«Negritud editorial» en el ámbito académico

Es posible que uno de los antecedentes más claros del fenómeno que en España conocemos como «negritud editorial», el hecho de escribir para otro, también conocido con el más políticamente correcto préstamo lingüístico «escritor fantasma» (calco de ghost writer) o incluso con el aséptico «escritura sustituta», tenga su origen en los escribas, sobre todo en aquellos que se ponían al servicio de los iletrados, ya fuera para facilitar que éstos puideran ponerse en comunicación con la novia o ya fuera para otros menesteres de tipo administrativo.

moliere

Jean Baptiste Poquelin, es decir, Molière.

En el Siglo de las Luces francés es famoso y controvertido el conocido como «asunto Molière-Corneille», que puso en circulación en 1919 el poeta Pierre Louÿs (18701925) y que cada cierto período vuelve a replantear si ciertas obras firmadas por Molière (1622-1673) las escribió en realidad Corneille (1606-1684), incluso mediante una profusión de estudios de todo tipo que nunca consiguen convencer a todos. Menos discutido y más conocido en cambio es el caso del joven Alejandro Dumas (1802-1870), de quien se conoce incluso el nombre de alguno de los muchos «negros» con los que trabajó, como por el ejemplo el del profesor de historia y escritor Auguste Maquet (1813-1888), que fue «colaborador» fundamental no sólo en novelas más o menos olvidadas –no siempre con justicia– como El caballero de Harmental (1847), sino incluso en el muy célebre ciclo de los tres mosqueteros (Los tres mosqueteros, El vizconde de Bragelone y Veinte años después) y en la famosísima novela El conde de Montecristo (1885-1886).

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Pierre Corneille.

De hecho se atribuye al periodista y escritor Eugène de Mirecourt (1812-1880), para referirse despectivamente a Alejandro Dumas, la creación del término francés nègre littéraire, cuando en esa lengua ya existían los más elegantes prête-plume («pluma en préstamo») o teinturier («tintorero» o «lavandero»).

Sin embargo, en el ámbito académico esa práctica quizá sea incluso menos conocida. Es cierto y a nadie se le escapa que los muchos historiadores y otros investigadores en ciencias humanas trabajan necesariamente en colaboración (y no se vea aquí referencia alguna al plagio). Valga como ejemplo entre muchos posibles el caso del historiador y novelista español César Vidal (n. 1958), quien (en apariencia) durante años ha escrito extensos libros a un ritmo bastante superior al que muchos lectores somos capaces de leer (a título ilustrativo, en el catálogo de la Biblioteca Nacional de España figuran doce títulos de 2012 con su firma, dieciocho de 2009 y los de 2008 superan la veintena). Parece poco razonable suponer que, además de escribir a un ritmo fuera de lo común, este tipo de escritores, con una amplia presencia además en los medios de comunicación, lleven a cabo la labor de documentación en archivos, consulta de epistolarios y lectura detallada de la extensa bibliografía que a menudo conlleva el tipo de libros que firman.

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Placa de la calle parisina Auguste Maquet, en el 16 arrodissement; la rue Alexandre Dumas, que empieza en el boulevard Voltaire, está entre 11 y el 20.

Es más, basta con unas cuantas visitas a la British Museum Library de Londres y entablar conversación con algunos usuarios de una determinada franja de edad para comprobar cuántos de ellos son documentalistas a sueldo de historiadores, biógrafos y escritores de temas afines de una cierta celebridad y proyección pública. Por lo general, esto es algo ampliamente aceptado por sus lectores y los nombres de estos colaboradores muy a menudo es posible encontrarlos mencionados entre una no siempre breve lista de agradecimientos, o incluso, más raramente, acreditados explícitamente como documentalistas, aunque nunca en páginas excesivamente vistosas y jamás de los jamases en la cubierta. Es muy comprensible que los editores no se preocupen en exceso por estas cuestiones, pues a menudo saben que el valor del libro, además de en el tema, está en el nombre de quien aparece en la portada (cosa que, por otra parte, también funciona de este modo en los libros de ficción y en otro tipo de textos no ficticios). No obstante, la cosa es ya un poco distinta por ejemplo con las memorias y autobiografías, pero en esos casos se trata de libros no siempre destinados estrictamente al «mundo académico», centrados en políticos, deportistas o personalidades del mundo del espectáculo, por lo que de momento no tendrán espacio en estas líneas.

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Sala de lectura de la British Museum Library.

