Aldo Manucio, patrón de los editores

A los editores parece que se les ha asignado como patrón el mismo santo que a escritores y periodistas, el polígrafo San Francisco de Sales (1567-1622), si bien los editores católicos le añaden el escritor y fundador de escuelas tipográficas Juan Bosco (1815-1888). Sin embargo, aunque en sentido estricto no sea santo, sin duda el veneciano Aldo Manucio (1449-1515) tiene para semejante cargo muchos más méritos, que en su introducción a De re impressoria la historiadora del libro Tiziana Plebani da por conocidos y resume espléndidamente:

…produjo caracteres tipográficos nuevos y elegantes; cuidó el lenguaje para que fluyera limpio y agradable, por lo que se ocupó especialmente de la ortografía y la puntuación; perfeccionó el índice; señaló con eficacia los errores; insertó la numeración continua de las páginas; para facilitar el aprendizaje del griego, pensó en ponerlo junto a la traducción latina en la página opuesta. Y, sobre todo, hizo que las obras fueran manejables.

Tal vez no sean tan ampliamente conocidos y valga la pena detenerse un poco en ellos. Consecuente con el objetivo de difundir la cultura clásica que estaban redescubriendo los humanistas que eran sus contemporáneos, Manucio recurrió al punzonista Francesco Griffo de Bologna (1450-1518) para que le creara un tipo acorde con la escritura manual de los humanistas, y de ahí nació el uso generalizado de la cursiva para el texto, que desde el inicial Virgilio de 1501 fue perfeccionándose en libros posteriores. El esmero por proporcionar una página que respire, adjudicándole amplios márgenes, fue otro de los grandes aciertos de Manucio y contribuyó a generar una conciencia de la estética de la página en la que intervenían tanto la legibilidad como el valor artístico, pero Juan José Marcos García subraya sobre todo la vigencia en nuestros días del editor italiano en cuanto a la forma de los textos cuando escribe:

Conviene no olvidar que fuentes informáticas tan ampliamente utilizadas como Times New Roman (llamada Times por el periódico que fue quien encargó en 1929 a Stanley Morris la creación de esta tipografía y New Roman porque es el tipo «nueva romana»), Garamond, Book Old Style, etc., son recreaciones de tipos humanísticos y constatan el predominio hasta hoy de la escritura humanista.

En realidad, no es exagerado afirmar que con la aparición de Manucio se produce en 1501 el paso del «estilo literario» de la literatura cancilleresca al tipo de imprenta.

En un ámbito muy cercano hay que situar la creación y empleo en el círculo de editores de textos creado alrededor de Manucio del semicolon —lo que actualmente conocemos como punto y coma (;)—, al parecer sugerido por Pietro Bembo (1470-1547) y que años más tarde justificaría y explicaría con detenimiento el nieto del editor, Aldo Manucio el Joven (1547-1597), en el apartado  Interpungendi ratio de su Epitome ortographie (1561), si bien en español no entrará hasta 1606, cuando lo propone el humanista e impresor valenciano Felipe Mey (h. 1542-1612) en De ortografhia libellus, vulgare sermone scriptus, ad usum tironum. Inscripción para bien escrevir en lengua latina y española, con el nombre «colon imperfecto», y luego el ortógrafo Gonzalo Correas (1571-1631) lo incorpora a su Ortografía kastellana, nueva y perfeta (1630). Cosa parecida puede decirse del uso impreso del signo del paréntesis semicircular y del apóstrofo.

También se señala a menudo a Manucio como precursor del libro de bolsillo, que constituye una respuesta idónea a la voluntad de hacer posible que quienes no disponían de muchos recursos pudieran acceder a la lectura de las grandes obras de la humanidad, y a ello contribuyó también la sustitución de las lujosas encuadernaciones propias de los códices medievales por cubiertas en pasta de papel o cartón, el uso del lomo plano… Su influencia en la configuración del libro en octavo tal como lo conocemos es en realidad tremenda. Aun así, por otra parte también se preocupaba de que sus libros estuvieran bien encolados para evitar que se desmembraran y en ocasiones imprimía sobre soportes de gran calidad, usando el excelso papel que podía ofrecerle entonces la casa Fabriano.  Asimismo, el ingenioso sistema de numeración de los pliegos, para evitar que se encuadernaran en desorden, fue otro de los avances del editor y uno de los que durante más tiempo pervivieron como costumbre.

