El plagio es la base de todas las literaturas, excepto de la primera, que, por otra parte, nadie conoce.
Jean Giradoux
Si no abundan las novelas sobre el mundo editorial español –por otra parte, tan novelesco–, menos todavía las protagonizadas por un corrector de pruebas, que parece una profesión en apariencia gris y monótona (idea muy falsa, como sabe bien quien la haya ejercido). Sin embargo, uno de esos escasos ejemplos es la segunda novela que publicó el escritor catalán José M. Camps Regàs (1915-1975) tras la aparición gracias a José Janés de Yo, pronombre (Ediciones de la Gacela, 1942).
El de Camps es uno de esos casos paradigmáticos de carrera literaria emergente truncada por la guerra civil, tras la que pasó una temporada en la prisión Modelo y luego colaboró con algunas de las editoriales de José Janés. Camps pertenece a la pléyade de estudiantes de la escuela de Comercio de los jesuitas en la calle Caspe nacidos alrededor de 1913 (Josep Janés, Joan Vinyoli, Martí de Riquer, Ignasi Agustí, Josep M. Boix Selva, etc.), y como casi todos ellos se estrenó en el mundo de las letras en la revista de la Congregación Mariana Juventus, en el caso de Camps con textos tanto en catalán como en español, acerca de temas artísticos y teatrales. Posteriormente cursaría estudios de Derecho en la Universidad de Barcelona, donde coincidió entre otros con Víctor Alba, aún antes de la guerra. Condenado inicialmente a pena de muerte, Camps salió de la prisión Modelo de Barcelonan en 1942, y Victor Alba le ha recordado cuando empezaron a encontrarse de nuevo, al salir él también de prisión: “Por lo que me contaron l´Enric [Panadés] y algunos amigos que me encontré en el Ateneo (donde me readmitieron enseguida), [Josep] Sagimón, [Julià] Clapera, [Josep] Pedreira, [José M.] Camps Regàs reaparecido, la readaptación a los nuevos signos fue tan rápida como el 19 de julio”.
Se inició entonces Camps en el mundo editorial, experiencia de la que se nutre El corrector de pruebas que, en alguna medida, tiene un componente autobiográfico. El protagonista, Jerónimo Crous (nacido en 1892), coincide con Camps, además de en las iniciales de nombre y apellido, en el poliglotismo, en haber residido en París, en vivir una juventud de bohemia literaria, en el hecho de trabajar como corrector de pruebas, sobre todo de narrativa nórdica (tan de moda en España en los años cuarenta), en hacer paralelamente sus pinitos como escritor, en haberse formado con los jesuitas y haber estudiado derecho antes de dedicarse a diversas tareas editoriales y en no haber abandonado nunca un punto de bohemia en su modo de afrontar la vida.
A la novela de Camps la habían precedido en la editorial Astarté El misterio de Edwin Drood (Dickens), Islas del Sur (de Stevenson, prologado y traducido por Agustí Esclasans), El León de Oro (de Trollope, en traducción de Carmen Godoy y prologado por Camps), Rita Suárez (de J.J. Mira), Tapi, un Edén Caníbal (Melville), La Bursa. Estudiantinas (Pomialovsky, prologado y traducido por Marcoff), La confesión de un hijo del siglo (Musset, en traducción y prologada por Camps) y Ernest Claes (Herman Coene), además de ediciones de lujo de las Leyendas de Bécquer, ilustradas por Lloveras, y una recopilación de Narraciones y cuentos de Wilde traducida por Antonio Ribera Jordá e ilustrada por Evaristo Mora. Se observará fácilmente el predominio de la narrativa británica clásica en esta selección de títulos, y el de Camps se añadía al de otro joven autor español y corrector de estilo, el militante comunista en la clandestinidad Juan José Moreno Sánchez, quien –tras emplearlo en varias novelas de consumo rápido–, estampó el seudónimo J.J. Mira en la historia de las letras españolas al convertirse en 1952 en el primer ganador del Premio Planeta con Mañana es ayer.
Se trata, pues, de un catálogo que no carece de interés, pero, vistos hoy, los libros en su edición en rústica con solapas (sobre todo por el papel, el diseño de caja y la tipografía) resultan rematadamente feos. Aun así, en una apostilla al displicente y desganado comentario que dedicó Fernando Diaz-Plaja a El corrector de pruebas, escribía: “La edición, de Astarté, clara y legible”, en lo que supongo que debe interpretarse un elogio. De algunos de los títulos de Astarté se hicieron también ediciones en tapa dura, como es el caso de Islas del Sur, y en la serie de lujo aparecería aún en 1946 una traducción de José Zambrano del Viaje en torno de mi cuarto, de Xavier de Maistre, ilustrado por Pedro Prat (del que se hizo una tirada de mil ejemplares en papel de la Gelidense), así como un Balok, el hombre que cazó al ruido, de Rafael J. Salvia (1915-1976), que posteriormente se haría muy popular como guionista de películas como Sor Citröen (1967), Los chicos del preu (1967) o Don Erre que erre (1970). Astarté fue, pues, una iniciativa, quizá por las mismas penurias impuestas por la época, formalmente muy modesta, pero literariamente interesante ni que sea por el hecho de haber publicado –en un contexto un poco extraño de escritores decimonónicos bastante consagrados– a algunos prometedores e interesantes novelistas españoles.
