese período, pues además parte de su obra (en particular la serie de los Episodios Nacionales) encajaba muy bien con la interpretación que los partidos comunistas (PCE; PSUC) hacían de la guerra civil española como una guerra de liberación frente a las potencias extranjeras (Alemania, Italia, Portugal y los Grupos de Fuerzas Regulares del Protectorado de Marruecos). La desdeñosa pero célebre diatriba de Valle-Inclán contra Galdós —en boca de Darío de Gádex en la escena cuarta de Luces de Bohemia («Precisamente ahora está vacante el sillón de Don Benito el Garbancero»), consecuencia en buena medida de la oposición que, como director artístico de El Español, el escritor canario mostró al estreno de una obra de Valle—, había quedado ya olvidada.

En este contexto cobra todo su sentido que ya durante la batalla de Madrid, el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes se apresurara a arrancar en 1936 unas Ediciones de la Guerra Civil con las novelas de Galdós El 2 de mayo y Napoleón en Chamartín, en cuyo prologuillo se subraya además el paralelismo entre la actitud de las clases populares madrileñas ante la invasión francesa y la que muestran en el momento de publicación de estas obritas frente a la invasión del fascismo. Se trata en ambos casos de apenas 94 páginas con un formato de 17,5 x 12.5 que se vendían al muy modesto precio de 0,50 pesetas.

Paralelamente, la histórica editorial Hernando, que venía publicando la obra de Galdós desde hacía ya décadas, reeditó en el período bélico algunas obras de los Episodios Nacionales, que desde la proclamación de la República lucían en sus cubiertas la bandera tricolor, en lugar de la rojigualda con la que se habían hecho famosas estas ediciones (y con la que volvería a publicarse desde el final de la guerra hasta bien entrada la década de 1960).

No hay duda de que este fue el modelo del que partió el brillante diseñador Mauricio Amster (1907-1980) cuando eligió el fondo para la ilustración de los primeros volúmenes de la primera serie de Episodios Nacionales que la editorial comunista Nuestro Pueblo publicó en 1938 y que es, según se indica en la portadilla, una «Edición especial en homenaje a nuestro glorioso Ejercito Popular en la segunda guerra de la independencia de España»: Trafalgar, La corte de Carlos IV y El 19 de marzo y el 2 de mayo. Para todos ellos escribió el gran crítico y traductor literario Enrique Díez-Canedo (1879-1944) los prólogos, el de Trafalgar más general y con mayor atención a la biografía y la obra galdosiana y en el que, en relación a la vigencia del texto, escribe:

La guerra desencadenada por unos generales facciosos en julio de 1936 no es más que una nueva fase de las que desgarraron a España desde las postrimerías del siglo XVIII y comienzos del XIX. De un lado absolutismo y tiranía, monarquía y religión, como atavíos tradicionales de España, intentando sofocar los anhelos de libertad que germinaron en nuestro pueblo, como definitivas conquistas del tiempo, sólidamente asentadas por la Revolución francesa. De otro lado, esas nobles aspiraciones, apoyándose primero con toda candidez en la monarquía y confundiendo su dudosa aceptación de los principios liberales con la indignada protesta contra los invasores del suelo, que la monarquía misma entregaba, humillándose ante un Napoleón o recabando la ayuda de un Luis XVIII.

Acaso sea casualidad, pero poco después de la aparición del primero de estos libros publicaba Benjamín Jarnés (1988-1949) un artículo dedicado a Trafalgar en su sección de «Literatura Española» en el periódico bonaerense La Nación (el 6 de noviembre de 1938).

Se trata de unos volúmenes encuadernados en rústica con sobrecubierta ilustrada a dos tintas—y ostensiblemente firmada— por Amster, con un formato de 17, 5 x 12,5 y entre doscientas y trescientas páginas, de los que se hicieron unas muy generosas tiradas (Trapiello menciona la cifra de cien mil), que se pusieron a la venta a un precio de seis pesetas. La coincidencia de formato permite aventurar que quizá se emplearon las tripas de las ediciones de Hernando, pero la numeración en arábigos desde el prólogo descarta a priori, a falta de datos concluyentes, esa posibilidad.

El interés editorial que tenía Galdós, pues, seguía respondiendo en muy buena medida, como casi siempre, a unos planteamientos indudablemente ideológicos.