Se le tiene además por el primero en imprimir lo que pueden llamarse con propiedad primeros catálogos editoriales, en los que sus publicaciones aparecían ordenadas por las distintas colecciones que creó en función de la temática y/o la lengua original de las obras (otra de sus iniciativas exitosas), e incluso la misma idea de crear distintas colecciones para agrupar y dar orden a la producción editorial se ha atribuido a Manucio. Desde nuestros días, resulta apabullante la cantidad de nombres célebres y todavía hoy objeto de lectura y análisis que acoge el catálogo aldino, que consta de un centenar largo de títulos: Aristóteles, Aristófanes, Pietro Bembo, Dante, Eurípides, Homero, Isócrates, Petrarca, Platón, Policiano, Teócrito… Pero no menos importantes eran los traductores, entre los que sin duda descolla por su fama su buen amigo Erasmo de Róterdam (1466-1536), autor de las de Eurípides y que además pudo dar a conocer sus Adagios —cuya influencia recorre la literatura universal desde Montaigne a Faulkner, pasando por Cervantes, Shakespeare, Kafka y Borges— gracias al trabajo de Manucio.

Sin embargo, es sobre todo en el aspecto de generador de paratextos en lo que se centra la ya mencionada De re impressoria, en la que Ana Mosqueda selecciona y anota con exquisitez una muestra de cartas prologales incluidas en las obras editadas por Manucio de las cuales se desprende un auténtico programa editorial y en el que quedan bien expuestas las aspiraciones del editor, si bien pueden ser también interpretadas, en muchos casos, como lo que hoy serían los textos de contra y de catálogos editoriales e incluso los paratextos en general.

Además, el mencionado libro está salpicado de algunas sentencias que siguen resultando muy útiles y pertinentes para los editores de nuestros días; valgan como ejemplo las siguientes: «Confía en los experimentados aunque no sean infalibles, y más aún en Demóstenes, que dice: “Siempre es necesario el dinero, y sin él nada de lo esencial se puede hacer» o «en nuestros libros la mayoría de las letras están conectadas unas con otras y parecen manuscritas, obras valiosas de ver» (el subrayado es mío).

También en uno de estos textos se produce la aparición por primera vez del lema Festina lente (apresúrate lentamente), cuyo origen remoto quizás esté en los adagios de Erasmo, pero que en cualquier caso, en conjunción con el ancla procedente de una moneda del emperador Vespasiano, conformó la muy célebre marca que tanta influencia tendría en las de editores posteriores (caso de las colecciones Seis Delfines de Tartessos y Áncora y Delfín de Destino, del logo de Dolphin Books, del de Barral Editores…).

Fuentes:

Roberto Calasso, «La hoja voladora de Aldo Manuzio», en La marca del editor, Barcelona: Anagrama, 2014, pàg. 157-177.

Joana Escobedo, «De re impressoria: cartas prologales del primer editor» (reseña), blog de la Escola de Llibreria de la Universitat de Barcelona, 17 de junio de 2022.

Miquela Forteza, «Aldo Manuzio y la búsqueda de la excelencia tipográfica», Xilos.org, 8 de noviembre de 2020.

Aldo Manucio, De re impressoria. Cartas prologales del primer editor, selección, traducción y notas de Ana Mosqueda e introducción de Tiziana Plebani, Buenos Aires, Ampersand (Terrirorio Postal), 2022.

Redacción, «Los tipos cursivos. Origen y evolución», Unos Tipos Duros, 16 de diciembre de 2006.

Fidel Sebastián Mediavilla, La puntuación en el Siglo de Oro. Teoría y práctica, tesis doctoral, Universidad Autónoma de Barcelona, 2000.

