NOTA: Esta reseña fue publicada originalmente en catalán como «L’estudi del llibre com a confluencia de disciplines» en el Blog de l’Escola de Llibreria de la Facultat d’Informació i Mitjans Audiovisuals de la Universitat de Barcelona en julio de 2017.
«Las lecciones de los libros muchas veces hacen
más cierta la experiencia de las cosas.»
Miguel de Cervantes
Basta con echar un vistazo al catálogo (de más de mil quinientos títilos) de la editorial barcelonesa Gedisa, para advertir que, poco a poco, ha ido reuniendo a algunas de las figuras más importantes e influyentes en sus respectivos campos de las humanidades, aunque con cierta predilección por la cultura francesa (Jacques LeGoff, Michel Foucault, Jacques Derrida, Tzvetan Todorov, Jean Starobinski…). Por ello, fue una muy buena iniciativa dar nueva vida a algunos de los títulos emblemáticos hasta entonces publicados para conmemorar los primeros cuarenta años de historia de la editorial con la creación de la colección Gedisa_cult·, que incluía obras más bien breves pero representativas de Hannah Arendt, Hans-Georg Gadamer, Marc Augé y Georges Perec, entre otros.
Entre estos otros se encuentra el historiador Roger Chartier, de quien se preparó una nueva edición de El orden de los libros. Lectores, autores, bibliotecas en Europa en los siglos XIV y XVII, con el añadido de un nuevo prólogo del autor fechado el 10 de febrero de 2017 («Veinticinco años después») –que, si bien numerado en romanos (y con un cuerpo e interlineado menor) hace que la foliación del libro quede un poco coja– y a continuación de este prólogo se reproduce el que el historiador Ricardo García Cárcel escribió en su día para la primera edición en español, ya con la numeración en arábigos.
El orden de los libros compila tres artículos, que también se pueden leer perfectamente aislados, sobre tres elementos muy concretos de la historia del libro: los lectores, el autor y las bibliotecas (en el sentido conceptual más que en el espacial). Aun así, la unidad del libro reside, por un lado, en el período del cual proceden los casos de estudio, que crea un cierto marco en el que Chartier encuentra los pretextos idóneos a partir de los cuales reflexionar sobre las cuestiones que lo ocupan, y, por otro lado, en lo que el propio autor identifica como un intento por definir y perfilar la pregunta que recorre estos textos: «¿de qué modo, entre finales de la Edad Media y el siglo XVIII, los hombres de Occidente intentaron dominar la cantidad multiplicada de los textos que el libro manuscrito y luego el impreso habían puesto en circulación?»; o, en otras palabras, cómo estos mismos hombres han intentado poner orden en el marasmo de libros surgidos en el periodo establecido y qué consecuencias sobre todo culturales ha tenido esta actividad intelectual.
Ya en el primero de estos capítulos, al hablar del lector, Chartier empieza por poner en duda la idea de que el sentido del texto, como preconizaba el estructuralismo, dependa sobre todo del propio texto. Constata que también corrientes críticas en apariencia alejadas entre sí como es el caso del New Criticism estadounidense y la Analytical Bibliography, con su énfasis en el análisis del texto, marginaban en sus estudios tanto al escritor como al lector, y llega a la conclusión de que con estos apriorismos y los procedimientos de estudio que de ellos se derivan, en última instancia es imposible establecer la significación (inestable en el tiempo) de las obras. Si bien no niega que la forma discursiva del texto tiene una importancia fundamental en el modo en que el lector recibe y hace suya la obra, Chartier nos recuerda que los objetos que le sirven de «soporte» (la copia manuscrita, los pliegos de cordel, los panfletos) inciden también en muy buena medida en cómo es leído el mismo texto, y en consecuencia será conveniente delimitar lo que llama los «espacios de lectura», que también estarán siempre sometidos a factores históricamente cambiantes.
Subraya Chartier que el modo como se presenta el texto puede modificar substancialmente su significación, y para ello se basa en el ejemplo de lo que en Francia se conoce como la Bibliothèque Bleue, el conjunto de literatura popular que entre los siglos XII y XIX imprimía originalmente en Troyes el librero Jean Oudot. El autor describe cómo el carácter popular que socialmente se atribuye a los textos que Oudot publica en esta célebre colección procede más bien de los destinatarios (compradores de libros torpemente impresos en papel de mala calidad) que no en ningún rasgo intrínseco que podamos identificar en los propios textos. Quizá un ejemplo equivalente más próximo sea el de los libros de aventuras que en el siglo XIX no tenían un público específicamente marcado (Los tres mosqueteros, Robinson Crusoe o las novelas de la frontera de Fenimore Cooper) y que durante buena parte del siglo XX, como consecuencia de la intervención sobre estos mismos textos de editores que los adaptaban para el público, han acabado por quedar asociados a la novela propia de este tipo de lectores.
En cuanto al autor, Chartier evoca y rebate, sin detenerse mucho en ello, el famoso texto de Roland Barthes. «La mort de l´auteur», y para ello se sirve en buena medida de las reflexiones expuestas por Michel Foucault en «Qué es un autor», si bien dejando de lado algunos aspectos y deducciones, y a continuación traza una pequeña historia de cómo fue imponiéndose el concepto de autor, en un proceso en el que la clave es la transferencia progresiva de la autoridad autorial al individuo que redacta el texto y que desemboca en la legitimación del hecho que este individuo obtenga un beneficio económico de su obra. Pero, consecuente con las etapas de este proceso, Chartier titula muy acertadamente este capítulo, no «la función-autor» —como probablemente hubiera hecho Foucault—, sino «Figuras del autor», porque han sido diversas y cambiantes en el tiempo.