Fuentes:

Detalle de la cubierta de un ejemplar de Trafalgar en el que puede leerse como fecha de edición el «año de la victoria».

Max Aub, «Acerca del teatro. El repertorio», La Vanguardia, 11 de marzo de 1938, p. 3, reproducido y anotado en Manuel Aznar Soler, Max Aub y la vanguardia teatral (Escritos sobre teatro, 1928-1938), València, Aula de Teatre de la Universitat de València (Palmiremo 1), pp. 217-223.

Robert Marrast, El teatre durant la guerra civil española. Assaig d’història i documents, Publicacions de l’Institut del Teatre-Edicions 62 (Monografies de Teatre 8), 1978.

Andrés Trapiello, Las armas y las letras. Literatura y guerra civil (1936-1939), Barcelona, Destino (Imago Mundi 167), 2010.

Dolores Troncoso Galán, «Galdós y la guerra civil española», en Yolanda Arencibia, María del Prado Escobar Bonilla y Rosa María Quintana Rodríguez, eds., VI Congreso Internacional Galdosiano. Galdós y la escritura de la modernidad, Las Palmas de Gran Canaria, Cabildo Insular de Gran Canaria, 2003, pp. 559-564.

 

 

De Bob Dylan a Galdós, pasando por Wagner y los editores Vidal

Es muy poco probable que a Leonard Cohen (1934-2016) se le concediera en 2011 el Premio Príncipe de Asturias de las Letras por otra cosa que no fueran sus canciones –aunque debo reconocer que sólo he leído sus novelas Hermosos perdedores y El juego favorito–, del mismo modo que sucedió en 2014 con Raimon (Raimon Pelegro Sanchís, n. 1940), pese a ser autor también de obra en prosa y en verso, cuando recibió el Premi d´Honor de les Lletres Catalanes en 2014. Sin embargo, ninguno de estos casos, ni siquiera proporcionalmente, suscitó la polémica que desencadenó la concesión del Premio Nobel de Literatura a Bob Dylan (Robert Allen Zimmermann, n.1941) «for having created new poetic expressions within the great American song tradition».

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Raimon, tocando para el poeta Salvador Espriu.

Es también probable que eso sea debido a la trascendencia internacional del Nobel, que siempre encuentra detractores e inevitablemente es objeto de crítica, pero tal vez uno de los debates interesantes que plantean estos casos tiene que ver, ya no con la calidad de la obra de los premiados (cosa que sucede cada año, se premie a quien se premie), sino, en este caso, con la entidad ontológica de las canciones; es decir, si son o no literatura, lo cual tiene consecuencias que afectan –o deberían afectar– a disciplinas como los estudios literarios e incluso a otros adyacentes como la historia de la edición. Y la cuestión no es si las letras de las canciones son literatura, si pueden funcionar como poemas cuando los leemos sobre papel o en pantalla (y por tanto sí son literatura), pues eso sería rebajar mucho la entidad del problema, sino que la cuestión es si las canciones, la unidad que forman música y letra, son literatura. Literatura oral, si se quiere, como lo fueron en su momento tantas obras canónicas de lo que hoy llamamos literatura medieval (de la poesía trovadoresca a los romanceros). En cualquier caso, es evidente que en la experiencia estética que ofrece la audición de una canción no separamos letra y música, se trata y es percibida como un todo, una obra en cierto sentido «total» a la que no es justo juzgar aislando artificialmente las partes que la componen (ni la música sin letra, ni la letra sin música). Algo no muy diferente a la ópera, en que cada uno de los elementos que la componen (música, texto, dramaturgia) no es capaz de expresar lo que transmite la opera sino es en combinación (¡no en adición!) con el resto.

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Bob Dylan, escribiendo.

El problema es que quizá nadie haya conseguido definir qué es y qué no es «literatura» de un modo que haya sido universalmente aceptado, por lo que, a fin de cuentas, «literatura», al parecer, es todo aquello que la mayor parte de la gente decida que es literatura, y como quienes consideran que las canciones son literatura no son, o no son todavía, mayoría aplastante, de ahí el encendido debate sobre el Nobel a Dylan.