Pese al texto de la faja que ceñía los ejemplares (“En tres días y en la ciudad de Barcelona, transcurre esta novela de uno de nuestros escritores más originales”), el inicio del texto de solapa, tras la biografía del autor, no resulta precisamente alentador: “El corrector de pruebas es la historia de un pobre hombre, insignificante no por su carencia de cualidades objetivas, sino por una timidez invencible y correcta de la que nunca puede librarse”. La novela narra la historia de Jerónimo Crous, que se debate de forma simultánea en varios frentes: la imposible recuperación del vínculo afectivo con un hijo al que perdió de vista durante varios años que pasó en Francia, una incipiente relación sentimental con una bibliotecaria (Pilar) y la pugna por publicar su obra literaria, y todo ello inmerso en un paisaje humano en el que, pese a la consabida advertencia inicial –“todos los personajes de esta novela son imaginarios. Cualquier parecido con seres reales es puramente involuntario y casual”–, parecen asomar aquí y allá trasuntos de personajes reales que sin embargo no es nada fácil identificar inequívocamente, pero que invitan a un ejercicio de suposiciones que da mucho juego.
Por ejemplo, Jerónimo visita a menudo a un editor con sede en la calle Bruc; su hijo, el periodista Juan Crous, frecuenta por las tardes el Salón Rosa (en lo que hoy es el bulevard Rosa) y ha publicado una novela (Allá donde no estuve). Parece identificable un tal editor Rosich, que vive en el barrio de la Bonanova, edita a Charles Morgan y es conocido por su capacidad para hacerse amigos, además de caracterizarle sus rizos y su sonora risa (¿no coincide esta descripción bastante con la imagen de José Janés, editor, por si fuera poco, de la primera novela de Camps?). O un periodista que es además traductor de Trollope y que se apellida Del Arce (¿Manuel del Arco, quizá?). Menos fácil resulta identificar al periodista Julio Soler, o a los miembros de una tertulia en el Ateneu apellidados Sala (¿Xavier de Salas? ¿Grau Sala?), Viñas, Viñals o Ángel Rubio. En realidad, uno no sabe muy bien qué pensar acerca de la alteración de los nombres propios, porque de repente se topa uno con el palco en el Palau de la Música de los Caralt. La reseña ya aludida de Fernando Díaz-Plaja, el único comentario en prensa que he localizado sobre la novela de Camps, abunda en esta condición de roman à clef sobre el mundillo editorial barcelonés de la época:
el autor se ha desenvuelto con soltura describiendo con gracia literaria algunos seres calcados de la vida diaria del Ateneo Barcelonés, con tal fijeza que más que creaciones resultan espejos. El autor se ha retratado también entre los personajes de su retablo, con harta benevolencia negada a otros. Al argumento forzosamente intelectualizado con estas premisas le falta humanidad para novela. Los protagonistas actúan de cara a un problema, el de un plagio literario, que en una reunión de escritores puede dar lugar a mil disputas, pero que al lector medio español le deja totalmente frío.
¿De veras le deja frío al lector medio español el tema de los plagios literarios? ¿Y no resultaría muy jugosa esta novela si alguien se ocupara en serio y a fondo de ofrecernos una edición anotada que desvelara quién es quién en ella? Porque uno intuye que esos nombres ocultan a veces a escritores, periodistas y editores muy conocidos de la época.

Primera edición de un texto de Camps en España desde 1946: El Edicto de Gracia, en la revista Primer Acto.
En cualquier caso, Astarté fue una aventura editorial bastante ecléctica, azarosa y fugaz; probablemente, el hecho mismo de su desaparición propició que, al no ganar un premio de la importancia del Planeta, José M. Camps quedara bastante olvidado en España, por lo menos hasta que obtuvo un galardón literario mucho más prestigioso que el Planeta, el Lope de Vega. Pero eso sucedía ya en 1973, la obra en cuestión (El edicto de gracia) se estrenó en 1974 y José M. Camps moría en 1975, concretamente un solo día después que el nefando autor de Marruecos, diario de una bandera (1922) y Raza, anecdotario para el guión de una película (1942).
Fuentes:
Víctor Alba, Sísif i el seu temps. II Costa amunt, Barcelona, Laertes, 1990.
Fernando Díaz-Plaja, “El corrector de pruebas”, Destino, núm. 247 (27 de julio de 1946), p. 13.
Domènec Pastor Petit, «Josep Maria Camps i Regàs: El fiscal li demana la pena de mort», en Espies catalans, Barcelona, Pòrtic, 1988, pp. 125-136.
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