De Bob Dylan a Galdós, pasando por Wagner y los editores Vidal

Es muy poco probable que a Leonard Cohen (1934-2016) se le concediera en 2011 el Premio Príncipe de Asturias de las Letras por otra cosa que no fueran sus canciones –aunque debo reconocer que sólo he leído sus novelas Hermosos perdedores y El juego favorito–, del mismo modo que sucedió en 2014 con Raimon (Raimon Pelegro Sanchís, n. 1940), pese a ser autor también de obra en prosa y en verso, cuando recibió el Premi d´Honor de les Lletres Catalanes en 2014. Sin embargo, ninguno de estos casos, ni siquiera proporcionalmente, suscitó la polémica que desencadenó la concesión del Premio Nobel de Literatura a Bob Dylan (Robert Allen Zimmermann, n.1941) «for having created new poetic expressions within the great American song tradition».

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Raimon, tocando para el poeta Salvador Espriu.

Es también probable que eso sea debido a la trascendencia internacional del Nobel, que siempre encuentra detractores e inevitablemente es objeto de crítica, pero tal vez uno de los debates interesantes que plantean estos casos tiene que ver, ya no con la calidad de la obra de los premiados (cosa que sucede cada año, se premie a quien se premie), sino, en este caso, con la entidad ontológica de las canciones; es decir, si son o no literatura, lo cual tiene consecuencias que afectan –o deberían afectar– a disciplinas como los estudios literarios e incluso a otros adyacentes como la historia de la edición. Y la cuestión no es si las letras de las canciones son literatura, si pueden funcionar como poemas cuando los leemos sobre papel o en pantalla (y por tanto sí son literatura), pues eso sería rebajar mucho la entidad del problema, sino que la cuestión es si las canciones, la unidad que forman música y letra, son literatura. Literatura oral, si se quiere, como lo fueron en su momento tantas obras canónicas de lo que hoy llamamos literatura medieval (de la poesía trovadoresca a los romanceros). En cualquier caso, es evidente que en la experiencia estética que ofrece la audición de una canción no separamos letra y música, se trata y es percibida como un todo, una obra en cierto sentido «total» a la que no es justo juzgar aislando artificialmente las partes que la componen (ni la música sin letra, ni la letra sin música). Algo no muy diferente a la ópera, en que cada uno de los elementos que la componen (música, texto, dramaturgia) no es capaz de expresar lo que transmite la opera sino es en combinación (¡no en adición!) con el resto.

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Bob Dylan, escribiendo.

El problema es que quizá nadie haya conseguido definir qué es y qué no es «literatura» de un modo que haya sido universalmente aceptado, por lo que, a fin de cuentas, «literatura», al parecer, es todo aquello que la mayor parte de la gente decida que es literatura, y como quienes consideran que las canciones son literatura no son, o no son todavía, mayoría aplastante, de ahí el encendido debate sobre el Nobel a Dylan.

¿Cómo leer entonces a Dylan? Es de suponer que escuchando su música, o en su defecto (como mal menor) leyendo, quienes saben hacerlo, las partituras de sus canciones. Es comprensible la irritación que la concesión del Nobel a un trovador o cantautor ha generado entre los editores, que han perdido la oportunidad de ver cómo las ventas de alguno de sus autores se disparaban, aunque por supuesto habrá otros editores satisfechos con ofrecer biografías y libros con los textos desgajados de la música y seguro que no les irá mal. Pero habría que preguntarse quién edita las partituras de Dylan (que recordaré que están sujetas a derechos de autor, y por tanto quien las transcribe, ya sea de oído o con programas como Sibelius o Finale, y las cuelga en red está despreciándolos).

Y yendo un paso más allá, ¿está la historia de la edición, en tanto que nebulosa disciplina de los estudios culturales, en disposición de abordar adecuadamente la edición de partituras? No parece que los estudios literarios, sociológicos ni antropológicos les hayan dedicado mucha atención, sino que cuando han sido objeto de análisis ha sido en el ámbito de la musicología, pero ¿y si resulta que son publicaciones literarias?

Dos de los principales editores españoles de partituras, Andreu Vidal i Roger y su hijo Andreu Vidal i Llimona (1844-1912), tuvieron un papel muy destacado en la muy célebre polémica que de desató a finales del siglo XIX en torno a la figura de Richard Wagner y su idea de la «obra total», que tanta influencia tendría sobre la pintura, las artes gráficas, el teatro y, sí, también la literatura del momento, así como, por ejemplo, en el grabado y en la encuadernación de libros (Alexandre de Riquer sería un caso). No es casual que en esta polémica intervinieran literatos como Jeroni Zanné (1873-1934), Adriá Gual (1872-1943), Manuel de Montoliu (1877-1961), Josep de Letamendi (1828-1897) o Joan Maragall (1860-1912), entre otros muchos.

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Firma de Richard Wagner.