¿Cómo leer entonces a Dylan? Es de suponer que escuchando su música, o en su defecto (como mal menor) leyendo, quienes saben hacerlo, las partituras de sus canciones. Es comprensible la irritación que la concesión del Nobel a un trovador o cantautor ha generado entre los editores, que han perdido la oportunidad de ver cómo las ventas de alguno de sus autores se disparaban, aunque por supuesto habrá otros editores satisfechos con ofrecer biografías y libros con los textos desgajados de la música y seguro que no les irá mal. Pero habría que preguntarse quién edita las partituras de Dylan (que recordaré que están sujetas a derechos de autor, y por tanto quien las transcribe, ya sea de oído o con programas como Sibelius o Finale, y las cuelga en red está despreciándolos).

Y yendo un paso más allá, ¿está la historia de la edición, en tanto que nebulosa disciplina de los estudios culturales, en disposición de abordar adecuadamente la edición de partituras? No parece que los estudios literarios, sociológicos ni antropológicos les hayan dedicado mucha atención, sino que cuando han sido objeto de análisis ha sido en el ámbito de la musicología, pero ¿y si resulta que son publicaciones literarias?

Dos de los principales editores españoles de partituras, Andreu Vidal i Roger y su hijo Andreu Vidal i Llimona (1844-1912), tuvieron un papel muy destacado en la muy célebre polémica que de desató a finales del siglo XIX en torno a la figura de Richard Wagner y su idea de la «obra total», que tanta influencia tendría sobre la pintura, las artes gráficas, el teatro y, sí, también la literatura del momento, así como, por ejemplo, en el grabado y en la encuadernación de libros (Alexandre de Riquer sería un caso). No es casual que en esta polémica intervinieran literatos como Jeroni Zanné (1873-1934), Adriá Gual (1872-1943), Manuel de Montoliu (1877-1961), Josep de Letamendi (1828-1897) o Joan Maragall (1860-1912), entre otros muchos.

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Firma de Richard Wagner.

Andreu Vidal i Roger, que tenía su «fábrica de instrumentos y almacén de música» en el número 55 del carrer Ample de Barcelona y era «proveedor de los Ejércitos Nacionales y Extranjeros de las posesiones de Ultramar, con Real Privilegio Exclusivo», lanza en enero de 1866 uno de los semanarios artísticos, literarios y teatrales más avanzados e influyentes de su tiempo, La España Musical, cuyo propósito es tener informados a sus lectores «de los continuos cambios de artistas y formación de compañías, tanto de los teatros de España, como del extranjero, de las producciones notables que se pongan en escena y de cuantos adelantos y novedades se presenten en el mundo filarmónico teatral», y para ello cuenta con ilustres corresponsales, según anuncia, en Madrid, París, Milán y Londres, así como en las principales capitales de provincia. Para ello cuenta también con la dirección de Eduardo de Canals (que tenía ya una experiencia como creador en 1868 de El correo de teatros: semanario artístico, literario y de anuncios, órgano oficial de artistas y empresas con agencia teatral, que anualmente publicaba el Almanaque del Correos de Teatros), y con las colaboraciones, entre otras, del musicógrafo y pianista Jaume Biscarri (1837-1877), que publica una serie de «Ensayos sobre estética musical», y el musicólogo Felip Pedrell (1841-1922), que en el primer almanaque publica un pionero alegato a favor de Wagner, cuya música define como «la tabla de salvación del cansado dilettanti».

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Imagen característica de la batalla entre fans de Wagner y fans de Verdi, antecedente quizá de la de Beatles vs. Stones.

De poco después, el 4 de julio de 1870, es una carta de Richard Wagner dirigida a «André Vidal» en la que el compositor se muestra dispuesto a escuchar sus propuestas si desea publicar alguna de sus partituras. Al parecer, esta carta puede darse definitivamente por perdida, pues si Alfonsina Janés no consiguió localizarla ni a través de la entidad Vidal Llimona y Boceta de Madrid ni a través de la heredera de Vidal Llimona (Dolors Gassó), no es muy probable que nadie lo consiga.

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Richard Wagner (1813-1883).