El papel de la propiedad intelectual en la historia de la edición

De ambición y valentía ya había dado muestras Trama Editorial en diversas ocasiones, y de hecho crear una colección como Tipos Móviles bien pudiera parecer un disparate pero el caso es que ha sobrepasado la treintena de títulos después del inicial El nuevo paradigma del sector del libro (2013), de Javier Jiménez y Manuel Gil y hoy agotado. Con todo, con la edición del voluminoso y completísimo libro colectivo Los fundamentos del libro y la edición. Manual para este siglo XXI, a cargo de Michael Bhaskar y Angus Philllips y traducido por el activo bloguero Íñigo García Ureta, Trama ha vuelto a poner de manifiesto su coraje al ofrecer al lector en lengua española un libro magnífico pero destinado a lectores muy exigentes y militantes publicado originalmente en inglés con el título The Oxford Handbook of Publishing (Oxford University Press, 2019).

Entre los muchos textos interesantes que contiene el volumen, el profesor Alistair McCleery, director del Centro Escocés del Libro creado en 1995 en el seno de la Universidad Napier de Edimburgo, dedica uno a los objetivos y la naturaleza de la historia de la edición y a cómo esta ha ido cambiando de rumbo, de objetivos y de intereses, a menudo en función de la cambiante percepción que se ha ido teniendo de qué es un editor y qué es lo que caracteriza su actividad. Objetivos parecidos a esos fueron los que animaron las jornadas de debate que en noviembre de 2016 protagonizaron un grupo de estudiosos españoles, argentinos y mexicanos y que cuajarían finalmente en la publicación en la editorial Trea de Pliegos alzados. La historia de la edición, a debate (2020), con resultados muy diferentes pero en muchos aspectos complementarios. Asimismo, este texto de McCleery dialoga y se complementa sobre todo con otros dos incluidos en Los fundamentos del libro y la edición, el de la profesora de literatura Simon Murray («Autoría») y el de la investigadora, profesora y consultora en derecho de autor Mira T. Sundara Rajan («Derechos de autor y edición»), ambos también muy jugosos.

Alistair McCleery.

Empieza McCleery por destacar el hecho singular que supone el interés que, a diferencia de otras industrias (incluso entre las culturales), las editoriales han tenido por narrar su propia historia en forma de libro («Las editoriales son instituciones vanidosas» es el potente y provocativo arranque del texto de McCleery). Los lectores españoles pueden dar buena fe de ello, y el hecho de que sean las propias editoriales quienes publican el relato de sus trayectorias (como fue también el caso en Argentina con Editar desde la izquierda en América Latina, por ejemplo, sobre Siglo XXI) generan la sensación inevitable entre quienes se acercan a ellos de que deben evaluarlos con cierto recelo o precaución, no sólo por lo que cuentan y cómo lo cuentan sino también —o tal vez sobre todo— por lo que ocultan o sobre lo que pasan de puntillas. Y no se trata de libros más o menos memorialísticos, que es habitual que se publiquen en las editoriales de los propios interesados (aunque haya excepciones, como El observatorio editorial de Herralde en Adriana Hidalgo o, del mismo autor, las Opiniones mohicanas en Acantilado). Los ejemplos de volúmenes que más o menos vienen a narrar la historia de una editorial o un editor españoles y firman personas distintas a las implicadas pero se publican en la empresa de los interesados son abundantísimos y van mucho más allá de los libros conmemorativos (donde eso sería más comprensible): El oficio de editor de Jaime Salinas en Alfaguara, El cavaller Floïd (sobre Joan B. Cendrós) de Genís Sinca en Proa, Los papeles de Jorge Herralde de Jordi Gracia en Anagrama, Por el gusto de leer de Juan Cruz sobre Beatriz de Moura en Tusquets…

El objetivo declarado de McCleery es explorar «la naturaleza de la historia de la edición» y tratar de distinguirla de «una historia de libros más amorfa y elástica», de la que considera que ha acabado por convertirse en un subconjunto. Además, por una parte «pretende compensar las expectativas autocomplacientes de las historias de las editoriales y, por otra, corregir un desequilibro: el modo en que la historia de la edición se ha desplazado del centro de la actividad académica para acabar en su periferia.»