Andreu Vidal i Roger, que tenía su «fábrica de instrumentos y almacén de música» en el número 55 del carrer Ample de Barcelona y era «proveedor de los Ejércitos Nacionales y Extranjeros de las posesiones de Ultramar, con Real Privilegio Exclusivo», lanza en enero de 1866 uno de los semanarios artísticos, literarios y teatrales más avanzados e influyentes de su tiempo, La España Musical, cuyo propósito es tener informados a sus lectores «de los continuos cambios de artistas y formación de compañías, tanto de los teatros de España, como del extranjero, de las producciones notables que se pongan en escena y de cuantos adelantos y novedades se presenten en el mundo filarmónico teatral», y para ello cuenta con ilustres corresponsales, según anuncia, en Madrid, París, Milán y Londres, así como en las principales capitales de provincia. Para ello cuenta también con la dirección de Eduardo de Canals (que tenía ya una experiencia como creador en 1868 de El correo de teatros: semanario artístico, literario y de anuncios, órgano oficial de artistas y empresas con agencia teatral, que anualmente publicaba el Almanaque del Correos de Teatros), y con las colaboraciones, entre otras, del musicógrafo y pianista Jaume Biscarri (1837-1877), que publica una serie de «Ensayos sobre estética musical», y el musicólogo Felip Pedrell (1841-1922), que en el primer almanaque publica un pionero alegato a favor de Wagner, cuya música define como «la tabla de salvación del cansado dilettanti».

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Imagen característica de la batalla entre fans de Wagner y fans de Verdi, antecedente quizá de la de Beatles vs. Stones.

De poco después, el 4 de julio de 1870, es una carta de Richard Wagner dirigida a «André Vidal» en la que el compositor se muestra dispuesto a escuchar sus propuestas si desea publicar alguna de sus partituras. Al parecer, esta carta puede darse definitivamente por perdida, pues si Alfonsina Janés no consiguió localizarla ni a través de la entidad Vidal Llimona y Boceta de Madrid ni a través de la heredera de Vidal Llimona (Dolors Gassó), no es muy probable que nadie lo consiga.

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Richard Wagner (1813-1883).

Ahí puede situarse en parte el origen de lo que acabaría fraguando en 1870 en la Societat Wagner, creada por Joquim Marsillach, Felip Pedrell, Andreu Vidal Llimona, Claudi Martínez Imbert y Josep de Letamendi, con la intención de divulgar la música wagneriana, de la que, como representante de Lucca en España, Vidal i Roger tuvo en su catálogo varias óperas (Lohengrin, Tannhäuser, Le Vaisseau Fantôme), en doble edición, una lujosa y otra corriente. Éste a su vez es el primer antecedente de la Associació Wagneriana de Barcelona, creada en 1901 por un círculo en el que reencontramos, como fundadores o como socios, a algunos de estos mismos entusiastas wagnerianos.

A la Societat Wagner se afiliaron tanto Vidal i Roger como su hijo Vidal i Llimona, quien, después de dirigir durante un tiempo La España Musical, a partir de 1875 dio continuidad a la labor editorial de su padre en el número 34 de la madrileña Carrera de San Jerónimo y creó la Crónica de la música. Revista semanal y biblioteca musical (1878-1882), en la que colaboraron algunos habituales de La España Musical, como Marsillach o Antonio Peña y Goñi (1846-1896), junto a otros músicos, directores de escena y musicólogos, como Antonio Arnao (1828-1889), José Castro y Serrano (1829-1896), José Inzenga (1828-1891) o Antonio Romero y Andía (1815-1886), y con este último, pasado un tiempo, Vidal i Llimona sería uno de los comisionados para el estudio de la Ley de la Propiedad Intelectual de 1879, que García Aristegui describe como la «base de la regulación de la propiedad intelectual en España hasta 1987, se creó el marco definitivo de derechos de autor para las obras literarias, ensayos, discursos parlamentarios, traducciones, obras dramáticas y musicales, periódicos, pinturas y esculturas».

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Célebre imagen de Pérez Galdós.

Como es bastante habitual, no aparece fecha de impresión en las ediciones de Vidal i Llimona de la wagneriana Rienzi, ni en la versión como «grande ópera trágica en cinco actos» en versión castellana y prologada por Peña y Goñi, ni en la «fantasía para piano» adaptada por D. Zabalza, pero la obra en cuestión se estrenó en Madrid el 5 de febrero de 1876, y será buen modo de concluir un pasaje de la escena que, diez años después, Benito Pérez Galdós recreó ese célebre estreno:

[Jacinta] hizo una cortesía de respeto al gran Wagner, inclinando suavemente la graciosa cabeza sobre el pecho. Lo último que oyó fue un pasaje descriptivo en que la orquesta hacía un rumor semejante al de las trompetillas con que los mosquitos divierten al hombre en las noches de verano. Al arrullo de esta música cayó la dama en sueño profundísimo, uno de esos sueños intensos y breves en que el cerebro finge la realidad como un relieve y un histrionismo admirables. La impresión que estos letargos dejan suele ser más honda que la que nos queda de muchos fenómenos externos y apreciados por los sentidos.

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Fuentes:

Crónica de la Música en la Hemeroteca de la Biblioteca Nacional de España, aquí.

David García Arístegui, Por qué Marx no habló del copyright. La propiedad intelectual y sus revoluciones, Madrid, Enclave de Libros, 2014.

Alfonsina Janés, L’obra de Richard Wagner a Barcelona, Barcelona, Rafael Dalmau Editor, 1983.

Benito Pérez Galdós, Fortunata y Jacinta, edición de James Whiston, Barcelona, Castalia, 2012.

Jacinto Torres Mulas, Las publicaciones periódicas musicales en España (1812-1990), Madrid, Instituto de Bibliografía Musical, 1991.

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2 comentarios en “De Bob Dylan a Galdós, pasando por Wagner y los editores Vidal

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