Ahí puede situarse en parte el origen de lo que acabaría fraguando en 1870 en la Societat Wagner, creada por Joquim Marsillach, Felip Pedrell, Andreu Vidal Llimona, Claudi Martínez Imbert y Josep de Letamendi, con la intención de divulgar la música wagneriana, de la que, como representante de Lucca en España, Vidal i Roger tuvo en su catálogo varias óperas (Lohengrin, Tannhäuser, Le Vaisseau Fantôme), en doble edición, una lujosa y otra corriente. Éste a su vez es el primer antecedente de la Associació Wagneriana de Barcelona, creada en 1901 por un círculo en el que reencontramos, como fundadores o como socios, a algunos de estos mismos entusiastas wagnerianos.

A la Societat Wagner se afiliaron tanto Vidal i Roger como su hijo Vidal i Llimona, quien, después de dirigir durante un tiempo La España Musical, a partir de 1875 dio continuidad a la labor editorial de su padre en el número 34 de la madrileña Carrera de San Jerónimo y creó la Crónica de la música. Revista semanal y biblioteca musical (1878-1882), en la que colaboraron algunos habituales de La España Musical, como Marsillach o Antonio Peña y Goñi (1846-1896), junto a otros músicos, directores de escena y musicólogos, como Antonio Arnao (1828-1889), José Castro y Serrano (1829-1896), José Inzenga (1828-1891) o Antonio Romero y Andía (1815-1886), y con este último, pasado un tiempo, Vidal i Llimona sería uno de los comisionados para el estudio de la Ley de la Propiedad Intelectual de 1879, que García Aristegui describe como la «base de la regulación de la propiedad intelectual en España hasta 1987, se creó el marco definitivo de derechos de autor para las obras literarias, ensayos, discursos parlamentarios, traducciones, obras dramáticas y musicales, periódicos, pinturas y esculturas».

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Célebre imagen de Pérez Galdós.

Como es bastante habitual, no aparece fecha de impresión en las ediciones de Vidal i Llimona de la wagneriana Rienzi, ni en la versión como «grande ópera trágica en cinco actos» en versión castellana y prologada por Peña y Goñi, ni en la «fantasía para piano» adaptada por D. Zabalza, pero la obra en cuestión se estrenó en Madrid el 5 de febrero de 1876, y será buen modo de concluir un pasaje de la escena que, diez años después, Benito Pérez Galdós recreó ese célebre estreno:

[Jacinta] hizo una cortesía de respeto al gran Wagner, inclinando suavemente la graciosa cabeza sobre el pecho. Lo último que oyó fue un pasaje descriptivo en que la orquesta hacía un rumor semejante al de las trompetillas con que los mosquitos divierten al hombre en las noches de verano. Al arrullo de esta música cayó la dama en sueño profundísimo, uno de esos sueños intensos y breves en que el cerebro finge la realidad como un relieve y un histrionismo admirables. La impresión que estos letargos dejan suele ser más honda que la que nos queda de muchos fenómenos externos y apreciados por los sentidos.

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Fuentes:

Crónica de la Música en la Hemeroteca de la Biblioteca Nacional de España, aquí.

David García Arístegui, Por qué Marx no habló del copyright. La propiedad intelectual y sus revoluciones, Madrid, Enclave de Libros, 2014.

Alfonsina Janés, L’obra de Richard Wagner a Barcelona, Barcelona, Rafael Dalmau Editor, 1983.

Benito Pérez Galdós, Fortunata y Jacinta, edición de James Whiston, Barcelona, Castalia, 2012.

Jacinto Torres Mulas, Las publicaciones periódicas musicales en España (1812-1990), Madrid, Instituto de Bibliografía Musical, 1991.

El editor como ladrón de guante blanco: Cámara y Galdós

A Joaquim Parellada, reconocido,

y a M. Belén Martínez, afortunada..

Céline.

Es muy probable que el demoledor retrato que, mediante el personaje de Aquiles, Louis-Ferdinand Céline (1894-1961) hace de Gaston Gallimard (1881-1975) en sus novelas Norte y Rigodón se cuente entre las más duras y ácidas diatribas jamás escritas contra un editor, y no hay duda de que quizá injustamente la de editor no es una profesión que despierte demasiadas simpatías entre quienes la observan a cierta la distancia. Pero no es menos cierto que la historia, también la de la edición en España, nos ha legado ejemplos más que sobrados que alimentan esa mala fama, aunque no siempre salgan a la luz pública.

