En un momento clave de la historia de la edición, en el cambio de siglo, dos editores importantes analizaron el panorama y se atrevieron incluso a prever la evolución del sector. Jason Epstein en La industria del libro (Anagrama, 2002; trad. de Jaime Zulaika) y André Schiffrin en La edición sin editores (Destino, 2000; trad. de Eduard Gonzalo). El paso del tiempo permite aquilatar sus aciertos y la profundidad de sus miradas, y siguen siendo dos lecturas muy recomendables. Una versión abreviada del texto que sigue se publicó originalmente con el título “Contrapunto a Schiffrin” en diciembre de 2002 en la revista Quimera.
Jason Epstein no sólo ha sido un testigo de excepción de la evolución del panorama editorial estadounidense del siglo xx, sino que ha contribuido notablemente a ella. Y, por si fuera poco, ha sabido contarlo de un modo sintético, ameno, al tiempo que extrae conclusiones de su rica experiencia y valora las expectativas razonables que pueden tener los editores en activo.
Redactor en Doubleday desde 1950; creador del libro en rústica de calidad en su empresa Anchor Books (hoy propiedad de Bertelsman), en cuya revista (The Anchor Review) publicó, entre otras muchas cosas de interés, los primeros fragmentos de Lolita; promotor de la New York Review of Books en 1963; creador de la versión estadounidense de La Pléiade, Library of America, y posteriormente de The Readers Catalog, germen de lo que acabaría por convertirse en la venta on-line de libros, y director editorial durante muchos años de Random House (hoy propiedad de Bertelsman) y actualmente cabeza visible de la promoción de la teleimprenta, su dilatada y brillante trayectoria justifica con creces que fuese el primer galardonado con el National Book Award for Distinguished Service to American Letters y que recibiera el Curtis Benjamin Award por “inventar nuevas maneras de publicar y editar”.
El título de su libro La industria del libro es tan engañoso como su subtítulo (Pasado, presente y futuro del libro), porque no es en absoluto un repaso a la historia la industria editorial, aunque algo de eso sí tiene, sino más bien unas breves memorias razonadas en las que Epstein contempla su experiencia con una franqueza y honestidad impagables y en las que no elude ni justifica los errores cometidos por los protagonistas de la historia de la edición norteamericana, sino que los expone con toda naturalidad, sin acritud, y con la única intención de iluminar su interpretación de los cambios experimentados en el último medio siglo. Sorprende, en este sentido, que un hecho tan trascendental como la costumbre establecida en los años treinta por Simon & Schuster de aceptar de los libreros la devolución de los ejemplares no vendidos no genere otro calificativo que el de penoso, y en cambio enseguida se destaque el hecho de que la tecnología pronto estará en condiciones de permitir adquirir libros “a la carta” con una calidad de impresión y encuadernación aceptables, con lo cual las siempre temidas devoluciones dejarán de perturbar el sueño de publishers y editors. Epstein ha sido testigo del vigoroso proceso de concentración editorial y de la entrada en el mundo de la edición de agentes externos a ella que han provocado grandes transformaciones en los procesos de trabajo e incluso en los objetivos de los editores, pero la nostalgia por una época dorada de la edición y la literatura estadounidense, en la que la tarea de los editores aún les mantenía en contacto directo e intenso con los autores y sus escritos –pocos pueden presumir de haber trabajado sobre textos de autores del calibre de Norman Mailer, Nabokov, Philip Roth y Gore Vidal–, queda relegada a un segundo plano cuando analiza los retos que se abren ante el futuro de los editores. En contra de las voces de algunos pocos escritores y agentes audaces, Epstein destaca en este aspecto la necesidad ineludible de la figura del editor, por mucho que Internet amenace a negocios como la distribución y la venta de libros o arremeta contra “los obstáculos que entre escritores han impuesto las prácticas de la edición tradicional” (p. 175). Eso supone confiar plenamente en la capacidad del lector para distinguir la calidad allí donde se encuentre y atribuir valor, y, por el contrario, no otorgar demasiado crédito a quienes piensan que cuando se generalicen las páginas web en las que los autores puedan colgar sus textos la función del editor dejará de tener sentido, aunque sus tareas se vean reducidas entonces a unas pocas pero esenciales: “soporte editorial, publicidad, diseño, digitalización y financiación” (p. 176). Sin embargo, se echa en falta un mínimo comentario en este sentido acerca del nuevo papel que deberá desempeñar la crítica literaria ante la previsible maraña de obras literarias circulando pues es de suponer que más que nunca será preciso que seleccione, informe y sobre todo oriente al posible lector.