Es posible que el término antes mencionado de la «escritura sustituta» se empleara al principio en relación a otro tipo de textos distintos, en particular referidos a artículos en revistas científicas de un cierto caché y con sus correspondientes comités científicos de un cierto prestigio, en los que diversos escritores de reputación contrastada en sus materias publicaban estudios que favorecían, generalmente de forma indirecta, los intereses de determinadas empresas (sobre todo farmacéuticas). Ya en 2012, Daniel Sarewitz lanzó una llamada de atención desde la revista Nature acerca de los riesgos que estas prácticas implicaban, y que evidentemente van mucho más allá de cuestiones éticas o morales (que son las que con mayor frecuencia plantea la «negritud editorial»), refiriéndose a un artículo fechado ya en 2005 y firmado por John Ioannidis con el llamativo título «Why most publishing reseach findings are false», que quizá por el hecho de haberse publicado en PLOS Medicine tuvo una repercusión menor. Explicaba Sarewitz:

Suele creerse que el progreso científico consiste en la producción continua de resultados positivos. Todos se benefician de los resultados positivos. Todos los involucrados se benefician de los resultados positivos, así como de esa apariencia de progreso. Los científicos obtienen su recompensa, tanto intelectual como profesional, los administradores logran mantener las facultades de ciencias, y además con ello se satisface el deseo del gran público de un mundo mejor. La falta de incentivos para informar de los resultados negativos, de replicar experimentos o para reconocer inconsistencias, ambigüedades e incertidumbres es muy apreciado, pero cuesta mucho que se produzca el cambio cultural necesario para que salga a la luz.

Lógico: ciertas compañías estaban subsidiando o financiando a algunos científicos para que, en revistas sobre todo del ámbito de la biología y la medicina, pusieran su pluma al servicio de sus intereses, hasta tal punto que en 2008 se calculó que el 20 % de los artículos publicados en este tipo de revistas ese año eran resultado de esta práctica u otras semejantes. En cualquier caso, poner la firma al pie de un texto de carácter científico elaborado por una multinacional farmacéutica, aun cuando se trate también de una forma de «negritud editorial», invita a consideraciones bastante distintas a las que puede generar la relación entre Alejandro Dumas y Auguste Maquet, pues, como dejó escrito Mark Twain, «hay que tener cuidado al leer libros de medicina: podría usted morir de una errata».

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Samuel Langhome Clemens, a quien conocemos como Mark Twain.

Quizá más delirante incluso pueda resultar la práctica de la «negritud» en el ámbito estrictamente académico. Tal vez no fuera práctica universal, pero me consta que hubo un tiempo en que eran muchas las escuelas en las que era posible encontrar quien escribiera varias redacciones de inglés o trabajos de ciencias a cambio de una modesta compensación que solía ser en especies (pero iba un poco más allá del bocadillo de media mañana). Chiquilladas, se dirá. Pero la cuestión es que esas mismas prácticas pasaron luego al ámbito universitario, e incluso se han detectado en la elaboración de tesis de graduación y de doctorado. Personalmente, he oído mencionar entre 3.000 y 6.000 euros como el precio por una tesis doctoral en Humanidades (y pueden encontrarse con facilidad en internet pequeñas empresas que ofrecen ese tipo de servicios especializados).

Es muy probable que no siempre sea por incompetencia de los estudiantes, sino que las motivaciones pueden ser varias, desde la holgazanería hasta la dedicación del tiempo que requiere una tesis a la escritura de artículos que engrosen y den brillo a su currículum. Y es que hay sistemas académicos tan estresantes y delirantes que priorizan que, llegado el caso de que un doctorando encontrara, por ejemplo, el epistolario entre dos grandes escritores del Siglo de Oro español, le resultara más conveniente irlas publicando individualmente en revistas de filología (debidamente acreditadas), con sus muy pertinentes notas a pie, y, como remate y para mayor recochineo, posteriormente publicar todo ese material, aduciendo que hasta entonces se encontraba disperso, en un magno volumen precedido de su correspondiente prólogo. Es evidente que, si no es por una cuestión de tiempo u holgazanería, esas pequeñas empresas dedicadas a la corrección, edición e incluso redacción de tesis doctorales deben de contar entre sus clientes con pocos estudiantes de carreras de humanidades, pues es de suponer que éstos están más habituados a la escritura y debieran tener facilidad para estructurar debidamente el resultado de sus investigaciones y exponer con orden y de modo más o menos agradable sus ideas.

En cualquier caso, los profesionales de la corrección, edición y redacción de textos, a menudo procedentes de esos mismos tipos de estudios, cuando no del periodismo, tampoco es fácil que sean quienes más se quejen de estas prácticas, que tienen una larga y noble tradición (aunque soterrada). Diga la legislación de propiedad intelectual lo que diga…

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El famoso y muy fotografiado escriba sentado del Museo del Louvre d París.

Fuentes:

Andrew Crofts, «What is ghostwriting», andrewcorft.com

Alejandro Gamero, «Escritores fantasmas y negros literarios», La piedra de Sísifo, 13 de agosto de 2013.

Michel Lafon y Bonoît Peeters, Escribir en colaboración. Historia de dúas de escritores, traducción de César Aira, Rosario, Beatriz Viterbo Editora (Colección Ensayos Críticos), 2006.

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