En la trayectoria editorial de Benito Pérez Galdós (1843-1920) ocupa un lugar central el sonado y prolongado juicio en el que se enfrentó a uno de sus primeros editores, el ingeniero Miguel Honorio de la Cámara y Cruz (1840-1830), de origen canario como Galdós (tinerfeño concretamente) e impresor de cierto éxito gracias a la cofundación con Jerónimo Morán (1817-1872), entre otros, de La Guirnalda, subtitulado “periódico quincenal dedicado al bello sexo” y entre cuyos colaboradores más famosos hoy se cuentan Gertrudis Gómez de Avellaneda (1814-1873), Juan Eugenio Hartzenbusch (1806-1880) y José Ortega Munilla (1856-1922).

Gertrudis Gómez de Avellaneda.

Por su parte, como es sobradamente sabido, Galdós empieza escribiendo en 1862 crítica literaria y teatral, textos teñidos de costumbrismo y columnas políticas en las páginas de cabeceras como El Ómnibus, La Nación, la Revista del Movimiento Intelectual de Europa, La Ilustración de Madrid (donde publica por entregas su traducción de Los papeles del Club Pickwick) o a partir de 1870 en la Revista de España (donde publica Observaciones sobre la novela contemporánea en España), al tiempo que da a la imprenta algunas ficciones breves de carácter folletinesco o fantástico, como “Un viaje redondo” (1861) o La novela en el tranvía (aparecida entre noviembre y diciembre de 1871).

En cuanto a sus novelas, pueden tomarse como las primeras publicadas La Sombra, aparecida inicialmente en las páginas de la Revista de España a partir de noviembre de 1870, y El Audaz. Historia de un radical de antaño, ambas publicadas en volumen bajo el sello de la Imprenta de José Noguera y Castellano, situada en la calle Bordadores número 7 de Madrid, en 1871.

Pérez Galdós.

Así se iniciaba una carrera que partir de 1874 se estabilizó cuando pasó a manos de Honorio de la Cámara, quien, a la muerte de Jerónimo Morán el 21 de diciembre de 1872, había pasado a ocupar el cargo de editor de La Guirnalda. En cuanto su amigo canario toma las riendas de esta revista, Galdós empieza casi de inmediato a publicar en ella, a partir de enero de 1873 una sección dedicada a “Biografías de damas célebres españolas”, posteriormente, a finales de año, los primeros Episodios nacionales, así como artículos de anécdotas bajo el título común “Figuras de cera”.

Edición de 1871 de José Noguera y Castellano.

Sin embargo, de una de las primeras obras de Galdós plenamente logradas, La Fontana de oro, existe una edición en la Biblioteca Nacional fechada en 1870 con el pie de imprenta de La Guirnalda, lo que podría hacer pensar que constituye el primer volumen que del autor canario se publicó. A partir de este ejemplar, en 1890 la Editorial Hernando publicó una edición facsímil en dos volúmenes, con el facsímil del manuscrito y un estudio introductorio de Pedro Ortiz Armengol («Entrando en La fontana de oro«) como añadidos. Parece un poco complejo llegar a demostrar que La fontana de oro no se publicó en La Guirnalda de Miguel Honorio de la Cámara en 1870, pero para acercarse a ello es imprescindible no perder de vista que ese ejemplar de la Biblioteca Nacional de España es el único con esa fecha y pie de imprenta del que parece haber noticia y es incluso muy probable que sea el único existente en todo el mundo.

Dejando de momento al margen ese ejemplar, son conocidas como ediciones iniciales de esta novela, con un final descrito unánimemente por la crítica como “desgraciado” o “trágico”, la llevada a cabo en 1871 por la misma imprenta de José Noguera que se había ocupado de las obras anteriores de Galdós, a la que siguieron dos con texto con diferencias de carácter menor en Leipzig a cargo de la longeva editorial alemana F. A. Brockhaus (fundada en 1805) que la publicó en su nutrida Colección de Autores Españoles en 1872 y en 1883. Vale la pena tener en cuenta, sin embargo, que de la existencia de estas ediciones en las que los dos protagonistas, Lázaro y Clara, mueren en su intento de huida hacia a Aragón, la crítica especializada no tuvo noticia hasta alrededor de 1955. A estas dos ediciones alemanas, sigue una en La Guirnalda en 1885 en la que por primera vez aparece un final feliz (Clara y Lázaro llegan a Aragón, se casan y viven felices) si bien, dado que fue la que a partir de ese momento se reimprimió una y otra vez hasta nuestros días, es la que durante muchos años se tuvo por la versión única. Sin embargo, desde mediado el siglo XX ese cambio en el desenlace dio pie a que la crítica diera muy diversas explicaciones a esa alteración del argumento, relacionándolo a menudo con la recepción que tuvo la novela tanto en los epistolarios galdosianos como en las reseñas que se publicaron cuando apareció la novela.