Resulta inevitable en este punto no recordar el libro de André Schiffrin que en España publicó Destino con el título La edición sin editores (2001), pues tanto las obras en sí como sus circunstancias están repletas de coincidencias y diferencias muy significativas. Para empezar, el título de la obra de Schiffrin fue en Estados Unidos The Business of Books y, publicada originalmente en francés en La Fabrique-Éditions, apareció en Estados Unidos a finales de 2000 en Verso, la editorial que publica también New Left Books. Por su parte, la de Epstein apareció con el título de Book Business en enero de 2001 en W.W. Norton, una de las mayores independientes de ese país, y que curiosamente es la editorial que distribuye los libros de Verso. A tenor de las ideas que expresan ambos autores acerca de las consecuencias del crecimiento de las multinacionales, eso no resulta en absoluto extraño. Y la casi coincidencia en el tiempo hizo que la prensa a menudo analizara conjuntamente ambos libros, generalmente de la mano de destacados editores o personas estrechamente vinculadas al mundo editorial (Dan Simon, de Seven Stories; Richard Server, de Arcade; Michael Korda, de Simon & Schuster…), y podría añadirse que en ellas fue frecuente aludir al izquierdismo de Schiffrin y al mismo tiempo no hacer siquiera mención a la posición política de Epstein. (Como podrían recordarse también los encendidos elogios que Hobsbawm dedicó a Schiffrin). Con reseñadores de tal calibre, no fueron raros los comentarios acerca de la edición misma de ambas obras, y Epstein seguramente se sonrojaría cuando en London Review of Books John Sutherland le hizo notar que el nombre del fundador de Penguin aparecía como Alan Lane (un error que, lamento decirlo, se reproduce en la primera edición de Anagrama). A ese tipo de reseñas conjuntas hay una excepción significativa, la de The New York Review of Books, que sólo comentó el libro de Epstein, y quizá no sea ocioso recordar que su ex esposa Barbara es actualmente la editora de esta publicación que él contribuyó a crear. Pero más interesantes resultan por supuesto las coincidencias entre los dos libros mismos (que son tanto de contenido como estructurales) y las divergencias. De hecho, en ambos se trata de libros a medio camino entre las memorias y el ensayo crítico (con tesis) en los que hay un cierto equilibrio entre los recuerdos y el comentario personal sobre el estado actual de la edición, pero con dos diferencias muy significativas.
Shiffrin, aun cuando auguraba unas expectativas algo mejores para los europeos si se preparaban a defenderse contra el liberalismo salvaje, veía el presente y el futuro de la edición más bien oscuro, y probablemente eso le llevaba a añorar los años jubilosos protagonizados por Kurt Wolff, Paul Flamand o el propio Jacques Schiffrin y a pronosticar un futuro muy sombrío. Epstein, en cambio, expone una visión reducida casi exclusivamente a la edición estadounidense y no tiene en cuenta su contexto internacional ni se ocupa de la edición europea o asiática. Pero en cualquier caso, quizás el contraste más acusado se produce al comparar las visiones de ambos editores respecto al futuro. El libro de Shiffrin, antes del tan recordado “la batalla no está completamente perdida” (p.144, el subrayado es mío), concluía con tres alternativas posibles para evitar el desastre: aprovechar las nuevas tecnologías, pese a las dificultades que plantean; una intervención de los gobiernos en defensa de los valores culturales amenazados por las fusiones y la creación de casi-monopolios, en la que no albergaba sin embargo demasiadas esperanzas, y un incremento juicioso de las ayudas oficiales a la edición culturalmente valiosa. (The New Press, la nueva empresa de Schiffrin, que ha publicado a Chomski, Enzensberger, Perec y Darrieussecq, entre otros, se apoya en fundaciones y se presenta casi como una empresa no lucrativa).