En el tercer y último capítulo, «Bibliotecas sin muros», jugando con el término “biblioteca” en el sentido del edificio y al mismo tiempo como colección y catálogo de títulos y/o obras, Chartier propone un recorrido por la historia de la tensión entre la búsqueda de la exhaustividad por un lado y su imposibilidad material por otro («reunir todo el patrimonio escrito de la humanidad en un lugar único se revela, no obstante, como una tarea imposible»), para concluir con un final abierto que contempla las nuevas tecnologías con cierta esperanza prudente. Un capítulo que hubiera podido firmar Borges.
El concepto clave en este tercer ensayo acaso sea el de “selección”, incluso para quien considera que la biblioteca debe ser enciclopédica, y el estudioso francés muestra como, a lo largo de la historia, en las compilaciones, antologías y bibliotecas, este criterio de selección ha estado marcado por elementos tan diversos como el orden alfabético, la lengua en que han sido escritos los textos o el periodo temporal en que fueron escritos. Pero, en cualquier caso, escribe Chartier: «La distancia irreductible entre inventarios, idealmente exhaustivo, y colecciones, necesariamente lacunares, ha sido vívida como una intensa frustración».
Ya en el epílogo, el autor pone de manifiesto, a la luz de las tres reflexiones que ha ido desarrollando en las páginas precedentes y de las preguntas que ha ido planteando, hasta qué punto es difícil dilucidar la posibilidad o no de resolver esta tensión entre exhaustividad mediante el recurso a la infinitud que parecen ofrecer las llamadas (ya casi tradicionalmente) «nuevas tecnologías», que de todos modos cambiarán de forma radical las maneras de interpretación y apropiación (en el sentido de asunción e integración en la cultura individual y colectiva) de los textos.
Aun cuando cada uno de estos tres capítulos puedan leerse independientemente, ya en el prólogo Chartier se ha ocupado de definir un objetivo amplio y de alcance teórico mayos, que se plantea con este libro, y que quizá sea el aspecto más jugoso de este volumen:
…dar inicio a una reflexión de alcance más general sobre las relaciones recíprocas que mantienen las dos significaciones que, espontáneamente, adjudicamos al termino cultura. Una designa las obras y los gestos que, en una sociedad dada, son juzgados desde el punto de vista estético o intelectual. La otra apunta a prácticas ordinarias, «sin cualidades», que expresan la manera en que una comunidad –cualquiera que sea su escala– vive y analiza su relación con el mundo, con las otras comunidades y consigo misma.
Y tal vez se pueda añadir a los ya mencionados en el prólogo un tercer rasgo, sea intencionado o no, que da coherencia y unidad a este libro denso e iluminador de Chartier: el planteamiento cuidadoso de preguntas que a su vez suponen o llevan implícita la propuesta de apertura de nuevos caminos y nuevas perspectivas en la investigación en el campo amplio y bastante inexplorado aún de los estudios sobre el libro y la lectura. En cualquier caso, estos nuevos caminos deberían ir construyendo una disciplina mestiza en la que confluyan las corrientes de raíz formalista y estructuralista y la teoría de la percepción (tal como las ha formulado la teoría de la literatura), la sociología (sobre todo a partir de la obra de Pierre Bourdieu), y la bibliografía analítica. Y aquí es donde acaso en cierta medida cobra mayor sentido que, a la hora de elegir un título para este volumen, Chartier hace un evidente guiño a un texto célebre, El orden del discurso (en los Cuadernos Marginales de Tusquets, 1974), de Michel Foucault, autor por el cual no por casualidad es profusamente citado. Y tan significativo como este ejemplo de intertextualidad lo es la diferencia, el paso del singular al plural, dado que, en definitiva, la pretensión de Chartier no es tanto dar respuestas como plantear como mucho esmero las preguntas idóneas. Si la investigación de Foucault partía de la idea de que la historia debía tener un sentido y que, paradójicamente, este sentido era precisamente el de la imposición de un sentido del cual debíamos reconstruir la historia, para Chartier no parece tan importante la acumulación del conocimiento, sino que lo que se propone es más bien buscar un método de análisis y a la vez un modelo de posición ante el conocimiento (partiendo de la base de que más que acumularse, el conocimiento se está redistribuyendo).
En definitiva, nos encontramos ante un libro espléndido, con diversos niveles de lectura y de una riqueza y profundidad no muy habituales en los estudios sobre el libro. Es un placer tanto leerlo por primera vez como releerlo aprovechando esta reedición prologada por el autor.
Roger Chartier, El orden de los libros: lectores, autores, bibliotecas en Europa entre los siglos XIV y XVIII, nuevo prólogo de Roger Chartier y prólogo de Ricardo García Cárcel, traducción de Viviana Ackerman y, del nuevo prólogo, de Xavier Gaillard Pla, Barcelona, Gedisa (Gedisa_Cult·), 2017.