Antonio Maura.

La existencia del ejemplar de 1870 puede explicarse atendiendo al texto mismo y dando un salto en el tiempo para situarnos en el momento en que Pérez Gadós entró en conflicto con Honorio de la Cámara. Según el mencionado contrato entre ambos, Galdós se comprometía a publicar toda su producción novelística a partir del momento de la firma con Cámara, y el pleito en el que años después se enzarzaron, y en el que defendió al editor el abogado tinerfeño Miguel Villalba Hervás (1837-1899) y al escritor, Antonio Maura (1853-1925), fue largo, difícil y penoso.

En primer lugar, el texto de la supuesta edición de 1870 es una reproducción exacta de una de las ediciones que hizo Cámara, concretamente la de 1892, y por tanto con el desenlace feliz. En caso de ser una edición realmente de 1870, se plantearían muy serias dudas acerca de cuál podía ser el proceso que llevara a Galdós a imprimir en 1870 una novela de final feliz (la supuesta 1870), publicar luego tres versiones de la misma novela con final desgraciado (1871, 1872 y 1883), y luego , hasta nuestros días, volver a publicar la versión con el final feliz. Véase la sucesión propuesta si se toma como auténtica la edición de la Biblioteca Nacional:

1870: La Guirnalda: Clara y Lázaro llegan a destino y se casan.

1871: Imprenta de José Noguera: Lázaro es asesinado en su huida y Clara muere cuatro días después.

1872: F. A. Brockhaus: Lázaro es asesinado en su huida y Clara muere cuatro días después.

1883: F. A. Brockhaus: Lázaro es asesinado en su huida y Clara muere cuatro días después.

1885: La Guirnalda: Clara y Lázaro llegan a destino y se casan.

Demasiadas pistas, así que lo más lógico es concluir que la de 1870 se «cocinó» en fecha posterior a 1892.

Galdós.

Evidentemente, como señaló por primera vez Walter Patison, la edición de 1870 con pie de imprenta de La Guirnalda (o de Cámara) es una edición falsa, un ejemplar de la edición de 1892 a la que pusieron como portada una falsa y creada ex profeso. La experiencia de Cámara como impresor avezado bastaría para reforzar la tesis del profesor Patison y señalarlo como principal sospechoso. Sin embargo, a lo que no acaba de atreverse Patison es a ir un paso más allá y precisar, porque no parece que haya elementos para demostrarlo fehacientemente, que la repugnante treta fue obra de Cámara a la altura de 1896 y que respondía a la intención de “demostrar”, mediante la existencia de ese ejemplar, que su acuerdo con Galdós era anterior a 1871, y que por consiguiente La fontana de oro también pertenecía al conjunto de novelas cuyos beneficios debían repartirse si, como resultado del letigio, se disolvía la relación contractual entre ellos. En otras palabras, según esta hipótesis, Cámara pretendía mostrar esa falsa edición a quienes en 1896 debían resolver en un sentido u otro el litigio que los enfrentaba como prueba de que también los ejemplares de La fontana de oro debían repartirse a partes iguales. Añádase a ello que, al igual que las novelas de Galdós que mayor éxito comercial tenían (los Episodios Nacionales), La fontana de oro tiene un evidente parentesco con el género de la novela histórica (si no es que podemos considerarla como tal). Eso explicaría el interés y las molestias que se tomó Cámara en el caso de esta obra en particular.

Galdós visto por Joaquín Sorolla (1863-1923).