Epstein es, desde luego más optimista, y su análisis de las expectativas que abre la edición a la carta y las nuevas tecnologías en general es más esperanzador. Ciertamente, proyectos como su teleimprenta arruinarán los negocios de distribución y desaparecerán muchas librerías; sin embargo, los editores seguirán siendo necesarios aun cuando las funciones que deberán desempeñar cambiarán radicalmente. Y ahí reside otra diferencia importante: la atención que presta Epstein a las nuevas tecnologías, frente a las reticencias o el desdén de Schiffrin. Pero la diferencia fundamental está en la concepción y en el estilo. En estos aspectos, La industria del libro es una obra ejemplar y necesaria.
Publicado originalmente en versión abreviada en la revista Quimera núm. 223 (diciembre de 2002), pp. 59-61.
Saludos,
En primer lugar quiero felicitar a Josep Mengual por abrir este blog. Los que analizamos el sector “desde fuera”, sin trabajar en él, necesitamos referentes que sí vivan el día a día de empresas relevantes como Edhasa.
Tras la lectura del post he repasado mis notas sobre ambos libros, que leí hace cosa de un año. Aprovecho para dibujar un poco más los perfiles de ambas propuestas. He de decir que los dos análisis de la situación de la industria no son tan distintos a mi modo de ver. Eso sí, Epstein es más optimista mientras que la postura de Schiffrin es ciertamente más resistente.
Lo que el francés denuncia es la consolidación del modelo anglosajón del sector del libro entendido como entertaiment y basado en el best-seller. La necesidad de rentabilizar cada libro lleva a las editoriales a vivir necesariamente en conglomerados, en grandes grupos. Esto nos lleva a una industria de volumen. Mi impresión es que todo esto se verá potenciado por el e-book y modelos de negocio como el de Amazon(lo he denominado en mi análisis “El efecto Amazon”: http://ecosdesumer.wordpress.com/2012/09/19/el-efecto-amazon/).
Frente a esta edición basada en la especulación, Schiffrin opone una forma de editar más a la europea, centrada en la selección cuidada de los libros a publicar en base a la calidad, no a la previsible aceptación del mercado. Como bien decía Josep es necesaria una reflexión sobre quién hace relevante el contenido en la nueva era con la crítica literaria en crisis y el papel del editor como “cribador de contenidos de calidad” seriamente en entredicho. Estamos ciertamente ante el Ortegiano problema de la dialéctica de las élites VS las masas. Creo que Josep, aunque no conozco su trabajo como editor, está más próximo a las ideas de Epstein; en todo caso sería muy interesante para mi que nos dijera si su día a día le aproxima más a uno o a otro.
Desde mi punto de vista lo que sí hemos de reconocerle a Epstein es que, como americano que es, confía más en la sociedad y cultura de masas y ve en el libro digital una oportunidad para resucitar el fondo editorial y el papel artesanal de una edición más humana (p. 187 y siguientes de la edición en catalán de Ampúries). Sin embargo, tal y como está evolucionando internet, me temo que el cosmos editorial se parece más al previsto por Schiffrin. No perdamos sin embargo la esperanza de que Epstein tenga razón y trabajemos por ello.
¡Qué vengan muchos más posts de negritas y cursivas!
Antonio Adsuar
Es indudable a mi modo de ver que sí hay, aunque cada vez menos, diferencias entre el modo de editar (y de entender la cultura en general) estadounidense y el europeo (aunque siempre haya excepciones). Y yo sí veo dos visiones contrapuestas, aunque ambos se equivocaran bastante en los derroteros que tomaría la edición (visto diez años después). Sin embargo, me parece que Schiffrin da un toque de atención que hay que tener muy en cuenta para evitar una estandarización y una simple cultura-espectáculo de efecto efímero y sin ninguna profundidad. Gracias por los buenos deseos, Antonio.