Para ello, toma como modelo bastante útil e ilustrativo el de HarperCollins, en cuya historia, en un alarde de desfachatez hiperbólico, se arroga como orígenes la de empresas y sellos, «sin importar cuán recientemente han sido adquiridos». Ahora bien, entre los que en lo que llama «la historia ortodoxa» de la edición se han señalado a posteriori como pioneros de la figura del editor evoca (y descarta como tal) a Tito Pomponio Ático, asesor de Cicerón en cuestiones librescas, y que ha dado nombre a algunos proyectos relacionados con el libro (Atticus Booksm, Atticus Bookstore) con el evidente propósito de empaparse de algo de su prestigio o nobleza. Sin embargo, no parece en absoluto claro que Ático actuara como lo que hoy entendemos como publisher o como editor (y el hecho de que en español se use en ambos casos editor no deja de ser un engorro, y, hay que suponer, una traba para Íñigo García Ureta) y en cualquier caso supone aplicar al pasado categorías sólo muy recientemente creadas e inexistentes e inadecuadas cuando se aplican a un pasado tan remoto en el que los sistemas de producción, divulgación y distribución de textos eran tan conceptualemte diferentes a los de nuestros tiempos.

También descarta al segundo candidato, Aldo Manuzio, cuyo logo ha servido de inspiración a muchísimas editoriales en todos los ámbitos lingüísticos (basten como ejemplo, en el ámbito hispánico, el de Barral Editores y los de las colecciones Áncora y Delfín de Destino, Seis Delfines y Áncora de Salvación de Tartessos o la Dolphin Books de Joan Gili i Serra). Incluso un editor tan prestigioso como Roberto Calasso (1941-2021) ha recurrido al ejemplo de Manuzio, en una operación que McLeery juzga como una estrategia autocomplaciente que identifica la realidad con la aspiración, cuando el rasgo que éste considera como el principal de Manuzio es su carácter de innovador tecnológico; en otras palabras: de tecnólogo.

Añade a este desenfoque que supone observar y juzgar el pasado con ojos del presente el eurocentrismo como argumento adicional para descartar estos modelos, y dedica su atención luego a la importancia de las innovaciones chinas, tanto en la creación de tinta como en la de papel y en la de impresión, para acabar identificando como las primeras empresas destinadas a la edición (publishing) las imprentas de Plantin-Moretus, fundada en Amberes en 1564, y de Lous Elzevir, creada en Leiden en 1580, pues su propósito y actividades sí están más en consonancia con las de las empresas editoriales de nuestro tiempo, pero, atendiendo al desequilibrio entre publicación de novedades y de reimpresiones, McCleery identifica como «el comienzo de la historia editorial per se» el momento en que se introduce «la propiedad intelectual como un principio exigible», pues su concepción de la labor editorial se identifica muy estrechamente con el comercio de propiedad intelectual, al margen de que este comercio acabe materializándose en forma de libro impreso, de archivo de bites o de cualquier otra forma.

A partir de ese momento, el texto hace un recorrido por la historia paralela de la propiedad intelectual y las industrias basadas en ella que resulta muy sugerente y que nos llevan no sólo hasta el presente sino también un poco más allá, pues, en palabras de McCleery:

Sólo en el contexto de la «propiedad» intelectual sobreviven y prosperan las habilidades y conocimientos acumulados en el mundo de la edición durante los últimos tres siglos. […] A su vez, la supervivencia de la industria editorial contemporánea, que ahora forma parte de las estructuras generales de los medios de comunicación, dependerá de la supervivencia del concepto de propiedad intelectual y de su continua aplicación (desde 1710) en la legislación.

Alistair McLeery, «Historia de la edición», en Michael Bhaskar & Angus Phillips, eds., Los fundamentos del libro y la edición. Manual para este siglo XXI, traducción de Íñigo García Ureta, Madrid, Trama Editorial, 2021, pp. 39-59.

Fernando Larraz, Josep Mengual, Mireia Sopena, eds., Pliegos alzados. La historia de la edición, a debate, prefacio de Gonzalo Pontón, Gijón, Ediciones Trea, 2020