Por otra parte, el caso es que como consecuencia del pleito y del laudo en que se resolvió, Galdós se encontró con un buen montón de ejemplares publicados por Cámara pero con una deuda difícil de asumir. El hecho de que durante tantos años hubiera aceptado un pago periódico por las ventas de sus obras era un arma de doble filo, pues en los veinte años de relación había recibido unas 80.000 pesetas de más, porque no se informaba puntualmente de cuánto llevaba vendido, así que de pronto se encontró con un saldo en contra, a lo que había que añadir la mitad de los 60.000 ejemplares de sus obras que Cámara mantenía como fondo y sin vender. En total, pues, el asunto le supuso al escritor, por un lado la recuperación del derecho a gestionar sus obras ya publicadas, pero por el otro una deuda en concepto de indemnización al editor de casi 100.000 pesetas y, como consecuencia de ella, la necesidad de convertir cuanto antes los 30.000 ejemplares que le correspondían en dinero contante y sonante.

Galdós, en el centro, en una manifestación anticlerical.

Así es como nació la editorial y librería Obras de Pérez Galdós, situada en el entresuelo de un edificio de la calle Hortaleza número 132, que corresponde a la actual número 104 que, en un acto de paradójica justicia poética, hoy alberga el centro creativo Hotel Kafka. No duró muchos años esa empresa galdosiana, y en 1904 volvía a firmar un contrato de edición, en ese caso con la Editorial Hernando y limitado a tres años, lo que puede interpretarse, en palabras de Jean-François Botrel, como el fracaso de “una de las tentativas más significativas por parte de un productor de obras literarias de emanciparse de la tutela o de la mediación del editor o administrador profesional para la reproducción y distribución de éstas”.

Carta sobre papel de Obras de Pérez Galdós.

En cierto modo, además de ofrecer un retrato bastante siniestro de Cámara, este episodio muestra como colofón las enormes dificultades en que se encontró Galdós cuando intentó prescindir de un editor que gestionara y produjera sus obras, lo que quizá en el momento actual, en que la autopublicación parece estar en auge, trascienda un poco lo que de otro modo podría interpretarse sólo como una curiosa y rocambolesca anécdota de la historia editorial española.

Sin duda, para los lectores españoles de una cierta edad, esta es una de las imágenes más populares de Galdós.

Fuentes:

La Guirnalda puede leerse aquí.

Jean-François Botrel, «Sobre la condición del escritor en España: Galdós y la casa Editorial Perlado, Páez y Cía., sucesores de Hernando (1904-1920)«, Letras de Deusto, vol. 4, núm. 8 (julio-diciembre de 1974), pp. 261-270.

Jean-François Botrel, “Proyección y recepción de Galdós: la cornucopia del texto y de la obra”, Actas del Quinto Congreso Internacional de Estudios Galdosianos, tomo II, Las Palmas, Ediciones del Cabildo Insular de Gran Canaria, 1995, pp. 9-21.

Joaquín Gimeno Casalduero, “Los dos desenlaces de La fontana de oro: origen y significado”, Anales Galdosianos. Anejo, 1976.

Louis-Ferdinand Céline, Norte (traducción de Carlos Manzano), Barcelona, Lumen, 1980.

Louis-Ferdinand Céline, Rigodón (traducción de José Elías), Barcelona, Barral Editores, 1971.

Otra de las imagenes más conocidas de Galdós.

 

Guimerá Peraza, “El pleito de Galdós, 1896-1899”, en Actas del Primer Coloquio Internacional de Estudios Galdosianos, Las Palmas, Ediciones del Cabildo Insular de Gran Canaria, 1977, pp. 80-105.

Marcos Guimerá Peraza, Maura y Galdós, Las Palmas, 1967.

Walter T. Patison, «La Fontana de Oro. Its Early History», Anales Galdosianos, XV, 1980, págs. 5-9.

Benito Pérez Galdós, Ensayos de crítica literaria (selección, introducción y notas de Laureano Bonet), Barcelona, Ediciones Península (Ediciones de Bolsillo 190), 1972.

Jesús A. Martínez Martín, “La edición artesanal y la construcción del mercado”, en Jesús A. Martínez Martín, dir., Historia de la edición en España, 1836-1936, Madrid, Marcial Pons, 2001, pp. 29-71.

José F. Montesinos, “Galdós en busca de la novela”, Ínsula, XVIII, núm. 202 (septiembre de 1963), pp. 1 y 16.